Un día perfecto para el pez Habana

Esta es la rutina del hombre japonés, el que limpia los baños de Tokio. Que se levanta al amanecer, sin la ayuda de una alarma. 

Enseguida dobla la ropa de cama, acomoda en la mesita el libro y los espejuelos (de la lectura de la noche anterior), baja las escaleras, se lava los dientes, en una especie de fregadero, se empareja el bigote con una tijera y se afeita con la maquinita eléctrica. 

Luego se refresca el rostro. 

Toma un frasco con spray y riega las plantas. Les sonríe con amor, como si fueran sus verdaderas hijas. 

A continuación, se pone su overol y se calza. Coge las llaves y unas monedas. Sale al exterior. 

Mira el nuevo día, como una promesa. Se dirige al expendedor de bebidas, echa una moneda y saca una lata de refresco. Un simple desayuno. 

Se monta en su furgoneta, pone un casete con música, arranca y se va a hacer su recorrido por la ciudad. Inunda el pequeño espacio The House of the Rising Sun

¿Habrá escogido ese tema al azar o quizás como una bandera para su día? Es posible. La música debe ser vital, algo así como un suplemento vitamínico que debe tomarse con absoluta persistencia.

A decir verdad, mi rutina, al principio, no difiere tanto a la del japonés. 

También me despierto antes de las siete. Nunca uso el timer del celular (siempre lo tengo apagado desde la noche anterior).

Recojo la cama, abro un libro, de los que tengo en mi mesita, debajo de la laptop. Es una página abierta al azar, puede ser un libro de Rilke o de Emily Dickinson. Indistintamente, ambos me sirven, ellos tienen un factor común: hablan conmigo sin secretos, no esconden lo que percibieron en sus arrebatos, en sus vigilias, en sus pláticas con los ángeles.

La poetisa Emily Dickinson posiblemente fuera médium. Su encierro por largos años debió ser, más que el placer por la soledad, un asunto de sustitución. 

¿Habría alguien que le hacía compañía, que le hablaba incesantemente? La especulación es solo mía, para entender a ese ser complicado y hermoso. 

No pierdo tampoco la inspiración, que no es más que constancia. La escritura no viene así de fácil. Implica sentarse frente a una pantalla, teclear y amasar ideas. Habrá siempre un argumento, que sale y quiere permanecer, ser visto, olido y tocado. 

Creo que la hoja en blanco no existe. La necesidad es como la inclemencia de una tormenta, pues no hay donde guarecerse, no podemos huir.

Después, el aseo. Voy a la cocina y hago el jugo, caliento el pan y le unto lo que tenga a mano, ya sea mayonesa, alguna pasta, o fanguito. 

Fanguito es la lata de leche cocinada. Esas latas ancestrales que nos mandaban nuestros padres en la etapa de la Escuela al Campo. En mi niñez y adolescencia, venían por la libreta de abastecimiento a las bodegas de la Isla. Ahora cuestan quinientos o seiscientos pesos en las tiendas particulares. Duelen, como los latigazos que le dieron a Cristo en la espalda. 

Despierto a mi hijo para que desayune. Debe llegar al taller de celulares antes de la diez. 

Acostumbro a desayunar parada en el balcón, mientras tomo unos minutos de sol. Me gusta regar unos granos de arroz en la baranda del balcón, para las palomas y los totíes. Es algo reconfortante que suelo hacer.  

Luego, lleno las botellas de agua hervida y las coloco en el refrigerador. Relleno los jarros nuevamente y pongo a hervir más agua. Siempre tiene que haber agua, para tomar, y para la bebida mañanera. 

Riego las plantas. No son muchas. Hay sábila y está la mata del dinero. Esta última está muy frondosa, ya no cabe en la maceta, casi roza el suelo. 

Dicen que no se puede podar, porque corta la entrada y abundancia de plata. Debe crecer bastante, multiplicar sus hojas. A veces, también la riego con el agua de lavar el arroz, que la pone fuerte y verdísima.

Desde la ventana de la sala, puedo ver el mar. Observo sus modos. Si está liso como un plato, me voy a bañar a mis Cinco Piedras. En la poza o jacuzzi natural, nada puede perturbarme, nada me aleja de ese flotar, es una sensación totalmente libertaria. 

