En el sitio oficial del Ministerio de las Fuerzas Armadas Revolucionarias (FAR) se puede leer: “Todos los ciudadanos cubanos del sexo masculino están obligados a cumplir el Servicio Militar en la forma y términos que se establecen en la Ley de la Defensa Nacional, en el Decreto-Ley 224 y en las demás disposiciones que se establezcan a ese efecto”.
Por su parte, Ecured aclara:
Desde el punto de vista legal, la Ley 75 de la Defensa Nacional, en su artículo 67 y el Decreto-Ley 224 del Servicio Militar, en su artículo 31, regulan todo lo concerniente con la participación de los jóvenes en el Servicio Militar Activo. Está estipulado que todo joven, en el año en el que cumpla sus 16 años de edad y durante el período de tiempo establecido por el MINFAR, debe iniciar el proceso de inscripción en el área de atención de su zona de residencia, obteniendo así su condición de prerrecluta. Un tiempo después se retoma la continuidad del proceder cuando ya el joven, luego del proceso establecido que incluye el examen médico, se incorpora al SMA y recibe la preparación básica del soldado durante cinco semanas, etapa conocida popularmente como La previa.
Cuando en mayo de este año, ante el Comité de los Derechos del Niño en las Naciones Unidas, Yissel González García afirmó que en Cuba “no se reclutan ni se reclutarán niños y que la Ley de Defensa Nacional regula que en el país aquellos hombres y mujeres que lo deseen pueden incorporarse de forma voluntaria al Servicio Militar…”, la funcionaria cubana cometía, al menos, un error de omisión.
De acuerdo con la ONU, se considera que los jóvenes menores de 18 años son niños ante la ley, lo cual deja una brecha entre lo dicho por la diplomática y lo que ocurre en la realidad cubana, cuando son inscritos desde los 16 años en el Comité Militar que le corresponde por su lugar de residencia, para luego ser llamados a presentarse al servicio activo no muchos meses después.
A raíz de la muerte de al menos cuatro reclutas que cumplían su servicio militar como bomberos, en el incendio en la base de supertanqueros de petróleo en la provincia de Matanzas, este tema ha vuelto a ser tendencia en las redes sociales, donde se promueve el hashtag #Noalserviciomilitarobligatorio. El fallecimiento fue confirmado el 18 de agosto, doce días después de que las autoridades reconocieran la existencia de varios desaparecidos. Horas antes, se podían ver en las redes sociales fotos de las víctimas que sus familiares y amigos, desesperados por la falta de noticias, publicaron con la esperanza de que aparecieran entre los más de cien lesionados atendidos en los hospitales.
Fue en Facebook donde vi por primera vez los rostros casi infantiles de Leo Alejandro Doval Pérez del Prado, Adriano Rodríguez Gutiérrez, Fabián Naranjo Núñez y Michel Rodríguez Román. Junto a sus familias hemos vivido días de angustia, con la remota esperanza de que aparecieran vivos, escondidos en algún lugar, a salvo.
Ellos no son los únicos jóvenes cubanos que han fallecido durante el cumplimiento de su Servicio Militar Activo. Desde la primera convocatoria, en 1963, hasta nuestros días, han sido numerosos los casos de muertes, ya fuera de manera accidental, mediante suicidio, o en misiones, como ocurrió durante la guerra de Angola, que comenzó oficialmente en 1975 y culminó con la retirada de las tropas cubanas del país africano en 1991.
Sobre estos días oscuros hemos sabido, además, que muchos de los reclutas accedían a movilizarse para la guerra porque se les reducía su servicio de tres a dos años. Sin embargo, según indica Ivette Leyva Martínez —periodista cubana radicada en Estados Unidos y que participa en una investigación acerca del tema de Angola—: “hemos grabado entrevistas donde varios veteranos cuentan que a pesar de enfermar de paludismo en Angola los mandaron a Cuba y tuvieron que terminar el servicio en una unidad allí”.
Muchos pensaban, también, en la posibilidad de conocer otro país y de regresar a casa con una radiocasetera. No estaban informados de lo que les esperaba.
