Quiero hablar de Miami. Y para hacerlo debo empezar por demandarme. Coger a aquella que en el 2006 puso pie allí por primera vez y luego escribió a sus amigos (en Cuba y EE. UU.) la carta más ignorante que alguien pueda escribir (bueno, es un decir, siempre nos quedarán Edmundo García y Eduardo del Llano).
Escribí, por ejemplo, que todo el mundo comía sándwich de jamón como si no existieran otros embutidos. Escribí que las señoras eran muy maleducadas en el supermercado. Y escribí que esa obsesión con los botes estacionados en los jardines de Hialeah era, cuando menos, patológica.
No sé si sirva de algo aclarar que yo llevaba dos meses en EE. UU. y que antes de ese viaje solo había visitado las deliciosas Houston y Tampa, y que para entonces vivía entre New Jersey y Nueva York. Y antes, muy viajada yo, había residido en mis entrañables Madrid y Valencia. Conocía también Lisboa, París, Pisa, Florencia, Venecia, Ciudad México, Tegucigalpa y Santo Domingo.
¿No? ¿No sirve de nada?
Vale, les cuento más: estuve solo cinco días en Miami y ya lo sabía todo.
O sea: Miami, please, ¡qué guajiral!
Porque yo recorrí, del Southwest a las playas, cuanto había que recorrer. Y lo hice en el asiento trasero de mi amigo Yurién y su novio de entonces. Me acompañé, además, de un silencio muy solemne. Yo, la gran cronista del siglo XXI, estaba por descubrir Miami a orillas de cualquier canal de North Beach. No como Lydia Cabrera, que tuvo que descubrir a los negros en la orilla del Sena. Señora petulante esa.
Pero pasó el tiempo y pasaron por mí libros, documentales y personas que me tuvieron paciencia. Gente que sin desafiar mi terca arrogancia de pionerita soviética en su nuevo traje de desertora, comenzaron a contarme historias de sus propias vidas y otras historias que habían escuchado de sus muertos…
Lo que contaba Heberto, lo que dijo Jorge Valls; lo que entre Maya Islas, Lourdes Gil, Elena Martínez, Geandy Pavón, María Pérez, Perla Rozencvaig, Elvis Fuentes, Enrique Del Risco y su portal cubano (eso sí fue descubrir Cuba a orillas del Hudson), yo me di a escuchar…
Regresé a Miami muchas veces durante mis años de estudiante en Nueva York. A visitar familia y a oler el mar. Miami, como Madrid, se convirtió en esa época en toda la Cuba a la que una desertora sin permiso de regreso podía aspirar. Llegaba a los puestos del Versailles y La Carreta del aeropuerto MIA como quien llega al final de una enorme peregrinación:
“Dos pasteles de carne, dos de guayaba, cuatro croquetas y un cortadito con leche evaporada… Sí, todo para mí sola, Yumisleydis, no me mires así, tú no sabes de dónde yo llegué ahora mismo”.
En realidad yo venía del cubanísimo West New York y si caminaba seis calles aterrizaba en Bergenline Avenue, donde había (hay) exactamente lo mismo que yo pedía en aquellos mostradores.
Pero no era la comida. Era el lugar.
Era la mirada fatigada de Yumisleydis diciéndole a su compañera: “Ella quiere dos de carne, dos de guayaba, cuatro croquetas y un cortadito con leche evaporada; sí, todo para ella sola”. Una mirada que yo reconocía muy bien porque arrastraba el mismo aire rencoroso y cansado de las empleadas de El Recodo cuando le pedíamos, entre 1994 y 1999, a la Yumisleydis de allá, dos panes con perro caliente. Esos perros calientes que cuando me hagan la autopsia develarán, por fin, de qué estaban hechos.
Era esa mirada que en mi primer viaje me asustó; pero que ya para esta altura no tan alta del partido (catorce años después) me provoca ternura y una punzadita en el pecho a la que todavía no le puedo dar un nombre.
Miami es todo lo que podemos ser y somos. Es una segunda oportunidad para expandir nuestro potencial hasta el infinito o hundirnos en la miseria; esa que, como la isla, se repite.
Efectivamente, no es para todos; pero ha sido para muchos. Lo dijo Obama en La Habana restituyendo, por fin, a los viejitos quejumbrosos y extremistas del Versailles frente al alto mando de la dictadura: “En los Estados Unidos, tenemos un claro monumento que muestra lo que los cubanos son capaces de construir. Se llama Miami”.
