Madrid, antillana humedad

Mira, hace 15 años, en esa etapa de posgrado en que combinaba trabajos basura con otras ocupaciones no muy distintas a los trabajos basura; salir, beber, fumar, maltratar el cuerpo y regresar a casa en el primer metro de las seis de la mañana, no era un premio original pero sí merecido. Con los billetes menos poderosos de la eurozona pisaba Gran Vía con paso de millonaria para entregarme a la nocturnidad de un Madrid que aún no parecía sacado de Airbnb. 

Ese Madrid ya no existe. Queda de él su ambiente de bar, garante de perpetuar la genealogía alcohólica no solo de Madrid, sino de un país que tiene la mayor cantidad de bares per cápita de Europa.

España, más que ser, parece ser una peineta, un tablao y un vestido de cola. España, más allá de lo que parece, es una pandereta, un sacho y una mina. España, más allá de lo que parece, es una cuneta, un poema y millares de cuerpos sin sepultura. España parece ser, y es, un bar. 

La decisión de integrarte o no a un país, no siempre la tomas tú. Pero sea esta o no tu voluntad, te integres o no te integres, algo que adoptas en España, y más en Madrid, es su cultura de bar.

En mi último viaje a La Habana, me encontré una noche con una muchacha que tiene mucho dinero. Nunca se fue de Cuba y vive de las rentas. Tiene una propiedad horizontal en la avenida Paseo, un pisito en La Milla de Oro, muy cerca de la Plaza del Ángel, y otro apartamento más modesto en 17 y B. La verdad es que no tenemos mucho en común salvo un par de novios del pasado. El caso es que, en el chismecito veleidoso que eso genera, con el tiempo y un ron nos fuimos acercando. Superada la animadversión que generaron los celos mutuos, nos hemos cogido (hasta) cariño. Y tras el abrazo del reencuentro me preguntó si quería “ir de bares”, “ir de tapeo”.

Hmmm… No estaba preparada para esa cruzada. ¿Se hace eso en La Habana? No había sido notificada hasta ese momento.

La gente tiene la idea de que en España todo el mundo, cuando sale, hace una ruta por sus bares preferidos y así pasa la noche entre vinos, queso manchego, morcilla y jamón serrano. Ya. Eso lo haces alguna vez, sí; pero la cultura de bar que está arraigada en este país es la de cada día ir al mismo bar, hablar con el mismo camarero (que con seguridad es el dueño o la dueña del establecimiento) y decir que es la última cada vez que te tomas una caña, a partir de la tercera. 

Eso no lo puedes hacer a diario si haces la ruta de la Cava Baja o vas por Malasaña. Eso es posible cuando bajas al bar cochambroso de tu barrio, donde te desinhibes con la libertad de un loco y sueltas la bestia que llevas dentro. Yo, por ejemplo, voy al Mariluz. Detrás de cuya barra suele estar invariablemente Mariluz, que heredó el negocio de Ramón, su padre. 

Mira, hace 15 años, cuando en Madrid había una consolidada comunidad cubana (aunque sin afán ni conciencia de asumirse como comunidad) sucedían cosas irrepetibles. Muy lejos de cualquier gesto alentado por el Consulado u otra institución encargada de fortalecer lazos entre Cuba y su primera metrópolis, por esos años se iba dibujando, ad libitum, el rostro de una Cuba en Madrid. 

Un rostro particular, conformado por una sonora cubanía y una minoría española no menos ruidosa. Y sí, a ese dibujo le faltarían trazos si no los mencionara también a ellos. Sin ánimo de torpedear el concepto que puedan tener algunos de comunidad, insisto en que no podría contarse la historia de (la que en un tiempo fue) la comunidad cubana en Madrid sin sus miembros españoles: Pilar Zumel, Mar la de Vallecas, Belén Cannabis, Esther Beut, Marina Sierra o Rafita Farrita, que de tanto transculturarse vive ahora en la Isla de la Juventud y dicen las malas lenguas que vende pescado de contrabando. 

