Poco antes de su muerte, Desi Arnaz dijo que quería ser recordado como “el ‘yo’ en Yo quiero a Lucy” (“the ‘I’ in I Love Lucy”), vinculando así su fama póstuma a su participación en el programa televisivo. Pero no queda nada claro quién es ese “yo”.
Por una parte, ya que el programa explotaba las semejanzas entre los artistas y sus papeles, el pronombre designa tanto a Arnaz como al personaje que lo hizo famoso, Ricky Ricardo. Por otra, como en inglés to love puede significar “gustar” así como “querer”, casi desde el debut de la serie millones de televidentes se adueñaron del “yo” de Arnaz por identificación con sus sentimientos.
La genialidad del título estaba en su concisa y explícita descripción tanto del tema del programa como del afecto del público por su protagonista, Lucy.
La prehistoria del título es bien conocida: la cadena de televisión CBS quería que Lucille Ball hiciera una versión televisiva de su popular programa de radio, My Favorite Husband (Mi esposo favorito), en el que encabezaba el reparto junto a Richard Denning. La actriz estuvo de acuerdo, a condición de que Desi Arnaz asumiera el papel de su esposo.
Al principio la compañía se negó, pues el programa trataba de una típica pareja norteamericana, un ama de casa y su marido, un banquero de Minneapolis. Finalmente Ball y CBS llegaron a un acuerdo, pero no antes de cambiar la trama del programa para que encajara mejor con la personalidad y las aptitudes de Arnaz. Desi sería un músico y cantante cubano empeñado en abrirse camino en Nueva York; su inquieta mujer, una artista frustrada que recurriría a cualquier ardid con tal de participar en las actuaciones de su marido.
El título del programa, sin embargo, seguía sin resolver. Para destacar el papel de su marido, Lucille Ball quiso llamarlo The Desi Arnaz-Lucille Ball Show, pero de nuevo tropezó con la oposición de la compañía, porque era ella, y no Arnaz, el gancho del serial. En 1951 Arnaz era conocido fundamentalmente como el director de una orquesta de música latina, mientras que Lucille Ball era una actriz con un largo y medianamente exitoso historial en el cine. Después de largos debates, alguien tuvo la ocurrencia de ponerle al programa I Love Lucy, título que tiene la ventaja de situar a Desi a la cabeza del título sin mencionar su nombre, de manera que el centro de atención continuaría siendo su famosa mujer.
Jack Gould, el crítico de televisión para el New York Times durante los años cincuenta, lo explicaba del siguiente modo: “I Love Lucy es probablemente el título más engañoso que pudiera imaginarse. Por primera vez, todos los sondeos coinciden: millones de personas quieren a Lucy”.
Dada la popularidad del personaje de Lucy Ricardo, era fácil dar ese salto del programa al espectador, pues tanto para Gould como para muchos otros críticos el “yo” del título no aludía a Arnaz sino al televidente. Durante los años de más popularidad de la serie, la tienda Marshall Field’s de Chicago decidió cerrar los lunes por la noche, porque la mayoría de sus clientes se quedaba en casa para ver el episodio de esa semana. Un cartel en la tienda decía: “Nosotros también queremos a Lucy, así que cerramos los lunes por la noche”. El club de admiradores de Lucy se llamaba, claro está, “Nosotros queremos a Lucy”.
Debemos recordar, además, que el emblema de la CBS es un gigantesco ojo, imagen que fue estrenada en septiembre de 1951, un mes antes de que debutara la serie. La homonimia entre el “yo” (“I”) del televidente y el “ojo” (“eye”) de la CBS subraya que el título no se refiere ni a Ricky ni a Desi, sino más bien a la mirada del espectador, cuyo símbolo iconográfico es el “ojo” de la CBS.
Pero si los televidentes somos ese “yo” —eye tanto como I— Arnaz tiende a difuminarse. Invisible por la confusión entre el actor y el personaje, así como por la forma en que su identidad se disipa en la mirada del espectador, Desi desaparece. De ahí que casi toda la atención dedicada a la serie se haya centrado en Lucy, cuya identidad no sufre atenuaciones. Poco importa si su apellido es Ball o Arnaz, Lucy es siempre Lucy.
