Uber Cuba 0049

· Uber Cuba 0047

· “Mi regreso a Cuba va a significar una emancipación para el país y para su gente” (Orlando Luis Pardo Lazo conversa con Jorge Enrique Lage)


La rusita estaba riquita. Mucho. Una sardinita del periodo postsoviético.

Era flaca, como una espina de pescado. Muy blancuza, la rusa. Más que blanca, muy transparentuza la rusa.

Y manejaba un taxi Uber transiberiano entre la universidad de La Crosse y la de Madison (ese sóviet estudiantil solamente superado por Berkeley), a donde yo quería ir a escuchar una conferencia del cubano Norge Espinosa: poeta y dramaturgo villaclareño, además de mi coleguita editor de la revista Extramuros en Centro Habana (en mi opinión, un muchacho alegre y lleno de amor por la literatura nacional, y también alegremente repleto de sorna y cinismo, con la plusvalía de la consabida voracidad sexual del Homo cubensis).

Norge iba a disertar de un tema que ya a nadie le interesa hoy en Cuba, ni tampoco en la URSS, pero que aún funciona de maravillas en las universidades de Estados Unidos, sobre todo en referencia a nuestros paisitos de pacotilla, como es el caso de Cuba: “Queering the Cuban Screen, Other Faces and Desires on the Cuban Cinema”.

Yo sólo quería darle un abrazo a mi compatriota, muy al estilo del final epifánico del filme Fresa y chocolate. Yo sólo quería querer a mi contemporáneo de 1970 o 1971 tanto lo querí después, durante los años cero o los 2000s, en una editorial estatal: Norge y yo, rodeados de mujerongas almorzando y dando de mamar a sus bebés y de paso a sus marindangos; yo y Norge, rehenes en aquella redacción arrasada del Centro Provincial del Libro y la Literatura de Ciudad de La Habana (CPLLCH.cult.cu).

Pero la rusita estaba demasiado riquita. Pero sus pelos eran agujas verdes fosforescentes de pino, tinte tecno-ecológico de élite. Pero sus cachetes eran rosados como los infantes de las compotas comunistas que traían a un osito en la etiqueta, tambuches de vidrio importados a la Isla del Caribe durante al menos dos décadas de abundancia totalitaria. 

La rusita lucía como una adolescente de treinta y tantos. No había envejecido en absoluto. Y le encantó que yo fuera cubano. Karma intercontinental o fatalidad del programa Intercosmos: su madre se había acostado con un militarote cubano a finales de 1986 o inicios de 1987, en una dacha komsomolskayapravda de las afueras de Moscú. De aquella cópula vodkánica supuse que había nacido ella (Iskra, decía en mi aplicación de Uber), el lunes 28 de septiembre de 1987: aniversario XXVII de los CDR, pensé.

Entonces decidimos no ir desde La Crosse hasta Madison. Norge Espinosa, como el cielo, podría esperar hasta su próxima visa de visitante, cuando Donald Trump deje de ser presidente en el 2024. 

Mi rusita y yo parqueamos en un Holiday Inn al borde de la carretera. Entramos a la habitación que insistió en pagar ella y singamos entonces en solemne, casi solitario silencio. Con una delicadeza alucinante, acuciante. Como dos pájaros migratorios que han chocado en el aire por equivocación de la torre de control biológica. Dos grullas esteparias, por ejemplo, si es que todavía quedan al menos dos grullas en las estepas de la tundra o la taigá.

Se vino. Me vine. Nos quedamos tendidos sobre el colchón. 

El universo era el tiempo perfecto para estar vivos. El universo era el sitio perfecto para morir. Hay un tiempo y un espacio para todo: a la vuelta de 21 siglos de inhumar en cada cópula a toda la humanidad, qué singaítas nos siguen resultando las aleyas sin Alá del Eclesiastés.

La rusita me habló del cubano que se había singado a su madre. Un militarote que estaba de misión secreta en la URSS. Resultó que, en realidad (por suerte, pensé), el cubiche comuñanga no había sido su padre. Su mamá era muy loca, muy amor libre, y estaba enamorada de otro muchacho ruso a la vez. Y se acostaba con su rusito también. Que, por cierto, era un genio, me dijo mi rusita: un Bach de la Nueva Trova, a mitad de camino entre la glasnost y la perestroika (su nombre era, por supuesto, Bachlachev). 

―Alexander Bachlachev ―dijo, hundiendo su cabeza micro entre mi pecho y la axila izquierda, esa suerte de válvula de escape que sirve de desodorante contra las penas más apestosas del corazón. 

Y entonces la rusita rompió a llorar.

―Yo creo que el cubano lo denunció, a mi padre ―sollozó―. Yo creo el cabrón cubano (mother fucker Cuban, dijo) lo mandó a asesinar, a Alexander Bachlachev.

Y entonces la rusita se quedó dormida.

Ninguna gana de mear en el mundo me hubiera hecho despertarla. Aunque me reventara la vejiga o la pinga. Ninguna gana de salir a matar cubanos de una punta a otra del planeta era comparable con mi deseo de que ella nunca despertara a la pesadilla de que todavía existíamos los cubanos de una punta a otra del planeta.

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