Hay cosas que quiero saber sobre tus performances. Por ejemplo, sobre aquel en el evento de Rauschenberg. ¿Cómo se gestó?
Eso fue en 1988, cuando la gira que hizo Rauschenberg con su obra por varios países del mundo, entre ellos Cuba. La expo era tan grande que ocupó las principales salas de la capital. Nunca se había visto en la isla una muestra personal de tal magnitud y mucho menos de un artista “yanqui” de su calibre. Ni siquiera sabíamos que un artista podía llegar a tener tanto poderío como una estrella de rock. La Habana se desaguacató con la visita de Rauschenberg y en el mundillo del arte no se hablaba de otra cosa. Muchos artistas e intelectuales querían interpretar el acontecimiento, inédito en la revolu, como un augurio de apertura y cambio de rumbo, pero también hubo gente molesta por la incoherencia ideológica de todo aquello tras décadas de represión y tabú sobre la cultura capitalista. A los más jóvenes, que no habíamos sufrido las UMAP por llevar el pelo largo y escuchar música rock, nos divertía la incoherencia política y más aún la del público, que acudía a ver a Rauschenberg como si fuera un dios, cuando dentro de la isla estábamos creando un nuevo arte.
Resultaba muy gracioso que, después de casi tres décadas de revolu comunista y de experimentos sociales, para fabricar un hombre nuevo, los cubanos seguían actuando igual que cuando llegó Colón, cambiando el oro por espejitos. Para evidenciar ambas cosas —la ironía de la situación y al mismo tiempo la existencia de un nuevo arte made in Cuba—, se me ocurrió disfrazarme de indio para asistir a una conferencia de Rauschenberg en el patio del museo nacional.
Una vez en el museo, me comporté de forma normal, paseándome por el patio y saludando a conocidos y charlando, como cualquier otro espectador; como si llevara pantalón y camisa y no un taparrabos, arco, carcaj con flechas y una lanza en la mano. La gente se reía, pero me seguían la rima, porque entendían y disfrutaban la puya; al contrario de Rauschenberg, que no se enteraba de lo que estaba pasando, ya que la puya no iba dirigida a él, sino a los cubanos.
Técnicamente, fue una intervención, pero en aquella época todavía no existía esa expresión y a las acciones artísticas se les llamaba performances, happenings o arte efímero, al menos, que yo sepa. Se hablaba mucho de apropiación postmoderna; es decir, apropiación de estilos, tendencias, imágenes, espacios y lenguajes, pero no había una palabra para designar a los performances sorpresivos que se realizaban sin autorización ni previo aviso, aprovechando la celebración de otro evento. En la jerga de Artecalle, les llamábamos ataques o asaltos, y siguen pareciéndome los términos más adecuados.
¿Había que pedir permiso para realizar un performance?
En Cuba hay que pedir permiso para todo y cuando se trata de algo raro, inédito o polémico —como eran las acciones artísticas en la isla, en los 80—, no suelen dártelo o caes en un limbo burocrático —que viene a ser lo mismo—, ya que nadie quiere complicarse la vida firmando autorizaciones que luego puedan explotarle en la cara. Por eso es más seguro no pedir permiso, hacer lo que tengas que hacer y después que salga el sol por donde salga.
El 90 por ciento de las acciones que hice en Cuba —con Artecalle e individualmente—, fueron posibles por no solicitar autorización, de lo contrario nunca hubiéramos podido llevarlas a cabo. Contra la censura y la autocensura, hay que usar la pre-censura, que consiste en hacer la obra previendo todas las posibles reacciones, reprobaciones y obstáculos que pueda enfrentar para llegar al público y el modo de superarlos.
El Reviva la revolu, por ejemplo, tuve que envolverlo en periódicos para lograr exponerlo en la facultad de filología y quitárselos luego, cuando la muestra ya estaba inaugurada y el público llenaba la sala. Si los organizadores hubieran visto cómo era realmente la pieza, nunca me hubieran permitido exhibirla; no porque no les gustara o no la entendieran, sino porque la entendían y sabían que era una papa caliente. El texto era ambiguo, pero contenía la palabra revolución mutilada y eso era un sacrilegio.