No obstante, yo quisiera tomar el título en serio: Arnaz es el sujeto, el “yo” del programa. Es más, su trasunto televisivo desempeña un papel crucial dentro la cultura cubanoamericana. Ricky Ricardo no es solo el blanco de las intrigas de su esposa, o un ejemplo más del estereotipo del Latin lover. Vividor en vilo, ofrece una primera muestra de los gestos de aceptación y resistencia con que los cubanoamericanos se han enfrentado al American way of life. Entre “Ricky” y “Ricardo” se abre una brecha por donde transitan los residentes de la Cuba del Norte, titubeantes entre la anglofilia y la hispanización.
I Love Lucy salió al aire el 15 de octubre de 1951 y se mantuvo en pantalla durante nueve temporadas. Durante las seis primeras se rodaron 180 episodios de media hora. Durante las tres últimas los episodios se alargaron a una hora y salían al aire una vez al mes. El último episodio se rodó el 2 de marzo de 1960, casualmente el día en que Desi Arnaz cumplía 43 años y, menos casualmente, un día antes de que Lucille Ball le pidiera el divorcio.
En la primera emisión de la serie, I Love Lucy se hizo merecedora de más de doscientos premios, fue postulada muchas veces para los Emmy y consiguió ganar cinco de ellos. Desde entonces, el programa ha sido transmitido en setenta y siete países y traducido a más de veinte lenguas. En los Estados Unidos los episodios de I Love Lucy nunca han desaparecido de las pantallas de televisión. Según Bart Andrews, el historiador del programa, en Washington D.C., hasta 1974, los episodios de la serie se habían emitido un total de 2.904 veces.
Los artículos y comentarios sobre Lucy y Ricky y sus vecinos, Fred y Ethel, se cuentan en los cientos. En febrero de 1991 la CBS llevó a la televisión una película basada en el tormentoso matrimonio de Desi y Lucy; dos años después, Lucie Arnaz, la hija de la pareja, hizo un documental con películas caseras de la pareja.
Una de las escenas más citadas de la novela de Oscar Hijuelos, The Mambo Kings Play Songs of Love (Los reyes del mambo tocan canciones de amor), narra la actuación de los protagonistas, César y Néstor Castillo, en un episodio I Love Lucy donde hacen el papel de primos de Ricky. El rapero cubano Mellow Man Ace, que gusta de llamarse a sí mismo “el Ricky Ricardo del rap”, compuso una canción en honor a Desi Arnaz titulada “Babalú Bad Boy”, y le puso a su hijo el nombre de Desi. Incluso se han llegado a hacer películas porno inspiradas en la serie, con títulos como Lucy Has a Ball y Lucy Makes It Big.
El éxito de I Love Lucy se ha atribuido a su retrato de los altibajos de una típica pareja norteamericana de clase media. En 1952 un artículo lo expresaba así:
Lo que cautiva de Lucy y Ricky es que son el reflejo de cada matrimonio de los Estados Unidos. No el reflejo exacto que brinda un espejo normal, ni el de la fantasía que puede ofrecer un espejo mágico, sino el reflejo distorsionado, exagerado, de una casa de espejos en un parque de atracciones, y que hace de cualquier pequeño incidente, de cualquier debilidad, es decir, de la idiosincrasia de la vida matrimonial, un fenómeno infinitamente divertido.
Pero lo cierto es que Ricky y Lucy distan de ser la típica pareja norteamericana, sobre todo si se tiene en consideración que el programa salió al aire durante los años cincuenta, una época que tendía a la uniformidad social. No deja de sorprender que el programa televisivo más popular de esos años se centrara en el matrimonio “intercultural” de una caprichosa pelirroja de Nueva York y un conguero cubano con un precario dominio de la lengua inglesa. La “típica” pareja de la época de Eisenhower no podía haber sido menos típica.
Casi todos los episodios de I Love Lucy giran en torno a algún tipo de competencia entre Lucy y su marido. A pesar de las connotaciones románticas del título, casi siempre los dos protagonistas se comportan más como adversarios que como amantes. Los bandos están bien definidos: en uno, Lucy y Ethel; en el otro, Ricky y Fred.
Muchas veces las desavenencias nacen del insalvable abismo que existe entre esposo y esposa, o entre hombre y mujer. Otras veces, la tensión surge del choque entre culturas. Ricky no solo es hombre y marido, sino cubano. Lucy no solo es mujer y esposa, sino norteamericana. Los episodios sobre la “batalla de los sexos” (“the battle of the sexes”) se complementan con aquellos que versan sobre “la batalla de los acentos”.
