Yo, puta (ve a hacerte tu paja en otra parte)

No vi un solo capítulo de la telenovela cubana recién concluida, que hizo historia por su protagonista, El Machi, un pedófilo que en las narices de su mujer, dicen, le viola a la niña. O a la adolescente. No sé si iba a la secundaria o al preuniversitario. Pero ese debate me devolvió a mis tiempos de secundaria. Quizás porque un amigo ilustrador (historietista más bien) me dijo que crearía un personaje inspirado en mí. Un personaje dark, me escribió por Messenger. Y yo le dije que lo mío era más el rosa. El rosa mustio de la tristeza, convenimos los dos. Pero me quedé pensando.

¿Qué tan rosa había sido mi infancia? ¿Qué tan rosa había sido mi adolescencia?

Las preguntas me llevaban de vuelta a la secundaria básica de la Plaza Roja, Séptimo 1: un aula casi pegada a la calle. Podía caerse el mundo en la escuela, que no nos enterábamos. Pero generalmente ocurría al revés: donde se acababa el mundo era en Séptimo 1. Y, por suerte o por desgracia, estábamos aislados.

Para ser tan puntualita, yo corría con bastante suerte. Nunca me tiraron un fósforo encendido por la espalda, ni me abrieron huecos en la camisa, ni me echaron mocos en el agua. Lo más grave que sucedió fue que me explotaran un globito de preservativo en la cara, o que me hicieran bullying porque en una salida de grupo a la heladería Ward, pedí un “vaca negra” que me mandó al baño de una amiguita llamada Amor.

Ya estábamos en la casa de Amor, ya había ocurrido la confesión del más indisciplinado del aula: sí, quería estar conmigo. A mí obviamente me gustaba, era el tipo del grupo, pero luego les cuento.

En la sala de Amor se proyectaba el animado de moda: Madagascar. Y cuando iban a cantar el coro “quiero mover el bote…”, yo pedí ir al baño. “¿El uno o el dos?”, preguntó la madre de mi amiga, y tuve que sincerarme: el dos. En ese momento, el coro de la banda sonora cambió: “quiero mover dos botes…”. Aquello trascendió al aula, y corrió el riesgo de perpetuarse.

Solo me salvaba la confesión de Néstor. ¡Tan lindo, pero tan malvado! Me hice la dura: le dije que sería su novia si él cambiaba un poquito. Le di algo de esperanza. Ese chantaje emocional me sirvió para ponerle pausa al bullying por todo el tiempo que estuve en Séptimo 1.

Pero en realidad, no era Néstor quien me gustaba. Había pasado la temporada de concursos y, de ella, más que los primeros lugares, me quedaban los brincos en el estómago por la mirada de Adriano.

Lo tenía todo: físicamente me encantaba, era inteligente y amable. No usaba espejuelos. Tenía todo, repito. Hasta novia.

Gisselle era una muchachita preciosa, pero tenía un defecto: ser la novia de Adriano. A mí eso no me importaba. Seguí adelante con mi proyecto de conquista. Con tal de verlo, me puse en serio para los concursos.

Por aquel entonces empecé un diario. Mi agenda-diario con forma de cotorrita roja con manchas negras, comprada por 0,65 CUC: unos 14 pesos cubanos, que para mí eran una fortuna. No estaba diseñada para la extensión, y era un desafío escribir conciso para ahorrar las páginas.

Allí escribí, como pude, todas mis fantasías de niña de Octavo grado. También empecé a leer para otras niñas interesadas en escucharme. Creé mi propia versión de ágora en la secundaria básica. Cada mirada de Adriano era recreada en mis hojas.

Hasta que las amigas de Gisselle me hicieron una campaña el 14 de febrero. Ese día recibí más de cien cartas. La mitad en serio, la mitad en broma. Me decían desde guajira hasta quitanovios; aunque, a decir verdad, Adriano y yo no nos habíamos dado ni un beso. O quizás sí. ¿Lo habré soñado? No sé, no recuerdo.

Me tuve que ir muy pronto de la secundaria Enrique José Varona, de La Víbora, a otra secundaria también con nombre de mártir, como casi todas en el socialismo cubano. Lo último que hice en el Varona fue fajarme con Geima en la pista, a mordidas y arañazos, solo porque le dije loca o alguna tontería. Mi madre y yo nos estábamos mudando de municipio, a una casa con piso de tierra, pero propia. Así que nos largamos.

Ya para entonces me había metido en una relación súper rara con un tipo que era siete u ocho años mayor que yo. Vivía en la cuadra. Del romanticismo de mi Adriano platónico, pasé a visitar a este tipo al kiosco donde trabajaba. Nos dimos algunos besos; no era la primera vez que yo “apretaba”. Desde finales de la primaria había tenido un par de novios. Más los cuentos de Yessica con Y, la niña más vieja y sata de mi aula.

Yessica con Y, la de las tandas de papas fritas, la que siempre quería mi merienda, la que yo “apadrinaba” para que no se hiciera abuelita en segundo grado. Yessica y su período temprano. Yessica enseñándome a ponerme una íntima. Yessica contándome de maridos en sexto grado. Yessica con las pestañas pintadas de azul y trasnochada de discotecas. Yessica directo de la discoteca para la escuela primaria.

A pesar de todo lo que me contó Yessica, yo no estaba preparada para ese hombre de 21 cuando ni siquiera había cumplido los 15. Ni los 14.

El muy cínico me pidió allí mismo, en el kiosco, que se la mamara.

¿Esa era la versión dark que esperaba mi amigo historietista de mí? ¿Cómo fue que yo, tan puntualita, me volví un remolino tipo Yessica?