Estoy apenas un rato y vuelvo al apartamento con la ropa chorreando agua.

Después que se va mi hijo, conecto la lavadora. El laundry debe ser antes de las diez, por si hay apagón programado hasta las dos de la tarde. No me preocupo por el almuerzo. Hay comida de ayer, solo es calentarla.

Pienso salir rápido. Me visto con el jean ripiado, una camiseta y la camisa de mangas largas. Camino hacia la bodega, que queda muy cerca.

En el portal de la bodega se agrupan varios ancianos. Hacen la cola para comprar el café y el arroz, las únicas mercancías que han llegado.

Este es el mejor lienzo de la miseria, los rostros arrugados, las vestimentas corrientes, los zapatos y chancletas gastados por el ir y venir. Más por el ir a ninguna parte. Aquí nadie se mueve, parecen estatuas desmoronándose al embate del salitre.

Unos andan con jabas rodantes, que arrastran por la calle, y se detienen a cada momento por los baches de las aceras, tratando de evadirlos continuamente. Otros, van con la jaba al hombro como un estandarte. El hombro izquierdo o derecho, más caído. 

Se habla de trivialidades, de los apagones, de la falta de comida, de los precios inflados y de la telenovela de turno. Se burlan, dicen que es mentira, un bluff, que no refleja la asquerosa realidad. 

Cuando los miro y oigo, experimento la misma ruina. La capucha de la mala suerte, que cubre la cabeza y el cuerpo, como el destino inexorable en una tragedia griega donde la muerte es la verdadera protagonista, la que salva al héroe de las penurias del odio y el amor.

Extiendo la mano y me dan el pan. Busco el pan nuestro de cada día, oración que repite y se vuelve monótona, sin un quejido de protesta. 

Algo fundamental es caminar, no recurrir a ningún transporte público, porque si vas al agromercado ya te desplumarán el bolsillo. 

Así que sigo rumbo al agro del Vedado. El de la calle 11 y 6. Adoro esos números porque multiplicados son el 66, que significa la transformación del conocimiento: creatividad, compasión, arte, inspiración, fe.

Y, al mismo tiempo, me recuerdan aquella canción de Fito Páez, 11 y 6:

En un café se vieron por casualidad, 
cansados en el alma de tanto andar.
Ella tenía un clavel en la mano.

Yo tenía una jaba.

Debo decir que compré solo dos mangos, un paquete de frijoles negros y un mazo de habichuelas. Es el vegetal preferido de mi gato; al menos se lo mezclo con picadillo. O huevo, para estirar más la proteína. 

Cuando el vendedor me dijo el costo de todo, ojalá hubieran sido esos 66, pues la cifra me asustó. Sin embargo, no hubo rebaja alguna. Mostró un rostro socarrón y altanero. Y riéndose me dio el vuelto con las manos manchadas de tierra.

De regreso a casa, transito por las calles con más arboledas, escuchando los trinos de los pájaros y observando la arquitectura del Vedado. 

Imagino las imponentes mansiones de las que hablaba Dulce María Loynaz, la frescura de sus portales y alamedas, aquel barrio de belleza prístina, hoy perdido tras un decorado miserable.

Me siento en un parque. Soy como el personaje de la película de Wim Wenders, el japonés limpiador de baños que, del mismo modo, suele ir a un parque a captar imágenes de los árboles. 

Rodeado por esa soledad incólume que nos regala la naturaleza. Amar y soñar con los retratos de las hojas. Tener un archivero repleto con esas fotografías, que nunca serán las mismas. Seguramente dependen de la estación, de la luz y el viento.

A la noche, volver al libro. A la escritura. 

Dormir.



© Imagen de portada: Fotograma de la película ‘Perfect Days’, de Wim Wenders.





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“Metáforas adquiridas de generación en generación”: celebrando a tres poetas cubanas

Por Ileana Medina Hernández

Odette Alonso Yodú, Gleyvis Coro Montanet y Legna Rodríguez Iglesias. Tres mujeres. Cubanas. Poetas. Emigradas. Grandes. Sabias”.