Una pequeña ciudad mexicana en La Habana

Del libro  Crónicas de una pequeña ciudad mexicana en La Habana (Editorial Hypermedia, 2020).
Imagen: Pablo Soler Frost.




En una conferencia que impartió pocos años antes de su muerte, Alejo Carpentier cuenta cómo durante su niñez descubrió una comunidad mexicana que se había establecido en el centro de La Habana. Era: 

[una] pequeña ciudad mexicana […] en la esquina de Monserrate y Obrapía. Había dos o tres restoranes mexicanos allí, y hoteles donde se alojaban todos los refugiados a causa de los acontecimientos producidos por la Revolución mexicana. Cada vez que había un cambio de gobierno, cada vez que había un cambio de gabinete, había un partido que era vencido por otro […] en La Habana recibíamos una enorme cantidad de refugiados mexicanos. Además, con una gran simpatía, porque todos ellos venían por motivos políticos. Los que eran periodistas iban a parar de traductores de cables o de redactores, o de colaboradores a los diarios, etcétera. Y había también muchísima gente del pueblo.

Los primeros refugiados mexicanos llegaron durante la primera década del siglo XX y el éxodo continuó después del final de la Revolución. Tras el asesinato de Felipe Carrillo Puerto en 1924 una oleada de yucatecos se sumó al exilio y Carpentier recuerda “las campesinas yucatecas de huipil con el escote cuadrado bordado, el peinado de cabeza de cabello, los collares de cuentecitas doradas y plateadas, las sandalias, y los maridos de calzón blanco, huaraches, sombrero pajizo”: figuras recatadas que seguramente desentonaban entre las mulatas y los negros de cuerpos esculturales que poblaban las calles de la capital. 

Mexicanos refugiados en La Habana. ¿Qué habrá sido de esos hombres y mujeres que cruzaron el Golfo para establecerse en la Isla? ¿Habrán vuelto a casa cuando terminó la Revolución? ¿O se habrán quedado para volverse cubanos? 

La Habana y la Ciudad de México se parecían mucho en aquellos años, tanto que eran casi dos versiones de la misma ciudad: el Centro Histórico correspondía a La Habana Vieja; la Roma al Vedado; Polanco a Miramar; Chapultepec al Bosque de La Habana. La gran diferencia era que mientras en México la población llevaba años asolada por la violencia —balaceras, enfrentamientos entre caudillos, magnicidios y ajusticiamientos—, los habaneros vivían en paz, sin odios intestinos. 

¿Cómo habrá sido la llegada a La Habana de esos mexicanos que Carpentier conoció de niño? Me los imagino en el momento del desembarco en la bahía: temerosos, traumados por lo que habían vivido en su país, tensos y desconfiados ante esa nueva realidad que se desplegaba frente a sus ojos. Poco a poco la brisa marina, el calor tropical, el habla popular —“¡México! Dígale a Pancho Villa que no haga tanta bulla”— surtieron su efecto paliativo y los mexicanos se relajaron y comenzaron a disfrutar su vida en la Isla. No había tortillas ni chile pero sí ropa vieja y congrí; ron en lugar de tequila; baños de mar a falta de paseos en el Bosque de Chapultepec.

Es una lástima que esos mexicanos exiliados no hayan dejado rastros de su vida habanera: ninguno de ellos publicó un libro de crónicas, ni una recopilación de cartas, ni siquiera un artículo periodístico sobre su experiencia. El único testimonio de su paso por Cuba es la conferencia de Carpentier sobre esa pequeña ciudad mexicana que un día apareció, como por arte de magia, en Centro Habana.


¿Por qué te gusta tanto La Habana?, me preguntan cubanos y extranjeros al oírme hablar con entusiasmo de esa ciudad. 

A veces les cuento que todo empezó el 17 de diciembre de 2014, cuando me tocó ver, en una televisión desvencijada al lado del Parque de la Fraternidad, el discurso en que Raúl Castro y Barack Obama anunciaron el fin de la guerra fría y el restablecimiento de relaciones diplomáticas, mientras cientos de cubanos a mi alrededor aplaudían y se abrazaban. 

Otras veces respondo que Cuba es el único país que ha sabido mantenerse al margen de una globalización perniciosa y que me gusta vivir en un lugar donde ir a conectarse a Internet es como ir por el pan: un mandado que se hace una vez al día y que requiere, cuando mucho, treinta minutos.

O que es más sano vivir en un lugar donde la gente, en lugar de tener la mirada pegada a la pantalla de un teléfono, se mira a los ojos, se habla y se toca. 

