La única vez que manejé taxis Uber fuera de los Estados Unidos fue en Buenos Aires. Era el verano benévolo del sur, en la Argentina hecha talco sin misericordia por casi un siglo de socialismos obreros y asesinatos de Estado.
El primer pasajero que se montó en el carro se parecía como él solo a Santiaguito Feliú.
Es obvio que me le quedé mirando como embobado. Porque el pelusa enseguida me sacó del trance o éxtasis con aquella sonrisa tan suya de dientes dispares:
―Sí, soy yo ―gagueado en perfecto cubano de Cuba: su jerga de humos ilegales en La Habana revolucionaria, su argot insomne entre las chimeneas y acordes inarmónicos de Lawton.
No entendí bien si se trataba de un chiste pesado o del homenaje de un pésimo imitador.
Ese mismo miércoles, de madrugada, Santiaguito Feliú se acababa de morir de manera repentina en la Isla. A sus cincuentiuno o cincuentidos años. Como si la muerte no fuera siempre una cosa que ocurre de manera repentina, cuando ya menos lo pensamos, después de malgastar toda la vida pensándola.
―Te digo que soy Santiaguito Feliú y además sé muy bien que tú eres cubano. Así que no te pongas ahora a comer mierda conmigo y escúchame, que me acabo de morir de un infarto masivo en La Habana.
Puse en marcha el carro, sin consultar la dirección en el mapa de Uber App. Santiaguito se sentó a mi lado con naturalidad. Buenos Aires y no Londres era el verdadero laberinto, pero a ninguno de los dos nos hacía falta fingir la necesidad de un hilo de ruta. De pronto éramos dos cubanos desaparecidos en el paraíso de los desaparecidos.
Sentí una apretazón en el pecho. La misma penita de cuando me enteré de su inverosímil noticia a media mañana, justo antes de dar una charla sobre Arte y Disidencia en la universidad.
Fui a decir algo, pero El Santi me cortó. Tenía que contarme algo y se le estaba acabando el tiempo para contármelo. Le asistía, por supuesto, todo el derecho del mundo a tart-t-tamudear. Como a mí me asiste ahora todo el de no transcribirlo mim-m-méticamente. Tampoco soy un narrador cubano de los coloquiales ochenta.
―No te olvides de tres o cuatro cosas ―me dijo―. Prométeme que no se te van a olvidar, flaco: prométeme que vas a pasar la voz.
Y se lo prometí.
Y por eso te paso su voz a ti.
―Vivíamos en el futuro. Fue una época descomunal, como todo tiempo desquiciado. La noche sobre las líneas del ferrocarril era azul. La calle B sólo tiene dos carriles y, sin embargo, la recuerdo más ancha que la avenida del Malecón. A veces, como en un susurro entre las campanadas de la iglesia, desde el patiecito de atrás oíamos el balido desvalido de las vacas que traían del campo para matarlas. El Mariel es hoy, los amigos que se van para siempre nos dejan sin deseos del día de ayer. La escalinata de la Colina, con Alma Mater y todo, es mucho mejor auditorio que el Madison Square Garden de Nueva York. Las cuerdas de la guitarra no son sólo seis. La palabra revolución es aguda acentuada. Los fines de siglo nunca terminan de terminar. Las barbas no tienen dientes. Cualquier canción es una canción comprometida. Diles que no me busquen, pero yo sé que voy a extrañar a mis amadas mujeres durante todos y cada uno de los días de mi muerte.
Uber Cuba 0095
El exilio cubano es esta rabia retórica: un dolor sin salida, un resentimiento sin consuelo ni conmiseración.