A media mañana del día 12 de julio del año 2021, el día siguiente del que, estoy seguro, será un día histórico para celebrar en los anales de la involución cubana como el día en que comenzó el fin; a media mañana del día siguiente a esa fecha de dignidad, me entero de que han baleado en Cuba a una señora que conozco.
A ella le pago emolumentos de graduado universitario. Una cantidad exótica, debo decir, y que todavía me parece exorbitante, aunque no lo es. Le pago por cuidar de mi ya nonagenario padre. Cuida de él con un esmero, cariño y entrega que merece más de lo que le pago. Le recargo el teléfono cada vez que hay una promoción. Un bono. No es la gran cosa, lo sé. Le voy a seguir pagando mientras convalece, y otra señora ocupa su lugar.
La balearon porque salió tras su hijo, que se había lanzado a las protestas del día 11 de julio, en el Cerro, y una bala perdida la encontró apenas saliendo de su casa.
Me alertó mi hija. “¿Ya sabes lo que pasó?”. Una llamada de Cuba, una pregunta como esa, aceleran el pulso. Taquicardia ocupacional. Una de mis ocupaciones es ocuparme de aliviar la vida de mi familia en Cuba. Una llamada como esa nunca es buena noticia. Nunca llegan buenas noticias de Cuba.
“¿Pero sabes lo que pasó?, insistió, y un titubeo más tarde me dijo que habían baleado a la señora. La señora es, además, amiga de mi familia, su esposo es un gran tipo, tiene una hija pequeña, y una madre demente.
“La policía está disparando a lo loco”, añade mi hija, y una angustia más tarde me dice que quisiera hacer algo, que se avergüenza de no ir a las protestas. “Mi tío fue a decirle a abuelo lo de la señora”
Abuelo es mi padre, el tío es mi hermano.
“Mi herma, ¿cómo está todo?”, le pregunto a mi hermano. La situación es complicada, pero hay solución, responde con firmeza, la voz engolada. A la altura de sus circunstancias. Me desespera hablar con mi hermano de cómo está todo. No respondo, no replico. Nunca le diría: “Qué solución de qué pinga”. Es mi hermano. Uno debe dejar esos temas fuera del alcance de familia, y amigos. Estos tiempos hacen todo más difícil. Quiero preguntarle si el disparo que derribó a la señora es parte de esa solución. Pero no lo hago. Le pregunto por mi padre.
“Yo no apruebo esa revuelta”, me dice mi padre, que a duras penas me escucha. La conexión plagada de ruidos parásitos no ayuda. Tampoco ayuda que está casi sordo el viejo. Me desgañito asegurándole que está bien, que todo está bien, y que va a estar bien. Cuando yo tenga 92 años, desvalido y sordo, es posible que tampoco apruebe revueltas.
O revoluciones, por muy buenas que sean.
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Ni siquiera para la semántica sirven estos señores de guayabera blanca y acento tropeloso. “Tropeloso” no está en el Diccionario de Real Academia Española. Pero estamos hablando de revoluciones. O de la falta de ellas. La realeza, ya se sabe, no es amiga de revoluciones, tropelosas o diáfanas, así que no hacemos caso de este desliz.
Revolución es, por definición, un movimiento giratorio, y que, prestado de la física y llevado a lo social, es un huracán que provoca y mantiene su cualidad intrínseca: el cambio.
La revolución física es disciplinada. Predecible. Con suficiente tiempo y velocidad la revolución llega al mismo lugar en que comenzó. Así son las revoluciones bidimensionales.
Las que se mueven en espiral son las buenas. Son las del cambio. Las revoluciones en tres dimensiones. Los dialécticos gustan de ese movimiento. Las leyes de la dialéctica, de creerles, siguen un desarrollo en espiral, siempre ascendente. ¿Cómo de otra manera? La dialéctica es revolucionaria, y trae cambio. Siempre el cambio.
Pero la revolución y su vástago, el cambio, no tienen continuidad. La revolución, alma mater, no niega a su hijo. Si hay cambio, no hay continuidad. Hay otra realidad, nueva, mejor. Pero nunca continuidad. Las leyes de la dialéctica lo prohíben.
Tedioso. Yo sé. Peor aún, la Revolución cubana, tal y como se le conoció hace sesenta años, dejó de ser tal cosa hace mucho. Ahora es una charca estática. Ni una onda riza la superficie. Es una mole muerta. Tumefacta, apesta. Ahora es, si hay que ponerle nombre, una involución en caída libre.
Y el que defiende una involución es, por definición, un contrarrevolucionario.
Bienvenidos entonces, revolucionarios que están en las calles y terraplenes cubanos, defendiendo la Revolución de la pandemia, la que comenzó el día que balearon a una señora que fue a la protesta, y ni siquiera a protestar, sino a proteger a su hijo.
“Tumefacto” está en el Real Diccionario. Los reyes también se pudren.