Esta última frase ocurre en el episodio “Lucy Hires an English Tutor” (“Lucy contrata a un maestro de inglés”), emitido durante la segunda temporada, cuyo tema son los esfuerzos de Lucy por mejorar el deficiente inglés de su marido. La primera escena muestra a Lucy, embarazada, tejiendo algo para el futuro bebé. Ricky entra con un “batido de papaya” en el que ella comenzará a mojar un pepinillo. Se ponen a conversar sobre el futuro hijo; él quiere un niño y ella una niña. Según Lucy, todo hombre quiere tener un varón para “poder verse a sí mismo enredándose por ahí”, a lo que Ricky replica que toda mujer desea tener una hembra para poderle enseñar “cómo cazar a un hombre”.
De pronto Ricky dice que su hijo irá a la universidad donde él estudió, “Havana U”, y se lanza a interpretar el himno a su alma máter: “Havana U, la mejor eres tú”, lo que sirve para desatar una discusión sobre lo mal que pronuncia Ricky el inglés. Después de tratar de decir palabras como bough, rough, through y cough, que a pesar de la semejanza en ortografía, tienen pronunciaciones muy distintas, Ricky concluye que el inglés es una “lengua loca” y que su hijo deberá hablar español. Lucy replica que va a contratar un maestro de inglés para ellos y para sus vecinos, los Mertz, ya que quiere que todo el que converse con su hijo hable “un inglés perfecto”.
En la escena siguiente regresamos a la sala, ahora con el profesor de inglés, Mr. Livermore (Hans Conried), un estirado pedante con una pronunciación demasiado precisa y una histérica aversión hacia los coloquialismos. Después de algunas divertidas escenas en las que Mr. Livermore intenta mejorar el inglés de Ricky, las clases llegan a un final inesperado. En lugar de cambiar el acento y la dicción de su alumno, al profesor se le ha “pegado” la manera de hablar de Ricky. El episodio termina cuando Mr. Livermore se pone a cantar “Babalú” con acento cubano. Resignada, Lucy concluye: “Fue una batalla de los acentos, y Mr. Livermore ha perdido”.
En lugar de insistir en la “americanización” de su marido, Lucy abandona su plan. La razón es que, tal y como se puede observar en muchos episodios, Lucy ama a Ricky precisamente porque no es americano. Cuando ella lo llama su Cuban dreamboat (“ensueño cubano”) no hay ni rastro de ironía en la frase.
Otro episodio que gira en torno a diferencias culturales es “Ricky Minds the Baby” (“Ricky cuida al bebé”), que culmina en una larga escena durante la cual Ricky le cuenta a su hijo, en español, la historia de “La caperucita roja”.
La escena sobresale por su extensión, su lenguaje y su ubicación. A pesar de que ocurre en el apartamento —el dominio de Lucy—, Ricky es el protagonista. Escuchando detrás de la puerta con Fred y Ethel, Lucy queda por esta vez relegada al papel de espectadora. Además, al hacer el cuento, Ricky se vale del recurso favorito de su esposa, la impostura, pues mientras narra asume con destreza la identidad de los diferentes personajes. Generalmente los monólogos en español de Ricky son o canciones o diatribas. Combinando elementos de ambas, el cuento para dormir a su hijo mezcla la rutina de una canción con la espontaneidad de una diatriba.
No cabe duda de que en I Love Lucy el retrato de lo cubano suele ser caricaturesco y condescendiente. El marcado acento de Ricky y su constante abuso del idioma inglés eran una fuente inagotable de humorismo. Lucy solo tenía que imitar la mala pronunciación de su marido –dunt por don’t y wunt por won’t– para que el público automáticamente respondiera con una carcajada.
No obstante, episodios como “Lucy Hires an English Tutor” y “Ricky Minds the Baby” no solo sacan a relucir las discrepancias culturales de la pareja, sino que las resuelven a favor de Ricky. En estos episodios el conflicto entre Lucy y Ricky gira alrededor de lo que hoy se conoce como “etnicidad”, vocablo que en 1953 todavía no era de uso común. Ricky insiste que la educación de su hijo incorpore su “identidad étnica”, pero Lucy no está de acuerdo. Ella no quiere que el pequeño Ricky hable español, y mucho menos que vaya a estudiar a la Universidad de La Habana. Le dice a su marido: “¿Para qué ir a Cuba a estudiar cuando hay universidades tan buenas en los Estados Unidos?”.
