Sabor a mí

No quiero hablar de comida. Preferiría escribir una historia de amor, un texto que parezca un blues. Trabajo en el restaurante desde las nueve hasta las cinco de la tarde dos veces por semana o más. Intento llegar a las nueve en punto. Recorro las cuadras oyendo en loop una canción de Jeff Buckley. 

¡Ay, Jeff, eres lo triste y lo bello!, me haces dudar si no seré yo un personaje inventado por ti. Tú, cantando “mi reino por una sonrisa”, mientras atravieso el parque de H con su leve peste a mierda y sus ceibas atestadas de pollos decapitados, muñecos de trapo y restos de “limpiezas” envuelta en papel cartucho. Tú, querido Jeff, diciendo que quizás seas demasiado viejo para irte y una seño que grita “Cállate, repinga” desde el círculo infantil a unos metros del grupo de viejitos practicantes de taichí. 

En la esquina, un hombre vende plátanos madurados químicamente, lo sé por el color. It’s not too late, fraseas cuando llego a la puerta del restaurante. Gracias, querido, aquí sigo mi camino sola, pequeño hermanito. A partir de ahora tengo que entregar el teléfono en la dirección y dejarte en pausa hasta que termine la jornada.

Primero, a limpiar. Luego, doblar servilletas en triangulitos. A las diez y media, el almuerzo, que es casi siempre picadillo del día anterior sobre un arroz del día anterior, con mariquitas del día anterior. A las once, nos reunimos para detallar el menú y luego corremos a prepararnos porque a las doce abre el restaurante. 

Sonrío a los clientes. Voy hasta el piano y acuerdo con el músico de turno hacer un tema. Boleros, nunca un blues: “Tanto tiempo disfrutamos de este amor, nuestras almas…”. La gente bebe, habla, mastica. “No pretendo ser tu dueña…”. Entran dos mujeres y piden vodka tonic. “No soy nada, yo no tengo vanidad…”. 

El parque de H con su leve peste a mierda.

Alguien filma con el móvil mientras canto. “Pasarán más de mil años, muchos más, yo no sé si tenga amor la eternidad…”. En el bar, ruge la batidora una limonada frappé. “Pero allá, tal como aquí, en la boca llevarás sabor a mí…”. Aplausos cortos. Alguien me pone un billete de cien pesos en las manos.

Me cuesta abrir las latas de cerveza, las latas de refresco, de malta, los pomos de agua. Casi siempre el líquido termina mojando mi antebrazo, que debo limpiar a cada rato en el baño; lugar donde aprovecho para sentarme unos minutos y rectificar el maquillaje. 

Casi siempre también tengo hambre. Miro los restos de langosta grillé, bistec uruguayo, ropa vieja, y pasta con tomate y queso en los platos que retiro de las mesas y pienso que no estaría mal darles una probada, pero me aguanto. 

Siento el olor de la comida y me dan ganas de agarrar el encebollado frente al cliente de turno, que seguramente pondrá cara de terror. Y esa imagen hace que sea más sincera la máscara sonriente que ahora mismo es mi face.

Tengo un bloc donde anoto las bebidas. Voy al cajero y reescribo: “dos cervezas Cristal, una Caipi, un Gin Tonic bien cargado” en un papelito con mi nombre y la firma de la cajera para hacer la marcha en el bar. 

Después, me dirijo a la cocina, donde entrego tres papeles del bloc con la marcha del almuerzo o la cena con el número de la mesa, mi nombre, la fecha y la hora en que se hizo el pedido. De vez en cuando, olvido las guarniciones. Otras veces no llego a tiempo para llevar las bebidas que se calientan sobre la barra. 

Alguien me pone un billete de cien pesos en las manos.

Un cliente me recuerda que su esposa está cumpliendo años y corro nuevamente a la cocina con tres papelitos donde está escrito mi nombre, el número de la mesa, la palabra cumpleaños, y la firma de la cajera y el capitán, quien me dice: “Vienen cuatro”.

