El Uber Pool iba repleto. Pero se fue vaciando según el taxi se montaba y se bajaba y se montaba de nuevo en el expressway.
Al final, quedamos sólo el chofer y yo. Y un hombre de aspecto sucio que iba callado en el asiento de atrás. Con una manera de callar que lo hacía siniestro.
Cuando por fin se bajó, media milla antes de donde yo estaba alquilado, el chofer del Uber me dijo que conocía a ese tipo. Al parecer, era del área y ya lo había llevado antes en otros viajes. Muchos viajes, pero siempre del mismo punto al mismo punto de Miami.
Como si fuera un autómata, un pasajero fantasma. El eco de algo o alguien. Como si nunca se transportara del todo y por eso tuviera que volver a transportarse. Siempre del mismo punto al mismo punto de Miami, nunca en sentido contrario.
Y el chofer dijo más.
―Una noche lucía más hecho leña de lo habitual. Olía a ron malo. Y te lo voy a decir exactamente como él me lo dijo, textual. Y sé que nunca se me van a quitar esas palabras de la cabeza. El tipo me soltó:
―Estoy terminado. Ahora me toca a mí. Yo fui el hombre que mató a Oswaldo Payá, hace unos cinco o seis años.
Toda vez en mi destino, entré y me desplomé en la cama del Airbnb, desconsolado. Tenía ganas de llamar a la policía, a los congresistas cubano-americanos, al FBI, a alguien. Tenía ganas de llamar a Rosa María Payá.
Pero no llamé a nadie, en definitiva. Era muy tarde y a estas alturas tampoco resolveríamos nada.
Clavé la vista en el techo. A través de la ventana, desde la calle se colaba y se escapaba el reflejo esporádico de algún carro.
Estuve así no sé cuántas horas, con la cabeza en blanco. Hasta que el ronquido del aire acondicionado me fue adormilando. Como mismo de niño, en La Habana, me rendía embelesado al tictac de nuestro primer y único despertador de cuerda.
Las cosas entonces se hacían pensadas para durar. Toda la vida o toda la muerte, pero durar. Y duraban.
Espantado de todo me refugio en Trump
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“El escritor cubano más audaz, el más incorrecto, el más sincero. Un libro que no te puedes perder”.