El viaje a Cuba, sin el oneroso permiso de entrada, y las acciones en la embajada de Cuba en Madrid, realizados por ti años después, ¿entrarían en esta lógica del asalto de los tiempos de Artecalle de la que hablabas antes?
Sin duda alguna. Esos asaltos fueron planeados, no para conseguir entrar en la isla —cosa que tengo prohibida desde 2013, cuando fui apresado en La Habana al tratar de asistir a un evento por el día internacional de los derechos humanos que se celebraba en casa de Antonio Rodiles y de Ailer González, coordinadores del colectivo de activistas de oposición Estado de Sats—, sino para revelar, por medio del arte, la discriminación que sufren los cubanos que se salen del guion castrista.
Al pasar 25 horas seguidas metido en un avión, volando entre Madrid y Madrid para llegar a Cuba, a sabiendas de que no me dejarían poner un pie en tierra, estaba transformando un viaje en anti-viaje, interviniendo artísticamente al avión, como extensión simbólica del territorio cubano y de su cultura, a los que no puedo llegar.
Tanto en ese trabajo, como en las tres intervenciones que hice después en la embajada cubana en Madrid, mi objetivo era aprovechar la atención que puede generar un acto artístico de implicaciones políticas, para registrar en la historia —al menos en la de la cultura cubana, que es la única que ha logrado independizarse un poco de la leyenda oficial y contempla en su cronología algunos actos de censura que resultan imprescindibles para entender el desarrollo de la literatura y del arte cubanos después de 1959, como el caso Padilla o el éxodo de los 90, por ejemplo— un dato muy concreto sobre la revolu: que el castrismo emplea la discriminación y la marginación políticas como técnicas sistemáticas para moldear a la sociedad y a la cultura cubanas a su imagen y conveniencia. Si a un artista reconocido le impiden la entrada a su propio país, ¿qué no le harán al cubano de a pie para reprimir cualquier conducta o criterio que discrepe del régimen?
No se trata de asaltar o de intervenir el aeropuerto José Martí o la embajada cubana en Madrid, sino de asaltar la historia, dejando constancia en ella de cosas que nunca lo hubieran conseguido por vías convencionales. La dictadura me puede censurar, tachar de su mitología e impedirme entrar a la isla, pero la historia del arte cubano me absolverá. Una de las cosas que aprendí en Artecalle es que, en Cuba, mientras más te borran, más te recuerdan.
¿No ves ningún contrasentido en esa suerte de creencia en “la historia del arte cubano”, con lo canónica que es siempre toda historia (sobre todo de arte), y tu mirada totalmente iconoclasta de entenderte a ti mismo y a Artecalle como espacio de guerra?
No estaba hablando de reconocimiento personal y de palmaditas en la espalda, esas cosas nunca me han quitado el sueño. El reconocimiento del artista no es un objetivo del arte, sino un efecto secundario de la obra, que surge a veces; limitarse a lo contrario es la aberración que enseñan en el ISA. Me refería a la historia del arte cubano como herramienta expresiva, no como fin o recompensa.
Quiero decir, que la dictadura puede censurar, reprimir, marginar, manipular, desinformar…, pero si la obra de un artista consigue sortear todos los obstáculos y colarse por otras vías —aunque no sean las oficiales, ni las más ortodoxas— en la cronología de pequeños aportes y acontecimientos que sustentan al arte cubano, ya no hay dios que la borre. El artista seguirá sin reconocimiento oficial, pero la obra habrá cumplido su objetivo, que es sentar un precedente, abrir camino.
Yo llevo más de 30 años de carrera sin reconocimiento —maldito— por parte de Cuba y he adaptado mi ego y mi obra a esa circunstancia, que es el escenario histórico que me ha tocado vivir. Si te cortan las piernas, aprendes a caminar con las manos. Yo no nací con la idea de que el arte debe independizarse de cualquier poder y jugar un papel más activo en la vida civil, ni mi sueño era dar serenatas con gaiteros y mariachis, en guayatola, frente a la embajada cubana en Madrid; las circunstancias y las consecuencias de mi actitud ante ellas, me han llevado en esa dirección.