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Mi esposa sostiene la tesis de que, de estar allá, en Cuba, con nada que perder, y tal vez algo por ganar, ir a protestar es solo un próximo paso. Que ella lo haría.
Mi esposa está triste. Preocupada, además. Sus padres son ancianos atrapados en la Isla. Le dicen que todo está bien. Su madre va más allá. “Todo es propaganda. Aquí no pasa nada”.
La madre es una anciana de la involución. Mi esposa se contiene. Tampoco pregunta: “Qué propaganda de qué cojones”. Mi esposa, además, nunca iría a la protesta. Pero yo dejo que disfrute su tesis. La cobardía nos ampara.
“¿Cubanos? ¿Y cuándo van a arreglar eso en su país?”.
El 2008 nos fue difícil, rayano en lo nefasto. Entre todo a solucionar estuvo también lograr ser aceptados, mi esposa y yo, bajo palabra en los Estados Unidos de manera definitiva. “Entre abogados te veas”, maldicen los mexicanos. O entre sus ayudantes.
“¿Le tenemos que mandar otro Máximo Gómez?”, nos espetó la señora, conocedora de Historia, una rareza dominicana de ojos azules y cabello rubio, asistente de la abogada que nos representaba ante la corte de inmigración de Nueva York.
Sonreí, a medias, como hago cuando no me resulta gracioso lo que veo o escucho. O cuando no me interesa. No atiné a responder. No logré pensar en algo que se le pudiera enviar desde Cuba a la República Dominicana, para que arreglen lo que tengan por arreglar, a cambio de otro Máximo Gómez. Tan mal estaban los asuntos en Cuba. Después, pues han sido peor.
Los cubanos padecemos delirios y lucimos famas. De los delirios, hablamos otro día. De las famas, la de cobardes que han soportado sesenta años de dictadura y miseria sin levantar un dedo, nos acompaña a todos lados. La rubia dominicana lo sabía, que hemos sido cobardes. Por eso nos humilló. Por eso nos ofreció importar a un hipotético general mambí, para que drenara la charca involucionaria en la que chapoteamos los cubanos, todos.
El miedo se pierde poco a poco. Un día te hartas, y de repente estás peleando a garrotazos con un tipo que te supera en estatura, peso y maldad, y le ganas la pelea.
Un día sales a la calle y gritas que el tipo que se dice presidente es un singao. Y todo cambia.
El adjetivo “involucionaria” no existe, según el Diccionario de la Real Academia. Pero es una delicia de adjetivo. Hoy no tenemos suerte, los académicos y yo.
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No entendía yo por qué ofendían a Díaz-Canel con semejante palabro, que dice mucho y malo sobre alguien.
Canel es un pobre tipo. Así lo veía yo. Un infeliz al que, por disciplinado, soso e inofensivo, ascendieron. En lugar de quedarse en su pueblo, cabeza de ratón, se dejó mudar a La Habana. Se empantanó en el lodo de la charca. Le creció la panza, se enguayaberó de blanco, y heredó un desastre. Dice creer en eso, y lo ha hecho aún peor que los hermanos Castro. A esos sí entiendo que se les dijera singaos. Nadie lo hizo.
Canel será recordado como un tipo gris de pelo blanco que incitó a la violencia oficialista para enfrentar las protestas que comenzaron el 11 de julio del año 2021. Suya es la responsabilidad por la policía, los grupos armados del Ministerio del Interior, los paramilitares, y los sicarios que, bajo la bandera de “defensores de la Revolución”, patrullan las calles, atacan a los manifestantes con palos, bates de béisbol, y disparan a civiles desarmados. Esa fue su solución a la situación complicada.
Suya es también la responsabilidad por la señora a la que le dispararon los del poder. Le dispararon porque lo pueden hacer, por el momento, con impunidad, convocados y autorizados a ejercer la violencia gubernamental por el presidente de atrezo que se gastan en Cuba.
Tipo aburrido, el Canel. Definitivamente, otro singao.
“Enguayaberar” no existe por sí sola, pero, si usted se encasqueta una guayabera blanca que le sienta pésimo, pues es eso lo que hace. Se enguayabera.
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Se siente bien la rebelión.
Se siente como respirar aire limpio y helado, después de un cunnilingus terrible. Ni siquiera se pregunta uno qué vendría, o peor, quién vendría después de todo esto, sobre todo porque no se ve a nadie en ese camino.
Pero se siente bien. Menos vergüenza. Se siente bien saber que la señora que balearon allá en el Cerro tiene un buen pronóstico, y que se va a recuperar. Se siente bien, además, este orgullo recién estrenado de ser cubano. Se siente bien, quién lo diría, ser revolucionario.
Pero sobre todo se siente bien sentir que los mambises están de vuelta, que ya no hay que importarlos, y que no hay quien los detenga.
© Imagen de portada: CNN.
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