El 25 de septiembre de 2022 es la fecha en que el gobierno cubano llevará a votación popular el nuevo Código de las Familias. ¿Pero cuánto camino ha tenido que recorrerse para llegar hasta aquí? ¿Por qué se han generado tantas polémicas, algunas muy amargas incluso, alrededor suyo? ¿Cuánto representa al pueblo? ¿Es realmente una voluntad política de otorgar derechos o un juego político del gobierno?
Tras veinticuatro anteriores versiones, la comisión redactora llegó al texto que se someterá a referendo popular. Una comisión redactora que apenas nadie conoce y que no contempla entre ellos a ningún actor de la sociedad civil involucrado en las largas luchas por defender y garantizar derechos que hace mucho ya debían haber sido otorgados a la sociedad cubana. Porque es justo parte de esa sociedad, como la comunidad LGTBIQ+ y la comunidad por la defensa de los derechos de las mujeres quienes comenzaron a reclamar derechos para ellas y, en extensión, para otros sectores, como la infancia, las personas de la tercera edad y personas con discapacidades.
Sin embargo, la mayoría de esos reclamos y los activistas de estas comunidades han sido enfrentados a lo largo del tiempo con censuras, represiones, ninguneos, humillaciones. Pero, a pesar de ello, estas comunidades han logrado crear mecanismos independientes de observación, denuncia, redes de apoyo. Mecanismos que, si bien responden a necesidades sociales reales que el Estado no cubre, este tampoco deja que se articulen y desarrollen de manera paralela a él.
Resulta hasta cierto punto entendible, entonces, que gran parte del pueblo desconfíe o no se interese por aquello que venga de ese mismo gobierno que cada día más lo deja desamparado. En un contexto de profunda crisis económica, con un nuevo Código Penal más represivo —que no fue llevado a consulta popular—, la discusión del Código de las Familias puede ser considerado como un lavado de imagen del gobierno o un entretenimiento político.
Pero más allá de la tan llevada y traída frase de “los derechos no se plebiscitan”, hay elementos en el texto que responden a todos los sectores de la sociedad en la Isla. Y justo uno de los principales dilemas que entraña la votación del próximo 25 de septiembre es el sopesar el costo político y social de un Sí o un No para el desarrollo de la sociedad cubana, más allá de estar o no de acuerdo con lo que refleja este nuevo Código de las Familias.
Por ello, ‘Hypermedia Magazine’ conversa con Manuel Cuesta Morúa, historiador, vicepresidente del Consejo para la Transición Democrática en Cuba y fundador de Arco Progresista, cuyo activismo en contra del régimen gubernamental en la Isla data ya de muchos años.
¿Crees que este nuevo Código de las Familias realmente brinda una protección a distintos sectores de la población cubana en cuanto a los derechos humanos?
Creo que brinda estímulo y protección en sentido social, pero no en base a los derechos fundamentales, que son la base de los derechos humanos. Significa que ahora se podrá invocar un derecho a la identidad, como invocamos el derecho exclusivo al nombre y a sus potenciales beneficios, pero no a las consecuencias cívicas de esa identidad, que es lo que promueven los derechos humanos.
Se entiende mejor en Cuba con lo que pasa con los religiosos: tienen libertad de creencias, pero no tienen libertad para diseñar un proyecto cívico a partir de su credo. Así nos encontraremos, como ya estamos viendo de algún modo, con el ridículo y duro espectáculo de pareja gay o lesbiana casándose por la mañana, en ejercicio de su derecho al matrimonio igualitario, y siendo conducida por la tarde a una estación de policía por ejercer su derecho a la libertad de expresión o de manifestación.
Derechos de identidad, sí; derechos humanos, no. ¿Aberración? Desde luego.
Una de las frases más utilizadas en los últimos tiempos alrededor del plebiscito del Código de las Familias es “los derechos no se plebiscitan”. ¿Cuáles pudieran ser para ti los pros y los contras de esta frase?
Esta es una antigua frase que viene, al menos aquí en Cuba, de los tiempos del magnífico Proyecto Varela, que hacía una serie de propuestas interesantes e incluía el plebiscito a algunos derechos. Desde esos tiempos, el debate giraba sobre si los derechos podían o no ponerse a merced de las mayorías. La conclusión para algunos era, justamente, que semejante operación política era un peligroso precedente para la existencia y legitimidad de las mismas minorías. Y para algo más: los derechos fundamentales asentados en el individuo. De acá a este momento, la discusión persiste.
Los pros de la frase radican en que el voto de las mayorías es el que legitima el derecho de la persona, del individuo, del ciudadano, el derecho a existir de las identidades. Este es el lado positivo, que tiene que ver con el fundamento de una sociedad y con la naturaleza de una democracia fuerte, cuya base y posibilidad están en el respeto a la pluralidad y diversidad de una nación, y en los límites al Estado en un Estado de derecho, independiente de lo que diga el voto. A fin de cuentas, las mayorías en una democracia son cambiantes.
