Este es el novelista cubano que se le escapó ―como corresponde a todo buen cimarrón santiaguero― al lazo corredizo de la mayoralia crítica de los Rojas, los Duaneles y los Fornet.
Este sujeto huyuyo se le escapó incluso a la mafia de Miami, que ya es mucho decir, con su Loba Feroz y todo, recién retirada y convertida al trans-antitrumpismo amateur.
Estoy hablando de un tipo capaz de salir indemne ―un caso casi inverosímil― del terrorismo de los #MeToo y los Title-IX, saltándose la barrera del acoso de la corrección política, y salvándose por puro milagro de la cultura de la cancelación de la cultura, en una Norteamérica que nunca fue tan poco great como lo es ahora, porque nunca como ahora estuvo tan poco agradecida de ser norteamericana.
Sin embargo, por desgracia, nuestro hombre invisible dentro del argot inglés, nuestro octavo pasajero en el cada vez más alienado canon cubensis, por más que corrió y corrió, no se le pudo escapar al Covid. Y murió el lunes 20 de abril pasado, de coronavirus, como corresponde en el año chino de la rata: 2020. Aunque, en realidad, sufría desde meses atrás de un cáncer mortífero en el páncreas.
Se trata del H.G. Wells cubano: H.G. Carrillo. Un escritor, sí, pero no de sci-fi, como sugieren sus siglas de otro siglo, sino de soc-fi. Es decir, de socio-ficción: un género que incluye a sus respectivas predicciones y parodias, como la ciencia ficción misma, pero que no se desarrollan en el futuro ―porque ni para él ni para ningún cubano hay ya cabida en el futuro― sino en una suerte de presente lejano.
Los invito, pues, a un encuentro cercano de cero especie con H.G. Carrillo. O, si lo prefieren, Hermán G. Carrillo. Alias literario: “Hache” Carrillo. Un nombre falso para un norteamericano real que se cansó de su septentrionalidad racial y, cuando nadie miraba, se hizo cubanoamericano sin contar con nadie, convirtiéndose en algo así como, digamos, un blanco de color.
Según el propio H.G., con 7 años su familia lo exilió de la Cuba imaginaria de 1967 ―pudo haber nacido entonces en 1959―, acaso en simultáneo con la ofensiva contrarrevolucionaria de la muerte del Che en Bolivia. De manera que su llegada apócrifa a los Estados Unidos fue el eslabón perdido que le faltó a Ernesto Guevara para armar, al menos, al primer ejemplar del Hombre Nuevo.
H.G. Carrillo, que no se llamaba H.G. Carrillo, sino Herman Glenn Carroll, es el autor de la novela en inglés Loosing my Espanish (2004), que supongo pueda traducirse al español, con confianza, como: Perdiendo mi espanish. Las siglas H.G. vienen, al parecer, de Hg: el símbolo inasible del elemento químico mercurio, un metal líquido como su patria de párrafos, una sustancia de termo-toxicidad tierna al punto de lo teatral.
Al morir, esta especie endémica de dios Hermes Gusano estaba a una semana de cumplir sus 60 años. O sea, que murió todavía con 59: una edad tan simbólica para los cubanos como los 64 escaqueados años de su compatriota, el campeón mundial de ajedrez Bobby Fischer.
Y cuando digo “compatriota” quiero decir, literalmente, compatriota. Porque hay un pequeño detalle en el que debo enfatizar: Herman Glenn Carroll ni nació en Cuba ni se exilió nunca de Cuba. Jamás fue un Carrillo caribe. Y tampoco me interesa averiguar si alguna vez visitó la Isla, antes o después del castrobamato. Porque su biografía de falso afrocubano fue, a la postre, su obra mejor concebida y ejecutada a la perfección.
Ser otro: ser el polo opuesto. Renunciar a una identidad no por resabios, como hacen los norteamericanos, sino por un simple experimento de retórica radical. O, como dice un personaje de Loosing my Espanish, por estar “hungry in a life of someone else’s reason, someone else’s logic, someone else’s why did you come here”.
“Hache” Carrillo supo atesorar su silencio de letra muda, consonante callada con la cual hoy, en internet, lo incluyen en una wiki-lista de impostores notables. H.G. permaneció silente en cuerpo y alma, mientras perpetraba su cubanoamericanidad a ultranza, entre las universidades y fundaciones y premios y grants y becas de la intelectualidad liberal. No le confesó que era tan yanqui como el águila calva ni a su marido interracial, ni siquiera después de disfrutar del homosexo entre cincuentones, con el debido consentimiento mutuo a diario, claro, tal como lo exige la policía camera del pensamiento progresista.
Al final de su vida, entre el cáncer y coronavirus, este auto-cubano ready-made vivía en una casa victoriana ―como todas las casas de costa a costa de la unión― en Berwyn Heights, Maryland, no muy lejos de su amado Washington, D.C., junto a su cónyuge entomólogo y, curiosamente, con nombre de insecto invasivo de otra civilización: Dennis vanEngelsdorp (a quien se le puede encontrar en Google con millones de abejas posadas encima, en pose de polinizador polinizado).