Toda mi visión del arte se construye a partir de la censura y de la marginación: ¿Se puede ser artista al margen del sistema? ¿Es el arte un bombín de mármol que el público te encasqueta o es un estado interior que puede ser alcanzado en silencio, al margen de cualquier observador? ¿Es el museo el que convierte en arte lo que atesora o es el arte lo que transforma al museo en tesoro? ¿Es el poder quien propicia el arte o es el arte quien crea la ilusión de poder? ¿Si el poder es corrupto, no debería el artista negarse a legitimarlo? ¿Es el artista sumiso el mejor amigo del tirano? ¿Es realmente un artista el artista domesticado? ¿No estará más cerca de cazar a un nuevo arte el artista jíbaro, que el que ha sido capado? ¿No se han convertido las reglas del mercado artístico en una nueva forma de castrar al artista? ¿Hay vida más allá de los museos y de los aplausos o el arte ya no pare más y sólo se repite con ligeras variaciones, como El lago de los cisnes? ¿No serán los museos los que han muerto y el arte está en otra parte? ¿Cuáles son los límites del arte para un artista que ha quemado sus naves y no tiene nada que perder?
Si restamos de la ecuación del arte las ambiciones materiales y las del ego, las estrechas reglas del mercado, los tabúes de la política de turno y los criterios del público, las posibilidades son infinitas.
¿Por esta razón es que te has negado a participar en exposiciones como Adiós utopía, por ejemplo?
Así es, aunque en realidad sí participé, pero a mi manera, no a la de los curadores del G2 (KGB cubana); mi obra fue la negación de Adiós Utopía. Niego la utopía revolucionaria, ya que nunca lo fue —la revolu siempre ha sido nacionalsocialismo con pespuntes rojos, para disimular— y niego el adiós a la utopía del arte, porque eso es lo que la dictadura persigue: hacernos creer que es utópico y atraernos hacia el lado oscuro del arte, donde la obra —despojada del lastre de la ética y reducido su instinto salvaje de transgredir cualquier límite- solo es un vehículo hacia el éxito comercial y el reconocimiento personal. Tientan al ego del artista, para corromperlo —¿No ves que el arte no cambia nada? No puedes cambiar el mundo, madura de una vez, te susurran. Piensa en tu obra y en el reconocimiento que merece. ¿Vas a dejar que otros se lleven todo el mérito? ¿Te vas a condenar al olvido por tonterías políticas? O como me dijo René Francisco en un messenger: mira a Picasso y a Magritte, fueron comunistas y no pasa nada. Deja la política a los políticos, que para eso están; lo que importa es la obra…— y así poder manipularlo mejor.
No me negué de entrada; primero traté de entender el proyecto que me proponían antes de tomar una decisión, pero no fue fácil, debido al secretismo que lo rodeaba. La expo me la propuso Gerardo Mosquera, advirtiéndome que no debía contárselo a nadie. Me dijo que una pieza mía —Reviva la revolu—, perdida en el museo nacional desde 1988, había aparecido por fin y que él quería incluirla en Adiós Utopía, por su importancia histórica y tal, pero no me pudo dar más detalles. Después me escribieron los cocuradores americanos y logré sacarles la lista de participantes y la estructura de la muestra, de las que deduje que la curaduría no era seria, desde un punto de vista artístico o histórico; únicamente cobraba sentido desde el ángulo político y el ángulo no me gustó nada.
La lista de artistas marginaba muchos nombres cardinales —incluso de colectivos enteros, como el grupo de Juan-Sí y Artecalle—, todos del exilio o gusanos declarados y aceptaba otros —como Kcho y Chago Armada—, cuyos méritos artísticos están dopados por el régimen. Colar esos nombres en la historia del arte cubano era una broma castrista de mal gusto —valga la redundancia—, como meter aquella instalación de vacas en el Salón de mayo del 68.
