El francotirador se montó en mi taxi Uber sin disimular que era un francotirador. De hecho, llevaba su pequeño rifle en ristre y lo aupaba sobre su hombro izquierdo como si fuera un bebé, un Cristo de la Revolución Telescópica.
Es posible, también, que le hablara a su arma de altísima precisión. Pero esto último no lo puedo asegurar con certeza.
Sacó la mirilla y la limpió con delicadeza, usando un spray que olía a AZT. La mirilla era, por supuesto, como los ojos de su bebé, a un tiempo la córnea criminal y la retina de la misericordia.
Porque una muerte francotiradora no debe doler. De lo contrario, usted no es ningún francotirador, sino un vulgar matón de los barrios bajos del Tercer Mundo y para nada un profesional entrenado en los entresijos balísticos de las más alta política y diplomacia.
El francotirador me miró con curiosidad, como calculándome. Entonces me hizo una confesión. En realidad, tres:
―Voy a matar a Ariel Ruiz Urquiola.
―No me lleves a la dirección que te puse en el App de Uber.
―Llévame a la sede de las Naciones Unidas.
Él no podía saber que yo sabía quién era Ariel Ruiz Urquiola. Aunque toda Cuba lo sabía, en realidad. Pero por los motivos equivocados.
Yo no recuerdo a Ariel preso ni en huelga de hambre ni inseminado asesinamente con el virus del SIDA por un colega del francotirador. Yo lo recuerdo dentro de la jaula de los monos en el Zoológico de 26.
Allí lo trancó un burócrata berreado con él, a principios de los años noventa en Cuba, cuando Ariel no era más que un jovencito virgen recién importado a La Habana desde la provincia de Pinar del Río.
Ariel estaba denunciando no tanto el maltrato animal en esa emblemática institución, sino el hecho de que habían dejado morir a varios de los grandes felinos para podérselos comer.
Hacía hambre en la Isla de la Libertad. Hacía hambre en el Primer Territorio Libre de América. Hacía hambre de Fin de la Historia e inicio del Período Especial.
Ariel, ciudadano sin salida. En una jaula que apestaba a mierda de mono. Toda la noche. Mientras los cubanos se aprestaban a huir en masa del resto de nuestro zoológico nacional.
No murió entonces, el pequeño Calibán ecológico. Ni tampoco murió del HIV que el Estado cubano le propinó, de manera gratis y artera.
Ariel Ruiz Urquiola iba a morir ahora, de mi mano, porque en definitiva era yo quien iba al volante de este Uber funerario y no su verdugo francotirador.
Cuando el francotirador se bajó de mi carro, me sentí aliviado. No por mí, ni tampoco por él. Sentí alivio por el cubano que por fin iba a morir ahora de manera indolora, casi eutanásica.
No siempre el Estado cubano se toma tanto trabajo a la hora de erradicar a sus enemigos. Por un instante, pensé si deberíamos incluso darle las gracias a algún jerarca del Ministerio del Interior, pero después pensé que esta última línea mejor no la escribiría.
Uber Cuba 0118
La cultura sólo existe en las sociedades totalitarias. Porque en una sociedad abierta la cultura no necesita ni defensa ni definición.