Como en la mayoría de los países latinoamericanos y caribeños, en Cuba la recepción del psicoanálisis, durante la primera mitad del siglo XX se movió entre la curiosidad, la resistencia y la asimilación. Pero en el Caribe hispano, como prueba un vistazo a la historia intelectual de Puerto Rico o República Dominicana, aquella recepción fue más lenta y limitada que en otros países de la región como México y, sobre todo, Argentina.
No hay una explicación sencilla para el fenómeno: en todo caso, valga la paradoja de que un medio intelectual y, específicamente, filosófico, como el habanero, tan marcado por la influencia de José Ortega y Gasset, que escribía sobre Sigmund Freud desde 1911 y sus años de estudiante en Marburgo y hasta editó unas Obras completas del pensador vienés, prologadas por él mismo, en 1918, haya alcanzado alguna familiaridad con el psicoanálisis hasta la década de los 50.
En su estudio Freud’s Mexico (2010), Rubén Gallo desandaba aquel itinerario, en el gran país mesoamericano, por medio de relecturas del poeta y cronista Salvador Novo y el filósofo Samuel Ramos, entre los años 20 y 30, donde observaba aproximaciones a la obra freudiana que oscilaban del morbo a la tensa asunción. Ramos, por ejemplo, que en el clásico El perfil del hombre y la cultura en México (1934), no había sido un lector favorable a Freud, era atacado en el Excelsior, uno de los periódicos más influyentes del país, por ser un defensor del psicoanálisis, “esa escuela deprimente que recoge los detritus sociales para hacerlos objeto de estudio, y luego, mediante falsas generalizaciones presentarlos como tipos representativos”.
Como en tantas otras cosas, Alfonso Reyes era una excepción, ya que había entrado en contacto con la obra de Freud en Madrid, desde los años 20. En un apunte sobre los sueños de Descartes, Reyes elogiaba la interpretación freudiana de los sueños, pero colocando al psicoanalista vienés en una tradición más larga de hermeneutas de lo onírico, que arrancaba con Artemidoro en la antigua Grecia. Lo que atraía a Reyes del método freudiano era la imprecisión o la ambigüedad, que no aspirara a “una interpretación cabal de los sueños”, sino apenas a una “revelación, en sus particulares asociaciones, del valor afectivo de cada sueño”. Esa “aura de revelación” o de “inspiración sobrenatural” era la misma que Reyes advertía en los comentarios del racionalista Descartes sobre sus visiones.
La tesis de Gallo es que, luego de Novo, Ramos o Reyes, habrá que esperar a El laberinto de la soledad (1950) de Octavio Paz, para encontrar un pleno discernimiento de la obra Freud en el campo intelectual mexicano. Especialmente, el ensayo Moisés y la religión monoteísta (1939), causó poderosa impresión en Paz, que se tradujo en un esfuerzo analógico por comprender la psicología del nacionalismo mexicano en clave de revelación y profecía. Pero Gallo sugiere otra vía paralela a la de la literatura y la filosofía, menos visible y más nutrida, donde rastrear la recepción del psicoanálisis en México en la primera mitad del siglo XX: la criminalística y el derecho penal. Menciona, a propósito, el caso de Raúl Carrancá y Trujillo, autor de un Derecho penal mexicano (1937), que formó parte de la biblioteca de Freud.
Carrancá fue, por cierto, el abogado defensor de Ramón Mercader, el estalinista catalán, asesino de León Trotski, que fuera asilado por el gobierno de Fidel Castro y falleciera en La Habana en 1978, una historia recientemente contada por Leonardo Padura y John P. Davidson. Es en Cuba, durante el periodo más soviético del socialismo cubano, entre los años 60 y 80, donde toma cuerpo la mayor impugnación del psicoanálisis en la cultura latinoamericana. Las reacciones del catolicismo y el liberalismo, en la primera mitad del siglo, contra la sexualización del saber y la vida que, supuestamente, promovía el psicoanálisis, nunca alcanzaron el nivel de la refutación orgánica que promovieron la psiquiatría y la psicología soviéticas en Cuba.
Habría que decir que la aproximación a Sigmund Freud y el psicoanálisis desde el marxismo heterodoxo, en América Latina, es tan temprana como el primer número de la revista Amauta de José Carlos Mariátegui, en Lima, en septiembre de 1926.
