“Beth Harmon”. Cuando vi su nombre en la Uber App de mi móvil, el corazón se me fue a salir por la boca con un triple salto mortal. ¡Beth Harmon para mí solo en mi Chevy Cruze!
Pero un segundo después ya estaba calmado. Como si nada. Es mejor así. Pretender indolencia. Respirar hondo. Tragar en seco o, mejor, en mojado. Eso es lo de menos. Lo de más eran sus labios tintos en rojo revolución en la miniserie de Netflix de la que todo el mundo me hablaba en el taxi: The Queen’s Gambit.
Pronuncié tres veces en voz baja mi mantra preferido, causa más que suficiente para ratificarme como el mejor escritor vivo de Cuba:
―Soy Orlando Luis Pardo Lazo y todo tendré que contarlo yo… Soy Orlando Luis Pardo Lazo y todo tengo que contarlo yo… Soy Orlando Luis Pardo Lazo y todo tuve que contarlo yo…
La recogí en la esquina de Maryland y Euclid, junto al Chess Club de Saint Louis, el club de ajedrez más grande de América y también del mundo, gracias al dinero dinosáurico de la vieja guardia republicana del Mid-West.
Estaba igualita. Delgada, nerviosa, como una bailarina silenciosa que flotara sobre los trebejos y los escaques.
Por supuesto, a esa hora no había tablero por ninguna parte. Pero igual yo la imaginé viniendo hacia el taxi sobre una alfombra ajedrezada en blanco y negro de alto contraste, huyendo del acoso de piezas perversas que ya estaban a punto de levantar su vestidito retro para abusar de ella, justo en el instante en que lograba refugiarse en mi carro, redundantemente conducido por mí: el héroe de los hímenes inminentes.
Traté la treta de aparentar que yo no la conocía de Netflix. Pero no funcionó. Porque ella sí se conocía de sobra y, como tal, podía reconocer incluso mi manera de desconocerla.
Así que preferí decírselo todo antes de llegar a su hotel en Clayton, una carrerita relativamente corta desde el Central West End:
―La serie es pésima. Solo la vi porque no podía quitarte los ojos de encima.
Para mi sorpresa, Beth Harmon hablaba perfectamente el español, con acento bonaerense pero, por suerte, sin el abuso obtuso del vos y los verbos agudos puntualmente con tilde. Entre ella y Maradona había una distancia lingüística inconmensurable. De hecho, inconsolable.
La Interestatal 64 estaba lentísima, por el tráfico. La gente con dinero ya comenzaba otra vez a escapar de la nueva plaga. Ese día, el Saint Louis Post-Dispatch había comentado sobre la fuga financiera en su primera plana. La bautizaron como The Corona Flight.
Entonces me atreví a decirle un poquito más:
―Se nota a la legua que tú de ajedrez no sabes nada. Es imposible saber jugar ajedrez y sentarse de esa manera tan sexy.
A Beth todo le daba risa. No cogía lucha con nada. Se sabía inmortal. Y, en consecuencia, la diosa asumía que estaba hablando con un insecto terrestre, de ciclo vital efímero.
Ah, pero cuando le dije de qué isla era endémico ese insecto, todo cambió. Se interesó enseguida por Capablanca. Y, sin avisarme, me pidió perdón. Estaba apenada porque el cubano universal hubiera perdido su corona de campeón mundial en la capital argentina.
Ese gesto suyo me conmovió. Acepté sus disculpas de corazón, en nombre del pobre José Raúl, acosado por esposas eternas que lo desfalcaron desde Moscú hasta Nueva York, con un rebote en La Habana, donde se construyó hasta una torre en Marianao, a ver si lograba envejecer en paz en toda su gloria y, total, ni siquiera pudo disfrutarla.
Nadie sabe para quién uno mueve las fichas como un Gran Maestro.
Me dieron ganas de ser su amigo. Y dejar de mirarle misóginamente las rodillas, y la manera maliciosa con que se empinaba sobre el asiento a mi lado, empinando armónicamente sus nalguitas como en cada uno de los planos de la miniserie Gambito de dama.