O que en una cultura que no conoce ni la corrección política ni los movimientos #MeToo ni otros fenómenos producidos por Facebook y Twitter, las conversaciones tienen una espontaneidad y una libertad que se ha perdido en otros lugares.

Pero quizá lo que más me atrae de Cuba es el lenguaje. Los cubanos son grandes narradores y “hacer cuentos” es un deporte nacional. Cuando voy caminando por las calles, montado en una guagua, a bordo de un almendrón, me encanta escuchar las conversaciones a mi alrededor y descubrir cómo, a partir de algo tan ordinario como una visita a la abuela que vive en Guanabacoa, se teje un relato épico, aderezado con giros barrocos, epítetos homéricos, interjecciones apocalípticas y apóstrofes dramáticos. 

Parecería que todos los habitantes de la Isla hubieran leído el manual de oratoria de Cicerón y se deleitaran empleando todas esas estrategias retóricas en su habla cotidiana. 

La Habana es una ciudad llena de cuentos. Vivir en ella es como entrar en mundo del Decamerón o de Los cuentos de Canterbury: la gente cuenta anécdotas para divertirse, para ligar, para no aburrirse al hacer cola. Cualquier reunión de dos o más personas se convierte en un concurso improvisado: alguien cuenta un cuento y otro responde con otro cuento que genera otro cuento y así hasta el infinito, como si se tratara de cajas chinas o de muñecas rusas, una dentro de la otra dentro de la otra dentro de la otra. 

Alguien me dijo que al enterarse de que le quedaban pocos meses de vida, el escritor Severo Sarduy, que salió de la Isla en 1959 y nunca volvió, dijo: “quisiera volver a Cuba, aunque sea un día, para oír cómo habla la gente”.

Un día Terence, que me ha acompañado en muchas de mis estancias habaneras, me dijo: “Yo no podría vivir aquí. Soy artista y este es un país sin materiales. No hay donde comprar un pincel, una lata de pintura, un pliego de papel. Acá no puedo trabajar”. 

Le respondí que a mí me sucede lo opuesto: al llegar a La Habana me sumerjo en un océano de cuentos, de historias, de anécdotas, de palabras y de giros lingüísticos que me animan a escribir: quisiera poder transcribirlo todo, llevar un registro de todo lo que escucho por las calles. Quizá yo también sea un refugiado mexicano. 

“Vine a darme un baño de lenguaje”, he pensado más de una vez al llegar a la Isla. Los cubanos hablan un español sabroso, lleno de chispa, de imágenes visuales: los carros americanos de los años cincuenta son “almendrones”; las maletas cilíndricas de tela que aparecen en las bandas de equipaje del aeropuerto, “gusanos”; los pasteles, “keys” y los restaurantes, “paladares”

Alguien se despide dice: “bueno, voy echando”, mientras otro que se incorpora a una reunión saluda con un: “¿qué volá?”.

En La Habana empecé a llevar un diario donde apuntaba las cosas que oía por la calle: palabras que me gustaban, expresiones raras, pero sobre todo los cuentos que surgían de la nada, como salidos de una lámpara maravillosa. Todos los días, después de desayunar, me acomodaba en la terraza, mirando el Malecón, abría mi computadora y me ponía a escribir lo que me había ocurrido el día anterior. Salían ocho, nueve, diez cuartillas, y podía llegar hasta veinticinco. 

Una mañana tenía tanto que contar que escribí y escribí hasta que se hizo de noche. Me sentí como en un cuento de Borges: la narración de un día toma un día entero, como una versión narrativa de ese mapa total que ocupa la misma superficie que el terreno que representa.

Ese diario cubano ha seguido creciendo con cada viaje y ahora tiene cientos y cientos de páginas. A veces, cuando estoy lejos de la Isla, abro una página al azar y al leerla me siento transportado a ese otro mundo con su luz intensa, con su aire tropical, con sus calles llenas de gente y con su gente llena de cuentos. Los personajes de ese diario son travestis, boteros, libreros y muchos chicos de la noche habanera. 

Ese diario es un espacio vital y en sus páginas soy otro refugiado mexicano como los que conoció Carpentier.


Muchas veces he pensado que me gustaría compartir esa Habana llena de cuentos y de lenguaje con amigos que sepan apreciarla. Una de las desventajas del diario es que es un género privado, al que los otros no tienen acceso, salvo en casos de narcisismo o exhibicionismo extremo. Fue por eso que pensé en invitar a un grupo de escritores que quiero y respeto a que pasaran unos días en La Habana jugando un juego literario: recorrer la ciudad y escribir textos breves que contaran nuestras andanzas por ese paraíso lingüístico. 

