El hombre que mató su propio mito

“Fidel y la Revolución son lo más grande de la vida, lo más grande”, dijo emocionada abuela Consuelo hace unos años atrás, cuando la increpaba acerca de su devoción, casi religiosa, hacia el hombre que había marcado los destinos de Cuba por varias décadas. Para mí no era más que un personaje anacrónico que daba largos discursos por televisión y seguía prometiendo panes y peces que nunca llegaban

A sus noventa años, abuela recibe una exigua pensión que apenas le alcanza para comer, para sobrevivir. Sin embargo, su fe en Fidel Castro se mantiene como si no hubiera pasado el tiempo, contagiada aún por el entusiasmo de aquellos días de enero en que la Revolución removió los cimientos de la nación, augurando un futuro promisorio. 

“Nosotros hemos dicho que convertiremos a Cuba en el país más próspero del mundo. Hemos dicho que el pueblo de Cuba alcanzará el estándar de vida más alto que ningún país del mundo”, aseguró el Comandante el 13 de marzo del mismo año 1959. 

Con tales prédicas, el terror jacobino marcado por los fusilamientos; las confiscaciones de casas, tierras y negocios; el cierre de periódicos; y la censura ejercida por el nuevo comisariado cultural de ascendencia estalinista, parecieron no tener importancia. Al menos, no para aquellos que, como a la abuela, la Revolución les dio voz y una nueva vida.

Antes de 1959, Consuelo trabajaba como lavandera. Era la época en que Celia Cruz cantaba con su voz inconfundible “consuma productos cubanos que así también se hace patria”. Su vida transcurría entre tonadas guajiras y la espuma de los jabones Lavasol o Rina. Pero la marca que más usaba era Candado, porque rifaba equipos electrodomésticos y casas. Los compraba con la ilusión de salir de aquel cuartucho en el que vivía con el abuelo Alejandro y dos niñas: mi tía y mi madre. 

El abuelo cortaba caña cuando las zafras duraban solo tres meses. El resto del año trabajaba como jornalero en la tierra de algún colono por unos quilos. Así los sorprendió la Revolución.

Consuelo dejó de lavar y se convirtió en administradora de comercios intervenidos y expropiados a otros cubanos, que para el nuevo régimen no eran más que pequeños burgueses. El abuelo no cortó más caña, se convirtió en mecánico de calderas y trabajó en la zona industrial de la ciudad de Matanzas. Luego, en un hospital hasta su muerte en 1980, en medio de la crisis del Mariel, cuando más de cien mil cubanos se largaron a los Estados Unidos

Aquel éxodo fue un síntoma del fracaso, el diez por ciento del país dejaba en entredicho al paraíso revolucionario y a Fidel Castro. Mi madre, por su parte, estudió ruso y se fue a la Unión Soviética, se hizo militante comunista y profesora universitaria.

A esta familia, mi familia, la Revolución les garantizó empleo, movilidad social, acceso a educación y salud pública gratuitas. Sin embargo, los hizo deudores de su propio presente, más tarde les hipotecaría el futuro y también el mío propio

Para mí la Revolución fue una herencia, una pesada carga simbólica. Así lo percibí desde pequeño. Soy de una generación nacida a mediados de los años setenta. Mi niñez transcurrió entre los animados soviéticos y las consignas que nos conminaban a ser como el Che

Pero Fidel Castro no tenía para mí el mismo significado que para mis padres y abuelos. Lo percibía como una presencia ubicua que estaba por todas partes: en posters, vallas y muros; en los manuales escolares; en los periódicos y en la televisión.

Yo no entendía muy bien por qué la vida de todos giraba alrededor de lo que decía aquel hombre barbudo que siempre vestía de verde oliva y que terminaba todos los discursos con una frase aterradora: “Patria o Muerte”

“El presente es de lucha, el futuro es nuestro”, prometían las consignas de mi niñez. Se aseguraba que el socialismo era el mejor sistema del mundo y que el proyecto de crear un “hombre nuevo” ya no era un sueño, una utopía, sino una realidad. Hasta que en 1989 cayó el Muro de Berlín y poco más tarde se desmoronó estrepitosamente la Unión Soviética. 