Pero cuando las clases de inglés fracasan, Lucy cede. Desde luego, eso no significa que su hijo vaya a ser cubano, pero sí que la cultura y el idioma de su padre formarán parte de su crianza. Si bien no será un ABC (American-Born Cuban, “un cubano nacido en los Estados Unidos”) será un CBA (Cuban-bred American, “un americano criado como cubano”).
¿Qué habría sucedido si Lucy hubiera ganado la “batalla”? ¿Si Mr. Livermore hubiera logrado mejorar el inglés de Ricky? Tal resultado es inconcebible, dada la importancia en el programa del peculiar “sonido” de Ricky.
Hace un momento señalaba que Ricky Ricardo padece de un complejo de invisibilidad; otro factor que contribuye a ello es que su impronta no es visual, sino auditiva. Esto no implica que su físico no sea importante, pues es evidente que sí lo es; pero la predilección de los guionistas por la comedia de tipo slapstick, con su repertorio de recursos visuales —los disfraces, las maromas, los props o utilería— tiende a opacar la importancia de la voz de Ricky en la serie. Pero sin su voz, el programa tendría otra “apariencia”, otro cariz.
Si el encanto de Lucy yace en sus payasadas, el de Ricky está en la manera que usa y abusa sus dos idiomas. Lucy se disfraza de foca o se esconde debajo de la cama; Ricky exclama “¡ay, ay, ay, ay!” o canta “Granada”. Identificamos a Lucy con su amplio repertorio de muecas, a las que los guionistas hasta le habían puesto nombres: “araña”, “frustración”, “diéresis”. Pero lo que más recordamos de Ricky es el inconfundible sonido de su voz oscilando entre la exasperación y la ternura.
Uno de los momentos más conmovedores de toda la serie tiene lugar en el episodio “Lucy Is Enceinte” (“Lucy está embarazada”), cuando Lucy le informa a Ricky que van a tener un hijo. El hecho de que por esos años los Arnaz, igual que los Ricardo, también llevaban mucho tiempo tratando de tener un hijo realza la emotividad de la escena. Embargado por la emoción, Ricky se pone a cantar “We’re Having a Baby” (“Vamos a tener un bebé”), canción que Arnaz compuso con motivo del nacimiento de su hijo, Desi Jr. Hacia el final de la canción, Ricky y Lucy improvisan este breve intercambio:
Ricky: Apuesto a que será igualito a ti.
Lucy: Apuesto a que tendrá tu acento.
Lucy y Ricky comprenden los atributos que los singularizan; ella es su cara, él es su voz.
Un elemento clave en la impronta oral de Ricky es la costumbre que tiene de desahogarse en español cuando Lucy lo enoja con sus ardides: “¡Dios-mío-pero-qué-cosas-tiene-la-mujer-esta!”. Puesto que el propósito de estas “descargas” es expresar el mal genio “latino” de Ricky, en ese sentido no importa lo que dice. Pero resulta interesante que Ricky no siempre habla incoherentemente. Si prestamos atención, si somos todo oídos además de solo ojos, nos damos cuenta de que, en español, Ricky se permite decir cosas que nunca diría en inglés: declara que está harto de Lucy; amenaza con abandonarla; maldice: “Mira que jode la mujer esta”.
En 1955 Lucy y Desi montaron una parodia para el show de Bob Hope en la que interpretaban a los mismos personajes de la serie televisiva. En el curso del sketch el personaje de Hope insulta a Ricky llamándole wetback (“espalda mojada”). Ricky le responde: “Mira qué cosas tiene el narizón, sinvergüenza, zoquete este, carajo”.
Las “descargas” de Ricky, más allá de su valor humorístico, le dan la oportunidad de decir lo interdicho. Por supuesto, durante esa época era inadmisible que alguien soltara palabrotas ante la cámara, o que el esposo de la “pareja típica” amenazara abandonar a su esposa. A pesar de que los escritores y actores del programa eran extremadamente cautelosos a la hora de referirse a temas delicados (los episodios relacionados con el embarazo de Lucy, por ejemplo, fueron aprobados por un rabino, un sacerdote y un ministro protestante), cuando se trataba de lo que Ricky decía en español se mostraban menos cuidadosos. Inverosímilmente, suponían que nadie entendería las palabras de Ricky, a pesar de que entre los televidentes del programa había millares de hispanos; pero en los cincuenta el estadounidense “latino” era tan invisible como Ricky mismo.
