Ante mis ojos la imagen se imponía. Debo capturarla, pensé y saqué el móvil con cautela de mi bolso, para que el señor no se diera cuenta de que sería fotografiado sin su consentimiento.
El letrero de grafiti en la pared corroída anunciaba: Compro mujeres en mal estado. El lenguaje corporal del señor componía la escena: sentado en el quicio de un portal en Belascoaín, Centro Habana, reclinado a una columna, medio dormido, con la cabeza sesgada al hombro izquierdo y las manos sobre las piernas abiertas y recogidas indicando los límites.
Trastos en venta colocados en el suelo cochambroso, la basura regada y las latas de cerveza vacías me envolvieron en pensamientos de caos y dolorosas preocupaciones por las cosas que estamos expuestos a ver en esta ciudad.
En ese instante vi un periódico viejo, que el viento arrastraba de un lado a otro, caer en aguas putrefactas de alguna cloaca desbordada a media calle. Y tuve esa sensación de vulnerabilidad que me causa una vez más chocar con lo precario, como si reviviera los años noventa en plena crisis del Período Especial, a través de las memorias de mis abuelos y mi madre.
Sentí bajo mis pies la espesura de la tarde. Hice el gesto inconsciente de negar con la cabeza.
Entonces recordé el último capítulo de Trilogía sucia de La Habana de Pedro Juan Gutiérrez, donde el viejo Cholo ponía miles de libros de uso en un portal como ese.
Miré al señor que continuaba en el mismo estado de abulia. Ambos debían tener edades similares y puede que hasta el vicio por las mujeres, enjuiciadas a llevar la realidad a cuestas, como en la escena de la vendedora de cucuruchos de maní: “Una flaca, de unos treinta años, con el pelo desteñido entre rubio y negro, un poco sucia, los calcañales mugrientos y callosos”.
El viejo Cholo le proponía a modo de tarifa la insinuación sexual. Si conseguía hacerle sexo oral, le pagaba veinte pesos en moneda nacional:
—No, hombre, no. Estás muy churrioso tú. A ver si me pegas una enfermedad.
—Te doy treinta. Y si me embuyo pa´ metértela, te doy diez más.
—No, no. Tú estás muy cochino. Deja eso.
Releí el letrero, que no deja de sobresaltarme cada vez que camino la avenida, y corroboré el alto grado de verosimilitud que la ficción demostraba frente al contexto actual. Y habité por unos segundos la piel de aquella mujer.
Hay lugares comunes fuera de la literatura. Puedo discurrir de ello con certeza, los he afrontado desde el silencio, con disimulo, como quien finge no escuchar y sigue adelante sin mirar atrás.
La cotidianidad a veces es cruel entre sus líneas imperceptibles. Pero prefiero merodear desde una mirada equitativa, detenerme en lo tangible sin esquematizar los géneros, posicionando a la mujer y al hombre en un mismo sentido humano, como una cubana o un cubano de a pie en “la lucha”[1]. Supervivencia diaria en plena jungla.
Abstraída, no caí en la cuenta de que me encontraba en medio de un bullicio de personas que se empujaban entre sí para montarse en el bus A20. Cuando conseguí zafarme del nerviosismo, estaba casi a una cuadra del letrero.
Fue entonces que observé la fotografía. Las latas vacías circundantes al señor tal vez le servirían de recipiente para buscar la comida, igual que el viejo Cholo. No obstante, esconder el hambre también puede ser otra opción.
Compro mujeres en mal estado… Volví a sentir impotencia y suspiré de un modo prolongado. Traté de escapar del trocito de Habana o de país, donde el “realismo sucio” eructa décadas malolientes, con historias homónimas de Cholos y vendedoras de cucuruchos de maní. Y busqué un punto cardinal que me sirviera de aliciente o que calmara mi dolor, en forma de cigarro marihuana, como enuncia una canción de Carlos Varela.
Le sonreí a los niños que jugaban en la entrecalle.
Nota:
[1] “La lucha”: lenguaje coloquial del cubano que hace alusión a las necesidades básicas por resolver en el día a día.
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