En las vacaciones del 91 yo estaba a punto de cumplir diez años. Fuimos a La Habana a visitar a mi papá, quien por ese tiempo estaba trabajando en una microbrigada y paraba en casa de mi tía.
Evocar la primera degustación es también diseccionar una huella mnémica. El padre lleva a sus hijos a Pabexpo. Los pasea por la Fuente Luminosa, las salas de computación, los pabellones y kioscos donde compran paquetes de sorbetos, africanas y demás alimentos, en espera de la oportunidad para decirles por separado que él y la madre se van a divorciar.
En la comida chatarra no abundan las sutilezas. Es el efecto contrario de la primera vez que pruebas la fruta mucho después de los helados y dulces con sabor a esa fruta. La imitación tiende a ser más escandalosa que la realidad, más violenta. Una catarsis del gusto.
Nos recuerdo sentados en el césped, mi padre y yo, al tiempo que mi hermano monta aquellas bicicletas voladoras que nada vuelan. Imagino que mientras pedalea, logra verme abriendo una bolsa de Pellys a la vez que intento comprender cómo el amor se acaba así de fácil.
Pienso que el fucking amor me ha defraudado y todos son unos mentirosos cuando dicen que mueve al mundo: ¿Entonces por eso el mundo está jodido?
De repente, el hermano avanza y dobla, perdiéndonos de vista detrás de otra pareja de bicicletas y otra y otra más. Y miro, con la mano sumergida en la bolsa de Pellys, esa imagen. Y, sin saber por qué, se me antoja la escena en cámara lenta y con fondo musical de José José.
Porque se vuelven cadenaaas lo que fueron cintas blancaaaas.
Flashback, con idéntica banda sonora, una tarde de domingo en el pueblo. Los padres, un poco más jóvenes y todavía enamorados, junto a otros amigos tomando cerveza y riendo en el balcón de mi apartamento de micro. Ya a los nueve años sabía que no me gustaba la música “romántica”.
Intento secarme las lágrimas, mientras mi padre enciende un cigarro. El silencio entre ambos es una muestra de que todo está claro y se procesa. Un silencio en apariencias, porque dentro de mí persiste el crujir de aquellos snacks que, en realidad, no me gustan. Mientras José José continúa en su teque de por qués y porques que siempre terminan acabandando el amor.
Imposible no asociar el sabor del maíz inflado y espolvoreado, con ajo farsante, a aquella sensación de desamparo ante el primer punto de giro en mi vida, donde masticaba también por primera vez ese alimento.
No hay demasiado espacio para la tristeza, más bien un estado de shock. Todo lo que daba por sentado en ese entonces, se disuelve en la boca junto a esos dados apestosos y esa canción que suena en loop dentro de mi cabeza.
Comer Pellys de ajo es un aterrizaje forzoso a aquella tarde en Pabexpo. Comer Pellys con sabor a ajo es, por asociación, atravesar la nostalgia y viajar más atrás, hacia el apartamento de micro donde José José frasea desde la doble casetera de una grabadora Sanyo comprada en Angola.
Es llegar al momento en que mi familia aún no proyectaba emigrar a La Habana. Cuando lograban disfrutar un vaso de cerveza, sentados en el balcón, un domingo cualquiera. Comer Pellys con sabor a ajo es recordar que esa tarde en Pabexpo cayó tremendo aguacero y tuvimos que regresar antes de la hora prevista. Al otro día, empezaron los Juegos Panamericanos.
De niña, la estancia en la capital duraba aproximadamente dos meses. En la casa de mi tía no cabía un alma, pero igual nadie se quejaba. La hospitalidad es algo sorprendente. Nosotros íbamos de vez en cuando a pasar las vacaciones. Pero, después que mi padre vino a la Habana a trabajar, aprovechábamos cualquier oportunidad para visitarlo.
En esos viajes, lo primero era ir a Holguín y esperar nuestro turno anotados en una lista de espera en la terminal de ferrocarriles. A veces podíamos estar dos días, otras sólo unas horas. Igual para los niños era una fiesta. Una especie de campismo.
Hacíamos guara con otros niños que también esperaban en una lista y nos la pasábamos jugando todo el tiempo. Recuerdo la vez que, en medio de una carrera a ver quién llegaba primero, tropecé y perdí un diente. Era un diente de leche y al rato volví a jugar pisando al pasar, como si nada, una y otra vez la sangre seca sobre el piso de cemento de la terminal.
Luego, llegaba el tren.
Recuerdo los baños que tanto me impresionaban. El inodoro de metal por cuyo agujero ves el suelo deslizándose a la velocidad del momento. Las ferromozas ofertando bocaditos de jamón y queso, café y refrescos por todos los vagones. Aquellos asientos de forro marrón rojizo, donde algún pasajero quizás sostiene una caja con una gallina dentro.
Cerrar los ojos y descansar al compás de las ruedas chocando sobre las juntas como una nana eléctrica. Mirar por la ventana cómo se desliza el mundo o una parte de él hasta que, poco a poco, ciertos lugares y edificios advierten que hemos llegado y toca salir con la paquetera en busca de una guagua con destino a La Víbora.
No recuerdo si me gustaba tanto La Habana como creí. Ahora pienso que no, que no me gustaba nada. Que La Habana era una especie de parque de diversiones, donde cada aparato queda demasiado lejos y es demasiado engorroso llegar y siempre te arrepientes a medio camino. Pero en ese tiempo cada cosa era una aventura y no me paraba a analizar nada, solo vivía lo que tocaba de la mejor manera.