Hoy en día Ricky no le podría decir a Lucy, tal y como hace en más de un episodio, “Eres la mujer más estúpida que he conocido en mi vida”. Asimismo, es poco probable que el antojo de la embarazada Lucy sea mojar pepinillos en un batido de papaya, cuando “papaya” es un vulgarismo cubano para referirse a los genitales femeninos.
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Las salas son un componente básico en las sitcoms norteamericanas, desde la modesta sala de Alice y Ralph Kramden en The Honeymooners hasta la elegancia yuppie de la del show de Bill Cosby. Pero ninguna ha presenciado tantas maravillas como las que suceden en la sala del apartamento 3-B.
Las salas han de ser cómodas, tranquilas; son lugares “de estar”, pues es allí donde nos refugiamos de la actividad y el barullo del mundo. La sala de Lucy y Ricky, sin duda, posee esa cualidad; allí es donde Lucy y Ricky se retiran cuando él regresa del trabajo o cuando ella termina las labores domésticas. Muchos episodios y escenas comienzan cuando Ricky cruza la puerta, se quita el abrigo, se afloja el nudo de la corbata, anuncia “Lucy, I’m home” (“Lucy, estoy en casa”) y se tira en el sofá con el periódico en la mano.
Pero su tranquilidad dura muy poco. Tan pronto como Ricky abre el periódico, Lucy sale de la cocina arrastrando una gigantesca barra de pan, o se aparece disfrazada de Superman, o empieza a dar gritos desde el dormitorio. La sala es un espacio espectacular, en todos los sentidos de la palabra.
Los Ricardo y los Mertz pueden estar sentados en el sofá, tomando café y conversando, pero momentos después la sala se ha convertido en un pueblo del Oeste (como sucede en el episodio “Home Movies”) o en un aula (como en “Lucy Hires an English Tutor”) o en un pedacito de Cuba (como en “Be a Pal”).
Por su imprevisibilidad, la sala de los Ricardo se asemeja al mundo patas arriba del carnaval. Recordemos, por ejemplo, el famoso episodio donde Lucy y Ricky se intercambian los papeles: Lucy y Ethel salen a buscar trabajo, mientras que Ricky y Fred, con delantales, cocinan y hacen la limpieza (“Job Switching”).
En la sala, Lucy es ama de casa, esposa y de madre; pero también hace de rumbera, campesina, bailarina, payaso de circo, mujer barbuda, vampiresa, Tallulah Bankhead, Vivien Leigh y Carmen Miranda. En un episodio incluso llega a asumir la identidad de un perro que se desliza bajo la mesa de comer, se pelea con otro perro por un pedazo de carne y termina por lamer la mano de Ricky. Más circo que santuario, la sala expone tanto a Ricky como a Lucy a todo tipo de riesgos y aventuras.
Las constantes “apuestas” entre los dos protagonistas contribuyen a esa atmósfera carnavalesca. Ricky apuesta con Lucy a que ella no podrá decir la verdad, o Lucy apuesta con Ricky a que él no será capaz de ahorrar, o los hombres apuestan con las mujeres a que ellos hacen las tareas domésticas con mayor eficiencia.
Esos retos constantes crean un ambiente competitivo que también nos recuerda las justas y contiendas del carnaval. David Marc tiene razón cuando afirma que I Love Lucy y otras comedias de los años cincuenta se oponen a lo que él ha llamado “role restlessness”, la inquietud con los papeles que nos asigna la sociedad, pues al final de cada episodio Lucy y Ricky vuelven a sus respectivos lugares: Lucy a su apartamento y Ricky a su club. Pero no podemos pasar por alto el desorden y la confusión que reinan en el ínterin.
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¿Se siente Ricky cómodo en su casa? “Lucy, I’m home” es una frase que repitió incontables veces durante los nueve años que permaneció la serie en pantalla. Pero, ¿era el apartamento de veras su hogar? ¿No le deparaba demasiadas sorpresas?
