Era casi la medianoche y tan tarde ya no quería manejar. Así que llamé a un Uber para que me llevara hasta el Walgreens, me esperase allí mientras yo compraba unas pastillas para relajarme y dormir, y me trajera de vuelta a casa.
“A casa” es un decir. Desde que vine a los Estados Unidos, no tengo casa. Vivo de alquiler en alquiler. Técnicamente, soy homeless: léase, sin hogar. Pero mucho mejor que en Cuba, cuando tenía casa y hogar, pero me sentía preso al aire libre de mi propio país.
El taxi estaba en la otra cuadra. Llegó en apenas un par de minutos. El nombre de la chofer era simplemente Tati, y usaba una bandera chilena en su perfil de Uber App.
Cuando me monté, me dio las buenas noches en inglés británico. Y yo se las devolví en español insular. Tati me miró sorprendida.
―¿Usted es dominicano? ―me preguntó, casi esperanzada de haber adivinado mi nacionalidad.
―Nooo…, ¡cubano! ―le respondí, confiando en que mi entusiasmo podría contagiar su muy seria chilenidad.
Pero fue al revés. Se puso más solemne aún.
De pronto, Tati parecía muy tensa. Comenzó a sudar, supongo que frío. Era una mujer muy hermosa. De treinta y tantos, calculé. Con gusto le hubiera secado con mis dos manos del trópico las gotas gélidas de su sudor.
―¿Te sientes bien? ―le solté, aunque era obvio que no.
―No. Sí. No sé. Discúlpeme ―la esdrújula se le diluyó como en un suspiro―. No era mi intención preocuparlo.
―Trátame de “tú” ―intenté, y a ella se le dibujó el rictus de una amarga sonrisa en sus labios del Cono Sur.
―Los cubanos todos enseguida te dicen lo mismo ―dijo para sí―. Trátame de tú, trátame de tú… Te dan una confianza desproporcionada cuando no te conocen. Y, después de conocerte, ya no te piden nada. Como si se olvidaran de cuanto antes han dicho y hecho.
―Lo siento ―admití. Tati tenía la razón, toda la razón, y nada más que la razón.
―Ya no me gustan. Hubo una época en la que sí. Estuve casada con un cubano. Pero nunca más.
Me la imaginé enamorada de un negrón en Centro Habana. La chilenita y el cubanazo, sentados en el muro del Malecón a la altura del hospital Hermanos Ameijeiras, dándose lengua en las dos acepciones del término: usando los labios y el lenguaje.
La virgencita ética y el salvajón étnico. No hay excitación erótica sin lucha a muerte entre polos irreconciliables.
Habíamos llegado al Walgreens de Big Bend y Clayton Road. Le pedí que por favor me esperara medio minuto, y entré a la farmacia.
Por supuesto, sospeché que Tati se iba a largar, de vuelta a la noche del midwest yanqui o acaso a las cordilleras andinas que estrangulan a su Santiago. Dejándome allí tirado, de paso, con mis pastillas para dormir durmiendo en un bolsillo insomne de Orlando Luis Pardo Lazo.
Y todo por culpa de mi nefasta nacionalidad. Nuestra nefasta condición de cubanos.
Y todo por culpa de un marido que en la Isla la traicionó, a la par que la atrabancaba, como corresponde a todo amor adúltero en los tiempos del totalitarismo a la Castro.
Me equivoqué. Cuando salí, Tati todavía estaba.
Luminosa bajo la luna coronavírica de Saint Louis, Missouri. Vulnerable, devastada. La mujerona chilena y el blanquito cubano. Dos fantasmas perdidos en el asiento delantero de su Chevy Opala, modelo de los años setenta. Como ella misma, Tati tan estilizada: Beatriz sin ningún Dante que la rescatase.
Me monté de vuelta en el taxi. Cabizbajo. No quería que nuestro viaje de regreso acabara. De hecho, quería invitarla a venir conmigo a casa.
“A casa” es un decir. Desde que vine a los Estados Unidos, nadie tiene casa. Viven de alquiler en alquiler. Técnicamente, son homeless: léase, sin hogar. Pero mucho mejor que en Cuba, cuando teníamos casa y hogar, pero nos sentíamos presos al aire libre de nuestro impropio país.
Beatriz de la barbarie y yo. El sueño suicida de dos exiliados que coinciden por azar, gracias a las dictaduras latinoamericanas del siglo pasado y a la digitalización futurista de la economía de mercado.
Por algún motivo, yo iba pensando en Salvador Allende y en su primogénita chilena atrapada en Cuba. También pensaba en que al primogénito de mi padre, yo, le hubiera gustado abrazar a aquella otra Beatriz y decirle al oído, bajito:
―Tati, no te mates. Tati, que la traición no te mate.
―Tati, una noche, después de los Chevy Opala, si después de los Chevy Opala quedan noches, te tomaré en mis brazos y te haré el amor.
―Tati, hasta la derrota siempre, compañera.
Uber Cuba 0121
En la gran unión norteamericana, todosy cada uno de los nativos son también una manada muda de exiliados: “Búfalos camino al matadero”.