Otra telenovela cubana. La de Amandita, de La cara oculta de la luna, pero sin enfermedades de transmisión sexual.

Lo que sucedió entre mi versión de niña aplicadita y mi versión remolino fue el barrio La Güinera. Un ambiente que no supe evitar que me contagiara, para bien o para mal.

Fue en La Güinera que entregué mi virginidad a un hombre. Sexo protegido, en su cama. Él era, igual que yo, un adolescente. Solo me llevaba dos años. De buena familia. Un trigueño al que veo en fotos, con su esposa e hijos, y aún se me sigue derritiendo el pecho. No era el momento para tener sexo por primera vez, pero todo lo que sé es que él me encantaba.

Al poco tiempo se apareció en mi aula, ahora de la secundaria Máximo Gómez, una Gisselle llamada Suanly. Me dijo que Rafael era su novio y no mío. Me quedé tan atónita que ahí acabó todo. Me quité del medio sin entender lo que pasaba. No pasó más de un mes para que Rafael y sus padres se fueran a Estocolmo como asilados políticos.

Por esos tiempos yo había conocido a Rachel, una Yessica de Arroyo Naranjo. Todas sus primas eran putas y ella también quería serlo. Con ellas conocí las discotecas. Conocí el sabor de la cerveza, que al principio me desagradaba. Como tantas otras cosas…

¿Es esto lo suficientemente dark, como quería mi amigo?

Atrás quedaban el primer beso al niñito rubio nuevo en el aula de tercer grado, los espejuelos doblados bajo la oreja, la caída mientras corría, la rodilla supurando sobre una silla, la tierra en la lengua raspada por la caída, la moneda con Edison —nombre de mi primaria—estampado, la guataconería pioneril y patriotera: la donación a la escuela de esa moneda que me había regalado una vecina centenaria.

Atrás quedaba la secundaria, los apretones con lengua, Educación Física y todo lo que se me marcaba con la licra, Adriano, Néstor, el helado vaca negra, quiero mover el bote, los concursos, el día de los enamorados, las cartas…

Atrás quedaba también mi diario, las natillas de mi amiga Kirenia (la más cercana después de Yessica), el peso cubano falso con el que compramos un maní (y que hoy es igual de falso, como moneda), Elvis Manuel: la tuba y el Ditú, las canciones de moda.

Kirenia diciéndome en una carta de despedida: “Mija, me la tienes pelá con la tuba”. Se me parte en dos, se me parte en tres… Mi última visita a Kirenia. Cuando la gente viene a hacerme historias de pobreza, miseria, tristeza, yo recuerdo cosas como estas: un sábado o un domingo bien soleado fui a visitar a mi amiguita de la secundaria y llevé solo un peso (para el regreso, porque para la ida me colé en la guagua). Entonces resultó que, con todo lo bien que la pasé en casa de mi amiguita, copiando canciones de Pimpinela, comiendo, disfrutando en el patio, se me olvidó el peso. Y me dio tanta pena subirme a la guagua sin pagar que preferí regresar caminando.

Caminé casi siete kilómetros. O más. Hasta que ya no aguanté. Y pedí de favor que me adelantaran: me monté en la parte de atrás de una camioneta, pero el resto del recorrido tuve que hacerlo de nuevo caminando. Llegué a la casa con los pies hinchados y las rodillas deshechas. Sinovitis.

Sinovitis que dura hasta la actualidad.

Después de Rafael, todo sucedió demasiado rápido. Y las vacaciones antes de la Lenin (sí, entré a la Lenin) fueron demasiado largas. Fui a bonches hasta la madrugada. Salí con hombres de veintipico. Amanecí en la playa y en piscinas. Me quisieron filmar. Tapé mi cara con la mano.

Un día terminé en el pasillo de Rachel preguntándome qué rayos hacía yo allí, preparándome para salir a pasear, toda maquillada y con tacones, dándole dolores de cabeza a mi madre…

¿Qué estaba haciendo? ¿Con quién iba a estar esa noche? ¿Por qué? ¿Es eso dark?

Todavía hay quienes emplean los mismos viejos trucos para hacerse pajas mentales. Cuando le conté parte de esto a mi supuesto amigo, me reprochó que no hubiera “leche” en toda la historia. Quería detalles. Detalles de mis relaciones y de mi vida privada. De un mundo dark lleno de círculos de violencia.

Ahora, varios años después, puedo reconocer sin tapujos la violencia que ejercí y la que ejercieron sobre mí, sin revictimizarme. Pero no más.

Mi “amigo” en cambio, quería la promiscuidad puesta en palabras, como las telefonistas del sexo. Morbo, violencia y lenguaje de adultos. Pornopobreza.

Pensé en que el acoso no acaba nunca: ni en el espacio físico ni por chats despersonalizados. Y como no hay ningún niño leyéndome, que yo sepa, lo dejo claro: gracias por hacerme recordar una parte dark de mi adolescencia, “todo el mundo tiene un rabo que le cuelga”, diría mi madre.

Pero ve a hacerte tu paja en otra parte.




Benzodiacepinas en la lengua para olvidar el aborto - Darcy Borrero Batista

Benzodiacepinas en la lengua para olvidar el aborto

Darcy Borrero

Tengo 26 años y cuatro abortos. La primera vez que oí a una muchacha decir que se había hecho cuatro abortos, me alarmé y pensé lo peor de ella. Yo no tenía entonces ni quince años. Ni número de seguridad social, ni una casa propia, ni otras propiedades a mi nombre. Tampoco los tengo ahora.