Con ese desplome sobrevino la profunda crisis de la década de 1990, marcada por una economía dolarizada, en la que los sujetos de la Revolución quedaron totalmente desplazados, desprotegidos. La era post socialista, post revolucionaria, había comenzado

“La Revolución no abandonará a nadie”, aseguraba constantemente el Máximo Líder en sus arengas interminables. En esos años duros aprendí el rigor del hambre. En la casa todos adelgazábamos poco a poco, día a día. Mis padres perdieron el look de profesores universitarios y la vida se convirtió en un infierno. Los apagones de doce horas, el calor, el agua con azúcar para entretener el estómago, transmitían una sensación de precariedad que nunca había sentido.

Entonces, la Revolución se convirtió para mí en una noción opresiva, vaciada de contenido, hueca, que solo servía para atribuirle todos los males al imperialismo y para que la vieja clase política conservara el poder. Mientras los discursos demandaban sacrificio y confianza en la Revolución y en Fidel, las putas y los mendigos se integraban nuevamente al paisaje; mi generación se esfumaba, se diluía en las urbes globales: Madrid, Londres, Miami o Nueva York. 

“El último que apague El Morro”, decíamos cada vez que alguien se iba. Desde una casetera vieja, la música de Carlos Varela nos hacía pensarnos como los pecesLa “maldita circunstancia del agua por todas partes”, hubiera agregado Virgilio Piñera. Varela fue la banda sonora de esos años, tradujo en canciones aquella realidad. A fin de cuentas, “la política no cabe en la azucarera”

Sin embargo, el Comandante seguía ante las cámaras, frente a toda la nación por horas y horas, con una jerga nacionalista trasnochada, desconectada de la realidad. El traje de verde oliva y la barba desmenuzada lo hacían lucir cada vez más anacrónico. Era un hombre del siglo XX, de la Guerra Fría, aferrado al poder

El 23 de junio de 2001 se hizo evidente que algo no andaba bien con su salud. En medio de un discurso le sobrevino una fatiga que casi lo hizo caer del podio. Los guardaespaldas lo sujetaron mientras la multitud coreaba “Fidel, Fidel, Fidel”. 

En octubre de 2004, Castro cayó aparatosamente en otra plaza al interior del país. Esta vez sufrió varias fracturas que lo sacaron de la vida pública por varios meses.

En 2006, comenzó a diseñarse su tumba. Ese año tuvo que ser sometido a una compleja operación que lo despojó para siempre de sus funciones como Jefe del Estado cubano. A partir de ese momento, su hermano Raúl tomó el control del país y el Comandante comenzó a hacer aún más el ridículo, a matar cada día su propio mito.

Alejado de la vida política, sustituyó el traje de verde oliva por ropa deportiva Adidas. Cada vez que la prensa lo exhibía como un trofeo, luego de rumores de su muerte, su cuerpo lucía encorvado, consumido. Era innegable que el final estaba cerca.

Por esos años le dio por escribir notas decrépitas a las que llamaba “Reflexiones” y que los periódicos oficiales ponían en las portadas exponiéndolo a la burla, al escarnio. La cultura popular lo llamaba “el coma andante”. Por momentos auguraba una tercera guerra mundial o mostraba las cualidades mágicas de plantas que nadie conocía, como la moringa o la morera. 

La épica y la mística que había creado, quedaban para la Historia y los archivos. El ridículo histórico lo acompañó hasta su propio funeral. Durante la ceremonia del entierro, el carro fúnebre que llevaba sus cenizas tuvo un fallo técnico o se quedó sin gasolina, no se sabe muy bien. Se paró de repente en medio de la calle que conducía al cementerio, y todos quedaron perplejos. Los soldados que escoltaban el cortejo tuvieron que empujar, bajo el sol ardiente, aquel jeep de fabricación soviética. 