Juan Carlos Bautista, Luis Felipe Fabre, Daniel Saldaña y Pablo Soler Frost aceptaron la invitación e hicieron un primer viaje en diciembre de 2017. Más adelante se sumó Oswaldo Gallo Serratos, que hizo el mismo recorrido en mayo de 2019.

Pasamos una semana juntos, recorriendo algunos de los lugares más sorprendentes de La Habana. Participamos en una lectura de poesía en el Ateneo de Antón Arrufat; disfrutamos el show de travestis del cabaret Las Vegas; nos sumamos a un violín de santería en Diez de Octubre; bailamos reguetón con mulatos veinteañeros; hicimos una gran fiesta en la que convivieron, entre muchos otros invitados, la artista disidente Tania Bruguera, una sobrina de Raúl Castro, un pinguero acompañado de su novia aduanera, el agregado cultural de la Embajada de España y una travesti recién operada, que le presumía a todo el mundo sus novísimas tetas de silicona.

El último día del primer viaje los cuatro poetas leyeron sus textos —ensayos, páginas de diario, poemas— en el Ateneo, seguidos de un comentario de Antón Arrufat: “Yo no soy habanero pero llevo setenta años viviendo en esta ciudad”, dijo el escritor, “y me sorprende ver esa Habana de ustedes, esa Habana que tiene tres días, pero que es igual de válida que tantas Habanas de cincuenta o cien años”.

“Qué diferencia del típico festival”, me dijo, ya con un pie en el avión, Daniel. “El festival donde te llevan a comer el plato típico y te pasas el tiempo en el lobby de un hotel horrible. Este fue un viaje que me hizo adentrarme en La Habana para poder escribirla”. 

Todos nos quedamos con el sentimiento de que habíamos vivido algo muy especial, una aventura romántica con esa Habana pícara, dulce, irresistible. 

Movidos por una nostalgia tropical, repetimos el experimento en abril de 2018: Juan Carlos, Luis Felipe, Daniel y Pablo volvieron a la Isla, aunque esta vez el itinerario nos llevó a otros lugares: a un recital de la cantautora Osdalgia en Habana del Este; a Regla, donde tuvimos una consulta con la santera Lourdes; a la playa gay Mi Cayito, donde las travestis se pasean por la arena con un minúsculo bikini que llaman “hilo dental”. Cerramos el viaje, eso sí, con otra lectura en el Ateneo y una cena bien conversada con Antón.


Una de las sorpresas más lindas de este juego literario-habanero fue descubrir los textos que fueron surgiendo, como esos origamis japoneses que se desdoblan en el agua, de nuestras andanzas por la ciudad. 

Las instrucciones fueron minimalistas: pasar unos días viviendo La Habana, recorriendo sus calles y hablando con sus habitantes y al final escribir algo que podía tomar cualquier forma; un poema, una página de diario, un cuento, una crónica, una carta. Siguiendo estas pautas, cada uno de los poetas creó un texto distinto.

En “Regresar a La Habana”, Daniel cuenta cómo esta aventura fue también un viaje a sus orígenes. Era la primera vez que viajaba a la Isla, pero más que un descubrimiento parecía un regreso a un lugar que estaba íntimamente ligado con su historia personal: siempre supo que fue concebido en Cuba, durante un viaje que hicieron sus padres en los años ochenta. Este texto —parte autobiografía, parte página de diario, parte crónica de viaje— es también una reflexión sobre las islas, aderezada con destellos de las aventuras que vivimos juntos en esos días: el violín de santería, la noche en el cabaret Las Vegas, los paseos por el Malecón.

Si Daniel usa el lenguaje para crear una isla interior (“Noche insular, jardines invisibles”, se titula un poema de Lezama), Juan Carlos dirige su mirada de narrador hacia los encuentros y desencuentros que se dan en las calles de La Habana entre cubanos y mexicanos. “Zafarrancho” cuenta la historia de una travesti habanera que se enamoró de un regiomontano que promete llevarla a vivir a su país, en donde tendrá todo lo que le hace falta en la Isla. Al llegar a México la cubana descubre que ese lugar no es el paraíso que había imaginado: dialéctica de ensueño y desilusión que experimenta todo cubano que abandona su tierra. 

