¿Se puede estar a la moda en Cuba?

Probablemente, con sólo leer este título, cualquiera que me conozca (¡al menos de vista!) se preguntará, con toda justicia, qué clase de derecho tiene a hablar o escribir sobre moda alguien que, como yo, lleva vistiéndose más o menos igual desde sus 20 años.

En cierto modo, llevan mucha razón. Y es que soy uno de esos extraños y ¿afortunados? ¿infelices? seres humanos que, muy pronto en su vida, descubrieron cómo querían vestirse y a quién querían parecerse. Y que, además, ya nunca cambiaron de idea.

Lo que significa, concretamente en mi caso, que desde entonces y todavía intento lucir un poco como las estrellas del glam metal de los 80 y otro poco como los héroes de la aventura clásica: Conan, Sandokán y el Corsario Negro. 

Lo que, hoy por hoy, me convierte en algo así como un fósil viviente, que es una manera elegante de decir “anacrónico”. Hasta entre los rockeros cubanos paso casi por un dinosaurio.

Y, por supuesto, ahora y aquí podría aprovechar para ponerme a contar de todas las fatigas y trucos que me ha costado, no sólo mantener intacta mi melena (aun sin canas) contra viento y marea, sino, sobre todo, hacerme con mi selecto guardarropa. 

En el mismo sólo hay jeans y pantalones militares de camuflaje de distintos colores (excepto el rosado, tengo mis límites). Junto con T-shirts sin mangas con calaveras y/o dragones, chaquetas de mezclilla con las mangas también cortadas (sólo tolero las mangas, y largas, en las camisas, de las que tengo unas cuantas, todas estilo pirata o mosquetero, aunque rara vez me las pongo, porque, como dicen los proctólogos: ¡Cuba es un eterno ver-ano!)

En mi zapatera, dejando aparte ese único par de tenis que uso para ir al gym y correr por el malecón, únicamente tengo botas y más botas: militares, de vaquero, New Rock góticas, adornadas con chapas de acero y cadenas… Por no mencionar mi amplia colección de accesorios rockeros: muñequeras y  cinturones de cuero con remaches y/o pirámides y hebillas de calavera, bandanas de colores, sombreros de cowboy, collares con más calaveras, cruces de Malta masonas y otros talismanes. 

Hasta entre los rockeros cubanos paso casi por un dinosaurio.

Muchos, por supuesto, son comprados fuera de Cuba, durante mis viajes como escritor. O de uso, cuando algún colega rockero decide deshacerse de su vestuario “friki”, ya sea porque ha encontrado a Dios y quiere empezar a vestirse serio y dejar atrás “ese pasado satánico”, o porque abandona el país. Y si yo tengo dinero para ayudarlo en su metamorfosis, además.

Pero no quiero limitarme a los clásicos lamentos del gremio melenudo sobre la falta de bares y tiendas especializadas en ropa, calzado y parafernalia rockera en Cuba. Mi propósito, con este artículo, en realidad, es ir de lo particular a lo general. Y trazar una radiografía histórica, necesariamente breve y superficial, sobre lo que ha significado y significa, desde 1959, vestir a la moda en la mayor de las Antillas.

Sobre todo, en lo que a moda masculina se refiere. Aunque, siempre que esté al tanto, tocaré la problemática del bello sexo. Espero que ellas me disculpen, si no estoy tan al corriente de sus penares.

Al triunfar la Revolución y, según mi padre, en la Isla todos los hombres tenían muy claro lo que era ser elegante: vestir trajes de botonadura simple o doble, hechos de dril cien. Con o sin corbata, mejor convencional que de lacito (a no ser que fueras mayordomo o embajador de frac y pantalón gris a listas, claro).

Si venías del campo, también incluías las guayaberas de hilo, y bien almidonadas. Camisetas interiores con botonadura de oro, para los pudientes; si no, de nácar. Shorts, reservados para los atletas en los estadios, y no muy cortos; ningún varón se los permitiría en cualquier otra circunstancia.

