Era fundador de Uber, me dijo, pero en realidad quería ser escritor. Un escritor etíope. En este caso, un escritor etíope exiliado. Un poco como yo.
Había venido huyendo de la guerra. De una de las guerras. De hecho, ni siquiera era un etíope original. En cualquier caso, en Washington, D.C., lo había sorprendido otra guerra. Casi también a muerte. Pero ese «casi» marcaba una diferencia abismal con África.
Al principio, mi chofer de Uber tuvo que hacer de todo para sobrevivir. Al final, en efecto, sobrevivió. En Etiopía, hubiera hecho lo que hubiera hecho el guerrero del timón, ahora estaría muerto y enterrado. Y sin haberse montado nunca en un taxi.
Nada más que por esta pequeña victoria personal, los Estados Unidos de América se merecen lo mejor de lo mejor. Son el último país habitable de La Tierra. El resto es socialismo disimulado.
Ahora mi chofer de Uber tenía familia. Dos hijas y una ex mujer. También un coche Honda color azul prusia, como su piel. Y me tenía sentado a mí a su lado, de copiloto.
Me iba a contar de las guerras de Fidel Castro en su país. Casi me iba a contar de los justicieros soldados cubanos que él conoció de niño, en las batallas perdidas en algún punto sin leyes entre Etiopía y Eritrea y la década del setenta. Seguro que ya estaba a punto de soltarme su perorata en su amárico castrista natal.
Lo vi venir todo clarito, clarito. Como Haile que se mata, que se manda a narrar la epopeya de las katiuskas rusas en manos de los Kunta Kinte cubanos. Por eso me le adelanté para cortarle abajo y de un solo tajo la inspiración. Si quería ser escritor, que escribiera y que no me jodiera más.
―Soy dominicano, tigre ―le dije en inglés del desierto (no me pregunten por la traducción exacta). Y entonces el gallardo rastafari perdió inmediatamente todo su interés en mí en tanto lector.
¿Salaciones de Haile Selassie, conmigo? ¡Jah! Primero soy etíope.
La dominicanidad es una verdadera bendición: agüita bendita contra el memorialismo castrista de un Uber tras otro Uber. Así sea.