El 19 de abril de 1968, en un discurso durante la celebración de los actos conmemorativos por el VII aniversario de Playa Girón, Fidel Castro decía:
[…] fue necesario establecer el Servicio Militar Obligatorio como fuente para los enormes incrementos de nuestras fuerzas armadas […] Hay que decir que el Servicio Militar ha sido una medida que ha contribuido extraordinariamente a la formación de nuestros jóvenes. Cuando se instauró el Servicio había muchos jóvenes que no estudiaban, que no trabajaban; había muchos jóvenes que desempeñaban tareas insignificantes, y que ni escuela, ni Servicio, ni nada […] en el futuro, y en un futuro no lejano, el Servicio Militar desaparecerá, pero no porque un día se decida eso, sino que prácticamente será abolido por este nuevo sistema incomparablemente superior.
Más de cinco décadas han pasado desde esa alocución y todavía las madres y las familias sufren cuando sus hijos se van acercando a la edad en que serán convocados al Comité Militar.
Ramón (1970-1973): “Un tiempo absolutamente perdido”
En junio de 1969 cumplí 16 años. En ese momento estudiaba Artes Plásticas en la Academia San Alejandro. Poco tiempo después, en septiembre u octubre, me citaron al Comité Militar, donde me informaron que había sido seleccionado para pasar el Servicio Militar Obligatorio y que me iban a llamar a principios del año siguiente para formar parte de las Fuerzas Armadas.
Le expliqué al oficial que me estaba atendiendo que yo estudiaba en San Alejandro, que me iban a tronchar mis estudios, mi vida y mi carrera como artista, que era lo que yo quería ser. El oficial me respondió, con un tono firme, que debía ser un honor para mí formar parte de las gloriosas Fuerzas Armadas Revolucionarias, y que era la ley y tenía que cumplirla. Era así y ya, la Revolución necesitaba jóvenes para integrar las FAR y para defender la Patria.
Le dije que había muchos jóvenes que no estaban estudiando en esos momentos, que por qué no se los llevaban a ellos. Su respuesta fue que la Revolución necesitaba personas preparadas, de buena conducta y un nivel cultural alto, pues no querían un ejército de marginales e ignorantes. De todas maneras, me llamarían al servicio militar. Llenaron unos documentos y me dijeron que regresara a casa, que ellos me avisaban.
Pasado un tiempo me volvieron a citar. Esta vez me vio otro oficial, que me dijo que, si quería seguir estudiando, debía firmar un contrato de servicios por 5 años con las FAR para que me permitieran seguir estudiando una carrera en la universidad y, además, me pagarían un salario. El hombre me explicó que necesitaban profesores para los Camilitos y que, por mi nivel escolar, que era décimo grado hasta ese momento, yo podía impartir clases de Historia.
Si aceptaba, me enviarían a pasar un curso preparatorio para trabajar como profesor en los Camilitos y me facilitarían, después de mi horario laboral, que estudiara en la Universidad de la Habana. Yo no sabía qué decisión tomar. Pero pensé que, antes de perder tres años en una unidad militar haciendo guardia, prefería realizar un trabajo interesante y sacrificar dos años más para salir con un título universitario. Y firmé el contrato por cinco años.
Me convocaron el 25 de abril de 1970, formé parte del séptimo llamado del SMO. Me enviaron a hacer la “previa” en una unidad militar en las afueras de La Habana. Un grupo de los que estábamos allí iríamos a pasar esa escuela para profesores que quedaba en Pinar del Río, entre las montañas y la costa, en una base llamada Granma. Creo que era cerca de Herradura.
Allí estuvimos un par de meses y nunca recibimos ninguna clase que nos preparara como profesores. Ante nuestros cuestionamientos, nos explicaron que, para ser profesor en una escuela militar, era necesario obtener el grado de sargento, que era el mínimo requerido. Allí teníamos un entrenamiento muy duro, consistente en táctica de guerra, guardias en la costa o en el monte por las noches, para prepararnos como sargentos.
Yo padezco una miopía muy alta y usaba lentes de contacto en esos momentos. En una de las maniobras, perdí uno de los lentes y quedé totalmente minusválido. Pedí permiso para ir a La Habana a reponerlo, pero nadie entendía, ninguno de los oficiales sabía qué eran los lentes de contacto. Cuando trataba de explicarle que consistían en un lente insertado en el ojo, reaccionaban como si me estuviera burlando de ellos. En ese entonces, en Cuba aún no se conocía mucho acerca de eso.
Finalmente, luego de varios días de lucha, me dieron autorización para ir a hacerme otro lente, pero no había en esos momentos materia prima. Estábamos en plena Zafra de los Diez Millones y tuve que regresar a la base militar con un solo ojo funcionando.