Además del cuento, Juan Carlos compuso dos retratos en verso de La Habana, miniaturas poéticas: la primera es La Habana de Antón Arrufat, que es una ciudad literaria, llena de columnas y de ruinas por donde vagan los fantasmas de Virgilio Piñera y de Lezama; la otra es una Habana africana, poblada de babalaos y de santeros, una Habana “envuelta en celofán” que puede ofrecerse como regalo (“hoy me dieron una Habana envuelta para regalo”, presumía yo una noche, ante la consternación de mis amigos cubanos). 

A partir de su recorrido habanero, Pablo Soler Frost compuso un poemario que se llama, como una de las esquinas más concurridas de la capital, La acera del Louvre. Cada poema retrata un momento vivido con gran intensidad durante nuestro itinerario: en “Jinetero” interpela a un muchacho que vende su belleza en una esquina del Cabaret Las Vegas: “¿Qué tienes, jinetero, / qué tienes tras esa mirada / que aprendiste avieso / que me parece turbia aunque sea tan clara?”. Otro poema retrata, a vuelo de pájaro, los personajes variopintos que pueblan la ciudad:

Yo conocí en La Habana, 
poetas, jineteros, transexuales, 
informantes,                
libreros, una niña y un mendigo, 
efebos, policías, cineastas,
travestis, pájaros, choferes, 
santeros, novelistas, fotógrafxs,
disidentes, 
meseros, cantantes, un franciscano,
caimanes, novelistas y a un amigo.

Si los poemas de Pablo crean un espacio íntimo, el texto de Luis Felipe juega con el lenguaje del reporte policial: es el informe ficticio de un agente de la Seguridad del Estado encargado de vigilar las actividades de los poetas durante su estancia en La Habana. Como en esas páginas de El beso de la mujer araña en que un informante de la policía se esfuerza por describir, en un lenguaje burocrático, las peripecias de dos locas extravagantes que deambulan por las calles de Buenos Aires, este “chivatón” intenta descifrar el significado político de las aventuras habaneras de los mexicanos: 

“Se informa que nuestros agentes informan que los poetas Bautista y Saldaña, así como un sujeto de oficio incierto conocido entre ellos como ‘El muy amoroso’ bailaron con tal gracia, sabor, soltura, como si se empeñasen en desdecir su nacionalidad mexicana tan de suyo reprimida y taimada quizá con el fin de confundir a los agentes”.

La sección mexicana del libro cierra con las páginas del diario que el joven filósofo Oswaldo Gallo llevó durante su estancia en La Habana. En ellas cuenta sus andanzas por la ciudad al lado de Antón, de Pedro Juan Gutiérrez, de Wendy Guerra, de Carlos Díaz y de Carlos Celdrán.

Durante el primer viaje a La Habana nos acompañaron dos jóvenes cubanos: Andy Alfonso e Ingrid Brioso Rieumont, que están estudiando un doctorado en literatura en Princeton. Ambos viven a caballo entre Cuba y Estados Unidos y fueron excelentes traductores culturales. Gracias a nuestras aventuras, pudieron ver lugares que no conocían y apreciar la mirada, distante y cercana, analítica y gozosa, que los mexicanos dirigían a su país. 

¿Cómo vivieron ustedes esos días que pasamos juntos?, les pregunté a Ingrid y Andy, que me respondieron con los dos textos breves que cierran el libro. 

Los poetas —propone Andy— son como los cantantes de la canción del Trío Matamoros: ¿de dónde son los cantantes?, se pregunta. ¿Serán de La Habana? ¿Serán de la loma? En este caso son de México, aunque “cantan en llano”: cantantes-poetas que Andy retrata en un estilo vertiginoso y telegráfico. 

En “Apoteosis”, Ingrid cuenta una de las fiestas en que los poetas pudieron bailar con Antón y con otras personalidades del mundo habanero: es un texto con ritmo musical, que aproxima al lector a la alegría que fueron esos días y esos encuentros.


A veces pienso que yo también soy un refugiado mexicano en La Habana. Llevo muchos años viviendo en el extranjero y en los últimos viajes casi no reconozco mi país. 

En marzo de 2018 pasé un mes en la Ciudad de México y recuerdo mi desconcierto al leer las noticias cada mañana: una joven ahorcada con el cable de un teléfono público en la Ciudad Universitaria; tres estudiantes de cine asesinados por la policía en Guadalajara; fosas con restos humanos descubiertas en Guerrero; la indignación generalizada por el asesinato de los 43 estudiantes de Ayotzinapa. 

Ese mundo violento, asolado por un sadismo sin límites, no se parece al país de mi infancia, ese mundo apacible de los años setenta, con sus canciones de Cri-Cri, sus programas del Tío Gamboín y sus noticieros animados por Jacobo Zabludovski. Aquel México pacífico desapareció, arrasado por la historia del siglo XX. 