En cierta ocasión, Ricky regresa del trabajo para encontrarse con que han desaparecido todos los muebles; en otra, entra para verse en el medio de una pelea de almohadas entre Lucy, Fred y Ethel; otra vez abre la puerta y descubre que Lucy ha convertido el apartamento en un parque de atracciones, de modo que para llegar al sofá tiene que deslizarse por una canal.
Afortunadamente, Ricky tiene otro hogar: el club nocturno, donde pasa buena parte de sus días y sus noches. El “club”, como normalmente lo llama, es un espacio menos imprevisible y riesgoso que el apartamento. El inmutable decorado —dos o tres palmas, la orquesta de Ricky y algunas mesas ocupadas por clientes— crea una estabilidad interrumpida solamente en aquellos momentos en que Lucy se las arregla para entrometerse.
A diferencia del mobiliario casero, el decorado del club no se presta a manipulaciones, razón por la cual los intentos de Lucy fracasan. Las numerosas ocasiones en que Ricky hace referencia a sus ensayos refuerzan el aura de previsibilidad del club. A diferencia del apartamento, el club no permite improvisaciones ni descocados ardides. Una y otra vez vemos a Ricky dándoles instrucciones a los músicos, limitando el tiempo de descanso, exigiendo un ensayo más. Allí nadie disputa su autoridad; hasta llega un momento en que compra el local y le pone de nombre su apodo: Club Babalú.
Al ser una extensión de Ricky, el club tiene una identidad “cubana” o “latina”. Es el único lugar donde encontramos a otros personajes cubanos, como Marco Rizo, el pianista acompañante de Desi Arnaz que aparece con cierta frecuencia en los episodios. Otros miembros de la orquesta también son cubanos y Ricky a veces se dirige a ellos en español. En el club el español es un idioma “normal”, que no se usa solo para expresar furia o exasperación.
Cuando está en su casa, cada vez que Ricky recurre al español habla solo; no importa si le está reprochando algo a Lucy o si le está contando “La caperucita roja” a su hijo: nadie lo entiende. Pero en el Tropicana el español no resulta anómalo ni incoherente. Cuando Ricky canta en español, no hay discordancia alguna entre sus palabras y el entorno. Nadie se burla de su pronunciación o le corrige su gramática o se queja si acude al español.
Estas dos localidades, el club y la sala, perfilan las dos caras del personaje de Ricky. En el club él es un apuesto galán, talentoso y emprendedor, siempre en dominio de sus facultades y en control de su espectáculo. En la casa es un atribulado marido que apenas se entera de las artimañas de su esposa.
Estas dos facetas de su identidad, estrella y esposo, se corresponden con su redundante nombre: Ricardo es el Latin lover; Ricky, el marido atribulado.
Reflexionemos un momento sobre este nombre. Al igual que el montaje de Lucy, el nombre de Ricky es un texto bilingüe que encierra tanto el original como su traducción, pues “Ricky” es, en inglés, la forma familiar de “Ricardo”.
Pero se trata de una traslación traicionera, ya que “Ricardo” no solo ha sido traducido al inglés, sino que se ha transformado en diminutivo; no se traduce a “Richard”, ni siquiera a “Rick”, sino a “Ricky”, un apodo infantil (de la misma manera que “Desiderio” se transformó en “Desi”).
De los dos nombres, Ricky y Ricardo, el norteamericano va primero; Ricardo, poco frecuente como apellido en español y nombre propio de uno de los más famosos Latin lovers de Hollywood, Ricardo Montalbán, se convierte en apellido. Es como si Ricky hubiera desplazado a Ricardo a segundo lugar y de ese modo el “verdadero” apellido se hubiera suprimido.
Ricky Ricardo es nombre de huérfano, pues no identifica a los padres del poseedor. Pero lo único que hay que saber sobre los antecedentes de Ricky es que es hispano, y Ricardo cumple con este propósito. “Ricardo” significa que el sujeto es hispano; “Ricky” que el sujeto hispano, el “yo” de Yo quiero a Lucy, se ha aculturado. Ricardo es el hombre cubano; Ricky es el marido norteamericano; Ricky Ricardo es hombre y marido cubanoamericano.
De este modo, su nombre nos pone sobre la pista de la escisión que define “el yo étnico”. Es fácil burlarse de los elementos estereotipados que encontramos en Ricky, cuya interpretación del “Babalú” afrocubano, como la del propio Arnaz, termina siempre con un “olé” ni africano ni cubano. Pero cada vez que Ricky prorrumpe a hablar en español, o pronuncia wunt por won’t o esplein por explain, sus palabras, aparte del valor cómico que pudieran tener, nos revelan el riesgo y la recompensa de querer a Lucy.