Sólo los jóvenes e informales estudiantes, o los que no tenían ni para pagarse una chaqueta, se dejaban ver en público en mangas de camisa. Y únicamente los proletarios, como mecánicos, lecheros, camioneros y estibadores, osaban salir a la calle con prendas tan informales como camisetas, camisitas sin mangas ni cuello, pulóveres y jeans. 

Los jeans eran entonces apenas un simple pantalón de trabajo, aunque ya soplaban desde los EUA ciertos aires rocanroleros y rebeldes, que en el decenio siguiente convertirían al jean en la prenda por excelencia de la contracultura urbana.

Sólo los gallegos bodegueros porfiaban en sus históricas alpargatas.

El non plus ultra del calzado de varón distinguido eran los zapatos de dos tonos, tipo Oxford, perforados o no. Las zapatillas deportivas eran cosa únicamente de atletas o de niños. Sólo los gallegos bodegueros porfiaban en sus históricas alpargatas. Y los campesinos y militares lucían botas, más pulidas y charoladas mientras más alta fuera la graduación del oficial. O más extensas las posesiones del terrateniente.

En cuanto a las damas, la moda yanqui marcaba la pauta, como en tantas otras cosas: estaban en boga los vestidos con sayas “de paradera”, efecto logrado gracias a una profusión de sayuelas interiores. Las más atrevidas usaban shorts cortos o bermudas, y blusitas cortas “ombligueras” para ir a la playa y no sólo eso sino zapatos y/o sandalias, siempre de tacón, bien femeninos.

Por supuesto, los hombres llevaban el pelo corto, a lo militar o engominado. ¡Nada de melenas, todavía! Y el bigotito fino y bien perfilado de los galanes de tantos filmes mexicanos y argentinos. Y las féminas, peinados altos; muy pocas osaban recortarse su “corona de gloria”.

Todo cambió con el victorioso descenso de los barbudos de verde olivo desde la Sierra Maestra: la elegancia tradicional muy pronto se convirtió en sinónimo de aburguesamiento, y proliferaron los uniformes de toda clase: hasta la súper modelo Norka se dejó retratar por su esposo Korda, vestida de miliciana, para estar a tono con los nuevos tiempos. 

A medida que el uso de las corbatas iba desapareciendo, y los trajes escaseando (pese al esfuerzo casi de resistencia de grupos como Los Zafiros, que se distinguían por sus chaquetas azules) empezaron a usarse ¡y no sólo en los campos de golf! los primeros polos, o pulóveres con cuellos. Y, poco después, también sin cuellos, pero, sobre todo, con lemas orgullosamente alusivos a la Revolución y su gesta antimperialista.

Muchos magníficos sastres cubanos, de fama ganada con esfuerzo y sudor, abandonaron el país, tras sus clientes. Y también dejaron de llegar las confecciones norteamericanas, con la ruptura de relaciones bajo el gobierno de Eisenhower, dejando un doloroso vacío de ofertas en los escaparates de las antaño gloriosas tiendas del distrito comercial (hoy, Centro Habana), como Flogar y El Encanto (antes de quemarse, en 1961). 

Ese fue un hueco que nunca llegarían a suplir las ropas fabricadas en la URSS, la RDA y otros países del CAME, nuestros nuevos aliados. En buen parte porque, seamos honestos, aunque no era lo mismo un pantalón hecho en Bulgaria que un traje soviético (¡esos, sobre todo, parecían cortados con serrucho y grapados, que no cosidos!), lo cierto es que la confección textil nunca fue el fuerte de la industria ligera de las naciones del Pacto de Varsovia.

La elegancia tradicional se convirtió en sinónimo de aburguesamiento.

En los años 60, la intolerancia oficial también arremetió contra las minorías, subculturas o tribus urbanas, que alguien decidió que no encajaban en el monolítico arquetipo del “hombre nuevo” que se quería imponer a toda la juventud de Cuba. 