Me preguntó si quería jugar con ella.
―¿Ajedrez?
―Sí, claro: ajedrez.
―¡Entonces sí sabes! ―me dio alegría haber estado equivocado.
―En realidad, no ―me desmintió al instante―. Pero me han hecho una app que juega por mí. Mira.
Y me lo enseñó. Predeciblemente, la aplicación de pago se llamaba Play Beth Harmon.
―Puedes seleccionar mi edad.
―¿Cómo?
―Que en la app puedes seleccionar la edad de la Beth Harmon contra la que quieres jugar.
Palabras mayores. Por suerte no fui yo quien las pronunció. Yo me limité a cumplir con su pedido. Y a transcribirlo aquí, ahora.
―Con la mínima ―le dije.
―La mínima es ocho años, la edad en que Mr. Shaibel me enseñó a jugar en el orfanato.
―Así sea ―le dije―. Quiero ver qué se siente al ganarle a una niña que está aprendiendo a jugar. Quiero saber cómo es darle jaque mate a Beth Harmon con ocho años.
Parqueamos a un costado de su hotel en Clayton Road. Me prestó su móvil. Me abrió su aplicación. Entré como el usuario OLPL de Chess.com, que es mi perfil real. Comencé a mover los dedos sobre su teclado. Estaba tibio.
1. d4 d5; 2. b4 e6; 3. f4 Axb4+; 4. c3 Aa5; 5. a3 Cf6
Un desastre. Se lo dije. Play Beth Harmon ignoraba incluso lo que era un gambito de dama. Perdí el morbo por ella. Es posible que no valiera la pena hacernos ni amigos, en definitiva. Caïssa interruptus.
6. Dd3 Ce4; 7. Ta2 Dh4+; 8. g3 De7; 9. De3 b6; 10. a4 Aa6; 11. Ta3 Cd7; 12. Ah3 Cdf6; 13. Ag2 Cxc3; 14. Txc3 Axc3+; 15. Ad2 Axd2+; 16. Dxd2 Ce4
No es que jugara mal la virtuosa niña virtual. Es que, tal como yo me lo temía, se le notaba a la legua que, a su más tierna edad, la Beth Harmon digital no sabía nada de ajedrez. Y no hay manera de que una mujer bruta me resulte sexy. Ni sexual.
17. Af3 Cxd2; 18. Cxd2 Db4; 19. Ae4 f5; 20. Ag2 c5; 21. Cf3 c4; 22. Cg1 c3; 23. h3 cxd2+; 24. Rf2 d1=C+
Por lo menos me di el gusto de coronarle un caballo, en lugar de una dama. Por lo menos quedó en mi historial lo facilito que fue acaballarla:
25. Rf3 Dc3+ y 26. e3 Dxe3#
Adiós para siempre, preciosidad. Le di un beso de caballero Capablanca en sus manos de virgen blanquísima y me fui. The Cuban Flight.
Todavía no anochecía. Bajé hasta el Forest Park y me senté junto al estanque. Ese espejo de agua me estaba viendo ponerme viejo y solitario en mi ciudad homónima: Saint Orlando Louis.
“Sunlight filtered through the trees on my memories of her. Brutally beautiful Beth. The people on the benches and boats seemed to be the same people as half an hour before. It did not matter to them whether they knew who she was or not. I walked past them along the path”.
Pero a mí sí me importaba. Decepcionado o no de su nivel de juego, tenerla de pasajero por un tin de la tarde me dejaba un sabor a jugada irreversible. Como corresponde a todo movimiento de peón. Para atrás, ni para coger impulso.
Farewell, my lovely. Te voy a extrañar toda la vida.
Hasta que Netflix nos separe.
Uber Cuba 0126
Donald Trump parecía un niño abatido al que le hubieran quitado su juguete favorito. Se parecía a mí, desde que se acabó la Revolución Cubana. Se parecía a Orlando Luis Pardo Lazo, desde que salió de La Habana en marzo de 2013. Trump y La Habana: mis amores perdidos, mis pesadillas de exiliado sin nada más a lo que asirse.