Compré la novela Perdiendo mi Espanish solo por el placer de comprarla. Sabía a lo que me exponía. Como toda literatura estadounidense, es ilegible. Para una audiencia infantil. Gotea tedio autorial y supura pánico de cara a los mass media y a la Marx academia.
Tal vez H.G. tenía miedo de que pasara lo que pasó: apenas lo cremaron en soledad siniestra, su familia y su amor lo delataron tan pronto como él ya no se pudo defender. En este sentido, el expediente H.G. encaja a las mil maravillas entre los “testamentos traicionados” de los que tan maravillosamente escribió Milan Kundera.
En efecto, todavía no se habían enfriado sus cenizas y ya The Washington Post y el supremacismo negro digital lo estaban tildando de traidor a su raza. Sus propios familiares sacaron a colación anécdotas privadas, desembuchando toda su incomprensión de amas de casa que se sienten con el derecho de escupir encima y debajo de las obras completas de un escritor.
Los Estados Unidos se han convertido en el país más analfabeto de la historia de la lecturabilidad.
El cripto-cubano H.G. Carrillo llevaba años trabajando en otra novela cubana, por supuesto, que iba a ser una especulación o espejismo sobre el fallecimiento por muerte natural de Fidel Castro (de ser posible algo “natural” respecto a esa fuerza sobrenatural llamada Fidel Castro). Pero después del fallecimiento por muerte natural de Fidel Castro, el Black Friday del 25 de noviembre de 2016, esa supuesta novela de H.G. Carrillo se volvió obsoleta entre las teclas y los teclazos. De ahí que nunca la sacara de su laptop, ni para subirla a la nube ni para dejar una copia impresa. Y allí permanece todavía, en un disco duro extraplano que ha quedado huérfano de cubanía ―bajo palabra clave hasta el día de hoy―, donde el documento descansa en Word. Al menos, eso salvó H.G. de su falsa familia biológica y marital.
Las causas de la transmutación mercurial de Herman Glenn Carroll en Hermán G. Carrillo es mejor dejarlas en manos de los inquisidores ideológicos de la Identidad, ese fascismo con ínfulas idiotas de ser un antifascismo. En cualquier caso, para el deepfake cubano-amanerado de H.G., Cuba no fue más que una cueva de conejo por donde asomarse a una realidad un poco menos arrasada y un poco más Alicia.
Resulta conmovedor que alguien use a la Cuba de Castro como prótesis espermática del útero humano que en USA no encontró. Este escritor halló material literario y conflicto dramatúrgico donde los gusanos autóctonos no vimos más que material fecal y crímenes al descaro. Alguien, no sé si el hijo de Fornet o la hija de Retamar, debería de meter las manos para incluir a H.G.C. en el Diccionario de Literatura Cubana. Con la escasez de biografías creativas que hay en el Archipiélago Cubag, no deberíamos desaprovechar la oportunidad de este post-Peter Pan que fue a la vez piel roja y pirata y, sobre todo, hada con hache (quien en este caso clínico, fue la que nunca creció).
Solo supe de su existencia cuando murió. Así me pasa con todos los cubanos. Sea esta, pues, evidencia más que suficiente para la naturalización honoris causa de nuestra N-word en la gloria: naditeratura.
¡Herman Glenn Carroll ha muerto! ¡Larga vida a Hermán G. Carrillo!
H.G. Carrillo
***
Uber Cuba 124
El negro se montó en mi Uber dando un portazo. Era obvio que traía encima un empingue de tres pares de cojones. Mejor no decirle nada: que tirara la puerta del taxi, que la arrancara y se la llevara para su casa en el ghetto o en el downtown, pero que, por favor, que no me tirara a mí fuera del taxi.
Tenía un biotipo de campeón. Y ya íbamos a full-speed en la medianoche muerta de Detroit, Michigan. Yo todavía era el mejor escritor vivo de Cuba y, como tal, quería seguir siéndolo y estándolo: mejor escritor, de Cuba, vivo.
El negro enseguida me dio pinta de cubano. Y el blanquito que yo era al volante enseguida le dio a él pinta también de serlo, cubano. Dos cowboys del castrismo a ras de la madrugada septentrional de las razas, ambos atrapados dentro del metro cúbico de mi carro de alquiler, dando tumbos por el Estado de los Grandes Lagos, quién sabe si hasta el amanecer.
Nos presentamos mínimamente. Los dos lo éramos: cubanos, o al menos eso nos dijimos. Cubaniches, vaya, sin que nadie se ofenda ahora por este término afectivo, para nada ofensivo. Por lo demás, la palabra N no existe: N is for Nothingness in the N-word.
Yo no tenía muchas ganas de hablar español con un compatriota. Además, mi pasajero tenía un acento cubano-americano del carajo. Parecía como de tercera o decimotercera generación. Al mejor estilo de Google Translate. Un cubano apócrifo no de La Pequeña Habana, sino del Little Haití.
Escribía, me dijo. Y hasta había publicado. Con premios y todo. Una novela medio biográfica que se llamaba Loosing my Spanish. Me pareció un tin interesante, pero un tilín de izquierdas también, como toda la literatura lo es. Entonces me rectificó.