No veía nada y me negaba a hacer guardias y otras tareas. Después de muchas peleas con los oficiales, decidieron mandarme a una comisión médica que dictaminó que no estaba apto para escuelas militares. Me enviaron a mi casa y me dijeron que esperara allí, que me citarían para ir a recoger el expediente. Pensé que a partir de ese momento podría reincorporarme a mi vida y mis estudios.
Me fui a casa y, a las tres o cuatro semanas, me llamaron para que me presentara en una unidad militar en la localidad de El Calvario que pertenecía al viceministerio de los Servicios de las FAR. Fui con el uniforme verde olivo en una mochila, porque pensaba que me iban a dar la carta de libertad de las Fuerzas Armadas y que allí terminaría esa pesadilla.
Pero el oficial que me atendió me preguntó por qué había ido vestido de civil. Le expliqué que iba a buscar mi baja y le hablé de mi caso. Yo estaba errado, había una resolución de las Fuerzas Armadas que decía que los que no estaban aptos para las escuelas militares tenían que pasar el Servicio Militar de todas maneras: “Así que ponte tu uniforme y súbete en ese camión, que vas a pasar los tres años en el Servicio Militar a partir de ahora”.
Estuve tres años en distintas unidades en los alrededores de La Habana, la mayor parte del tiempo en una unidad militar en las afueras de Santiago de las Vegas, cercana a las lomas de Managua. Fueron los tres años más negros de mi vida, me sentía frustrado y amargado porque había perdido mis estudios y se habían malogrado mis sueños de estudiar arte.
Entré en grandes conflictos allí porque no entendía la rígida disciplina militar, ni a esos oficiales que tenían muy bajo nivel. En 1970 aún no había muchos oficiales graduados de las escuelas de cadetes y los que encontré, eran personas de muy bajo nivel de instrucción. No me entendían ni yo los entendía a ellos.
Tuve muchos conflictos y viví allí las experiencias más atroces que uno pueda imaginar, como reclutas que se daban tiros en una pierna o en una mano, o que bebían algún tóxico o cualquier cosa porque no soportaban aquello y trataban de quedar inhabilitados para que les dieran la baja; incluso preferían morir. Hubo casos en que perdieron la movilidad de una mano o una pierna.
Viví todo tipo de situaciones que me llevaron al extremo, inclusive a decidir que me iba a suicidar. Por un tiempo estuve sufriendo una infección en un ojo y ellos no entendían que eso me inhabilitaba por varios días. Entré en un proceso depresivo y tomé entonces la determinación de suicidarme: cuando se reuniera el estado mayor, tomaría una ametralladora, mataría a todos los oficiales que pudiera y luego me quitaría la vida.
El conflicto se solucionó cuando al fin me dieron permiso para ir a curarme a mi casa, donde pasé varios días y regresé más calmado a la Unidad. De todas maneras, perdí tres años de mi juventud. Era un adolescente sensible insertado a la fuerza en un medio que no me correspondía y esa experiencia me hizo mucho daño.
Salí del ejército en 1973, con 20 años de edad. No le podía pedir a mi familia, que era humilde, que me siguiera manteniendo para estudiar. Era el mayor de seis hermanos y no podía hacer eso. En ese momento habían decretado la llamada “Ley contra la vagancia”, por lo que estaba obligado a presentarme en el sectorial del Ministerio del Trabajo que le correspondía a mi zona al mes exacto de mi baja de las FAR.
Allí me dijeron que el trabajo que tenían era para cazar cocodrilos en la Ciénaga de Zapata. Me negué rotundamente y me obligaron a ir a trabajar en la construcción de un combinado lácteo en las afueras del Cotorro, creo que se llamaba Matilda. Yo quería hacer otra cosa, pero no me permitieron escoger. Tuve que ir de todas formas.
Estuve un tiempo en aquel lugar y al final fui a parar a una fábrica de artículos de aluminio que está en las afueras del pueblo de Regla. Luego, conseguí trasladarme a trabajar en el almacén de una imprenta que estaba en la Avenida Carlos III. En esos lugares pasé casi tres años como obrero.