Tomo las cartas, le pido a la chica de apoyo que me prepare el cubierto con las servilletas de papel sanitario y recibo a las personas con mi máscara de bienvenida. Una pareja con dos niños. A primera vista, entiendo que no dejarán propina. Máscara de bienvenida que se suaviza hasta llegar a otra expresión neutral idéntica a esas máscaras pálidas del teatro nō.

A veces te sorprenden, pero ya en este punto puedes adivinar quién viene con el dinero justo. Miran la carta y los precios. Les digo lo que tenemos para comer. Hace rato la carta es solo una metáfora y de ella solo hay un cincuenta por ciento de las ofertas, quizás menos. 

Tengo que repetir mil veces lo mismo. “El filete mignon y la piña colada que usted me pide se agotaron en el almuerzo (estaban exquisitos), los camarones acaban de llegar y tardarán demasiado. Pero lo que sucede conviene, porque tenemos un pescado delicioso y el bartender es excelente y prepara unos mojitos espectaculares”.

Miento y sonrío y trato de ser amable, convenciéndome a mí misma de estar creando un nuevo personaje o una historia con la cual algún día ganaré los euros de un concurso en Málaga o whatever. Me convenzo de explorar una nueva faceta donde gano el dinero del pan y la yira, siempre en la práctica de la autosugestión a pulso. 

Últimamente es lo que más hago. Me convenzo al despertar que será un buen día y ganaré el money suficiente para que mi hijo y yo tengamos una dieta levemente sana, levemente balanceada, como si la comida fuera un sillón semitransparente con una base distorsionada por las circunstancias. 

En este punto puedes adivinar quién viene con el dinero justo.

Me convenzo, al preparar las meriendas, que los panes sacados de otra bolsa plástica, ahora vacía, no serán los últimos porque tendré suficiente dinero para comprar una nueva bolsa que en dos días será sustituida por otra y luego otra en un acto de magia, donde debo aparecer y desaparecer bolitas de harina inflada envueltas en plástico. 

Me convenzo de estar bien, de observar la respiración cada cierto tiempo para evitar el estrés. Me convenzo de ser fuerte, de ser una fuente inagotable de energía que atrae la prosperidad y los buenos pensamientos que atraen la prosperidad, y la energía vibrante de un círculo positivo que atrae la prosperidad mientras brilla y se retroalimenta y me evita a toda costa caer en el pánico de un refrigerador vacío. 

Me convenzo de estar convencida para seguir una pauta donde los recursos emerjan. Vivo el presente y disfruto los días en que no falta el arroz, el aceite, la leche, algo de proteína. Días donde puedo darme el placer de una cerveza a las diez de la noche, mientras el niño duerme. Me conviene mantenerme a base de convencimiento, me va mejor.

Un dependiente me avisa que el cumpleaños ya está. Palpo la tela del mandil en busca de la fosforera para encender una velita sobre la tarta minúscula, casi siempre de chocolate. “Chicos, cumple!”, grito a mis colegas y nos vamos los cuatro, yo en el medio, hasta la mesa, donde cantamos: “Felicidades, amiga, en tu día, que lo pases con sana alegría, muchos años de paz y armonía, felicidad…”. 

Y aplaudimos mientras el pianista nos acompaña y los demás clientes nos acompañan y miran a la mujer que baja la cabeza con cierta alegría avergonzada sin perder el ángulo de su esposo que filma con el móvil. Prendo la velita y le digo a la señora que pida un deseo, que aquí se cumplen todos. 

La mujer sopla, volvemos a aplaudir y me voy al piano otra vez. “Quiéreme mucho, dulce amor mío…”.

Me conviene mantenerme a base de convencimiento, me va mejor.