Con la excusa del diversionismo ideológico, y olvidando que los rebeldes fidelistas habían descendido de las montañas no sólo con barbas, sino también bastante melenudos, los rockeros de ambos sexos fueron prácticamente declarados enemigos de la Revolución. 

Y muchos, por el crimen de empeñarse en usar el cabello largo, camisas Manhattan ceñidas, pantalones campana o minifaldas muy cortas y, sobre todo, el pecado imperdonable de escuchar música en inglés (¡la lengua del enemigo!), fueron a dar con sus huesos a esas versiones cubanas de los GULAGs rusos: las infames y por suerte efímeras UMAP (Unidades Militares de Ayuda a la Producción), junto con religiosos, homosexuales y otros elementos “desafectos al proceso”.

En la década siguiente, pese a ese reducto del conservadurismo que eran las “fotos de 15”, con sus vestidos con miriñaque a lo Scarlett O’Hara y sus maxifaldas con corte al muslo, estilo cabaretera, y para desesperación de muchos en el Gobierno, los jeans o pitusas y los tenis se volvieron el epítome de estar a la moda: Levi Strauss, Lee y Adidas, las palabras con las que más soñaban los jóvenes cubanos de ambos sexos.

Las copias que traían los primeros estudiantes venidos de los países socialistas no impresionaban, y tampoco sus versiones cubanas: Jiquí y Cañero, por buena que fuese su confección. Lo que contaba era la etiqueta y, mientras más grande, mejor. ¡Algunos hasta se la arrancaban a un auténtico jean y se la cosían a su copia cubana! 

Pero, por lo general, en aquellos años 70, cuando el peso cubano todavía valía algo, había que ahorrar trabajosamente 400 billetones para, aunque luego hubiese que usarlo con botas rusas, poderse comprar un solo pitusa auténtico: ¡el unicornio azul! De esos que traían, a buchitos, los marinos mercantes y de pesca de lo alto, los pilotos y diplomáticos: los mejor vestidos de esos tiempos, sin discusión. 

Y, para las chicas, estaba el látex: la maravillosa y novísima tela sintética ¡y superelástica! que todas soñaban usar, pero que solo rara vez se encontraba en las tiendas cubanas.

Parecían cortados con serrucho y grapados.

Sucedía que, con la Revolución, la bolsa negra y el mercado informal ya se habían convertido en las únicas opciones para que los cubanos pudiesen encontrar lo que realmente querían vestir.

Tal vez por eso, presumir de varios de los codiciados denims podía considerarse ostentación y razón suficiente para vetar la entrada a la UJC. No, no exagero. 

A mí, que en noveno grado tenía 4 pitusas, incluidos uno blanco y otro negro, todos traídos por mi padre de sus viajes a México, Japón y otros países capitalistas, ni siquiera me dejaron llegar a la categoría de Pionero Recomendado. Alegaron que poseer tan desproporcionado guardarropa revelaba mis intrínsecas autosuficiencia e individualismo, porque no me importaba lo que pensara de mí el colectivo, ¡ni mostrar aquello de lo que otros carecían! 

Así de absurdos eran aquellos tiempos, en los que no sólo había que ser revolucionario, sino también, y casi más importante, vestir como uno.

Por otro lado, las opciones que ofrecía Comercio Interior, con su ya desaparecida Libreta de Cupones, eran de veras patéticas: si un mes comprabas pañuelos, no podías comprar calzoncillos hasta el siguiente, por ejemplo. 

Otro peligro era el de la “comparsa”, esa simpática blusa que te había comprado tu madre en La Época o Fin de Siglo. Resulta que también la tenían todas tus compañeras de clase, en la Universidad. ¡Así no daba gusto! 

Y, obviamente, ni soñar con pulóveres “con swing”. O sea, no oficiales, que no hicieran propaganda al Primero de Mayo, el Grupo de Experimentación Sonora del ICAIC o algo similar. O que no denunciaran el Bloqueo o los Vuelos Espías. 