La listica también incluía obras de algunos artistas rebeldes del exilio y de dentro de la isla, pero la selección y/o el modo de clasificarlas y de presentarlas eran deliberadamente inocuos o propagandísticos para el régimen, obviando piezas incómodas políticamente, pero esenciales, artística e históricamente, para ilustrar el arte cubano posterior a la revolu, como supuestamente pretendía el discurso curatorial de Adiós Utopía. Obviaban al grupo Artecalle y, al mismo tiempo, me tentaban a exponer una obra mía, secuestrada por ellos durante décadas, pero curada de forma que pareciera emblemática de la revolu y no del chasco de toda una generación, como realmente fue.
Resultaba evidente que Adiós Utopía era parte de algún intercambio o negociación entre el gobierno de Cuba y el de Estados Unidos a raíz de la reconciliación diplomática entre ambos países y no un interés espontáneo y repentino —no muy riguroso que digamos— de varios museos americanos por el arte cubano. Supongo que, desde la óptica de Washington, se trataba de una concesión sin importancia, parte de un plan mayor, sin calcular las implicaciones que podía tener para la cultura cubana dejar la organización de tan significativa exposición en manos de instituciones castristas. Si los curadores del G2 lograban contar la historia a su manera, el éxodo de los 80 quedaría como un chapoteo desesperado por escapar de la crisis económica generada en la isla por la caída de la URSS y no como una prueba masiva y estrepitosa del fracaso cultural de la revolu: ¿Dentro de la revolu todo, pero en contra nada? Pues entonces no se vale todo dentro. ¿En qué quedamos? Mejor quédense la revolu y nosotros nos vamos con el arte a otra parte.
Dejarme “curar” por la revolu, no solo me pareció y me sigue pareciendo poco ético, sino también una idea extremadamente estúpida, como mear en mi propio fregadero y, por otro lado, no es imprescindible aceptar las reglas de los curadores —cubanos o no— para poder participar en determinado evento; negarlas también puede ser válido como obra, si tiene eco y sentido.
¿Reviva la revolu estuvo perdida en el Museo Nacional desde 1988?
Reviva la revolu se expuso dos veces, ambas en La Habana, en 1988, y luego desapareció. La primera vez fue en la expo colectiva No es solo lo que ves, en la facultad de filología y la segunda en la muestra también colectiva, Suave y Fresco, en el museo nacional. Cuando fui a recoger la instalación, había desaparecido. Nadie sabía nada. En 2002 regresé a Cuba, tras mi primera década en el exilio y realicé nuevas pesquisas, pero tampoco obtuve resultados y me olvidé del asunto, hasta 2016, cuando me escribió Mosquera para proponerme Adiós Utopía.
Pero bueno, qué se puede esperar de un museo pirata, cuya colección nació de los saqueos de los primeros años de la revolu. Aquello es como la cueva de Alí Babá y a cada rato revienta algún escándalo de robo o corrupción. Cuando me puse en contacto con el museo para recuperar la tela, acababan de nombrar a una militar como nueva directora, para tratar de contener el pillaje, así que imagínate.
Una de tus piezas más “likeadas” y que de alguna manera resume parte de lo que has hecho en los últimos años es la Guayatola. ¿Qué cosa es? ¿Qué deconstruye?
La Guayatola es una guayabera de seis bolsillos que llega hasta los tobillos, como una túnica mahometana y revela tantos patrones en común entre el castrismo y el extremismo islámico que un análisis ideológico no podría detectarlos fácilmente. La guayabera es una camisa tropical, típica de Cuba, México y otros países de América latina, mientras que la túnica es el hábito característico de los pueblos islámicos. Dos culturas y dos ideologías muy distantes y diferentes entre sí, pero, no obstante, cada vez más parecidas. Dos culturas asfixiadas bajo sistemas totalitarios que manipulan la tradición para alimentar el odio, el miedo y el fanatismo, aunque técnicamente uno sea comunista y el otro, religioso. Sus líderes, tanto imanes como dirigentes del PCC, se apoyan en textos sagrados como el Corán y El Capital respectivamente, se disfrazan con prendas blanquísimas y ascéticas barbas y les chiflan los machetes y los AK-47.
Se me ocurrió mirando la foto de una de esas limosinas cubanas, creadas al empatar dos ladas de la época soviética en plan monstruo de Frankenstein. Si se pueden cocer dos carros comunistas para confeccionar una limosina —a imagen y semejanza de las capitalistas—, también se pueden coser dos guayaberas para obtener una túnica fundamentalista, una guayatola.