El estudioso argentino Mariano Ben Plotkin ha estudiado en detalle aquellas reacciones católicas y liberales en las primeras décadas del siglo XX. Reservas que fueron aminorándose o superándose a partir de la difusión que la obra de Freud en publicaciones de los años 20 y 30 como las revistas letradas Nosotros y Sur y, también, de la cultura popular del Río de la Plata, como El Hogar, Crítica y Jornada. Luego Plotkin se desplaza a la década de los 40, cuando se fundó la Asociación Psicoanalítica Argentina y comenzó a institucionalizarse la práctica clínica, en dimensiones que no conoció ningún otro país latinoamericano, hasta los años 70, por lo menos. En el arranque de la Guerra Fría, mientras en Cuba se armaba la gran interpelación soviética, en Argentina se producía un auténtico “reino” o colonia aventajada del psicoanálisis mundial.
En Argentina, como en Europa occidental, el psicoanálisis se mezcló con el marxismo desde los años 40, como ilustra, entre tantos otros, el caso de la exiliada judía-austriaca Marie Langer. Cuando Erich Fromm, desde México, comienza a diseñar la colección de psicología del Fondo de Cultura Económica, en los años 50, siguiendo los referentes de la Escuela de Frankfurt, donde Marx y Freud se complementaban, ya en Argentina el diálogo entre psicoanálisis y marxismo era bastante común en círculos intelectuales de la izquierda. Ese diálogo, tanto en la Escuela de Frankfurt como en la obra de Fromm de los años 50 y 60, incluía una posición claramente crítica de la URSS, antes y después de Stalin, de los socialismos reales de Europa del Este y del marxismo-leninismo ortodoxo.
Habría que decir que la aproximación a Sigmund Freud y el psicoanálisis desde el marxismo heterodoxo, en América Latina, es tan temprana como el primer número de la revista Amauta de José Carlos Mariátegui, en Lima, en septiembre de 1926. Allí apareció el ensayo “Las resistencias contra el psicoanálisis” de Freud, que había aparecido originalmente, en alemán, en la revista vienesa Imago, que editaban Otto Rank, Hans Sachs y el propio Freud. La mayoría de los artículos traducidos en Amauta no identificaban a sus traductores, solo remitían a la leyenda: “traducido expresamente para Amauta”. Pero si el texto se tradujo de su versión en alemán, y no de la francesa de La Revue juive, probablemente el traductor haya sido Miguel Adler, un judío socialista en Lima, muy importante en la difusión del entendimiento entre psicoanálisis y marxismo.
El ensayo de Freud era una suerte de manifiesto personal sobre las diversas oposiciones que tuvo que enfrentar el psicoanálisis por parte de la ciencia, la medicina, la filosofía, la religión, la moral e, incluso, el arte. Freud consideraba natural la reacción de la moral y la religión, pero se extrañaba de la resistencia de la medicina y, sobre todo, la filosofía, ya que eran formas del saber entregadas a la búsqueda del conocimiento y la verdad. Los médicos, “embargados por una posición materialista frente a lo psíquico”, no aceptaban la realidad del subconsciente, pero tampoco los filósofos, que a pesar de ofrecer algunas de las fuentes básicas del pensamiento de Freud, en la obra de Platón o Schopenhauer, consideraban lo “psíquico como un fenómeno de la conciencia”.
Pero lo realmente atractivo del alegato de Freud, para Mariátegui y los marxistas latinoamericanos que lo rodeaban, era la tesis de que el psicoanálisis era víctima de una “hipocresía cultural” de la sociedad burguesa, que proyectaba un “sentimiento de inseguridad” y una “imprescindible precaución”, que “prohibía toda crítica y discusión al respecto”. Freud hablaba literalmente de un “sistema” de la moral burguesa, basado en la “corrección” y la “rigidez de la represión instintual”, para el que la teoría y la práctica psicoanalítica era un “enemigos de la cultura” y “peligros sociales”. Estos pasajes y aquellos en que Freud agregaba el antisemitismo a las resistencias al psicoanálisis debieron haber provocado la simpatía de Mariátegui y algunos de los judíos socialistas que lo rodeaban como el propio Miguel Adler, Noemí Millstein y la indigenista Dora Mayer.