En la imprenta pedí que me pusieran en la jornada nocturna, lo que me permitiría pasar un curso de museología que comenzaría en el Museo de Bellas Artes por las mañanas. Al terminar el curso, pude comenzar a trabajar como museólogo en la Dirección Provincial de Cultura de la antigua provincia de La Habana. De ahí, logré ir a trabajar al Museo de Bellas Artes y, estando allí, pude finalizar el Preuniversitario en una facultad nocturna para trabajadores.
Saqué el certificado de Bachiller, que no había podido obtener por el llamado del Servicio Militar. Por fin comencé a estudiar Historia del Arte en la universidad en los cursos nocturnos para trabajadores. Entre el tiempo que estuve en el Servicio Militar y los años que pasé después trabajando antes de volver a estudiar, transcurrió una década de mi vida, de mi juventud. Un tiempo absolutamente perdido.
La experiencia más negra que recuerdo es la del Servicio Militar y no se la deseo a nadie por los daños que entraña y todo lo que tiene de abusivo. Que te obliguen a hacer una cosa que no quieres, sobre todo cuando te das cuenta que no estás prestando ningún servicio especial a la patria. Porque lo que hice fue limpiar cuarteles, chapear, hacer guardias con un fusil… Fueron varios años de mi juventud desaprovechados, que nunca se recuperaron y me marcaron para siempre.
Felipe (2016-2017): “Una medalla que me importa un carajo”
Durante mis 14 meses de Servicio Militar, tuve que tomar agua con ranas y gusanos; pasarme un día paleando mierda —literalmente— sin poder ni bañarme luego porque no había agua; chapear como un trastornado las áreas de un ejército que cuenta con una megaempresa como Gaesa, pero no puede pagar jardineros; hacer guardias en un campo de tiro oscuro, que da a la costa y no tiene cerca ni nada de protección, sin un palo tan siquiera para defenderme, en una unidad en la que, mientras yo estuve, varias veces intentaron entrar o entraron a robar; me pasaron las balas a menos de un metro de distancia por la estupidez de un oficial que ordenó comenzar el tiro conmigo y otros compañeros arreglando un motor en medio del campo; explotó una granada de práctica en un cuartico de 3×3 en el que más de diez personas nos apretábamos justamente para desarmar las granadas; tuve que enfrentarme a incendios, a veces imponentes, cuando las yerbas secas se encendían con una bala y casi todo el borde del campo cogía candela; ser herido por una máquina chapeadora enorme, que teníamos que arrastrar entre dos y a la cual, a cada rato, se le desoldaban las cuchillas y salían disparadas en cualquier dirección, y esa dirección, una vez, fue mi pierna.
Esto es de lo que me acuerdo en un minuto. Al final, me dieron una medalla que me importa un carajo, un ascenso en la reserva —creo que a cabo, ni sé bien— que me importa aun menos, y listo.
¡Yo no pedí ser militar! Pasé todo eso porque le dio la gana a otra gente y porque, si no lo pasaba, no podía entrar a la Universidad. ¡¿Por qué?! ¡Yo no iba a estudiar nada militar!
Hoy se está lamentando la pérdida de jóvenes del Servicio Militar que, con poca preparación, sin estar ahí por decisión propia, fueron arrojados como peones contra el fuego de Matanzas. Y los llaman héroes, y a los sobrevivientes les hacen reportajes en el noticiero, y a lo mejor les den un ascenso en la reserva y hasta una medalla… ¿Y?
Leí que uno de ellos quería ser neurocirujano, no bombero. Otros, quién sabe, cualquier cosa, pero no bomberos. Y, por supuesto, tampoco víctimas mortales.
A ver de qué les sirve ahora a ellos, a sus familias, que los llamen héroes.
Pedro (2006-2007): “Esa gente se forra de dinero”
El Servicio Militar mío fue en Santiago de Cuba. El Comité Militar no tenía un lugar para hacer el chequeo médico en el hospital del municipio en que yo vivía y mi mamá era médico de ahí. Ella les prestó la oficina. Por eso sabía que la mayoría de los médicos y mucha gente de dinero en el pueblo pagaba a los del Comité Militar para que los muchachos no pasaran el Servicio.
Mi madre se fue a cumplir misión y ya había hablado con algunos de ellos para que yo no pasara el SMO o lo pasara en un lugar más cómodo, porque yo iba a estar solo con mi papá y cuidando a mi abuela, ya que soy hijo único. En fin, ella se fue a cumplir la misión que le tocaba y a mí me llegó el llamado al Servicio.