La estrené tras volver de mi viaje entre España y España para no llegar a Cuba, en las intervenciones que realicé en la embajada cubana en Madrid y en las que hice después en dos galerías de París que exponían la obra de Kcho y de Lázaro Saavedra. También he vestido de guayatola en algunos vídeo-performances y en la mayoría de los dibujos que hice desde entonces, donde aparezco caracterizado como Maldito Menéndez, con guayatola, gafas y sombrero de papel periódico, como el Loquito de Nuez —personaje de cómic político, versión castrista del Bobo de Abela y de Liborio— cruzado con el Hombre Siniestro de Prohías. Y también expuse la guayatola como pieza objetual, cubriendo a un maniquí y con diversos complementos —como medallas, espuelas y un sombrero de yarey con forma de casco nazi—, en la expo La Moda de Cuba, que hice en 2016, en el Instituto Inferior de Arte, en Madrid.
Más de una vez has sido crítico con Kcho y Lázaro Saavedra en tu blog. Con Kcho se sobrentiende, por su colaboración abierta con el régimen cubano. Pero Saavedra no es el mismo caso. ¿Dónde o cuándo se jode —para ti— Lázaro Saavedra?
Kcho y Lázaro Saavedra son dos caras muy opuestas —es cierto—, pero de la misma moneda, que es la política cultural del régimen castrista. Una moneda muy pequeña en las primeras décadas de la revolu, en la que solo cabían los artistas consagrados a la misma, como Yanes, Korda o Nelson Domínguez, cuya tradición de artistas de la corte verde olivo —equivalente visual de la Nueva Trova—, continuó y perfeccionó Kcho, quien llegó a ser diputado a la Asamblea Nacional del Poder Popular y amigo personal del Fifo, pero que aumentó su diámetro en los 80, haciendo espacio en su círculo para otra clase de artistas —también revolucionistas, pero con visiones más críticas o menos panfletarias y estéticas innovadoras— como Elso Padilla —el único miembro de Volumen I que no se fue de Cuba, ya que murió muy joven— y Lázaro Saavedra.
Los censores cubanos —camuflados ahora como curadores— se dieron cuenta de que reprimir a los artistas rebeldes resulta un remedio peor que la enfermedad —marchan al exilio, echan pestes de la revolu por donde quiera que pasan y son un mal ejemplo para las nuevas generaciones—, e innecesario, ya que podían neutralizarlos mejor a base de reconocimiento artístico y éxito comercial, para transformar sus rencores en agradecimiento y su inconformismo en complicidad. También descubrieron que las críticas lanzadas desde el arte suelen rebotar entre las paredes del mundo artístico sin salir de ellas, hasta que pierden toda su fuerza y, al final, se convierten en más propaganda de la revolu, que, en su infinita generosidad, promociona la obra de creadores contestatarios, siempre que residan en Cuba y no hagan declaraciones contra el régimen.
Lázaro es un tipo culto, inteligente y con mucho talento —como Silvio Rodríguez—, a diferencia de Kcho —que vendría a ser Sara González—, pero ambos son igual de ambiciosos y oportunistas. Kcho tuvo que guataquearle al Fifo y prestarse a sus numeritos para llegar arriba y Lázaro tuvo que quedarse en la isla, cuando la mayoría de sus amigos y compañeros de generación la abandonaron en los 90 y trabajar en una microbrigada de construcción para probar su fidelidad a la revolu. A Kcho lo hicieron diputado y a Lázaro profesor del ISA, para que predicaran las bondades del sistema desde sus respectivos púlpitos. Kcho se para frente al Capitolio, en Washington, con una bandera del 26 de julio, mientras Lázaro publica una carta contra Tania Bruguera, por su intento de performance en la Plaza de la revolu. Al final, ambos exponen individualmente en dos prestigiosas galerías de París en las mismas fechas. Sus discursos pueden ser muy diferentes, pero los representan los mismos curadores e instituciones del régimen y, a su vez, ellos representan al régimen, aunque sea desde calles opuestas de París. Por eso intervine las dos exposiciones el mismo día, como parte de una misma acción, para revelar la relación invisible entre ambas.
