El masajista se montó, por supuesto, en el asiento de atrás del chofer. Le sacó al tipo una conversación más o menos fundamentalista sobre los siete o setentisiete chacras del cuerpo humano, y sobre el karma capitalista que se come por los cuatro costados a una ciudad como Miami (la que, en realidad, son decenas de ciudades en serie o, mejor, una sola ciudad en sincitio).
La palabra “sincitio” ni uno solo de mis lectores la podrá identificar, como tampoco han podido identificar hasta ahora ni una sola de las palabras de Orlando Luis Pardo Lazo.
De pronto, sin anunciarse, el masajista se le montó encima al chofer, para propinarle un masaje gratis promocional a la altura de la nuca, mientras el pobre tipo manejaba todo nerviosillo entre los cohetes descapotables que compiten, a la velocidad de la luz, por uno de esos turnpikes cuánticos del estado multinacional de La Florida.
E=mc2. Léase: el Exilio es igual a un Masaje multiplicado por una Cuba exponencial a la Castro.
Porque, por supuesto, como cada vez que me monto en un taxi Uber de una punta a otra punta de los Estados Unidos de América, el chofer y el resto de los pasajeros eran irremediablemente cubanos. Y, cuando son extranjeros, entonces adoran inimitablemente a la Cuba de Castro.
El masajista, que sí era foráneo (o sea, fidelista), le explicó al chofer algo sobre las llamadas “vértebras altas” de la columna, que son las que cargan con la responsabilidad de mantener la cabeza en alto, balanceando y estabilizando la base del cráneo. Se lo explicó todo en principio sólo al chofer, pero se lo dijo con suficiente dicción ampulosa como para que los otros dos pasajeros del carro también lo escucháramos. Y disfrutáramos. Y acaso lo contratáramos en su papel de masacoteador.
A todos nos repartió su tarjeta, sin demora ni discriminación, durante un receso mínimo de la improvisada sesión de terapia. Era una tarjetica de plástico con el logo del canal América TeVe, más su móvil y el email oficial: “Don Pedro Sevcec, urumántico”, se anunciaba en grandes caracteres góticos dorados.
En este punto, lo reconocí. Creo recordar haber visto al masajista no como masajista, sino como conductor de entrevistas en la TV hispana de Miami (es un decir: en Miami ya nada es hispano). Se trataba de un señor bastante mayorcito, pero que no lucía nada mal. De hecho, se suponía que aún portaba su look de lujo de galán mediotiempo de telenovela guaraní, y que las damas de bien de la alta sociedad miamense deberían de suspirar y soñar con un masajista-entrevistador así en sus adúlteras alcobas matrimoniales.
En este punto, él también me reconoció. Probablemente había visto mi rostro en la internet. O había reportado, desde la cómoda distancia de un estudio privado, alguno de mis arrestos violentos a manos del G-2, cuando yo era la más salvaje voz en La Habana en contra la dictadura de La Habana (como mismo Claudia Cadelo lo era, aunque los lauros se los llevara a la postre Yoani Sánchez cuando clausuró a cal y canto su blog Generación Y).
O incluso, tal vez, alguno de los asesores del G-2 infiltrados en América TeVe le habían hablado al masajista de mí, para predisponerlo en tanto entrevistador en contra de mí y, llegado el caso, pintar a mi persona desde su programa como un personaje “fullero” o “camaján”, acaso como un “fascista” o al menos un “confederado” (en todos los casos, hubieran tenido la razón y sólo la razón).
Da igual. Me da igual.
Lo cierto es que ahora el tipo iba en un taxi conmigo y acababa de darle un masajito medio maricón al chofer del Uber. Todos los pasajeros contábamos ahora, por lo demás, con su tarjeta plastificada de presentación profesional como repellador de músculos por cuenta propia. Así que en cualquier momento yo podría contactar al Don en su propia casa. En cualquier momento, más temprano que tarde, me le podría aparecer (falo o fusil en mano) en su residencia de Don urumántico llegado a USA desde el Cono Sur.
Ave, Pedro, que me negaste en público tres secveces. Los que van a sobremorir te saludan.