Pero los estudiosos más atentos del psicoanálisis en América Latina, como Gallo y Plotkin, advierten, como decíamos, otra ruta de recepción de las ideas de Freud que es la del derecho penal. Probablemente, en Cuba, algunos de los primeros lectores serios de Freud hayan sido estudiantes de la facultad de leyes de la Universidad de La Habana que, como el joven José Lezama Lima, en los años 30, estudiada los libros del jurista republicano español, exiliado en Buenos Aires, José Jiménez de Asúa. En Psicoanálisis criminal (1940), un libro editado en Buenos Aires por Losada y en La Habana por Jesús Montero, Jiménez de Asúa seguía la ruta de la recepción de Freud en España, abierta por Ortega y Gasset, y proponía una aplicación de tesis psicoanalíticas —y no únicamente de técnicas, como la asociación de palabras— a la criminología, con un fuerte énfasis en las causas económicas y sociales de la delincuencia.
En su idea de Goethe como prototipo del “hombre acumulado”, después de Leonardo, Mañach seguía a José Martí pero también a Sigmund Freud.
Hay apuntes muy tempranos de Lezama sobre Freud, como aquel de su Diario de 1939 donde el poeta cubano proponía pensar al padre del psicoanálisis como un “contemporáneo” de Debussy y Picasso, es decir, un pensador que se movía entre el impresionismo y el cubismo, entre lo impreciso y lo multifacético. Pero la asimilación de Freud por Lezama y otros escritores de su generación es tardía, a partir de los años 50, como prueba la presencia del fundador del psicoanálisis en Paradiso (1966), su gran novela. Aquí Lezama menciona a Freud varias veces: unas, reproduciendo estereotipos como el de que para el pensador vienés la sexualidad únicamente estaba relacionada con el falo, el ano, la boca y la vulva, pero otras, involucrándolo creativamente en su interpretación de la androginia. Pero la mayor audacia de Lezama consistió en citar con naturalidad a Freud en los años 70, en medio de la sovietización de la cultura cubana, como cuando afirmaba que las “grandes figuras del siglo XX” actuaron por fuera de las “cátedras universitarias”, como Freud y Einstein.
Desde los años 40, filósofos como Jorge Mañach aludían con frecuencia al psicoanálisis. Lo hace, por ejemplo, en una conferencia en 1947, en La Habana, con motivo del cuarto centenario de Miguel de Cervantes, que dio lugar a su ensayo Examen del quijotismo (1950). Aquí Mañach intentaba pensar el quijotismo, como mentalidad de las naciones hispánicas, desde las ideas del psicólogo suizo Carl Gustav Jung y el psicoanálisis cultural. Las tesis de Jung sobre el inconsciente colectivo y los arquetipos simbólicos no solo eran útiles para interpretar las religiones y los mitos sino otras formas de la mentalidad social, como las asociadas a la moral pública y la cultura política, que emergen por medio de la literatura y el arte. Así describía Mañach el pensamiento jungiano en La Habana de los 40:
A la consciencia propiamente dicha de un escritor se incorpora siempre un mundo de aprehensiones que yacen como larvadas en su entraña psíquica: arrastres de una conciencia de grupo que se ha sumergido en la habitualidad, ahogadas vivencias personales, contagios de los que no ha quedado huella aparente. De ahí que una obra de mucha densidad creadora signifique casi siempre más para el lector o para el espectador que para quien la hizo. La sonrisa de la dama de Leonardo puede no haber sido más que un ameno accidente; pero eso no borra la aureola de misterio que nos intriga, ni nuestro derecho a explicarnos su peculiar encanto.
Y es curioso que Mañach mencionara a Leonardo a propósito de Jung y no de Freud, ya que algunos de los textos más conocidos del vienés en La Habana eran los relacionados con la literatura y el arte, como “Un recuerdo infantil de Leonardo da Vinci” o “El Moisés de Miguel Ángel”, al que aludía Lezama. En un texto posterior, Para una filosofía de la vida (1951), su ensayo más propiamente filosófico, Mañach citaba directamente a Freud, a quien atribuía el descubrimiento de las que llamaba “musarañas de la voluntad”: “conjurados o no por la imaginación, se aparecen los más sórdidos parásitos de la conciencia, los crispines de nuestra voluntad ideal, los alcahuetes y recaderos del barrio bajo del subconsciente, que Freud visitó”. En su idea de Goethe como prototipo del “hombre acumulado”, después de Leonardo, Mañach seguía a José Martí pero también a Sigmund Freud.
