Uber Cuba 0052

· Uber Cuba 0051

· Espantado de todo me refugio en Trump


La muchacha se llamaba Maggie, pero me dijo que la llamara GG (que en inglés se pronuncia yiyí). 

A sus clientes les decía tener 21 años, para así poder meterse a beber legalmente en un bar. Hasta emborracharse como una adicta al alcohol. Pero en realidad, me dijo GG, acababa de cumplir sus 18 años. De manera que GG apenas recién podía registrarse para ir a pelear en la guerra contra los esquimales, por ejemplo, no sin antes votar según la 26ta Enmienda en una elección presidencial.

Estaba embarazada, preñada por la pinga no paternal de nadie. Hijos anónimos de Norteamérica. Mi chofercita se había acostado con media ciudad de Philly en los últimos dos o tres años, me dijo. Sin condón, a lechazo limpio. Y ya había perdido la cuenta de con quién y cuándo. Es decir, su vaginita imberbe era hoy por hoy extremadamente experta en violar la ley federal al respecto de la eyaculación masculina dentro de las menores de edad. 

Era preciosa Maggie, una muñequita salida de un film de zombis y virus necroambulatorios, con Arnold incluido como plusvalía. Pero GG, infectada de semen pensilvánico y todo, desbordaba belleza y bondad, no violencia. Tenía una suerte de ímpetu vital y cierta manera memorable de mirar de frente cada objeto y cada persona que se cruzara ante sus ojazos de negro azabache, de negro asfalto de la Interestatal, de negro gueto del norte revuelto y brutal, de negro Mercedes Benz Clase A. 

Tenía, también, una curiosidad casi cósmica por pronunciar y paladear cada palabra compartida durante nuestra conversación. Era muy atenta. Y era aún más tentadora su tanta atención.

Se le notaba su barrigón de virgen suicida detrás del timón del Uber. Usaba una batica de flores que se le subía hasta la entrepierna misma con cada curva y cada frenazo del taxi. Daban ganas de ser el padre con carácter retroactivo de aquella criaturita. De aquellas dos criaturitas: GG y la incubada dentro de GG. 

Me dijo que había hecho drogas duras, drogas letales, drogas fulminantes de la transición entre el santísimo obamato y el demoniaco trumpismo. Pero que nada funcionó en su caso. No murió, como tanto lo deseó entonces, entre cuerpo y cuerpo sobre cama y cama de un cuarto a otro cuarto del Estado. 

Maggie seguía loca, me confesó sin rubor, GG seguía sola. Pero ya no quería seguir matándose, porque de pronto tenía mucha fe en cambiar de vida para darle una vida más limpia al bebé aún no nacido que la acompañaba.

Cuando supo que yo era de Cuba, lo primero que me preguntó es si sería fácil para alguien como ella mudarse allá. Odiaba a los Estados Unidos. Odiaba a los estadounidenses. Supongo que con 13 líneas y 50 estrellas de suficiente sinrazón. 

Yo también estaba a punto de odiar a Norteamérica. Yo también estaba a punto de odiar a los norteamericanos. Pero cada vez que decidía exiliarme a cualquier otra parte con tal de no cometer un atentado, entonces aparecía alguna Maggie o alguna GG que me obligaban a enamorarme de nuevo de América toda y de todos los americanos.

No le respondí con ninguna ironía. No le hice uno de esos chistecitos crueles de redes sociales. Tampoco le mencioné la tiranía atroz llamada Revolución. Ni le hablé de todo un pueblo en desbandada, cuyas mejores mentes se mudaban de Cuba no tanto para escapar de los Castros, sino para estar lo más lejos posible del pueblo cubano.

Maggie no merecía que un comemierda de mierda como yo le enmierdara su última esperanza de salvación, de resurrección. GG se merecía el sueño humanista de la Revolución como terapia y rehab.

―Oh, sí, es muy fácil mudarte a Cuba ―le dije―. Y cuando tu bebé nazca y crezca un poquito, será todavía más fácil que se muden los dos. Toma mi móvil si quieres, yo te puedo ayudar con algunos contactos. En la Isla aman a los norteamericanos, a pesar de la propaganda oficial. Nadie te va a preguntar nada sobre tu pasado. Nadie te va a acusar ni juzgar por nada que hayas hecho o que te haya pasado. Cuba is paradise, love, a mercy. En Cuba te espera lo que en tu país nadie nunca te ha dado.

Los ojitos de Maggie eran diamantes hechos de una luz sin límites. Las lágrimas temblaban en sus pupilas con cada frenazo o curva de su Mercedes Benz Clase A por la Interestatal. 

Pobrecita millonaria, pensé. Pobrecita generación de hijos de blancos de la clase alta. Pobrecito yo en medio del derroche y la depresión que hacen de la dictadura cubana un paraíso a medio camino entre el amor y la misericordia.

―Cuba es ese lugar puro que nadie ha podido corromper dentro de ti ―le dije antes de bajarme, y coloqué un suave beso entre piercing y piercing de sus labios―. Aférrate con dientes y uñas a tu propia Cuba, GG. Y, por favor, no dejes que ningún cubano te la arrebate.

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