Me he dado cuenta que casi nadie cree en los deseos, muy pocos se toman el tiempo de pensar antes de que se apague la vela. “Yo, con tus besos y tus caricias…”. La mayoría de esos optimistas son personas alegres que dejan buenas propinas y todo les parece bien; los otros solo actúan tratando de llenar acciones mecánicas para seguir con el postre, pedir la cuenta y quizás regresar a sus casas en una guagua atestada. “Mi sufrimiento acallaré…”. Aplausos. 

Son las cuatro de la tarde. Siguen llegando clientes y los recibo con el alivio de saber que no llegaremos juntos al postre. A las cuatro y veinte terminan las clases de mi hijo y antes de las cinco llega mi relevo. La máscara de bienvenida no existe, solo es mi face alegre quien les canta el menú. Me siento suave, me siento ligera. 

No tengo idea de que este será mi último día de trabajo. No les conviene que los dependientes hagan el turno a medias, no sé por qué. No me cuestiono demasiado últimamente, solo actúo y busco opciones. 

Tengo una calculadora en el cerebro para improvisar. Este trabajo como dependienta de restaurante vino de esa calculadora. Me estaba rompiendo la cabeza después de la pandemia. Los cuatro mil setecientos pesos de mi salario como actriz se desvanecían antes de la semana. 

Un día me di cuenta de que algo tenía que inventar y empecé a llamar a gente, a decirles que necesitaba un trabajo. Alguien me puso el contacto y empecé a entrenar en el restaurante. Me ayudó el canto, porque en realidad soy fatal como dependienta. Igual aprendí mucho.

Ahora entiendo que puedo ser otras cosas, hacer otras cosas. Me hizo recordar otros tiempos, cuando no pensaba ser madre y tenía que inventar porque el dinero no me alcanzaba para pagar el mes de alquiler. 

Un día antes del plazo reunía la ropa que menos usaba y salía a venderla. Salía sin rumbo fijo, como un animal que olfatea en busca de algo que ni siquiera sabe dónde está ni qué es, pero lo necesita. Casi siempre había un agro o alguna cafetería donde trabajaba una muchacha a la que le sirvieran mis vestidos y se los ofrecía baratos, pero con el precio justo para completar el dinero de la renta. 

Como un animal que olfatea en busca de algo que ni siquiera sabe dónde está ni qué es.

Ese recuerdo me lleva a otros donde pedía botella desde Holguín hasta mi pueblo, con dieciocho, diecinueve, veinte años. Yo, con mi mochila en la carretera central, sin un peso. Solo una brújula en medio del pecho, que me conectaba directamente al destino. Esa sensación de querer y no preguntar cómo, mientras avanzo, me ha acompañado desde siempre. 

Al fin llega mi relevo, le doy las instrucciones de las mesas, voy al baño, recojo el móvil y salgo de prisa. Es de día aún. Tengo la impresión de regresar de otra vida. Busco los audífonos y doy play a la canción de Jeff Buckley. 

Cruzo el parque de H con su leve peste a mierda, sus ceibas atestadas de pollos sin cabeza, muñecos de trapo y envoltorios de papel cartucho. La seño, los viejitos del taichí y el vendedor de plátanos fueron sustituidos por un grupo de niños que practican taekwondo a la vista de sus padres. 

Camino en dirección a la escuela y todo me parece bonito con esa canción de fondo. ¡Ay, Jeff, me hubiera gustado un novio como tú! Camino de prisa, atravesando 23 sin saber que pronto no tendré la opción de un restaurante para respaldar la bolsa de panes. Igual, ya estoy acostumbrada a improvisar sobre la marcha. Tengo la brújula y sé cómo usarla. 

El niño sale corriendo al verme y me abraza. Regresamos cogidos de las manos atravesando la calle 23, por donde pasan unos carros que parecen fantasmas.



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Amelia de los Milagros

Adriana Normand

Los cubanos tenemos la paciencia más grande de este mundo. Llevamos esperando por una vida mejor más de sesenta años.