Mi madre nos llevó a la Ciudad Deportiva para ver el juego de EE.UU. contra Cuba. Me parece que por ahí estaba Fidel: por esos días Fidel estaba en todas partes.
No recuerdo mucho, solo que había aire acondicionado y que el lugar me gustó. Recuerdo las banderas, la gente de todos los países y el bullicio y la música en los altavoces.
Intento creer que luzco a la altura de los acontecimientos, aunque supongo que todo el tiempo me pregunto si no parezco una guajirita, con mis lazos y un vestido anacrónicos. Pero nadie está para fijarse en esas cosas, porque hay demasiada expectativa en ese juego que terminará ganando Estados Unidos. Nosotros llegamos un poco cansados a la casa y nos dicen que papi se ha ido por unos días.
Quiero regresar a mi pueblo, regresar a mi espacio. Mi madre anda triste. No se esconde para llorar, no puede. Mi hermano anda triste, aunque no llore. Yo, desde el recuerdo, no encuentro en mí otro sentimiento que el de esperar a que terminen las vacaciones. También logro rescatar de esa época cierta necesidad de emancipación. Siempre quise ser independiente.
En esos días me hice amiga de un Tocopán que colgaba de un llavero. Le contaba que estaba enamorada de Luis Miguel, el cantante mexicano. Le decía que iba a esperar hasta los diecisiete años para viajar a México y buscarlo, porque segura estaba que nos casaríamos nada más me conociera.
Mi amigo me acompañaba mientras yo hacía unos autorretratos a lápiz bastante decorosos y escribía poemas rimados bastante indecorosos. Leía algún que otro libro o jugaba con mis primos y algunos vecinos. A veces se reían porque yo decía pechita en vez de gorrión y chipojo en vez de lagarto. Mi tía me enseñó unos pasos para tejer con agujeta.
Una tarde salí con mi madre hasta El Vedado. Ella parecía nerviosa. Comparaba las calles y los números de las casas con un papelito estrujado que mantenía todo el tiempo entre los dedos. Era una tarde calurosa y no recuerdo muy bien, pero me parece que fue domingo. La ciudad estaba vacía y lo único que podías oír eran los televisores, todos a una transmitiendo los juegos.
Llegamos a un barrio que me pareció conocido. Mi madre callaba, solo se movía rápidamente y toda ella parecía vibrar. Yo estaba preocupada. Ese lugar por el que pasábamos no me era desconocido. Me recordaba a otro día, la vez anterior cuando vinimos a pasar la semana de receso. Recordaba cuando y con quién había caminado por ahí y, a medida que avanzábamos, yo me encogía más y más.
Al fin llegamos a una casa, casa que reconocí perfectamente. En el portal estaba mi padre con la amiga que ya me había presentado aquella vez, cuando me trajo en bicicleta y me pidió que no contara nada a nadie. Había una mata grande de aguacates y yo me quedé mirando las frutas verdes que brillaban al intenso calor de agosto y no aparté la vista hasta que mi madre me tomó por el brazo y salimos de allí.
Cuba ganó ese año en los Juegos Panamericanos 265 medallas en total. De ellas, 140 de oro. Ocupó el primer lugar en el medallero, desplazando por segunda vez en la historia de estos juegos, después que en 1951 lo hiciera Argentina, a Estados Unidos. Y así pasó a la posteridad su mejor actuación en este tipo de eventos.
Un premio de consuelo para el pueblo, especialmente para las personas que por años habían trabajado de sol a sol en las instalaciones, la mayoría en estado deplorable y subutilizadas 32 años después.
“¡Le ganamos a los yumas!”, gritaba una nación eufórica pero exhausta. La economía desangrada solo para mostrar una fastuosidad de cartón que pronto terminaría en el piso como Paulito.
El día antes de la clausura, pasamos por el Estadio Panamericano y nos sentamos a mirar los ensayos. Ese día, papi nos acompañó a visitar unos tíos.
Allí estábamos los cuatro, sentados en las gradas junto otras personas que también habían pasado y se quedaron a ver. Por un momento, quise pensar que todo era como antes.
“Mira, ahí viene el Tocopán!”, gritó un niño. “¡Tocopán, Tocopán!”, empezamos todos a llamarlo y el hombre disfrazado nos respondió con un saludo.
Regresamos a casa en avión. Fue mi primer vuelo. Empezaban las clases en una semana y yo había aprobado los exámenes para estudiar música, becada en una escuela de arte en Holguín.
Mi padre fue al aeropuerto a despedirnos. Yo lo miraba con lástima, no lograba, como mi hermano y mi mamá, fabricar el enojo. Me hubiera gustado más esa rabia de ellos que la complicación de intentar darle afecto, tratando a la vez de no parecer cómplice.
Lo vi desde la ventanilla y le dije adiós con la mano. En el asiento de atrás, sollozaba mi madre.
El avión se empezó a mover, como si despertara. Primero, un ronroneo que fue tomando fuerza hasta que, después de correr unos metros por la pista, despegó.
Abajo todo se fue volviendo pequeño, como de juguete, y finalmente las nubes nos rodearon por todas partes. A punto de colarse por las alfombras, como una especie de vapor muy blanco, mientras mi hermano y yo gritábamos de asombro.
Galletas Pinocho
El amanecer es un resultado que no siempre termina presenciándose, un recibimiento a la luz desde el inconsciente que se sabe devuelto al mundo de la risa y los juegos.