Los acercamientos a Freud en el campo filosófico cubano de los años 50 son puntuales pero significativos. El filósofo existencialista Humberto Piñera Llera publicó en la Revista Cubana de Filosofía un ensayo que valoraba muy positivamente el papel del psicoanálisis en la interpretación del arte. Como Lezama, Piñera Llera caía en juicios gratuitos sobre el “complejo erotomaníaco del propio Freud”, pero reconocía al vienés haber creado una teoría psicoanalítica del arte, basada en la noción del “apetito clamoroso” del sujeto artístico, que, a su juicio, habían desarrollado plenamente discípulos suyos como Charles Baudouin y Otto Rank. La lectura freudiana del símbolo de la muerte en King Lear de Shakespeare contenía un núcleo analítico que podía transferirse a muchas otras obras literarias, como los poemas de Federico García Lorca.
La comunidad psiquiátrica y psicológica de la isla se insertó en la red internacional del campo socialista y se alineó con los soviéticos en su disputa con la psiquiatría occidental.
En la revista Ciclón, que dirigía el crítico José Rodríguez Feo, se homenajeó a Freud en 1956, con motivo del centenario del padre del psicoanálisis. Allí se tradujeron ensayos de Lionell Trilling, W. H. Auden y Maurice Blanchot y un joven psicoanalista cubano, Enrique Collado, hizo un recuento de las escuelas psicoanalíticas en la primera mitad del siglo XX. También en Ciclón, Virgilio Piñera, hermano de Humberto, publicaba un artículo titulado “Freud y Freud”, donde cuestionaba el estatuto científico del psicoanálisis —“puede ocurrir que al cumplirse otro centenario del nacimiento de Freud parezca anacrónico su método, que se descubran sorprendentes falsedades y hasta flagrantes supercherías”— pero valoraba elogiosamente la dimensión artística del psicoanálisis, especialmente a partir de La interpretación de los sueños, del que citaba el pasaje sobre las pesadillas de la mujer de un policía:
Freud es gran artista en tanto intérprete de la oscura vida psíquica del hombre. Su fantasía poderosa, que lo sitúa entre los grandes artistas de todas las épocas, lo lleva, con poderes de brujo a la construcción de un mundo que al par que implacablemente lógico es también implacablemente ilógico. Como si Freud se hubiera visto constreñido por el material psíquico con el cual operaba a recubrir sus hallazgos con el polvillo fabuloso desprendido de ese mismo material. ¿Quién no recuerda, por ejemplo, su celebérrima interpretación de los sueños? Si un sueño ya es de por sí pasmoso, mucho más pasmosa será la interpretación que Freud nos da del mismo. Es decir, que a medida que vamos leyendo la interpretación freudiana de este o aquel sueño, al mismo tiempo que Freud nos descubre el mecanismo de la vida onírica va desplegando ante nuestra vista otro sueño, esto es, la interpretación del sueño por el estudiado, y dicha interpretación por el hecho de haber sido presentada como sueño exige a su vez ser interpretada. Aquí, como sucede en el arte, la estatua es más acabada y compleja que el modelo.
La generación intelectual de los años 50 en Cuba (Guillermo Cabrera Infante, Calvert Casey, Edmundo Desnoes, Antón Arrufat, Lisandro Otero, Antonio Benítez Rojo…) surgió marcada por lecturas existencialistas y psicoanalíticas. Freud, por ejemplo, es una alusión constante en la obra de Cabrera Infante. En sus memorias, el pintor Raúl Martínez asegura que para principios de los 60 “conocía a Freud y sus escritos sobre psicoanálisis, la teoría onírica, el complejo de Edipo y los ensayos sobre Miguel Ángel y Leonardo da Vinci”. También afirma que “los textos de Adler y Jung no le eran desconocidos, y tampoco los de Wilhelm Steckel y Karen Horney”. Menciona Martínez a un psiquiatra cubano de apellido Rosselló, amigo también del dramaturgo Abelardo Estorino, que favorecía las lecturas psicoanalíticas en medios culturales cubanos y se oponía a la homofobia, las UMAP y la política de “rehabilitación de desviados” emprendida por el Estado socialista.