De contrabando era también el espíritu de buena parte de esa cubanía residente en Madrid. Lo que para España era un inmigrante (legal o ilegal), para el gobierno cubano era un “quedado”, y la gravedad de ese estigma generó, para más de una generación de cubanos en la diáspora, un sentido de inadecuación, un sentimiento de culpa y, en el peor de los casos, un resentimiento incurable. 

Sin embargo, las expresiones culturales que surgieron bajo tales efectos no compartían ese sabor subalterno. Sin el amparo del Consulado, y por lo general en los márgenes de la oficialidad, rara era la semana que en los madriles no hubiese conciertos, teatro, exposiciones o… el bar. No uno cualquiera, sino un bar en pleno centro, uno que Pilar Zumel —a su cuenta y riesgo, tras perder la peletería de Aluche en un incendio y quedar en bancarrota— abrió para los cubanos. 

Perpendicular a Hortaleza, situado en la calle Reina, abrió Pilar este bar para personalidades, personajes y personas: para los bitongos y los marginales, lo famosos y los anónimos, los “gusanos” y los “comunistas”, los blancos, los negros y toda la gama intermedia. Para todos. 

Un 7 de septiembre, en un aniversario festivo del bar que por lógica y folclorismo de Pilar se llamaba El Yemayá, Boris Larramendi dijo antes de empezar a cantar: “Todos estos años El Yemayá ha sido nuestra casa y nuestro verdadero Consulado”. Lo gracioso es que, a esa fiesta, también había ido gente del Consulado. 

Creo que no me equivoco si digo que eran los músicos, sobre todo, quienes daban color al relleno de ese dibujo con forma de comunidad: Vanito se huracanaba en el Suristán, Kelvis en el Bibijagua Beach, Victor Navarrete en el Taboo de la calle San Vicente Ferrer, Alain Pérez en el Cardamomo, Carlos Puig en el Café Central y Caramelo en La Reina de Cuba. 

La relación de nombres y lugares puede no ser exacta, su mención va de la mano de la memoria ya desdibujada de aquellas noches. Fernando Favier, Nam San, Kiki Ferrer y Haruyoshi Mori eran omnipresentes y tocaban en varias bandas. Tras acompañar y cuñar el sello de calidad a los famosos de la industria musical española, tiraban para su gente como cabras al monte. Allá en el monte madrileño, en Soto del Real, estaban Athanai e Ileana Wilson con otra sucursal activa de la cubanía. 

The usual suspects de las noches madrileñas eran estos personajes que halaban un público diverso, solo compatible en la emigración. Pues más allá de singularidades y diferencias entre personalidades, personajes y personas, toda esa gente estaba atravesada (lo quisiera o no) por aquello que se llama Cuba. 

Una de esas noches, mira tú por dónde, sí tocaba ir por la Cava Baja. Gema y Pável daban un concierto en un lugar de cuyo nombre sí quiero acordarme, pero no puedo. Es posible que ya no exista. A veces, a los trovadores les fallaba el público. No todos los momentos eran muchedumbre y ovaciones, pero Gema y Pável tenían la capacidad de congregar. 

En ese tiempo no había WhatsApp y un mensaje de texto te rompía el bolsillo más que ahora, pero con Gema y Pável no hacía falta gastar céntimos en mensajes del tipo: “¿Tú vas?, ¿pero van mengano y fulana? Es que si no van yo no voy…”. Con ellos no hacía falta activar el protocolo de asistencia. En sus conciertos solías encontrarte a todo el mundo, y más bien convenía no llegar tarde. Pero aquella noche no estaba todo el mundo, porque la mitad de ese mundo había vuelto a emigrar. 

Tras los últimos acordes del Maestro y la última sonrisa de la Diosa, nos dimos cuenta de que ni ella ni él, aquella noche, se sumarían al motín diezmado. Pável guardó la guitarra en el estuche y desapareció, así que nuestra estancia en esa zona del Madrid de los Austrias carecía de sentido. Atravesamos el puente de Segovia como bulliciosa manada cubana (aunque diezmada, siempre bulliciosa) y fuimos al Yemayá, donde Pilar Zumel nos esperaba como a hijos pródigos.