Cuando terminé la “previa”, me mandaron a un monte que estaba a casi 5 horas del pueblo. Me enfermé de dengue y, camino a la unidad que me tocó, nos cayó tremendo aguacero. Era un 19 de julio, lo recuerdo porque yo cumplo años el 20. Llegando, nos dieron las instrucciones y mi primera guardia fue esa noche. Hice la guardia el día de mi cumpleaños 18, volado en fiebre y con dengue. A ellos no les importó. Al otro día estaba temblando, con una fiebre de 39, horrible, tenía hongos, el dengue. En fin, tuvieron que llamar a mi papá, que fue y me recogió.
Cuando mi mamá vino de vacaciones, se presentó en el Comité Militar y les exigió que me cambiaran de unidad, porque ya había hablado con ellos. Les dijo que, si no me cambiaban, iba a dejar de prestarle su oficina en el Hospital y, además, los iba a echar para adelante con el superior que, casualmente, era marido de una vecina de mi abuela.
Ellos se amedrentaron y en menos de cinco horas me cambiaron de unidad para una más cómoda en el mismo pueblo en el que vivíamos. Mi madre, más que verlo como la malcriadez con el único hijo, que también tiene su importancia, se dijo: “Coño, si yo sé todas las trampas que ustedes hacen, ¿por qué no me cuidan, si yo no les pedí siquiera que no lo dejaran pasarlo, sino que lo pusieran en un lugar un poco más cómodo?”.
En mis últimas semanas del Servicio se dio una alarma de combate de 15 días porque fue cuando Fidel se enfermó. Los militares son súper paranoicos y había runrún de que iba a haber ataques, iba a haber cosas. Nos metieron 15 de días de guardia continua durante los cuales descansábamos 4 horas y estábamos de guardia otras tantas. Claro que los descansos eran de trabajos, como cargar armas de la unidad y otras cosas; en fin, que casi no descansabas.
Tuve un desmayo por agotamiento crónico, por estar dos semanas durmiendo dos o tres horas diarias, lo que me ocasionó un desorden del sueño. Ante eso, ellos fueron muy indolentes: me llevaron a un hospital, me cogieron puntos de manera muy chapucera en la barbilla, que era donde estaba la herida, y al otro día con los puntos cogidos me volvieron a enganchar el fusil y dale para la guardia.
En mi caso supe de las ilegalidades que se cometen ahí. Esa gente se forra de dinero.
A mi pareja le pasó igual. Él no hizo el Servicio, me contó que en su municipio, Colón, sus padres pagaron 400 USD para que no lo pasara. Es así, en el Comité Militar se forran a costilla de los padres que no quieren que sus hijos pasen el Servicio Militar. Ya una vez en él, estás jodido.
Yo recuerdo que en la “previa” me pusieron castigos por insubordinación porque, acabado de comer, un militar me cogió haciendo una pregunta y quería que yo hiciera no sé cuántos abdominales. Yo dije que no, que acabado de comer yo no iba a hacer ejercicios porque si me pasaba algo, ni él me iba a pagar ni nadie iba a asumir la responsabilidad de lo que pasara, y no me daba la gana. Me pusieron amonestaciones y castigos, pero a mí me daba igual.
Tania Tasé (1984-1985): “Ya desde el primer pase, lo noté distinto.”
Yo casi hubiera olvidado esta historia si no fuera por la investigación tan seria que están haciendo un grupo de activistas cubanos por los derechos humanos sobre el Servicio Militar Obligatorio. Seguramente, nunca contaría esto si no hubiera tropezado con un post sentimentaloide de esta periodista oficialista explicando por qué los adolescentes muertos en el incendio de Matanzas durante el cumplimiento del SMO son héroes. Si no hubiera visto cómo usa el dolor de sus familiares y lo manipula.
Tenía yo 16 años y un novio. Un novio lindo. Un novio grande. Un novio alegre y cariñoso. “Bueno como un pan”, decía mi madre. Mi mami era un general con faldas cuando se trataba de mis amigos. Imagínense con un novio.
Tenía él 18 años, casi 19. Había hecho un técnico medio y era tornero. Voy a llamarlo Papo, como lo llamaban todos.
