Con motivo de los 500 años de la Villa de San Cristóbal de La Habana, esta habanera se dedicó a pensar en cómo “lo más grande”, eso que la dictadura dijo ofrecerle a la ciudad en su medio milenio, fue algo minúsculo en comparación con lo que realmente necesita. Y vi, entonces, La Habana a través de aquellos que propiciaron mi nacimiento en la ciudad que, aunque no dejará de ser nunca mi hogar, quizás, ya no me pertenezca.
Hoy, dos años más tarde, me doy cuenta de que La Habana que yo creí ver a través de sus ojos es simplemente un mimetismo entre pupilas irreconciliables en tiempo y espacio y decidí, entonces, enfocarme, única y exclusivamente, en mi versión propia de La Habana.
Mi Habana fue recorrer cada museo de la mano de mis abuelos, tener casi una biblioteca en casa y no perderme una feria del libro; pero también ir al callejón de Hamel y que se me erice la piel cuando suena un tambor.
Mi Habana fue comer en un paladar distinto cada domingo, comer arroz La Perdiz, papas prefritas y queso Gouda; pero también fueron tandas de perritos con salsa en la casa o de chícharos sin sabor a nada en la Lenin, que ya no era la mítica Lenin de antaño.
Mi Habana era el apartamento de mi bisabuela en el Vedado, pero también el cuartico de mi abuela en un edificio inhabitable a dos cuadras del Capitolio, cuya escalera se derrumbó y hubo que bajar a la viejita a regañadientes y en grúa.
Mi Habana fue estudiar en institutiones de renombre, pero también en una secundaria donde lo mismo te arrastraban en una bronca, que te “pinchaban”; y donde muchos de mis compañeros de entonces a estas alturas tienen un historial en prostitución, boteo, delito económico, y en cuanto invento o manera de resolver se te ocurra, pues allí se vive a otra velocidad, marcada por la desigualdad social inducida por la dictadura.
Mi Habana era sentarme en los malecones, ya fuera el original, el de Cojímar o el del docente de La Lenin, mirar al mar o lo que fuera y preguntarme: “¿Y cuándo regresa papi?”. “¿Y qué hay más allá de esa línea donde el mar cambia de tono?”. “¿Y cuándo llega la guagua que trae a los padres a la visita de los miércoles porque me muero por ver a mi patatica caderúa que sabrá Dios que hizo para traerme la comida?”. “¿Y cuánto falta para la hora del pase?”.
Mi Habana era ese lugar que echaría de menos por siempre desde cualquier otro lugar y lo sigue siendo pero por las pequeñaas cosas que viví en ella, entre las que no faltan: el recuerdo de mi casa en la calle 28 en Cojímar; la natilla en jarro de mi abuela; el pan caliente de 5 pesos del Mercado de la Zona 6 en Alamar; la cerveza Cristal de botella, tan fría que parece que se va a romper; los tostones rellenos de La Terracita y las croquetas no explosivas del Ditú; es la Iglesia de las Mercedes como el sitio más sagrado de mi mundo; la esquina del malecón de Cojímar donde lanzamos al mar las cenizas de mi abuelo; es ver a mi papá manejar por la Avenida del Puerto como tonto mirando el mar y los barcos, ya fantasmas, del puerto.
Hace dos años mi Habana era otra Habana, una que, aunque no sé si era más o menos complicada, aún se destacaba en el arte de hacer ruinas humanas y arquitectónicas. Era una Habana que pedía a gritos una solución para su sufrimiento, acelerado a niveles exponenciales por la miseria que viven sus hijos y por su destrucción. La Habana, mi Habana, necesitaba una solución. Una solución que no era botar la casa por la ventana en una celebración cuando al otro día posiblemente la gente no tenga un techo decente, ni comida ni ropa, ni sueños, ni aspiraciones, ni libertad; una solución que única y exclusivamente depende de nosotros pero que no tiene que resumirse solo a La Habana.
Hoy para mí, mi Habana tal vez comience a ser solo un recuerdo, porque mi Habana, también, fue como una madre sin recursos que al ver que no podía darme un futuro, me dio en adopción para que me marchara en busca de algo mejor. Y esa adopción, a pesar de ser una de esas en las que los padres biológicos tienen contacto con los hijos y demás, parece ser, cada vez más, irrevocable; pues el volver a vivir, en esa, mi Habana, no es una opción viable.
Hoy mi Habana, aquí en una ciudad universitaria de Estados Unidos que parece más inglesa que del yuma, es algo que busco y hallo en las páginas de los libros de Padura, de Pérez-Firmat, de Romay, de Valdés, de Piñera, de Cabrera Infante y de cuanto buen autor cubano —o cubano-americano— me recomienden; en conversaciones con otros cubanos que terminan en interpretaciones de Lecuona que sacuden hasta el corazón más curtido; en el malecón de la Ermita de la Caridad cuando me decido a viajar a Miami; en el arroz congrí con picadillo de res que, según mi prima también desterrada a otra tierra lejana, luce como la comida que su tía (mi mamá) cocinaba los domingos en esa, nuestra casa de 28, mientras yo le digo que no luce, sino que sabe igual y a veces mejor. Y hoy, mi Habana, allá a sabrá Dios cuántas millas, tampoco parece haber cambiado mucho. Tal vez esté más pobre, más vieja, más destruida, e incluso más adolorida. Pero tal vez, solo tal vez, esté despertando de estos sesenta y dos años en los que ha sido la capital de esa isla que, intentando construir el paraíso terminó construyendo el infierno. Tal vez, esa vieja con colorete que algunos se empeñan en vender, comenzó a quitarse el maquillaje, para en su momento, renacer como un fénix. Y tal vez, pero solo tal vez, veremos nosotros, con ella, un nuevo amanecer hermosamente libre y conmovedor.
Patria es no sentirse solo
Si eres negro y disidente en Cuba, se te fue el avión, papi, te jodiste.