Los contras, por supuesto, están en la vida concreta, en el aquí y en el ahora, de los derechos de grupos específicos ante una oportunidad de reafirmar sus derechos. La manera en la que parece que la comunidad LGTBIQ+ puede abrirse al campo de sus derechos en Cuba es a través de este plebiscito.
Ahora, ¿era necesario un plebiscito para este reconocimiento? No. Una Ley de Minorías habría bastado, pero el gobierno intenta sacar un rédito político en esta ocasión. Trata de obtener una legitimidad con la que no nació, lavar las manchas a su supuesta imagen progresista y, muy importante en la mentalidad totalitaria, consolidar la idea de que los derechos los otorga el Estado; contrario a una visión más liberal que considera que los Estados, a lo sumo, reconocen, no otorgan derechos.
El pro de la frase intenta recordarle al contra que en la conquista de derechos para las minorías a través de un plebiscito se hipoteca el derecho de todos: mayorías, minorías e individuos.
¿Cuán válido o no resulta que el gobierno cubano instrumentalice el Código de las Familias? ¿Qué sucede cuándo hay una instrumentalización de los derechos de los ciudadanos?
La instrumentalización de un Código de Familia es muy, pero muy grave por parte de cualquier gobierno, en este caso, por parte del gobierno cubano.
El Código de las Familias no es un Código de Tránsito, cuya naturaleza es instrumental porque se trata de organizar la comunicación vial en una ciudad, lo que afecta, fundamentalmente, la comunicación en la vía pública. Un Código de Familia es transversal, afecta a toda la sociedad y compromete la tradición de un país y de una cultura. Por eso, por muy progresivo y progresista que resulte, debe nacer de una profunda discusión social, plural y diversa, que implique a todos los afectados y que genere consensos sociales, no división y polarización como está sucediendo ahora en Cuba.
En Irlanda, una sociedad católica, y por tanto conservadora, hubo una discusión deliberativa sobre el tema del aborto, en un proceso plural, democrático y con expertos, que luego se llevó a un referendo, cuyo resultado fue la aprobación de esa práctica. Se avanzó exactamente porque no hubo instrumentalización por parte del gobierno. La sociedad, allí, no se fracturó.
Aquí, por el contrario, se da la paradoja de un Estado totalitario, que intenta representar al todo, pero que fractura a la sociedad a partir de uno de sus elementos fundamentales: la familia y su concepción. El resultado es el de un triple conflicto: de la sociedad consigo misma, de una parte de ella con el Estado y de un sector mismo con la ley. Todo por la instrumentalización de derechos que en principio y por principio son ciudadanos.
La instrumentalización es bien peligrosa porque el Estado se vende como el que los da a la sociedad y a la gente. Por tanto, los implementa o no según sus necesidades, sean las del relato, las de la imagen o las del uso corporativo de determinados sectores. Al final, tenemos, de nuevo, la contradicción entre los derechos de unas minorías a las que se les niega al mismo tiempo sus derechos ciudadanos. Un desastre político y social.
¿Cuáles son los argumentos para las campañas #YoNoVoto y #YoVotoNo? ¿Cuáles son las diferencias reales entre estas dos posiciones ante los derechos que puede reflejar el texto del nuevo Código de las Familias?
Los argumentos para la campaña #YoNoVoto no son muchos. Se reduce a uno solo: “en dictadura no se vota”. Este es un argumento moral con impacto simbólico; no un argumento político con impacto real. El fundamento de este punto de vista es que no se debe legitimar a una dictadura a través de su ficción electoral. En realidad, no votar no deslegitima, sobre todo donde el voto no es legalmente obligatorio. Donde no lo es, no votar equivale a una abstención.
Si una dictadura necesita la ficción electoral es porque sabe que tiene un problema para legitimarse. Sabe que no puede establecerse solo a base de palo y tentetieso. Y la más genuina expresión de rechazo a una dictadura adquiere mayor y mejor expresión en el #YoVotoNo. Detrás de este hay una lógica y manifestación más concreta de oposición a la dictadura en la forma y en sus contenidos.
Los que se oponen a elementos concretos en este Código de Familia saben que, si quieren que sus posiciones adquieran relevancia social, tienen que acudir a las urnas y decir No a lo que se oponen como nueva forma de relación social: No al matrimonio igualitario, No al concepto de responsabilidad parental, No al embarazo subrogado o a la pedagogía pública sobre las identidades de género. Esta posición es la que tiene y puede tener un impacto político real y que, de paso, como sucede en todo mecanismo referendista o plebiscitario, se convierte en expresión con efecto práctico, de rechazo al régimen.
