Fue a finales de marzo de 2020 cuando me enteré, gracias a un cubano youtuber de Kentucky, que el virus estaba haciendo estragos de muerte en La Habana. Y que, por supuesto, la prensa de la Isla lo estaba ocultando.
O, mucho peor, que estaban diagnosticándolo como si fuera otra cosa: disfrazándolo de catarro o gripe o cualquier otra mocosidad. O incluso distrayéndolo a través de una serie de catastrofismo, que era metida de contrabando en el paquete de audiovisuales que la Seguridad del Estado baja semanalmente de la Internet insular.
La Revolución Cubana fue básicamente eso: un diagnóstico equivocado a voluntad. Y su única herencia identificable no ha de ser la ideología de izquierda, sino la iatrogenia de isla. Una imagen que ustedes, los cubanos sin imaginación, jamás creerían.
Mi cubano en cuestión se llamaba (o aún se llama, supongo) Daniel. Y estaba (o, supongo, aún está) casado con una gorda kentuckiana, una bayoya perteneciente a una famosa familia de millonarios industriales, los Defoe. Considerados por algunos una bendición para la economía continental. Y considerados por otros, también, como una plaga esteatopígica para el planeta.
Así que Daniel Pérez Pérez alteró su aburrido abolengo tan pronto como se naturalizó norteamericano en Louisville, y desde hace un par de años mi compatriota se llama ahora, a todos los efectos legales y literarios: Daniel Pérez-Defoe. Una vida vivida en vilo, haciendo maromas en el guioncito que empata sus dos apellidos, con una rayita o hyphen (-) histórico.
El virus original había llegado de ultramar a la Isla, por supuesto, como todos nuestros males endémicos. No necesariamente del Lejano Oriente, ni en los pulmones de los peregrinos políticos y los turistas de una academia cómplice, sino importado de las boutiques más exclusivas de Europa, impregnado en la joyería y en los monederos de cuero caro de la casta cubana en el poder: los Castros sin Castros (esos otros Defoe, pero al descaro: una élite que prohibió hasta la más mínima competencia o comparación).
Es sabido que los cubanos carecemos de periódicos impresos o digitales para divulgar las noticias y rumores de interés, mucho menos para legitimar los hechos (y un “hecho” es, por definición, todo lo que no puede ser fact-checked). Sin embargo, parece que esta vez el gobierno de La Habana sí estaba desde el inicio muy bien informado al respecto, y que llevaban varios meses preparándose para una viremia virtual, según las instrucciones del famoso Evento 201 (organizado en octubre de 2019 por el Centro Johns Hopkins para la Seguridad Clínica, el Foro Económico Mundial, y la Fundación de Bill y Melinda Gates), a donde Cuba había mandado a una desproporcionada delegación de graduados de la Universidad de Ciencias Informáticas.
Por cierto, solo uno de esos 82 Ucinautas desertó durante el evento de Nueva York, si bien ese expedicionario en específico cayó abatido enseguida: fue, precisamente, una de las primeras víctimas mortales de este virus rapaz. En consecuencia, su cadáver nunca pudo ser repatriado, y ahora sus restos apátridas reposan en el camposanto de Valhalla, NY, junto a la comparsita de huesos del maestro Ernesto Lecuona.
Según el Defoe caribe, los ciberepidemiólogos de la UCI no fueron enviados al Evento 201 para evaluar cómo minimizar la expansión de esta enfermedad, sino en la práctica para maximizarla.
Ese fue el rumor real que mi paisano me impuso en su taxi, mientras manejaba para mí en su Ubertucky, llevándome desde mi Airbnb hasta una finca de caballos de carrera que se hizo famosa antes de 1959 por sus sementales y jockies cubanos, donde yo tenía que hacer unas fotos para la revista de equitación Equus.
Era el runrún de que la plaga viral era en realidad el mayor experimento de control social de la historia de la humanidad, acaso desde los guerreros de terracota del emperador Qin 1.0. Y que todos los partidos comunistas del mundo libre, incluyendo por supuesto al PCC, se estaban aprovechando políticamente del patógeno molecular para así ratificar su control orwelliano a perpetuidad, eliminando a la población desafecta que sobraba en sus respectivos países: Malthus mejor que Marx.
Cuando por fin me dejó en el Stonehurst Riding Center, yo tenía la cabeza hecha un reguilete.
Daniel Pérez Pérez, el último y más prolífico de los Defoe, me había inculcado toda su paranoia de patria y también toda su indolencia de isleño.
De pronto ya no tenía ganas de hacer fotos de caballos para una revista de una nación democrática (a punto de cuarentena Made In China). Maldecí mi mala suerte en el nombre de la Revolución.
Maldecí ser Orlando Luis Pardo Lazo y estar rodeado de Uber-cubanos por los cuatro costados, que son tres: el Covid-19 y la Cuba-59.