Aunque algunos de esos sí llegaron a ser muy populares. Como aquellos impresos con Elpidio Valdés vistiendo distintos uniformes del MININT, con motivo de XX aniversario de dicha institución, en 1979. O los lanzados en 1980, conmemorando el vuelo de Arnaldo Tamayo al cosmos, en la Soyuz 38 con Yuri Romanenko: para muchos, el momento cumbre del sueño triunfalista de Fidel, a despecho del éxodo del Mariel y todos los excesos de los actos de repudio ¿espontáneos? que lo acompañaron ese mismo año de 1980. 

No sólo había que ser revolucionario, sino vestir como uno.

Para suplir un poco todas estas carencias, según la ley de la oferta y la demanda, surgieron muchos artesanos, que en la Plaza de la Catedral y sitios aledaños ofrecían sayas, blusas y vestidos, ya fuese de tela de mosquitero tratada en olla de presión, ya pacientemente confeccionados con estambre o hilo Osito (el que se suministraba a las embarazadas para que tejieran su canastilla), al igual que sandalias de cuero y otras confecciones decididamente rústicas pero que, dicho sea en buen cubano, también resolvían. 

Y, de paso, enriquecían a sus esforzados fabricantes: ¡grave peligro ante los ojos del Estado cubano! Este enseguida les salió al paso a esos peligrosísimos emprendedores pro-capitalistas, con impuestos y licencias controladoras. Pero nadie detiene a la moda… 

También llegaban vientos nuevos desde EE.UU: el Comandante en Jefe, finalmente, había dado un poquito su brazo a torcer y los “gusanos” apátridas y desertores, tras pasar a ser la incolora Comunidad Cubana en el Exterior, ahora podían volver a la Isla a visitar a sus parientes.

¡Y vaya si vinieron y trajeron cosas! 

Maletas llenas de ellas, de hecho. Por si fuera poco, para los que tenían bastante dinero o se veían constreñidos por los límites de peso de las aerolíneas para los equipajes, en los hoteles se habilitaron astutamente tiendas en las que podían gastar sus dólares para “actualizar” a sus sufridos familiares en los vericuetos de la moda. Y en Cuba volvieron a pronunciarse apellidos como Lacoste, Cardi, Dior, Chanel, largamente ausentes de las charlas de sobremesa.

Así, junto con flamantes electrodomésticos, como grabadoras, videocaseteras y Atari, un limitado, pero creciente flujo de pantalones, camisas y zapatos modernos empezó a llegar a los por entonces muy mermados escaparates de los cubanos. Estos se renovaron con marcas como Jordache, Donna Summers, Wrangler, Sasson y similares. Por lo general, nunca de primera calidad.

En consecuencia, y casi enseguida, los que tenían familiares pudientes fuera de Cuba empezaron a mirar por encima del hombro a los que carecían, en su árbol genealógico 100% revolucionario, de tales gusanos, ahora devenidos envidiables mariposas abastecedoras. 

Los tacones para los zapatos femeninos, tan denostados por Santa Vilma Espín.

¡Inaudito! De pronto, los privilegios ya no eran solo para los macheteros millonarios y otros héroes del trabajo, ni para los ¡shhh! poquísimos hijos de los pinchos… perdón, dirigentes. Porque, citando a George Orwell, en su lapidaria e hilarante Rebelión en la granja, aunque en la nueva sociedad todos éramos iguales (en teoría, al menos lo éramos) siempre hubo algunos más iguales que otros. Y a esos, además, nadie los acusaba de diversionismo ideológico por andar con Rolex de oro en la muñeca ni por tener sus cuartos alfombrados.

A finales de los años 80, esta desigualdad, que se nos exigía que no viéramos, se agudizó: a reforzarla llegaron las tiendas de Hernán Cortés, donde, a cambio de todo ese oro, plata y objetos artísticos que las familias cubanas habían atesorado durante décadas, se recibían vales para comprar ropa, electrodomésticos, ¡incluso autos!, que, de nuevo rara vez eran de calidad.