Los canales oficiales nunca transmitieron el momento. Muchos tomaron aquel incidente como una metáfora de su propio fracaso y el de la Revolución que simbolizó. Pronto, la anécdota se convirtió en objeto de burla, aunque no tanto como su propia tumba

En vez de un panteón convencional, a Fidel Castro se le diseñó una piedra gigante en medio del cementerio de Santiago de Cuba, que recuerda a unos de los orishas africanos, Elegguá. En la simbología yoruba, esta deidad es la que “abre y cierra” todos los caminos. El extraño diseño se prestó para que muchos, usando la metonimia y el humor popular, lo llamaran “la piedra”. 

Consciente quizás de la catástrofe de su legado, un país empobrecido y como salido de una posguerra, Castro ordenó antes de morir en noviembre de 2016 que no se erigieran estatuas ni monumentos con su imagen. Se anticipó a la iconoclastia post revolucionaria, a los vándalos que, como en Ucrania u otros sitios de Europa del Este, derribaron con saña las estatuas de Lenin, Stalin y otros símbolos comunistas.

Aunque no se le levantaron estatuas, el gobierno decretó un luto nacional de nueve días y ordenó una ley seca durante sus funerales. Nadie podía comprar alcohol ni oír música. Cualquier síntoma de celebración, de alegría, sería castigado. A los Comités de Defensa de la Revolución (CDR) se les orientó la tarea de vigilar a los vecinos y denunciarlos si percibían un ambiente festivo. Los medios enfocaron sus cámaras en mujeres llorosas que, como antiguas plañideras, gritaban: “¿Por qué, por qué Fidel te fuiste tú y no yo?”. 

Sin embargo, en las redes sociales, miles de cubanos emigrados se dejaban ver con un trago de ron o una cerveza, celebrando el fin de un ciclo, el comienzo de un tiempo otro, sin la presencia de aquel que había marcado sus destinos. El día después, imaginado por tanto tiempo, finalmente había llegado. 

En mi apartamento de Washington Heights, en Nueva York, no brindé esa noche: solo pensaba en mi madre. La llamé en la madrugada. No sabía nada. Respondió como si la noticia no la hubiera tomado por sorpresa. Para ella, me dijo, Fidel ya había muerto hacía mucho tiempo.

Pese a que Fidel Castro nunca se midió en unas elecciones libres, la mayoría de los medios internacionales le dedicaron extensos obituarios que lo evocaban como el presidente de la nación y no como un dictador o un autócrata. 

“¿Elecciones para qué?”, solía decir el Comandante en los inicios de la Revolución. The New York Times lo recordó como “el líder revolucionario cubano que desafió a Estados Unidos”. The Guardian, por su parte, lo catalogó como “el líder carismático y presidente de Cuba que acaparó la atención del mundo por más de medio siglo”. Más o menos ese fue el tono de los grandes medios. 

Efectivamente, si se hubieran convocado elecciones luego de la caída de Fulgencio Batista, Fidel Castro hubiera sido elegido por amplia mayoría, nadie lo duda. Sin embargo, su permanencia en el poder hubiera estado limitada por el tiempo y las reglas de la democracia que él mismo prometió restaurar. En otros escenarios, sus estruendosos fracasos políticos y económicos lo hubieran sacado del poder, como sucede en cualquier otro sitio. Pero en la práctica, por varias décadas, el Comandante fue la única institución en Cuba sin contrapartes ni oposición. 

Desde el inicio se encargó de aniquilar a sus enemigos políticos. A los que no fusiló les hizo cumplir largas condenas para luego mandarlos al exilio. Aunque el discurso público los llamaba “gusanos” y contrarrevolucionarios, muchos habían luchado también contra la odiosa tiranía de Batista. Tenían, simplemente, otro proyecto de nación.

Después de ilegalizar los partidos políticos y forzar la renuncia del presidente Manuel Urrutia a fines de 1959, Castro absorbió prácticamente todos los poderes. A partir de entonces, el cargo de presidente se convirtió en una figura decorativa, que asumió, luego de la purga de Urrutia, Osvaldo Dorticós hasta 1976. 

Ese año se creó la Asamblea del Poder Popular, una instancia parlamentaria diseñada a la medida del Comandante, que de modo unánime lo legitimó como presidente de los Consejos de Estado y de Ministros, y como Comandante en Jefe del Ejército, votación tras votación. 