Hacía dos años que Pilar había cerrado el local de la calle Reina. Aspirábamos a que el nuevo Yemayá de La Latina tuviera el mismo espíritu. El mismo relajito, la misma indisciplina. Pero no. Tras una inauguración que colapsó la calle, el nuevo local nunca llegó a ser como el de la calle Reina. Y eso que el de Reina nació con fecha de caducidad. ¿Por qué? Porque se abrió para los cubanos y eso suponía tenerlos de clientes. Y más que clientes, tenía deudores. 

El primer Yemayá nació con ese sino: para gozar y no para perdurar. Cuando estaba por Madrid, Pedro Luis Ferrer solía pasar a saludar a Pilar. Dice una canción de Pedro Luis Ferrer que “en la Luna de Valencia cuando más se puede estar un mé, dos mé, tres mé, cuatro mé quizá / pero sin comé no se puede estar”. Contra todo pronóstico, la Luna de Valencia iluminó la calle Reina durante cinco años. Cerró a finales del 2005. Un quinquenio, y no fue gris. 

Dos años después de ese naufragio, Pilar abrió el segundo Yemayá en la calle Calatrava de La Latina, a unos pasos de WWF. Ese también seguía siendo para todos los cubanos; pero la mayoría de los cubanos, repito, habían vuelto a emigrar. Incluso algunos que llevaban en Madrid más de dos décadas, recogieron anclas.

La llamada crisis del ladrillo lo afectó todo. El telediario abría con los efectos de la burbuja inmobiliaria: el paro, el aumento de las deportaciones, la privatización de los servicios sanitarios y una larga lista que aún no concluye, sino que aumenta. Ante ese panorama muchos cubanos volvieron a hacer las maletas para facturarlas a distintos destinos. El primero de ellos, Estados Unidos; el segundo, Cuba. 

¿Perdón? Sí, los cubanos empezaron a regresar a Cuba no de forma aislada, sino en bloque. En bloquecitos.

Mira, mientras en España se producía una suerte de terrorismo financiero, mientras la guardia civil desahuciaba a ancianos de sus hogares de toda la vida y la Plataforma de Afectados por la Hipoteca (PAH) empezaba a redactar un informe para registrar los suicidios por desahucios en España (con cifras alarmantes en la Comunidad de Madrid), Cuba, por su parte, parecía vivir un panorama de cambios de aparente flexibilidad. 

Se puso de moda la palabra “repatriación”. Se puso de moda dividir metros cúbicos de un contenedor de carga. Se puso de moda una Habana con lugares nocturnos, con vinos y tapas, con musaka, sushi, tartar de atún, falafel, baba ganoush y cuscús. Una Habana que, como hoy Madrid, también parecía sacada de Airbnb y que no se destiñó, como un falso espejismo, hasta el 20 de enero de 2017, con ayuda de los trumpistas. 

Hasta esa fatídica fecha, Mick Jagger llenó la Ciudad Deportiva, las modelos de Chanel y aquel hombre de gafas oscuras desfilaron por el Prado, Rihanna se montó en un Chevrolet de los años 50 y Beyoncé posó para una foto con mis amigas de Danza Contemporánea de Cuba, porque ellas sí eran unas singles ladies de verdad. 

¿Esa Habana me gustaba? No. Pero esta me gusta menos.

Justo por esos años le dije a una amiga: “¿Por qué no aprovechas y pones en regla tu situación con Cuba? ¿Quieres que averigüe cómo va eso de la repatriación?”. Ella, con ironía socrática, me respondió con otra pregunta: “¿Ya puedo dejar de ser apátrida? Porque lo de repatriarse es el paso posterior al estatus de apátrida, ¿no? ¿Quién decide esas cosas?”. Subí las cejas, prendimos cada una un cigarro y se hizo un silencio lleno de palabras.