Así volvieron a aparecer, al principio tímidamente, los tacones para los zapatos femeninos, antes tan denostados por Santa Vilma Espín y su FMC por ser imposiciones a la mujer de un ideal masculino de cosificación. Y hasta las minifaldas empezaron a retornar, como a título de experimento, junto con las novedosas y amplias faldas pantalón, las blusas ombligueras, ahora llamadas “de cajita” y los sensuales topes strapless, a los que el sensual gracejo popular llamó “bajichupas”.

Surgió también La Maison, la casa de la moda cubana, exclusivo emporio de Contex y de diseñadores como el recientemente fallecido Raúl Castillo. Tras décadas de hiato proletario, después de los años dorados de Norka, volvió a haber modelos en la pasarela. Era un espacio que muchas de aquellas hermosas muchachas tomaron sólo como antesala para una prostitución de altos vuelos, más o menos encubierta, con pudientes extranjeros ávidos del exotismo insular, los que se casaron con más de una de ellas.

Ya empezaba a llegar, todavía de modo casi subrepticio, el turismo capitalista, con sus valiosos dólares, francos, marcos y libras esterlinas. Y los jineteros, que entonces aún eran quienes cambiaban a hurtadillas su moneda fuerte por pesos cubanos, se volvieron los nuevos Petronios. 

Ellos eran los árbitros indiscutidos de la moda juvenil: los únicos que podían permitirse aquellas maravillosas prendas extranjeras que todos envidiaban y que, a la vez, tan a menudo los delataban ante los expertos y celosos ojos de una Policía Nacional Revolucionaria, cuyos agentes tenían orientado meterlos tras las rejas cada vez que pudieran, bajo la gravísima acusación de “acoso al turismo”.

En la poderosa URSS soplaban aires gorbachovianos de perestroika y glasnost, los que erizaron al Comandante… y tenía razón: llegó noviembre de 1989, cayó el muro de Berlín, y en menos de dos años, de la otrora en apariencia omnipotente y eterna Sayuza y su títere comercial, el Consejo de Ayuda Mutua Económica, no quedaban ni la hoz y el martillo, ni los triangulitos de su marca de calidad. 

Un país de moral tan relajada como el nuestro.

Al desaparecer las transfusiones de capital, combustible y tecnología junto con las orgullosas siglas CCCP, dejaron de llegar no sólo automotores u animados, sino prácticamente todo. Comenzó el Período Especial y, para suplir la crítica carencia de divisas, el PCC y el gobierno cubano decidieron (¿o tuvieron que?) permitir que aumentara drásticamente la afluencia de turismo capitalista. Igual ya no quedaba turismo socialista, pues China, Vietnam y Corea del Norte no enviarían sus vanguardias laborales a un país de moral tan relajada como el nuestro. 

Y así, “jinetero” dejó de ser un arriesgado cambiador de moneda convertible en el mercado informal, para volverse sinónimo de “proxeneta”. Y “jinetera”, lo fue de “prostituta”. Unas hetairas muy singulares, cuyo ejercicio era ilegal y su existencia, por largos años, oficialmente negada. Hasta que nuestros tercos dirigentes tuvieron que aceptarla y, aún entonces, alegaron que eran las más cultas del mundo: ¡muchas con título universitario! 

Eran rameras clandestinas y sin tarifa fija, que más que su cuerpo, vendían una ficción de cariño y dulzura tropicales: presentaban a sus familias, los trataban con confianza. Porque tampoco aspiraban a sindicalizarse, como las europeas, sino a noviar y luego casarse con un extranjero que se las llevara de una Cuba que cada jornada sufría más apagones, más carencias de combustible y transporte, más deserciones, más desesperanza, menos opciones de futuro.

Y, entretanto, su príncipe azul con pasaporte foráneo no las sacaba de Cubita la ya no tan-bella. Eran “embajadoras del Sexo” y “funcionarias del deseo”, como las llamó el trovador Frank Delgado en una de sus canciones más populares de los años 90, y se volvieron los modelos innegables para todas las chicas de su edad. 