Hasta el 2006, Fidel gozó prácticamente de facultades omnímodas. Centralismo democrático, le llamaban los manuales marxistas a esta fórmula autoritaria. En el proceso, Fidel Castro se convirtió en el reverso de la Revolución. Aquel sueño que encandiló a millones de personas, que veían en Cuba una fórmula distinta, una alternativa socialista a las autocracias creadas bajo la órbita de Moscú y al capitalismo salvaje de Occidente, se fue diluyendo y erosionando. 

Lejos de crear una sociedad inclusiva, democrática y participativa, el Comandante se dedicó a conservar el poder. Su política doméstica estuvo marcada por el voluntarismo, las purgas constantes, la hegemonía del partido único, la implementación de campos de trabajo forzado, el control total de la economía y la esfera pública. Sus brillantes discursos no fueron sino peroratas cargadas de jerga biopolítica, donde los homosexuales no eran más que “enfermitos” o “elvispreslianos” y los disidentes, simples “gusanos” que se iban al pantano miamense. 

Al Máximo Líder le gustaba jugar a la guerra, porque su liderazgo descansaba fundamentalmente en la confrontación con los Estados Unidos. En octubre de 1962, el mundo estuvo al borde de un conflicto nuclear. Cuando el sensato de Jrushov decidió retirar las ojivas de la isla, los cubanos enardecidos le gritaron: “¡Nikita, mariquita, lo que se da no se quita!”. El machismo-leninismo había calado muy hondo. Luego, con los subsidios de Moscú y en detrimento del desarrollo nacional y del bienestar de su pueblo, Fidel Castro se dedicó a tener una presencia activa en ámbitos internacionales. Apoyó cuanta guerrilla surgió en América Latina y envió ejércitos a Etiopía y Angola.

Siempre hubo un abismo insondable entre la realidad que los cubanos vivían y la que contaban los periódicos. Mientras cortaban caña, sufrían la escasez y la severidad del racionamiento, muy pocos se enteraron de los affaires de Fidel Castro con la revista Playboy. No imaginaron que aquel que hablaba de moral revolucionaria y se refería a la pornografía como una lacra, una enfermedad de las sociedades capitalistas, pudiera siquiera aparecer en la revista para adultos de más circulación en el mundo. 

Durante mucho tiempo, los cubanos fueron absorbidos por el metarrelato de la Revolución que produjo el castrismo. Esa narrativa oficial no fue menos fantasiosa que la que producían sobre Cuba las pulp fiction magazines y las revistas de chismes en Estados Unidos. Sin embargo, fue muy efectiva porque satisfizo —en algún momento— las necesidades de generaciones como la de mis padres y la de mis abuelos. Pero, sobre todo, porque logró bloquear otras narrativas, otros modos de pensar y contar la Revolución

A lo largo de su carrera política, Fidel defenestró a cuanto dirigente o funcionario que hubiera sido seducido por las “mieles del poder”. Muchas cabezas rodaron, la lista es larga e incluye a algunos de sus colaboradores más cercanos. A estos personajes el máximo líder los acusaba de corruptos y de vivir del sudor del pueblo trabajador. 

“Fidel, sacude la mata”, decía mi abuela cada vez que pasaba. Sin embargo, los cubanos no se enteraron de los lujos y las extravagancias que los hijos de los principales dirigentes y los del el propio Fidel Castro pudieron permitirse. 

En 2015, quienes vivimos fuera de Cuba vimos las fotos, que los diarios revelaron, de Antonio Castro en Bodrum y Mykonos a bordo de un yate espectacular y en hoteles de lujo, como si fuera un jeque tropical. 

Abuela Consuelo no las vio. Yo, como si estuviera en la película Goodbye Lenin, tampoco se las mostré. 




* Epílogo de Fidel Castro. El Comandante Playboy. Sexo, Revolución y Guerra Fría, 
(Hypermedia, 2019).




Abel Sierra Madero

Fidel Castro es uno de los grandes malentendidos del siglo XX

Hypermedia

Abriendo temporada de novedades en la Editorial Hypermedia, conversamos con el ensayista e investigador Abel Sierra Madero sobre Fidel Castro, el Comandante Playboy.


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