El contenido de la obra ya no es suficiente para que el arte pueda influir en la sociedad y mantener su valor, más allá del comercial; para ello debe ser reforzado con la actitud del creador. De nada vale ya pararse con un martillo frente a una vidriera, si no tienes timbales para romperla. Es la coherencia —además de la calidad— entre el discurso y la vida del artista lo que legitima a su obra y le diferencia de pintores de corte, ilustradores, diseñadores y artesanos, que trabajan por encargo, sin libre albedrío —lo mismo pasa con la figura del revolucionario, que puede desgañitarse durante horas contra el capitalismo, pero si vive como un burgués o un hacendado, su discurso es tan hipócrita como el de cualquier otro político—. Artistas como Lázaro Saavedra, René Francisco y Glexis Novoa —entre otros— han sacado provecho de la crítica cosmética a la revolu, pero sin cortar el cordón umbilical con ella, como hizo la mayor parte de la generación de los 80. Sus obras pueden parecer críticas e incluso ser buenas, pero pierden su sentido original y credibilidad, cuando sus autores trabajan para instituciones de la dictadura.
Existe una innegable relación entre la coherencia conceptual de la obra de un artista y su ética como individuo; el equilibrio entre ambas —coherencia y ética— es proporcional a la autenticidad de su discurso y, por eso, la deontología particular que asume el arte en cada cultura puede ayudarnos a medir la coherencia e integridad de la sociedad que la produce. La corrupción de los artistas cubanos, por ejemplo, que sirven a instituciones y políticas en las que no creen, refleja el estado de Cuba bajo el castrismo.
También la percepción de lo que es bello o no —la estética—, es relativa a la entereza o descomposición de las sociedades bajo distintos sistemas políticos; por eso el arte es cada vez más importante para estudiar la cordura de la sociedad —al igual que las matemáticas son fundamentales para el desarrollo de la astronomía—, pues la estética de cada cultura, la noción de lo que es bello y de lo que es feo, representa también su concepción del bien y del mal, fruto de su realidad.
¿Cómo lees las balsas de Kcho?
Las balsas no son de Kcho, sino de los cubanos que prefieren jugarse la vida en el estrecho de la Florida a seguir en Cuba, sin libertad, ni futuro. Tampoco fue Kcho el primer artista en usar la balsa como alegoría de la tragedia migratoria cubana; ya lo habían hecho antes Cruz Azaceta y José Bedia y con mucha más fuerza artística, ya que ambos son inmigrantes y se identifican con los balseros, a diferencia de Kcho, que al vivir en Cuba y ser un artista del régimen, los ve como a desertores económicos, víctimas del bloqueo imperialista y tal.
La moraleja es que la apropiación es un arma de doble filo, como los memes. Una persona puede apropiarse de cualquier símbolo o significante, pero el que viene detrás también puede hacerlo. Kcho puede apropiarse de las balsas, pero atrás vengo yo y me apropio de Kcho, con balsas, remos y todo, como hice en la intervención a su expo en París, llenando de salvavidas infantiles multicolores una de sus pirámides de botes y remos de madera.
La cultura no es propiedad de nadie —ni de los artistas, ni del público, ni de las de instituciones, patrias, clases o pueblos enteros—, es un código abierto que evoluciona con cada aporte que se le hace y se alimenta de cualquier cosa y no atiende a leyes, solo al impulso de seguir ascendiendo, como las cabras. La apropiación artística es un recurso de experimentación conceptual, en aras de la evolución del arte y no un modo de acaparar imágenes y símbolos para engordar el estilo personal de un artista o para que un gobierno manipule la cultura y la opinión pública.