Papo medía casi 2 metros de altura y casi lo mismo de espalda. Trabajaba y salíamos los fines de semana a pasear. Era muy noble, no solo conmigo, también con su familia, amigos y vecinos. Cuando más felices y enamorados estábamos, lo llamaron al Servicio Militar. En aquel entonces, el SMO duraba tres años y la tan temida “previa”, 45 días. Le tocó en El Cacho.
Ya desde el primer pase, lo noté distinto. Aunque yo era una adolescente bastante tonta, solo ocupada con mis matemáticas, y estábamos contentos de encontrarnos y ponernos al día, supe que algo había cambiado. Estaba mucho más serio y callado. Y también irritable.
Contó que lo habían escogido para las tropas especiales del MININT (creo que en ese tiempo se llamaban Brigada Especial, o algo así) y que iba a aceptar porque ahí duraría el servicio un año menos. Sería paracaidista.
El entrenamiento comenzaría enseguida, por lo que, en lugar de tener una semana de pase después de la “previa”, tendría solo 48 horas para estar con su familia y conmigo. Había venido directo a mi casa. Tenía un olor desconocido para mí que no lograba identificar. Hoy, sé que olía a monte.
Hablaba con mucho rencor de los sargentos instructores. Decía que eran bestias que no descansaban hasta ver a los reclutas reventados. Sí, esa fue la palabra que usó: reventados. Y que se ensañaban especialmente con los “flojitos”.
En aquel momento, yo no comprendí bien lo que me estaba contando. Solo me alegré que hiciera dos años de servicio en vez de tres. Lo acompañé un rato después a casa de sus padres.
Ahí estuvo su padre, enfermo del corazón, muy orgulloso de él. Su padre se vanagloriaba de ser el único carnicero de toda Cuba que nunca robara. Había sido también machetero millonario en unas cuantas zafras. Me acuerdo que soltó: “Mijo, ahora sí le vamos a enseñar a los yanquis lo que es un Rambo cubano”.
Por esa época se empezaba a ver entre los pocos cubanos que tenían videocaseteras la película con Sylvester Stallone. Ni mi familia ni la de él tenían esos equipos, pero la habíamos visto en casa de amigos.
En fin, que Papito se volvió a ir e hizo su entrenamiento de supervivencia y lo teórico en tierra. Todo iba bien y tenía pases extras por “destacado”. Y yo, feliz. Solo cuando le preguntaba por qué andaba serio, me contestaba: “Me estoy haciendo hombre”.
Y así fue cómo al casi hombre Papo le tocó la parte práctica: tirarse de aviones y helicópteros en paracaídas. Pasaron unos meses, hasta un maldito día que no se abrió el paracaídas cuando debía hacerlo, sino muy cerca de la tierra. Papito se jodió las dos rodillas y la columna vertebral de una sola vez.
Vinieron largos meses de tratamiento médico, operaciones y recuperación en una clínica u hospital militar (nunca supe cuál) al que solo dejaban ir a su padre a visitarlo. Todos pensábamos que le iban a dar la baja del servicio.
Pues no, no fue así. Después de su tiempo de hospital, tuvo que reincorporarse. Sufrió un ataque de pánico cuando debió tirarse de un avión y fue sancionado por eso. Después de varios meses sin pase (por sanción), se le comunicó a la familia que estaba recibiendo tratamiento psiquiátrico. Recuerdo lo que su padre dijo: “Flojo, carajo”.
Cuando nos volvimos a ver, ya Papo no olía a monte, olía a alcohol. Un muchacho que jamás en su vida había probado una cerveza siquiera. Tenía el pelo completamente blanco. Lleno de canas sin haber cumplido aún los 20 años. Y cojeaba. Y temblaba.
Al fin le dieron la baja, pero ya no era él. Se volvió vago, violento, muy violento y agresivo. Y terminó conmigo, dijo que no servía para mí. Ya no era un pan en dos patas, ya no era alegre, ni noble ni cariñoso. Ni hablaba siquiera.
Años después volvimos a vernos casualmente y no lo reconocí. No podía creer que era él. Si no fuera por sus ojos y por un sobrenombre cariñoso que solo él utilizaba conmigo. Parecía y era un anciano triste y apestaba a alcohol. No supe cómo ayudarlo.
Nunca se recuperó.