El gobierno no está diciendo: “Vote”. En realidad, no le importa quiénes no vayan a votar, tal y como al mercado no le interesa los que no tienen dinero. El gobierno está diciendo: “Vote Sí”. Sabe perfectamente bien que el daño a toda la legitimidad que no tiene radica en los que van a votar No, ya sea por temas específicos, como es el caso con los votantes conservadores, o por los que votarán No para aprovechar la oportunidad y castigar al régimen. Y anoto que resulta curioso e interesante el hecho de que ya podamos hablar en Cuba de voto conservador. Esta la segunda lógica detrás del #YoVotoNo.
A lo largo de su historia pos-1959, Cuba no se ha caracterizado por tener referendos populares o procesos de votación directa. ¿Es esta entonces una oportunidad de votar en contra del Gobierno? ¿Por qué?
Este es el tercero en más de seis décadas. El hecho de que hayan sido tan pocos, dice algo. Aunque yo no soy muy amigo de los referendos y plebiscitos como mecanismo democrático, al menos en contextos populistas.
Pero sí. Esta es una oportunidad para enviarle un mensaje verdaderamente político al régimen. Él lo ha convertido en un plebiscito tanto a la continuidad como a su catastrófica gestión. Es un modo pacífico, colectivo, sociológico y mediáticamente relevante, de bajo o de ningún costo ciudadano, para expresar el profundo rechazo social ya manifestado en las jornadas de julio de 2021 y 2022.
Y más allá. También porque formaría parte de ese empoderamiento gradual ciudadano, práctico, nada teórico, que cimenta el camino bien arduo de transición democrática. No desde lo virtual, sino desde lo real. En una paráfrasis, diría que se hace democracia al andar y desde abajo.
DemoAmlat y Transparencia Electoral han puesto a disposición de los cubanos en la diáspora una plataforma digital para que se empadronen y puedan votar. ¿Qué puede representar que un medio latinoamericano cree una opción paralela de voto al sistema electoral cubano, cuando precisamente hay una fuerte campaña que está llamando a los cubanos a no ir a las urnas?
Bueno, aquí hay un cortocircuito entre el sentido práctico de la experiencia política a partir de las dictaduras del Cono Sur y la visión radical del lado nuestro frente a una dictadura totalitaria, inmovilista, como la cubana.
En América Latina, se entiende que las posibilidades políticas se construyen a partir de involucrarse con sentido práctico en las oportunidades que ofrece el sistema político, no importa que no sea democrático. Pero para muchos de nosotros, dentro o fuera de Cuba, esta visión es en un sentido más revolucionaria: hay que derribar lo existente y punto. Tendemos más a moralizar la discusión cívica o política y menos a detenernos en cómo manejar la realidad para lograr determinados objetivos.
Esa es la razón por la que en el exterior muchos no hayan entendido el propósito de Transparencia Electoral. En este caso, la de aprovechar la oportunidad de utilizar una herramienta para expresar de un modo verificable una determinada posición.
Es el concepto de que en dictadura no se vota lo que en la práctica equivale a una abstención porque se legitima a esa dictadura. Una posición que, si hubiera sido predominante en el Chile de Pinochet, le habría garantizado cierta longevidad a su régimen dictatorial.
Yo creo que aprovechar la oportunidad que brinda esta organización permite tanto expresar una posición colectiva, como ejercitarnos en el uso de herramientas democráticas e ir construyendo más consensos de los que podemos tener ahora. Una manera de reafirmar también el derecho de los cubanos y cubanas en el exterior de participar en la política cubana.
Si el nuevo Código de las Familias se hubiera concebido y plebiscitado durante la era de Obama, cuando había cierta percepción de apertura y desahogo en buena parte de la población cubana, ¿las campañas de #YoVotoNo o #YoNoVoto hubieran tenido la misma fuerza que ahora?
Tal vez no habrían tenido la misma fuerza; pero sí creo que se habrían expresado igual.
En el contexto totalitario cubano se ha asociado, indebidamente, la idea e importancia de la sociedad civil como sinónimo de izquierda o de visión progresista. Puede serlo también, pero el concepto de sociedad civil es más neutral, sociológico y cultural. Comprende también a los viejos y nuevos sectores religiosos, en algunos casos con un conservadurismo renovado y sin complejos como ha sido, paradojas si las hay, en la textura de la sociedad cubana. Paradoja porque en su celo totalitario el gobierno cubano solo permitió y reconoció que se organizarían algunos sectores religiosos, no todos.
Son estos los que, con toda la fuerza de la recuperación por años de represión, negación y ostracismo, se han venido organizando, construyendo una narrativa potente y legítima, y expandiendo su prédica por toda la sociedad. A la altura de 2014-2016, habrían expresado igual su oposición a este Código de las Familias.
