
Así desde los juguetes del niño
se elaboran los pueblos.
El niño desde que puede pensar,
debe pensar en todo lo que ve.
José Martí
Tierra hay en todas partes;
país, no.
Eduard Encina
Comprendí la dicha de los días abandonados en su ingenua voz:
—Me sentí inimaginable. Era como estar en un mundo de fantasía. Ay, no sé cómo explicarte —expresó mi sobrina de nueve años cuando le pregunté por WhatsApp sobre su experiencia al llegar a Estados Unidos—. Sí, tía. Me sentí por una vez en la vida con libertad. Yo decido. No como allá, en Cuba, que no se podía hacer nada y estaba todo el día sin una paleta porque no hay o cuestan carísimas. Aquí todo es baratísimo y puedo comer galletas, chupachupas, caramelo. De todo, miʼja, de todo.
Y eso tú lo sabes, que la libertad solo existe cuando no es de nadie, pensé en esa frase de Carlos Varela de su canción Muros y puertas, y el silencio dividido entre nosotras en pequeñas porciones, espeso, agudo, tangible, daba una sensación angustiosa.
Esos minutos, antes de despegar el avión en Santiago de Cuba, acomodó la cabeza en su brazo, lánguida, abstraída. Miró hacia el vacío a través de la ventanilla. Lloró.
—¡Coño, negrita! —pronuncié en voz alta, pero no le dije nada al recordar ese instante.
Pensó en su abuela, en el tío, los primos, en mí. No quería que su madre la viera así, pero tuvo que comentarle que le dolía dejarnos.
Silencio.
—Este es un país de grandes oportunidades. Ay, tía. También he visto una modernidad increíble. Me sorprendo hasta con los semáforos, los hoteles hermosos. Cuando veo esas cosas tengo un deseo de utilizarlas. Es que uno quiere probar lo nuevo, pero Cuba no te da nada. Allá te sientas y esperas el tren. Esperas esto, esperas lo otro. Aquí puedo ser diseñadora de moda. Puedo ser lo que quiera y ahí está mi familia para apoyarme.
Yo acá, en este lado, donde toda la hierba está seca, apenas algún árbol sin sombra, escuché su respuesta en Cuba y fui feliz por ella, a pesar de que el polvo insiste en remolino y los ojos arden y no veo de cerca ni a lo lejos.
Tierra hay en todas partes; país, no.
—Me sorprendí en el primer aeropuerto fuera de Cuba, con las tiendas llenas de peluches y cosas. Quería comprarlo todo, comer de todo. Sí, fue cuando probé ese helado. Me pasó igual que a Remy, el ratoncito de Ratatouille. Se me juntaron mil sabores nuevos a la vez. No había probado un helado así, tan delicioso.
—¡Qué rico, negrita mía! Aprovecha todo lo bueno que tendrás a partir de ahora —le comenté.
—Sí, aquí tengo más ampliación. Y mi cuarto, aunque es sencillo, me encanta por la forma en que mi mamá lo acomodó, con mis nuevos peluches encima de la cama acompañando a Toqui, ese es mi favorito, fue el único que traje de Cuba.
—Verdad, lo recuerdo. Es un osito hecho a mano, un poco rústico, con el que te dormías, royéndolo como un bichito, por donde lo agarraras, jejeje.
—Ahhh, y qué te digo de la alfombra que puso al lado de la cama de Hello Kitty, es de ensueño. Tía, este país es bonito y hay mucha abundancia, pero soy cubana, tengo la salsa en mi cuerpo, soy fiestera. Mi Cuba no se me va a olvidar, esas son mis raíces.
Solo la escuché y puse mi taza con café en el borde de la persiana, por donde siempre busco mejor conexión. Miré entre un postigo hacia el universo, o ese trozo de cielo que desde este ángulo pareciera mirar literalmente dentro de una celda, debido a las verjas que protegen el respiradero del edificio.
Escudriñé un poco de fe, esa que no viene de los dioses ni los santos sino de nuestro propio escenario.
—Bueno, en cada sitio que llegábamos me emocionaba. Todo estaba con luz, no había apagones. Lo malo eran las horas en los aeropuertos. Imagínate estar en una sola área y mirar lo mismo, sentía mucho agotamiento y estaba aburrida a la espera del próximo avión. Entonces, en vez de darme comida, me daban chucherías en la mayoría de los viajes. Me cansé de tanta chuchería.
La imaginé mientras las horas rodaban por los países del centro y el sur de Latinoamérica, entre el cansancio y la ilusión en cada trecho, vigilada por los ojos de su madre que lo arriesgaba todo, tragando el grito que no puso en el cielo.
Mi sobrina no lo sabía. Ella solo seguía el atisbo de los terraplenes en una camioneta Toyota con doce personas aproximadamente y los coyotes armados en la noche que llovía, desde Guatemala hacia México, donde un derrumbe en el camino los hizo coger otra vía, pero ya era muy tarde y tuvieron que regresar al hospedaje para evitar el riesgo que corrían por estar cerca los de los cárteles.
—Tía, solo tenía miedo de que pasara algo malo, de que se nos perdiera algún papel, pero todo estuvo bastante bien.
Volví a mirar entre el postigo, sugestionada, mohína, por la idea de que las maravillas del mundo deberían estar en todas partes y a nuestro alcance. Pero no, algunos solo tienen un día tras otro: la resignación o el silencio.
El tañido en la iglesia cerca de casa parecía que marcaba algo. Tomé el último sorbo de café, mientras representaba un vuelo de pájaros asustados.