Por cierto, el gobierno cubano ha insistido más de una vez en que la cultura cubana es una sola, intentando —qué otra cosa se puede esperar del castrofascismo— anular o borrar todo lo que se ha creado desde el exilio…
Ya te digo, la cultura no es un tangible que se pueda dimensionar y cualquier intento por administrarla es sospechoso, especialmente si viene del ámbito político y más aún del cubano. Cultura es todo lo que ocurre en el horizonte de la humanidad, incluyendo la forma en que excretan las mascotas o envejecen las piedras en los templos y los recuerdos y sueños de la gente. Muchos exiliados cubanos, por ejemplo, tenemos cierta pesadilla recurrente en la que nos vemos, de pronto, de vuelta en Cuba sin pasaporte ni dinero para volver a escapar; fenómeno cultural que, lógicamente, no padecen los cubanos de la isla, pero que compartimos con otros inmigrantes de países comunistas. ¿Quedan por eso excluidos de la cultura cubana los traumas y sueños de millones de exiliados cubanos o, por el contrario -si los contiene-, significa que, a su vez, la cultura cubana forma parte de la cultura mundial emigrante desde 1959? Qué somos ¿cubanos o palestinos?
Si la cultura fuera una sola, como afirman ahora los cabalistas del castrismo —lo cual constituye, de entrada, una incoherencia de proporciones descaradas, pues ignora décadas de censura y discriminación ideológica bajo los Castro—, no se podría responder a esas contradicciones. Para lograr explicar la compleja naturaleza de la cultura hay que concebirla como un proceso constante e ilimitado, como el pensamiento, y no como un listado de productos culturales que puedan clasificarse por épocas, países, idiomas, estilos, razas, sexos, clases sociales o ideas políticas.
Las fronteras políticas, al igual que las etiquetas comerciales o académicas, siempre fueron ilusiones que ya no pueden contener a la cultura, porque los medios de creación y de comunicación se han perfeccionado y abaratado a tal grado, que resultan asequibles para toda la gente —al menos en los países democráticos—, que la enriquecen y propagan a su manera, a través de vínculos sociales libres que trascienden cualquier orden o limitación.
La cultura ya no es monopolio de las instituciones culturales, salvo en los totalitarismos, como Cuba. Si la cultura cubana ha experimentado un crecimiento exponencial desde los años 60, no ha sido gracias a la revolu, sino a las migraciones de cubanos que huyen de la misma desde que la infamia tomó el poder. Si la cultura fuera una sola, la cubana no estaría en Cuba, sino en el exilio. ¿Dónde si no es posible una entrevista como ésta?
En tus dibujos y series te apropias con frecuencia del adjetivo “gusano” para definir el arte (o tu arte). ¿Por qué usar un término tan despectivo y jodidamente ideológico para designar algo que rebasa a la política y en muchos casos, incluso, a la actualidad?
Lo gusano forma parte del imaginario cubano, tanto dentro como fuera de la isla y, por esa razón, puede emplearse como ideograma en el arte para expresar el conflicto entre ambas orillas. Además, no existe otro término mejor para ilustrar el ciclo evolutivo del cubano, que empieza en Cuba como gusano, hasta que se libera y acaba volando al exilio.
El castrismo —cinturón negro en la técnica de tergiversar el significado de las cosas— se apropió de la palabra gusano y la despojó de todas sus acepciones, salvo las peyorativas, para descalificar y discriminar a los cubanos que discrepan de su régimen, pero la apropiación —insisto— es un arma de doble filo y, tras casi 40 años desde los sucesos del Mariel —cuando el Fifo puso de moda el apelativo gusano—, existen hoy millones de cubanos que se identifican como gusanos, pero con orgullo, pues el éxito de la comunidad cubana en el exilio y el fracaso del comunismo en todas partes han renovado su significado; así que yo también me apropio del gusano, lo reciclo desde el arte y lo devuelvo contra la revolu. Hay que convertir la maldición en venganza.
Llevo ya más de la mitad de mi vida en el exilio. ¿Sigo siendo cubano o ahora soy español o norteamericano? No, en todo caso soy gusano, y mi obra no es arte cubano sino arte gusano, que abarca y trasciende lo cubano. Todo lo cubano está manipulado por el gobierno y apesta a naftalina y chovinismo —base de todos los extremismos—, mientras que lo gusano huele a carretera y pelo suelto. Deberíamos celebrar el día del orgullo gusano y erigir un monumento al gusano desconocido y, todos los artistas del exilio y del insilio, podríamos adoptar la etiqueta #artegusano como declaración de principios —la cultura no tiene denominación de origen— para destacarnos, como fenómeno sociológico y como movimiento artístico independiente, de la cultura oficial cubana.