Pero recuerdo el sentimiento extraño —eso que Freud llamó lo unheimlich— que tuve la primera vez que viajé a Cuba, en 2002, y creí que había vuelto al lugar de mi infancia. Los supermercados habaneros, con sus anaqueles medio vacíos, eran idénticos a las tiendas del ISSSTE; los locutores de Radio Reloj hablaban en la misma voz anacrónica que los de la Hora Nacional; la televisión y la prensa parecían calcados del Canal 5 o del Excélsior; había que hacer cola, muchas colas; y la gente se alborotaba con la llegada de un nuevo cargamento de fayuca.

Quizás en lo que más se parecía La Habana a aquel México de mi infancia era en la seguridad: se podía andar a pie por las calles a toda hora del día y de la noche, hablar con la gente, entablar una amistad con un perfecto desconocido sin temor a toparse con un mochaorejas, un mataviejitas o un pozolero. 

Proust aseguraba que los únicos paraísos son los paraísos que hemos perdido. Será por eso que el mundo de mi infancia, en mis recuerdos, parece una utopía lejana. Quizás no haya sido un mundo mejor al de hoy, pero el solo hecho de haber desaparecido le confiere un aura utópica. Quizás por eso el día en que aterricé en La Habana sentí que había llegado a un paraíso que tenía algo de recobrado. 

¿Seré yo también un refugiado en La Habana? En mis últimos viajes a México, mientras camino por las calles y contemplo ese nuevo mundo globalizado y superconsumerista, pienso con nostalgia en La Habana. 

Allá no hay Seven-Elevens en cada esquina, ni Starbucks ni McDonalds, ni Ubers ni restaurantes veganos sirviendo muffins sin gluten. Allá no hay narcos, ni mafiosos armados con metralletas, ni secuestros express. Allá no hay Whatsapp ni Grindr, ni gente que escriba los plurales con x, ni palabras como “microagresión”. 

Lo que sí hay es goce, sol, juego: gente que liga por la calle y que dice “mi amor”, “mi vida”, “cariño”. Y cuentos, muchos cuentos. 

Al pasar por una esquina en la Colonia Roma en la que veo un restorán sirviendo chicken wings y litros de cerveza barata me pregunto: ¿Por qué no hay un éxodo en masa de México a La Habana? ¿Por qué no ha aparecido otra pequeña ciudad mexicana como la que retrató Carpentier? 

Quizá la creación de una pequeña ciudad mexicana en medio de La Habana terminaría siendo una pesadilla. De allí saldrían narcos que cobrarían derecho de piso a paladares y cuentrapropistas del Vedado y Miramar; sicarios armados con cuernos de chivo que desatarían balaceras en el Malecón; vendedores ambulantes que colgarían sus lonas rosas de las fachadas del Teatro Nacional y del Centro Gallego; franeleros que reservarían todos los lugares de estacionamiento de la isla para luego cobrarlos, en dólares, de ser posible. Ese México en miniatura terminaría por devorar a La Habana. 

Pero podríamos pensar en una manera más amable de recrear esa pequeña ciudad mexicana. Si los refugiados fueran poetas y escritores, músicos y filósofos, arquitectos y artistas, le darían a La Habana una inyección de adrenalina cultural, tal como hicieron los republicanos españoles que llegaron a México en los años treinta. Esa sí que sería una utopía dentro de la utopía: un verdadero paraíso recobrado.

¿Será eso lo que hicieron en La Habana Juan Carlos Bautista, Luis Felipe Fabre, Daniel Saldaña, Pablo Soler Frost y Oswaldo Gallo? ¿Recrear una pequeña ciudad mexicana en medio de la Isla? ¿Huir del horror para construir una utopía en el exilio? 

Como esos trabajadores que aparecen en los bajorrelieves del realismo socialista, también ellos se lanzaron a levantar un nuevo mundo, hecho todo de lenguaje. Una utopía que construyeron palabra por palabra, verso por verso: párrafos que se levantaban como las torres de una ciudad del futuro. 

Sí: también ellos fueron refugiados mexicanos en La Habana y entre todos edificaron esa pequeña ciudad de papel que se desdobla en estas páginas.




Rubén Gallo - Ladislao Aguado - Jorge Enrique Lage

“Cuando llego a La Habana siento que me doy baños de lenguaje”

Ladislao Aguado & Jorge Enrique Lage

Una entrevista con Rubén Gallo, autor del controvertido título Teoría y práctica de La Habana (JUS Ediciones, 2017).