Riesgos y recompensas que ni Ricky ni Lucy ignoraban. El episodio más esclarecedor en este sentido es “Be a Pal” (“Seamos amigos”), el segundo en salir al aire, cuyo tema es el miedo de Lucy de que Ricky se haya aburrido de ella.
Para reavivar el interés de su marido, Lucy ensaya varias artimañas: primero lo despierta una mañana vestida con un ajustado traje de lentejuelas, pero Ricky no se da ni cuenta; luego prueba a jugar una partida de póquer con Ricky y sus amigos, pero este plan también fracasa cuando ella gana; finalmente, aconsejada por Ethel, decide que la única manera de atraer la atención de Ricky es mimándolo, “tratándolo como si fuera un bebé y rodeándolo de cosas que le recuerden su niñez”.
La escena siguiente tiene lugar en la sala, convertida ahora en una especie de rastro donde se exhiben toda clase de objetos de la iconografía cubana, o que Lucy cree pertenecen a la iconografía cubana: un burro, un gallinero, unos plátanos, algunas palmas y dos individuos vestidos con sarape y sombrero mexicano.
Como la madre de Ricky había sido una “cantante y bailarina famosa”, Lucy se disfraza de Carmen Miranda. Cuando Ricky atraviesa la puerta al final de una larga jornada de ensayos, Lucy le da la bienvenida poniéndose a cantar “Mamá yo quiero” en portugués. Al instante, cinco niños salen corriendo del dormitorio (Ricky supuestamente tenía cinco hermanos: Pedro, Pablo, Chucho, Jacinto y José). Completamente desconcertado, él pregunta qué está sucediendo, y ella le responde: “Pensaba que te estabas cansando de mí y que yo te gustaría más si te recordaba a Cuba”.
La respuesta de Ricky es antológica: “Lucy, cariño, si hubiera querido una vida cubana, me habría quedado en La Habana”.
Si Lucy quiere a Ricky porque él es cubano, él la quiere a ella precisamente porque no lo es. Cuando Ricky se entrega a Lucy, se desprende de su patria, de su idioma y, claro está, de su madre.
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No hay ver muchos episodios de la serie para advertir que uno de los temas explícitos del programa es la fascinación de Ricky por lo americano y, en particular, por las americanas, esos “cachos de hembra” (“glorious hunks of stuff”) como Lucy por los que se le cae la baba, pero que, en última instancia, no lo comprenden.
Visto con los ojos de Ricky, o, lo que es lo mismo, a través del “yo” del título, I Love Lucy narra la atracción de Ricky hacia una cultura que, por mucho que la conozca, nunca será la suya. Las camas gemelas del dormitorio, divididas por la más tenue de fronteras, pueden tomarse como una metáfora de la distancia que separa a Lucy de Ricky, y a Ricky de Ricardo.
Recordemos cómo terminan los episodios: Lucy y Ricky hacen las paces, se abrazan y se besan. Después del beso, aparece un corazón sobre unas arrugadas sábanas de seda, y, finalmente, un corazón con la inscripción “I Love Lucy”.
En su sentido estrictamente literal, la frase resulta bastante sugestiva, pues es en la cama, sobre esas arrugadas sábanas, donde Ricky de veras ama a Lucy.
En sus memorias Arnaz afirma: “Creo que el público podía imaginar a Lucy y a Ricky acostándose juntos y disfrutándolo”. Fred podía imaginarlo también, pues los llama “tortolitos” que están siempre “en eso”. El emblema de la serie, un corazón dibujado sobre unas sábanas de seda, demuestra que Desi y Fred tienen razón.
En este sentido existe una gran diferencia entre My Favorite Husband, el título del programa radiofónico de Lucille Ball que sirvió de precursor a la serie, y I Love Lucy. Aquel define al protagonista como esposo; este no lo define como esposo, ni como padre, ni como artista, sino solo como lover, “amante”.
Este trasfondo erótico nuevamente pone en tela de juicio la “tipicidad” del programa, pues las demás comedias televisivas de esos años nunca aludían a la vida íntima de los matrimonios.