Javier (2014-2015): “El hambre no nos dejaba dormir”
En mi opinión, el Servicio Militar es la perdedera de tiempo más grande que existe en Cuba. Es algo que te choca cuando eres joven. Estás terminando tus estudios, quieres empezar una carrera nueva y el SM te atrasa, te hace pasar dos años de tu vida sin obtener nada, sin aprender nada y, al final, cuando terminas, muchas veces ya no quieres seguir estudiando.
Otros estudian, pero ya no se sienten igual; quieren trabajar porque perdieron dos años supuestamente dándoselos a la Revolución. Para mí, es la perdedera de tiempo más grande que existe: estás dos años pasando trabajo, trabajo y mucho trabajo. Te tratan como si fueras un esclavo, te obligan a hacer guardia, a cuidar en diferentes unidades como si tú fueras un preso o alguien que le gusta. Y uno está ahí resignado, porque no quiere estar en eso.
“Soldado es un guardia de acero inoxidable que siempre tiene hambre y nunca tiene la razón”. Ese era nuestro lema en la unidad. Para mí no tiene nombre, es demasiado trabajo, las personas que te mandan tienen menor nivel cultural que tú, no estudiaron, hicieron su Servicio Militar y quisieron seguir por esa vía porque era la forma más rápida de trabajar. Y tú dices: “Si yo he estudiado, ¿cómo esa persona, que no sabe ni hablar, no sabe expresarse, no sabe ni escribir, me va a estar mandando?”. Me parece que eso está mal.
Recuerdo que, cuando yo tenía que entrar a la Unidad Militar y había que hacer guardia, en un monte, aquello era de horror y misterio. La primera semana me quería dar una cosa, todos los que estábamos allí nos sentíamos mal, presionados. Todo el mundo estaba allí y no sabía cuándo se iba a acabar esa historia. Era bien difícil, te mandaban para un monte solo, con 18 años, con un fusil, con 120 balas en el pecho, a pasarte la noche ahí, cuidando aquello.
Cuando terminabas, no había comida. Lo que te daban de comida era muy poco: un desayunito por la mañanita bien temprano, un almuercito y una comida. Allí no existía más nada, te tenían siempre pasando hambre.
Yo recuerdo que afuera de la unidad había un cañaveral y eso era lo que nos mataba el hambre. A las tres de la mañana teníamos que ir dos o tres guardias para allá, porque el hambre no nos dejaba dormir. Nos poníamos a comer caña, que era lo que había, porque no te dejaban llevar nada a la unidad, no podías llevar un caramelo, una galleta. No podías, no podías, no podías. No te dejaban. No estaba permitido y ellos no te daban nada tampoco. Lo que te ofrecían era bien poco para la edad en que uno está creciendo. Te trataban como perros cuando salías de esa guardia, de pasarte la noche en vela.
Para poder irte de pase te ponían a trabajar, a chapear o guataquear. Era horrible, es algo que uno dice que nunca va a olvidar, no por lo bueno, sino por lo malo que pasó. Para mí, la mejor decisión es que lo suspendan, que el que quiera hacerlo que lo pase pero que sea por voluntad propia.
Recuerdo una vez que yo estaba de guardia y llegó un control, como a las dos de la mañana, que nos cogió de sorpresa. Mandaron a buscar a la jefa de unidad, a todo el mundo a esa hora de la madrugada, porque quién se iba a esperar que iba a llegar un control. Cuando llegó la teniente coronel, quisieron tomar medidas con los soldados por haberse quedado dormidos. Uno se asusta porque te pueden meter preso.
Imagínate estar preso por algo que nunca quisiste hacer, por algo donde no quieres estar, y por cuidar algo que no quieres cuidar. Así, muchos amigos estuvieron presos por seis o siete meses y luego tenían que continuar su SM porque ese tiempo en la cárcel no les contaba. Quiere decir que esas personas se metían hasta tres años para salir del SM, sin tener más violación de servicio de guardia. Ahí tú dices: “Guao, increíble, ¿y ahora qué?”. Cuando sales a la calle tienes 21 años y ¿qué pasó en esos tres años?, ¿qué pasó?
* Los nombres están cambiados para evitar represalias o ataques a la privacidad de los testimoniantes; excepto en el caso de Tania Tasé, quien declinó el anonimato.
El 11J: la misma guerra de razas
Hay que advertir que, tras las protestas del 11J, quedó claro muy pronto que la delincuencia, la marginalidad, la indecencia y el anexionismo, para el Estado,tenían una geografía: la de los barrios.