Ilegal, refugiado, exiliado, asilado. Adaptación, integración, inclusión. Liberación, carta blanca, once meses, permiso de residencia, repatriación. Los eufemismos legislativos que describen los procesos migratorios de la burocracia cubana y española son un complejo campo semántico que parece más bien un campo minado. Un mapa lleno de costurones y nuevos rotos que hacen el camino de los mil y un relatos de la emigración.

Mira, los cubanos que en ese tiempo regresaron a Cuba debieron justificarse. El “¿por qué regresas?” supuso tantos argumentos como el “¿por qué te vas?” de años atrás. La respuesta a esa pregunta, da igual cual fuera, iba a ser juzgada. No tanto por el Estado como por vecinos, conocidos y amigos. Regresar era síntoma de fracaso, pero sobre todo indicaba (aunque no lo fuese) una posición política. 

A los que regresaron, les tocó sacudirse del cuerpo ese segundo estigma. Si el primero fue la partida (“salida definitiva”), el segundo fue el regreso (“repatriación”). Porque ahora irse no es un estigma. Ahora irse es lo normal. 

Los que permanecimos en España notamos el cambio cuando todos se fueron. Intentamos seguir nuestra vida de siempre, pero el sentimiento de inadecuación creció. Aquella Cuba en Madrid había perdido su forma de lagarto y se parecía cada vez más a una meseta castellana donde el invierno es antipático. 

Tampoco sabíamos que esa noche era la última que oiríamos cantar a Gema, viéndola, ahí cerca. Aún era verano y, obedeciendo la reciente normativa de no fumar dentro de los locales, salimos afuera a dañarnos los pulmones como alegres centinelas de Calatrava. Los cinco minutos de fumeteo se convirtieron en dos horas, porque Dayana Contreras acababa de regresar y todos (más bien todas) queríamos confirmar que seguía con aquel muchacho. 

La forma fácil de iniciar el espionaje fue preguntar por Cuba. Así, saltaron los consabidos “cómo está la cosa”, “cuéntame de aquello”. Hasta el momento solo sabíamos que había pedido unos días en el trabajo con la intención de ver a sus padres y, sobre todo, hacer un viaje en pareja con el novio de turno. 

Quien conoce a Dayana sabe que, siendo tan cautelosa con su privacidad, puede responder lacónica y evasiva o puede, como buena actriz que es, regalar a su auditorio una función gratuita. Alguien le preguntó de “aquello” y ella, para sorpresa nuestra, no habló de “aquello”: habló de ella y de paso habló de aquello. La crónica de ese monólogo que tuvo por escenario la calle Calatrava dice así:

Después de unos meses de sequía, el amor había llegado a la vida de Dayana Contreras y esta vez parecía duradero, pero solo parecía. Ella aún no lo sabía, y por eso cuando llegó a San José de las Lajas presentó a Jannick Krüger a su familia como si del padre de sus hijos se tratara. En casa de Dayana, la perspicacia es lo que abunda. Quizás por eso, mientras preparaban la comida, el veredicto de su madre sobre “el Jannick ese que tú has traído” no fue muy bueno. 

Las conversaciones serias en casa de Dayana ocurren en la cocina. Al menos en ese tiempo en que no había mucho sitio para la privacidad. Su hermano aún vivía en casa de sus padres. Aunque sabemos que en Cuba no existe el concepto “la casa de tus padres”: la de tus padres es por definición tu casa, porque está claro que no vas a tener otra. No sin hacer marañas o grandes heroicidades (y esto último tampoco es garantía). Pues eso, su hermano mayor aún vivía en esa casa, su sobrino aún vivía en esa casa, su otro hermano no vivía en esa casa, pero sí su exmujer y su hija. También su abuelo aún vivía en esa casa, porque aún su abuelo vivía.

Ante aquel panorama de setenta metros bien habitados, Dayana decidió destinar parte de sus ahorros (bien ganados como supervisora comercial de Orange) a pagarse tres noches de hotel con Jannick Krüger. El alemanito era físicamente un portento de hombre; por momentos parecía un poco lento, pero solo lo parecía. El elfo de ojos azules y sonrisa dulce muy pronto dejó claro que el viaje era a la europea: tú te pagas lo tuyo y yo lo mío. 