Ellas impusieron de nuevo los tacones de aguja, las puyas, las uñas largas pintadas, el maquillaje aparatoso. También, los vestidos largos apretados y otras prendas que sus embelesados fiancés les traían en cada viaje. A menudo, de tan mala calidad como las que se vendían en las shoppings, esas tiendas en divisas en las que todos los cubanos tenían que comprar la ropa de salir, de firmas como Ocean Pacific u Atlantic… apenas conocidas.

¿Luego? Como a toda persona de cierta edad… (y ya es más de medio siglo), a mí de veras hay ocasiones en las que me parece que cada año las cosas cambian más rápido. Aunque también tenga la fortísima impresión de que, en Cuba, como dijese el sabio protagonista de Il Gattopardo, de Lampedusa, casi siempre todo cambia sólo para seguir siendo lo mismo.

Sin dejar de ser socialistas, muchos cubanos viajamos por el mundo, cada vez más, bien que con dificultades variables. Mientras que el gobierno de la Isla se abrogaba la potestad de conceder o negar a su capricho el codiciado Permiso de Salida para cada viaje, además del pasaporte, muchas naciones no nos pusieron trabas. Pero, cuando el molesto trámite fue al fin eliminado, en el 2013, las condiciones para que un cubano recibiera visa se endurecieron de pronto. Y las deserciones nunca han escaseado, ante tal presión.

La aceptación oficial siempre va a la saga del pragmatismo.

No obstante, surgió una notable minoría de ciudadanos de la Isla que tienen doble nacionalidad. Cubano-americanos, cubano-italianos, etc. Que van y vienen regularmente, durante años, trayendo noticias y revistas con las últimas novedades de la moda en París y Milán. 

Y así los nombres de diseñadores de alta moda como KenzoKarl LagerfeldGanni y luego Donatella VersaceValentinoGiorgio ArmaniOscar de la RentaRocco BaroccoPradaLouis VuittonCarolina HerreraAlexander McQueen y tantos otros dejaron de ser desconocidos para el gran público cubano, aunque todavía pocos puedan permitirse usar sus creaciones, aunque fueran prêt-à-porter o incluso de segunda mano.

Las tendencias de la moda han ido y venido por el mundo, y cada vez sus réplicas criollas, en este semicerrado micromundo insular nuestro, se han vuelto más veloces. Lo que se usa fuera rápidamente pasa a usarse también en la mayor de las Antillas. 

Cuando Ricky Martin apareció en sus videos usando chancletas, muchos orondos machitos latinos, que antes ni muertos hubieran salido en jean y con tal calzado, lo imitaron corriendo. Lo mismo ocurrió con los desmangados, los tank top rockeros de toda la vida, en Cuba popularmente bautizados “pulovitos de pingueros” porque, al igual que los pantalones con peto y sin nada debajo, los prostitutos masculinos (que también tuvieron su auge: ¡viva la igualdad LGBTIQA+!) los preferían para mostrar la musculatura a los posibles clientes. 

Por cierto, que el que aún se restrinja la entrada en muchos sitios, como hospitales y centros nocturnos, a los varones que visten tales prendas, lo mismo que camisetas y shorts cortos (¡en este país cada vez más caluroso!), sólo demuestra que la aceptación oficial siempre va a la saga del pragmatismo. Así como que los que redactan dichas prohibiciones son muy machistas, porque nadie les cierra el acceso a las muchachas en minifalda ni en camiseta.

En esta Cuba que, con tan vacilante paso intenta recuperarse del desastre de la Covid-19 y su suspensión global del turismo (en nuestro caso concreto agravado con reordenamiento-¿descojonamiento? monetario y corrupción y apatía y otros males sin cuento), ahora mismo son las Mypimes, esas medianas y pequeñas empresas que, pagando al contado (porque a nuestro gobierno, reputado mal pagador, ya nadie le otorga crédito en el mundo), importan (y, en honor a la verdad, a veces también fabrican) productos comestibles y de todo tipo, las que deciden lo que usa la gente.