La presentación del programa The Honeymooners, de Jackie Gleason, muestra un estallido de fuegos artificiales seguido por un paisaje urbano donde la luna que asciende en el horizonte enmarca, primero, la cara de Jackie Gleason, luego su nombre y el título del programa, y por último los nombres del resto del reparto. Si bien la primera imagen de los fuegos artificiales concuerda con las connotaciones eróticas del título (honeymoon, “luna de miel”), esa referencia desaparece al instante, pues el horizonte define un espacio social en vez de íntimo, situándonos ya no en un dormitorio, y mucho menos en unas sábanas, sino entre rascacielos.
Luego, con la luna como fondo al rostro de Gleason, el programa desvía la atención del televidente de la pareja de recién casados a una de las estrellas, Gleason. De manera casi imperceptible, la metáfora inicial ha cambiado: de la “luna de miel” se ha pasado al “hombre en la luna”. Este retruécano visual obliga al espectador a ajustar sus expectativas; se da cuenta entonces de que el título, The Honeymooners, es una broma, pues el conflictivo matrimonio de Ralph y Alice es todo menos una eterna luna de miel.
Otro ejemplo es el programa Make Room for Daddy (Háganle lugar a papá), inspirado directamente en I Love Lucy. Como los Ricardo, los Williams viven en un apartamento de Nueva York; igual que Ricky, Danny Williams, el esposo, está en la farándula. Ricky es la atracción estelar en el Tropicana; Danny lo es en el Club Copa. Además, así como Ricky es un calco de Desi, también Danny es el trasunto ficticio de Danny Thomas. Si bien Ricky es cubano, Danny es libanés, y sus idiosincrasias son motivo de chistes continuos.
La diferencia fundamental entre los dos programas radica en que, ya desde el título, Make Room for Daddy subraya el papel de Danny como hombre de familia. “Danny” y “Daddy” son la misma persona, y casi la misma palabra. La escena que da comienzo a cada episodio lo deja claro: Danny entra en la casa al mismo tiempo que su esposa sale de un cuarto y sus dos hijos del otro. Los cuatro se encuentran en el centro de la sala, se abrazan y se sientan todos juntos en el sofá.
Los episodios de Make Room for Daddy comienzan y terminan con toda la familia reunida en la sala; los de I Love Lucy, con Lucy y Ricky solos en la cama.
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Desde el inicio de cada episodio de I Love Lucy, la atención del televidente se concentra en el apasionado y conflictivo matrimonio de los Ricardo, que refleja la igualmente apasionada y conflictiva relación de Lucille Ball y Desi Arnaz.
Al amar a Lucy, Ricky pierde y gana. Pierde su identidad originaria en tanto que hijo de su madre; gana un “yo” renovado, conformado a partir de su pasado y su presente. Esa identidad híbrida no es, desde luego, un logro fácil o estable, ya que no siempre le resulta fácil a Ricardo entender a Ricky, ni a Ricky entender a Ricardo.
El “yo” de Ricky Ricardo, tal vez como el de todo sujeto bicultural, es una identidad en trance, en tránsito. Las esporádicas apariciones del pequeño Ricky en la serie prueban que, a pesar de las historietas que su padre le cuenta a la hora de dormir, el único hombre híbrido es el papá, pues el pequeño Ricky no podría hablar inglés con acento cubano por más que lo intentara.
Y aun cuando existe continuidad de padre a hijo, existe también una saludable distancia entre ellos. Cuando el niño crece lo suficiente como para aprender música, sigue los pasos de su padre al elegir la percusión; pero en lugar de la tumbadora, se decide por la batería americana. (Lo mismo sucedió con el hijo de Desi, que comenzó su carrera en el mundo del espectáculo como batería de un grupo de rock).
El único que se encuentra suspendido entre idiomas y culturas es Ricky. Como los integrantes de la generación del medio, Ricky es demasiado joven para ser solo cubano y demasiado viejo para ser solo norteamericano; pero no para ser cubanoamericano, para hallarse y perderse en los brazos de Lucy.
Su vida en vilo no empieza en la calle, en la casa o en la clase; empieza en la cama, sobre esas lustrosas sábanas que se han convertido en una de las imágenes más perdurables de la cultura norteamericana.
En cierta ocasión, Desi Arnaz señaló: “La historia se hace de noche”. Yo sé —I know— que estaba pensando en Lucy.