“¿Quién te dijo a ti que yo te necesito para que me pagues nada?”, dijo Dayana, pero no se lo dijo a él, se lo dijo a sí misma cuando tomaron la primera Cristal. 

A Jannick Krüger tampoco le hubiese importado dormir en una esterilla en la sala, al lado del patriarca de los Contreras. Pero no. Dayana tenía su dinero, quería estar tranquila, así que alquilaron un coche y se despidieron de San José de las Lajas por unos días. En un puesto de control a la salida del pueblo, un policía con un dudoso radar en mano los obligó a detener el vehículo. Dayana y Jannick bajaron del Hyundai. El policía exigió la documentación y adujo algo sobre los límites de velocidad de la zona. 

No recuerdo si fueron multados o se apiadaron del joven Krüger. Recuerdo que el policía de tráfico les aconsejó fijarse en la velocidad indicada en las señales y, girándose hacia Dayana, sentenció: “Usted que ha sido cubana debería saber que las señales no están puestas por gusto”. 

Sin la frase introductoria del destierro, Dayana se hubiese disculpado por la contravención, pero quedó en shock. Pasados unos segundos, en un intento de arengar al policía con un discurso patriotero, se le cerró la garganta y rompió a llorar.

A finales del pasado mes de agosto, Ana Elsa Velázquez, ministra cubana de Educación, dijo públicamente: “Los que no viven en Cuba no tienen derecho a criticarnos. Aceptamos las críticas de los que están junto a nosotros y están dispuestos a compartir nuestras carencias y buscar soluciones”. En esta frase que traza fronteras subyace el eco de esa otra, tan nociva: “El que no está conmigo está contra mí”. Resulta paradójico semejante alegato cuando las nuevas medidas económicas promueven las remesas desde el exterior. 

Las remesas sí, pero el derecho a criticar u opinar, no. 

El libre derecho de expresión es todo un tema. Están los que reflexionan y luego hablan (no fue el caso de la ministra, al menos en esta ocasión), están los que reflexionan y luego callan… o estallan. Están los que observan y lloran, los que observan y ríen, los que opinan selectivamente y los que opinan de todo. 

Como es lógico, en la diáspora cubana también hay de todo lo mencionado anteriormente, pero abunda una categoría de “opinadores” que siempre están en la retaguardia de las efemérides, queriendo hacer tendencia de cada suceso. 

Hoy vamos a hablar de los huevos de avestruz. Venga, va. Hoy vamos a hablar del caracol africano. Venga, va. Hoy vamos hablar de Gente de Zona. Venga, va. Y ahora todos juntos, dame la C, dame la O, dame la Y, la U, la N, la T… 

Y las redes sociales se llenan de palabras insulsas, malas caricaturas y bromas en su mayoría sin gracia (las hay muy chistosas, todo hay que decirlo). La gente opina y opina. Pocos debaten con respeto. Pocos reflexionan en colectivo y desde la diáspora se critica muchas veces con la (falsa) temeridad del que se encuentra por fin fuera de peligro (fuera de Cuba). 

La gente tiene fiebre de opinión. ¿Por qué será? 

Será por algo que le faltó decir a la ministra de Educación: además de los cubanos que viven fuera de la Isla, los que viven dentro tampoco tienen derecho, pleno derecho, a opinar y criticar. 

Lo peor que puede ocurrirle a un país es negar a sus ciudadanos su legítimo derecho a la participación. Un derecho que está minado en casi cualquier país, incluyendo aquellos que saborean cada fonema de la palabra democracia. Y esa palabra fetiche que es la participación, empieza, en buena medida, en el ejercicio crítico. 