―Es-pa-nish con E delante ―dijo, saboreando las sílabas.
―¿Mmmm?
―El título de mi novela ―explicó―. No es Perdiendo mi español, sino Loosing my Espanish, con E delante.
Ahora sí, pensé. Mucho mejor. Seguro que es un votante de Bernie, recién reconvertido por obra y gracias de Kamala y Biden, pero no debe ser de los más radicales. Las Black Lives pueden o pueden no importar nada. Depende de quién y a quién se lo griten en plena cara. Depende de cómo entremos en materia o cómo salgamos después de la materia, as a matter of fact.
―Me sirve eso, chama ―le dije en serio, pero en tono de broma―. Me cuadra pila, burujón, puñao tu título. ¿Se puede leer por internet?
―Lo puedes comprar en Amazon ―dijo como con resignación, supuse que tal vez los choferes le hacían siempre la misma pregunta―. Digital y en papel o ambos.
―Esta misma noche me lo bajo, te lo juro, tan pronto como termine de botear.
Él tenía cara de no entender la mitad de mis palabras. Yo tampoco entendía por qué yo se las estaba soltando así al por mayor, sacadas de un argot fantasma que yo ya creía olvidado: “sirve”, “pila”, “chama”, “puñao”, “cuadra”, “burujón”, “botear”. Era como si quisiera probarle que yo no era un cubano inventado de esos que andan por ahí, sino alguien que había dado tenis Habana arriba y Habana debajo de verdad. El socialismo es cuestión de suelas.
Por algún motivo estético, los blancos cubanos en el exilio lucimos menos cubanos. Y menos blancos, por supuesto. Hiatos del hispanismo o taras de la latinidad: ¿cómo distinguir? Sin embargo, por alguna razón étnica, los negros cubanos, aunque no sepan ni hablar en cubano, nunca dejarán de serlo, así en la debacle insular como en la diáspora planetaria. La patria es piel, compañeros y compañeras, más que archipiélago. Cubansummatum est, amén.
Se estaba haciendo un viaje bastante larguito, un clásico voyage au bout de la nuit. Nunca hablamos demasiado. Él me dijo que su nombre era Hermán G., sin apellidos, y que lo habían sacado de Cuba con 7 años, el mismo día en que en Bolivia mataban al Che.
De pronto se me hizo más que sospechosa su inicial G., porque, si hubo un Picasso negro en Cuba, a estas alturas de la historieta no sería de extrañar que yo estuviera transportando en mi taxi a un Guevara negro: ¡el Hombre Nuegro! Pero preferí no pasarme de rosca y esto nunca se lo pregunté.
Simplemente le dije mi nombre y que, gracias al castrobamato, yo me había sacado a mí mismo de Cuba hacía 7 años, un martes de marzo, justo a la hora en que mataron a Hugo Chávez Frías en el hospital CIMEQ.
Hermán G. se rascó la calva. Luego se mesó su barbita rala. Tal vez le sonaba conocida la tetrafonía de mis cuatro palabras: first name Orlando, middle name Luis, family name Pardo (y Lazo, porque tengo madre). Social Security Number: 537-69-8269, una cifra homónima con mi teléfono de La Habana.
Me pidió poner la radio un rato. No la puse. No estaba para la canción protesta norteamericana. Así que le di Play a mi iTunes y la voz de Celia Cruz inundó la cabina de nuestro carro: tu voz que es susurro de palmas, ternura de brisa…, tu voz que es trinar de sinsontes en la enramada…, tu voz que es tañer de campanas al morir la tarde…, tu voz que es gemir de violines en las madrugadas…
Se nos aguaron los ojos al instante. Esto es de pinga, queridos amiguitos. Para la comunión de la cubanía basta con un par de octosílabos. Al tercer versito sencillo, los cubanos de corazón ya tenemos que secarnos los mocos. Qué malo es tener memoria. Y qué maravilla, en una nación amnésica como los Estados Unidos de América.
Dejé a mi negro nocturno en el Emergency Entrance del hospital KCI. Un amigo del alma se le estaba muriendo allí, en el más inhumano de los aislamientos asociales.
―Es un virus blanco, no chino ―me dijo al bajarse, sus ojos clavados en mis ojos, mientras me estrechaba la mano en plena pandemia―. A los negros nos está matando como si fuéramos moscas.
Entonces nos dimos cuenta de que ninguno de los dos había usado su máscara durante el trayecto. Itʼs ok. Que vivan con máscara los que van a sobrevivir.
Nojotroj, cubanos descubanizados que nos queríamos tanto, no íbamos a denunciarnos mutuamente aquí, como con toda seguridad lo hubiéramos hecho de haber coincidido en Cuba.
H.G. Carrillo
Lorraine Hansberry: la explosión del sueño postergado
El público en Broadway se pone de pie. A Raisin in the Sun se confirma enseguida como un clásico de la dramaturgia estadounidense y Lorraine Hansberry se convierte en la primera mujer afroamericana galardonada con el New York Drama Critics Circle Award.