Una idea más aproximada de la difusión que alcanzó el psicoanálisis en el campo intelectual cubano, para la primera mitad de los 60, ayuda a comprender mejor el fuerte impacto cultural del desplazamiento que se produjo con la introducción de la psiquiatría reflexológica soviética en las instituciones de la salud pública de la isla, especialmente, en el Hospital Psiquiátrico de La Habana. El poeta y psiquiatra cubano, Pedro Marqués de Armas, exiliado en Barcelona, ha estudiado cuidadosamente la implementación de los dogmas soviéticos en el tratamiento de la homosexualidad como enfermedad mental, entre los años 60 y 70. Las técnicas de “corrección” de la “desviación sexual”, importadas de Moscú, se trasmitían diáfanamente en artículos de la Revista del Hospital Psiquiátrico de La Habana a cargo de Eduardo Gutiérrez Agramonte o Florencio Villa Landa.
Villa Landa, un comunista español exiliado en la URSS, que al triunfo de la Revolución se trasladó a la isla, fue uno de los promotores de la “higiene mental”, como meta de una ciudadanía sana, según el paradigma reflexológico. Su libro Psicopatología clínica (1968), que contenía un severo cuestionamiento del psicoanálisis, fue referente central de la práctica de la psiquiatría en Mazorra. La comunidad psiquiátrica y psicológica de la isla se insertó en la red internacional del campo socialista y se alineó con los soviéticos en su disputa con la psiquiatría occidental. Cuando los soviéticos se retiraron de la Asociación Mundial de Psiquiatría entre fines de los 70 y principios de los 80, en protesta por las denuncias occidentales contra el papel de los psiquiatras en la represión de disidentes, Cuba y varios países socialistas siguieron los pasos de Moscú.
Desde que en 1963, la Revista del Hospital Psiquiátrico de La Habana publicó los “Fundamentos de la psiquiatría soviética” de I. T. Victorov, el modelo neurocéntrico y antipsicoanalítico soviético se volvió hegemónico en la isla. Autores como Lev Semiónovich Vygotsky, Alexander Luria y Alexei Leontiev, fuertes defensores de los enfoques neurológicos, organicistas o basados en el concepto de “actividad”, se volvieron las voces autorizadas dentro de la comunidad psiquiátrica cubana. De un total de 1021 artículos, aparecidos en dicha revista entre 1959 y 1984, 296 estaban dedicados a la psicopatología clínica, 82 a la “higiene mental” y solo 9 al psicoanálisis, desde una perspectiva fundamentalmente crítica. La estigmatización del psicoanálisis no solo operó en la comunidad médica sino también en las ciencias sociales. El psicoanálisis quedó comprendido dentro de la “tendencia psicológica” de la sociología burguesa, condenada en el manual de F. V. Konstantinov, por su idealismo y su subjetivismo.
En Madhouse (2017), el reciente estudio de Jennifer Lambe sobre la clínica Mazorra, se sugiere que el hospital psiquiátrico habanero es un sitio arqueológico y psicoanalítico a la vez. Unas ruinas circulares desde donde es posible reconstruir la historia de la locura en las dos mitades de la Cuba moderna: la republicana y la revolucionaria. Pero la historia de Mazorra de Lambe no oculta el evidente contraste de la limitada referencialidad de Freud y el psicoanálisis en el tratamiento de las enfermedades mentales en Cuba. Primero bajo la influencia del sistema de salud pública norteamericano y luego del soviético, la lucha por la jurisdicción sobre el mundo de la locura y los sueños, en Cuba, favoreció siempre a la psiquiatría más organicista. El desencuentro entre esa racionalidad clínica y una cultura caribeña como la cubana ofrece claves para la arqueología de la represión en la isla.