Lo peor que puede ocurrirle a un país es que un ministro llame mercenarios a quienes (viviendo fuera o dentro) intentan opinar, criticar, proponer, construir, participar. Cuando un cargo del gobierno dice públicamente que los cubanos que viven fuera de la Isla no tienen derecho a opinar sobre el país que abandonaron, puede ocurrir que esos que viven fuera, esos que de vez en cuando se juntan para reír y llorar, no asuman la necesidad de hacer comunidad, de hablar como comunidad, de interpelar como comunidad a quien gobierna su país, a quien gobierna a su familia que aún es residente del país. 

Puede ocurrir también que un día, un policía o cualquier otra persona te diga, llena de ingenuidad o de inquina, que ya no eres cubana. 

¿Quién decide eso? Tú, solo tú. Yo personalmente no articulo mi identidad desde mi procedencia o mi nacionalidad. A estas alturas tengo tres, y me identifico con todas y ninguna. No construyo mi identidad exclusivamente desde una geografía o un pasaporte, pero hay quien sí, y está en pleno derecho a hacerlo. ¿Quién lo decide? Solo tú.

Mira, en abril hará ya una década que dejé Madrid; allí viví ocho años. Cuando regreso a Madrid me ocurre lo mismo que cuando regreso a La Habana: me siento improcedente. Se me van acabando los sitios a los que regresar, porque los nidos se caen cuando los árboles son talados o las aves emigran. Y al menos en Madrid y en La Habana ya no me queda casi nadie. 

Pero donde más noto ese vacío es en Madrid. Quizás porque la ciudad cambia, como en SinCity. Durante los ocho años que viví en la ibérica Sin City me incomodaba esa falsa construcción madrileña de palmas, castañuelas y peinetas que el sector turístico, gastronómico y las industrias culturales se empeñaban en vender. Ahora, casi que lo extraño. 

Madrid era como un mal remake de una buena película de otro lugar. Pero en ese remake castellano había una manera tristemente alegre de llevar la supervivencia. En esa chapucera manera de apropiarse culturalmente de todo lo que da dinero, Madrid conformó su patética y encantadora identidad. Porque a fin de cuentas esa era la identidad de Madrid, surcada por todas las culturas a las que devora y deforma. Para los que llegamos a habitar ese Frankenstein, el juego de las identidades era eso: un juego. 

¿Me gustaba ese Madrid? No. Pero este me gusta menos.

Hace unos días viajé a Madrid a presentar un documental en el Matadero. En las cañas posteriores a la presentación no faltó la oportunidad para la risa, aunque también tuvo lugar el “te acuerdas cuando…”; es decir, tuvo lugar el pasado. Cuando los grupos humanos se rompen, tienden a evocar el pasado como una enfermedad. 

Las cañas duraron poco. Era tarde: beber, fumar y maltratar el cuerpo ya no es una recompensa merecida, más bien todo lo contrario. Habíamos perdido el último metro y decidí dormir donde Dayana. De camino a su casa hablamos del estreno de su obra, de lo contenta que estaba y como siempre hablamos de Elbita, de cuántas cosas (no) han pasado desde su regreso a Cuba… 

Poco más hablamos. Cruzamos el puente de Segovia en el silencio. Cuando finalmente nos desplomamos en el sofá le pregunté: “¿Cómo era el cuento ese del policía que los paró a ti y a Jannick?”. “Cómo te gusta ese cuento…, últimamente creo que el policía tenía razón”. 

Dayana se acostó y yo me puse los cascos. El fantasma digital de Rolando Berrío me cantaba “Antillana humedad”. El negro, por insistencia de Boris Heredia, solía cantar esa canción cuando pasaba temporadas en Madrid.“Antillana humedad” es esa Cuba que se va vaciando y es ahí, en su vaciamiento, donde permuta. 

Esa Cuba de amigos que se van y a veces vuelven. Esa Cuba vacía dondequiera que la pongas, ya sea en una Isla del Caribe o, de un guantazo, en tierra continental. 




¿Documentos extraviados de Chernobyl?

¿Documentos extraviados de Chernobyl?

Jamila M. Ríos

La muestra Documentos extraviados, de la artista peruana Sonia Cunliffe, es síntoma del escozor que han padecido no pocos en Cuba por causa del merecido salto a la fama de la teleserie Chernobyl.