“In your face, papi!”, grité mirando temblorosa el teléfono desde la sala de espera de un hospital de Houston, el mismo donde minutos después le dirían a mi amiga Natasha que el cáncer había regresado. Ese día celebramos a Miami llorando, y llorando salimos del hospital por razones más siniestras.
Pero antes de que sucediera lo peor, reflexionamos. Pensamos en cuánta luz y cuánta sombra ha arrojado sobre nosotros esa ciudad y su ancilar destino. Siendo réplica de los puertos que, como sucedía en aquella Cuba colonial y republicana, ha acogido sin miramientos a quien tenga el privilegio de acercársele.
Claro que lo del privilegio lo digo por la ley que desde 1965 nos ha puesto en el “fast track” para la obtención de residencia y ciudadanía. Claro que hemos pagado un altísimo precio por ello. Pero allí ha estado Miami para hacer de nosotros algo: un muerto en el estrecho o el puto padrastro del billonario que nos trae ahora mismo las chucherías hasta la puerta de la casa.
Los viejitos que mandan a pasar planadoras sobre discos, los destrozados niños de sesenta, setenta y ochenta años, presas aún del pavoroso Peter Pan; los marielitos voluntarios, los marielitos involuntarios; los hijos de las balsas, los hijos de todos los anteriores y NOSOTROS: los que cruzamos las fronteras porque así lo quiso Clinton y así lo terminó Obama.
Y también los NOSOTROS que no cruzamos nada porque el Obama nos dio la visa de los cinco años. Happy birthdaypa’mí, que por cinco años voy a dar una pila de vueltas sobre uno de los grandes cementerios de agua que hay en el planeta. Así hasta que me canse.
Nosotros, los que ahora vamos en Navidad y volvemos en enero hechos un manojo de ansiedad; pero que igual no somos capaces de ponernos de acuerdo en torno a la validez de una canción para socavar la omnipotencia del gobierno isleño.
Nosotros, los hijos de las becas, del diazepam, de las madres enloquecidas y los padres ausentes, los mejores exponentes de la disfuncionalidad de un país que está en mil lugares porque no está en ninguno, y andamos con dolores de espalda (como cualquier yuppie que se respete) y vamos a pilates y a yoga y hacemos keto y cargamos maletas con frijoles y jabones y “mamá no jodas más por el whatsapp, que sí, que te llevo las esponjitas de fregar y los jabones Dove y el chocolate gordo de Trader Joe’s y los blúmeres para la vecinita de los quince y el azúcar de diabéticos y el café, el café, el café…”.
Nosotros que nos paseamos por los museos americanos y los europeos como los desgraciados amos de la historia del arte porque no a todo el mundo Lupe Ordaz le explica el Renacimiento italiano o María Elena Jubrías las Vanguardias.
Nosotros que tomamos mezcal o Moët cuando se murió Fidel, salimos para la Calle 8 -sí, sí, la de Miami- con tremenda rumba y también -parece que fue así- lloramos y dimos las gracias a la revolución por nuestros estudios el mismo día y a la misma hora.
Nosotros que miramos para el lado cuando no dejan salir a los periodistas independientes del aeropuerto José Martí; pero ¡ay, qué ofensa! si al bueno de Martí le echan un poco de sangre. Y una se pregunta si no estábamos de acuerdo en que el apóstol era metonimia de la gran Cuba y si en ese caso no sería buena idea dejar saber al mundo que Cuba sangra.
Nosotros, todos —hasta Eduardo del Llano con su “extraña mezcla de talento, mezquindad, audacia y cobardía bañado generosamente de megalomanía” si así lo decidiera—, en Miami [1].
Nota:
[1] La definición para Eduardo del Llano no es mía y por eso aparece entre comillas. El amigo que me la regaló porque desafortunadamente conoce bien al señor, prefiere no asociar su nombre a ese sujeto.
“Un souvenir más en el parque jurásico del socialismo”
A propósito del artículo “Carlos Varela y el jolgorio poscomunista”, de María E. Rodríguez: Quiero tomarme el riesgo de explicarla. Porque las reacciones tipo troll que ha desatado merecen sororidad y una revisita al concepto de diglosia aplicado a los cubanos: cuando convienes en que se trata de la misma comunidad, pero hablamos dos dialectos distintos.