El reguetón de la autocensura

He visto a las mentes más mediocres de mi generación salvadas por la cordura, satisfechas, opíparas, calurosamente tolerantes.

La autocensura es cómoda. Se desliza desde arriba y poco a poco su sombra en tu tamaño entra. Su pecho transpira al compás del tuyo. Sus dedos tamborilean vestidos de tus dedos.

La autocensura eres tú. Puedes describir también el mecanismo a partir del cual la autocensura, como una licuadora, se pone en marcha.

No escribir lo que la autocensura te dicta, sino escribir propiamente que la autocensura te dicta, y cómo lo hace, lo que eso provoca en ti. Debes hacerlo antes de que la autocensura se esparza por completo, como el fuego torpe e indómito que barre con el cultivo.

La autocensura te mata por exceso de amor. Tú quieres que se vaya, pero no se va, se asienta. Es un unicornio cerrero, no dócil, que pasta antes de la carrera en el yerbazal de tu mente y corroe la tierra con sus cascos. Es negro el unicornio, no azul.

Lo que hace finalmente que no denuncies con tu única arma, la escritura, es que la autocensura se ha instalado en el corazón de tu arma, la posee. No vas a escribir lo que no va a llegar a ningún lugar.

La autocensura te ahorra trabajo, te arropa como un abrigo de armiño, apenas pesa. Y tiene razón: lo que escribas no va a llegar a ningún lugar. Lo que escribas, además, ya saldrá autocensurado, para qué hacerlo.

La autocensura te autocensura para que no escribas de la autocensura, pero también te protege para que no te sigas autocensurando.

En la avenida de la filosofía, la autocensura es solipsismo por defecto de palabras, una carnicería semántica, y no por exceso de silencio. Además, te compadece. Bajo la premisa de que no la menciones, siempre estará dispuesta a librarte de cargos. Acusarla es acusarte a ti.

La autocensura es un soplón infiltrado. Actúa bajo la idea de que hay enemigos externos, censores, de los que ella te debe proteger. Pero es una espía de esos censores, enviada por ellos. Y es una espía tuya, enviada por ti.

Adonde los censores no llegan, llega la autocensura. Cuando los censores mueren, la autocensura permanece, como un cuerpo ingrávido, flotando y actuando a sus anchas.

Cuando la autocensura finalmente logra que seas el mayoral de tu esclavitud, entonces la autocensura ya deja de tener razón de ser. Ya no sería correcto seguir hablando de autocensura.

Adonde la autocensura no llega, llegas tú. Cuando la autocensura muere, tú permaneces. No cejes nunca en el empeño de que los terribles poderes del Estado te anestesien.

Es la felicidad.

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