Quizá, en esa época, el gobierno no habría tenido en su contra, tanto como hoy, el voto de castigo de los que van a depositar en las urnas un No por las inclemencias de los apagones y la represión social.
Desde hace algunos meses las discusiones que defienden las posiciones a favor, en contra y de abstención frente al Código de las Familias han venido intensificándose, muchas veces hasta volverse ofensivas e intolerantes. ¿Consideras que esto ha venido a fracturar aún más a la sociedad civil cubana? ¿Podrán ser cerradas las brechas que se han abierto?
Sí. La fractura es profunda, como los terremotos que superan el punto 7 de la escala, y difícil de reparar, como las secuelas de los ciclones que azotan sociedades pobres. La falta de deliberación social a favor de la consulta política diseñada por un Estado totalitario ha generado un quiebre en uno de los temas que requiere mucho consenso en la sociedad. A fin de cuentas, los mediocres burócratas del Estado cubano no viven ni se confunden con la sociedad.
Esta fractura se alimenta también de la ausencia de disculpa pública por los años de represión homofóbica desembozada, importante para evitar construcciones narrativas como las aparecidas en el periódico Página 12 de Argentina. Allí, en un artículo apologético al régimen cubano, se lee: “En una Cuba aún marcada por el machismo y la homofobia, cuyo gobierno persiguió y marginó a homosexuales en las décadas de 1960 y 1970, durante la dictadura de Fulgencio Batista [sic], el matrimonio igualitario es un tema que sigue en debate”. Sin palabras.
Creo que se pueden reparar estas fracturas, pero exigen de mucha conversación social, más profunda, cruzada, intersectorial y pública; más alejadas, por cierto, de las burbujas digitales en las redes de Internet. Por eso es que en esta ocasión yo asumo la postura de una abstención reflexiva, como me ayudó a formularla la académica Johanna Cilano. Creo que por aquí se puede reconstruir la conversación racional y debilitar la lógica del insulto, los ataques mutuos, la polarización y la banalización de temas complejos y complicados.
Muchas de las personas que apoyan el #YoNoVoto también afirman que con la dictadura no se dialoga. ¿Qué salida habría entonces para el pueblo de Cuba?
#YoNoVoto es, para un sector de la oposición, equivalente a #YoNoDialogo. Es lo que podríamos llamar nihilismo político de la política. La conclusión lógica desde aquí es la de una revolución contra la revolución, lo que, por decir lo menos, equivale a la parálisis.
En mi visión, la solución va por una combinación de alternativas de acción, no de omisión: la manifestación pacífica, el uso de los mecanismos institucionales, el diseño de mecanismos políticos ―el diálogo y la negociación forman parte de esos mecanismos― y la presión internacional. Una matriz flexible sobre la base de dos premisas inevitables: el apoyo ciudadano en todas las direcciones y la libertad incondicional de los presos políticos. Por ahí veo, a partir de escenarios activos que podemos crear y controlar, la solución al gran problema de Cuba, que es político.
¿Cuál es el balance a corto, mediano y largo plazos para la sociedad civil cubana entre no participar en acciones promulgadas por el gobierno cubano que sigan legitimándolo, como el plebiscito popular de este nuevo Código de las Familias, y el considerar estos mecanismos, aun sabiendo que son ilegítimos, como herramientas que puedan conseguir algún cambio para ciertos sectores sociales?
Siempre depende de la perspectiva. Para algún sector, no participar de una herramienta legítima usada por un gobierno de nula legitimidad, puede tener el valor de una reconfirmación moral. Más satisfacción mientras más alejados parezcan del régimen. Esto, en la medida en que logren presentar la abstención como expresión del #YoNoVoto, puede ser interpretado en el corto plazo como un éxito político de una campaña. Pero este probable y supuesto triunfo perdería efecto en el mediano y largo plazos.
Quienes sí lograrían un efecto duradero en el corto, mediano y largo plazos son los que utilicen mecanismos legítimos en un contexto de profunda ilegitimidad para el régimen. El voto, sea el Sí o el No, es su victoria auténtica, sin discusión, los conecta con los votantes de manera concreta y preparan a la gente para una de las maneras en que puedan expresar, pacíficamente, sus preferencias. De hecho, equivale a la recuperación de los medios democráticos por auténticos sujetos democráticos.
Por escandaloso que pueda resultar, no todos los que van a votar Sí están de acuerdo con el régimen. Sumados a los que van a votar No y a los que se abstienen, formarían una mayoría social democrática más empoderada para el futuro. Espero que cada vez más cercano.
© Imagen de portada: Manuel Cuesta Morúa.
Julio Antonio Fernández Estrada: Un Código para el país que yo quisiera
El Código de las Familias será aprobado. Ninguna votación promovida por el Estado cubano ha tenido un resultado distinto al que el Estado espera desde 1959.