En la filosofía cubana, no solo el diálogo entre psicoanálisis y marxismo sino la propia relectura del pensamiento psicoanalítico que, a partir de la obra de Jacques Lacan, marcó buena parte del corpus estructuralista y postestructuralista, fueron segregados.
Ni siquiera en la efímera revista Pensamiento Crítico (1967-71), editada por jóvenes filósofos cubanos como Fernando Martínez Heredia, Aurelio Alonso y Jesús Díaz, que criticaban el escolasticismo soviético y simpatizaban con la descolonización, el existencialismo y el estructuralismo, en sintonía con la Nueva Izquierda, se asimiló del todo el entendimiento entre psicoanálisis y marxismo que avanzaba desde Antonio Gramsci en los años 30. Los textos de Theodor Adorno, Herbert Marcuse, Jean Paul Sartre o Louis Althusser, que se publicaron en Pensamiento Crítico, no hacían visible el peso del psicoanálisis en la obra de esos cuatro pensadores. En el ensayo de Marcuse sobre la “tolerancia represiva”, en el de Adorno sobre el “conflicto social” e, incluso, en los de Althusser sobre Lenin y Sartre sobre el movimiento estudiantil del 68, la teoría psicoanalítica era un discurso y un lenguaje incorporados, pero ocultos.
El estudio de François George sobre Althusser, minimizaba la fuerte inmersión en la obra de Sigmund Freud y Jacques Lacan del marxista francés. Freud y Lacan solo aparecían en una cita de J. A. Miller, que sostenía que Althusser había provocado una “liberación” del pensamiento marxista, similar a la que Lacan operó sobre el freudismo. Incluso en un número como el 18-19 de 1968, dedicado al estructuralismo francés, con textos de o sobre Claude Levi-Strauss, Roland Barthes, Paul Ricoeur, Henri Lefebvre, Lucien Sebag, Marc Barbut y Jean Cuisenier, el psicoanálisis está sumergido. Sumergido como la propia psiquiatría, que en el ensayo sobre Frantz Fanon aparece como un avatar biográfico. La más clara aproximación al psicoanálisis, como una de las fuentes intelectuales del marxismo de la Nueva Izquierda, aunque específicamente en Gran Bretaña, la ofreció Perry Anderson en su gran ensayo “Los componentes de la cultura nacional”, publicado en La Habana a fines de 1969.
Lo curioso es que en aquel ensayo, Anderson, luego de reseñar los ejercicios terapéuticos de Melanie Klein y sus discípulos en Londres, concluía algo que los nuevos marxistas cubanos habrían suscrito con más razón: para fines de los 60, “el impacto del psicoanálisis en la cultura británica había sido nulo”. Según Anderson ese insularismo de la izquierda inglesa, constantemente denunciado por la New Left Review, revista emparentada por más de un flanco con Pensamiento Crítico, propiciaba una falta de contacto con las resonancias psicoanalíticas del pensamiento de Talcott Parsons, Claude Levi-Strauss, Roman Jakobson, Theodor Adorno o el propio Althusser, quien sostenía que así como Marx había demostrado que el “sujeto humano no es el centro de la historia”, Freud demostró que ese “sujeto está descentrado, construido por una estructura que no tiene centro”.
En la filosofía cubana, no solo el diálogo entre psicoanálisis y marxismo sino la propia relectura del pensamiento psicoanalítico que, a partir de la obra de Jacques Lacan, marcó buena parte del corpus estructuralista y postestructuralista, fueron segregados. Hasta bien entrados los 90, cuando revistas de escasa circulación como Criterios, encabezada por el teórico cultural Desiderio Navarro o Diásporas, dirigida por los escritores Rolando Sánchez Mejías y Carlos Alberto Aguilera, intentaron hacer la diferencia, el núcleo central de la filosofía postmoderna era desconocido y rechazado en Cuba, como parte de una deliberada identificación oficial entre lo postmoderno y lo neoliberal. Apenas en el siglo XXI, cuando su influencia en la vida contemporánea se debilita, la recepción del psicoanálisis en Cuba comienza a experimentar una relativa despenalización. El psicoanálisis llega a Cuba, en tiempos de globalización, como noticia arqueológica de la gran epopeya del saber en siglo XX.
La Condesa, Ciudad de México, junio, 2017.