Ellos compran lo que se usa, lo que sale en los videoclips. Y la gente se pone lo que ellos venden y ven en Internet. De manera que la moda en la Isla sigue adelante, si bien con ciertas características propias: el reguetón ha tenido un éxito total en la cosificación del cuerpo femenino, y logró que los padres vistieran hasta a las niñas más pequeñas como putas en miniatura. 

Más deserciones, más desesperanza, menos opciones de futuro.

El boricua Bad Bunny y su caterva de colegas gangosos y descerebrados, pésimos cantantes casi todos, pero también innegables talentos para los negocios y el merchandising, han logrado que las adolescentes se desesperen por perrear, exhibiendo sus cuerpos con ropas cada vez más cortas y ceñidas. ¡Y lo llaman empoderamiento femenino! Este mundo está el revés, ¿no?

Al igual que los varones, en una versión exacerbada de los raperos del Bronx, ahora muestran su ropa interior, con la cintura de los pantalones casi por las rodillas, y sus flamantes tenis. A lo cual llaman “estar en la onda” y “tener tremendo flow”.

¿Algo más? Ah, sí: casi lo olvidaba. 

La moda emo tuvo un breve despuntar, a principios de siglo. Luego se diluyó en el gran río rockero, como la moda punk en su momento.

Más recientemente, la tendencia aesthetics consiguió que prendas de vestir que antes eran atributo exclusivo de ciertas subculturas, como los jeans ripiados, las botas góticas y los T-shirts con imágenes de grupos de rock, ahora los use cualquiera. Una chica puede lucir orgullosa un pulóver de Nirvana y declararse fanática de Anuel AA y Karol G, sin haber oído nunca un tema del difunto Kurt Cobain. 

Otra tendencia es vestir como una maid de anime, toda encajitos y delantales, aunque odie el K-pop. Todas y todos llenos de tatuajes y piercings, con los pelos de colores. 

¿Es el fin de las tribus urbanas o su fusión definitiva? Algunos se alegran. Otros, ni saben qué decir. 

Por último, tenemos la moda coquette: lacitos en el pelo y en todas partes, aniñando la silueta. Y la usan mujeres de todas las edades y complexiones. Incluso las más gorditas (perdón: curvy, que la otra palabra no se puede usar, o se ofenden, como si uno tuviera la culpa de su sobrepeso).

En fin, volvemos la gran interrogante: ¿se puede estar a la moda, viviendo en Cuba?

Y la triste respuesta es: sí, desde luego, si se cuenta con suficientes recursos para comprar prendas únicas aquí, para traerlas o encargarlas fuera. O sea: mucha, mucha plata.

Aunque, por otro lado, de ahí surge otra pregunta, tal vez incluso más importante: esos, que tanto dinero tienen, ¿realmente viven en Cuba?

No en la misma que yo, en todo caso. Eso es seguro.





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Las diez sorpresas de la guerra 

Por Emmanuel Todd

Emmanuel Todd predijo 15 años antes la caída de la URSS. En su último libro vaticina, como un hecho inevitable y en curso, la derrota de Occidente.



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2 Comentarios
  1. Super fashionable, como siempre. Aquí mis comentarios:
    No te olvides de los jeans Jordaches también.
    Al látex lo llamaban láster.
    Mi último pulovito en Cuba fue uno del Cocopan.
    Me acuerdo de cuando los gusanos se transmutaron en mariposas y abrieron la antigua tienda Sears para ellos y sus parientes. Ahí me compré unos zapatitos de charol de lo más cuquis.
    Yo me casé en La Maison porque era obligación (hasta versito me salió) pero nunca fui modelo, jajaja…
    Gracias por tus artículos.

  2. Me encantó todo el recorrido que haces. También a principio de los 90 volvió la ropa ripiada y en los 2000 los pantalones campanas. Después vinieron los jeans tubitos. Se te olvido mencionar la pasarela en el Paseo del Prado de Karl Lagerfeld, y como la policía impidió pasar a la gente de a pie. En los 80 fui amiga de jineteras que vestían muy bien con ropas que traían sus novios yumas. Qué época aquella!!

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