Pero, igualmente, reconozco que los gusanos me resultan muy simpáticos gráficamente y opino que pueden ser bastante didácticos a la hora de codificar la realidad cubana —junto con las moscas, las cacas y los pedos—, que es muy mierdera. También creo que poseen propiedades terapéuticas; al menos a mí me sienta de maravilla garabatear al Fifo cagalitroso y huyendo en silla de ruedas, perseguido por moscas y gusanos. En serio, se lo recomiendo a todo el mundo: cuando agarro cualquier berro, me dibujo un Fifito y se me pasa y, cuando tengo dudas sobre cuál camino tomar, me trazo un Marticito y le consulto.
¿Te gustaba, de niño, jugar con la caca?
Mi madre me contó que a veces me encontraba en la cuna, muy concentrado, modelando bolitas de caca. No recuerdo si también me las comía, pero es muy posible, ya que eran los años 70 y Cuba estaba en la tea. Escaseaba la comida, aunque tuvieras dinero, y mis padres no tenían ni libreta de abastecimiento, ya que residían ilegalmente en La Habana.
En cualquier caso, fue una etapa corta; mi encopresis es puramente artística y empezó después de los 40. Pero sí, hay algo de regresión a la infancia cuando me pongo a dibujar y mi relación con mi obra es parecida a la de un crío con su caca: la considero una extensión de mí mismo y me gusta hacerla a mi manera, sin que nadie me supervise y lo mismo puedo ofrecerla como regalo que arrojarla como castigo.
Lo escatológico siempre es impactante y la caca nunca pasa de moda. Las defecaciones y todo lo relacionado con ellas —pedos, peste, corrupción, muerte, gusanos, moscas, etc.—, pueden provocar aversión e hilaridad al mismo tiempo y llevarnos a un estado sublime de comprensión, puesto que la realidad nunca es bella o fea, buena o mala exclusivamente, sino una amalgama de todo, y todos cagamos y morimos en la vida, independientemente de lo que hagamos entremedias; de ahí que el lenguaje fecal sea tan apropiado para ejercer la crítica y diseccionar sistemas o fenómenos corruptos como el cubano.
La mierda es un código universal, mientras que lo cubano todavía es un universo desconocido —gracias a la revolu—, pero si los combinamos: caca y Cuba, podemos universalizar nuestra cultura y compartir nuestros conflictos, para evitárselos a otros pueblos y planetas.
Para terminar, ¿crees que un día en las escuelas cubanas de arte podrá enseñarse algo así como historia del arte gusano?
Creo que llegará el día en que existan escuelas en Cuba y no centros de confusión organizada como ocurre desde 1961, cuando el Fifo proclamó que la revolu había alfabetizado a casi un millón de campesinos en pocos meses —algo muy difícil de creer e imposible de verificar—, cuando lo que realmente hizo la campaña de alfabetización fue servir de tapadera para localizar y eliminar a sus opositores en las zonas rurales del país y alfabetización era un eufemismo de sometimiento y doctrina. Sobre esa mentira se construyó el mito de la calidad de la educación revolucionaria y, a su vez, el mito sirvió para legitimar la prohibición de la educación privada en la isla y la implementación del sistema nacional de educación obligatoria, que legalizó todos los experimentos de lavado de cerebro y ganadería social que la dictadura ha llevado a cabo desde entonces para alienar a la población y manipular a la opinión pública internacional con el objetivo de perpetuarse en el poder, entre los que destacan los desarrollados en las escuelas de artes.
Creo que el arte gusano será el arte cubano que contemple la historia del arte en el futuro, pues será el único arte representativo del periodo castrista y no representativo del castrismo durante su largo y rojo período, siempre que la guerra, que aún vivimos, entre el mundo libre y los totalitarismos, la gane la democracia. En caso contrario, el arte será sustituido por la artesanía ideológica de cada régimen y la historia del arte llegará a su fin.
Si yo pudiera dar una clase en el ISA —además de calzarme a todas las niñas lindas e hijas de generales que pueda—, le advertiría a mis alumnos que el arte, como lo entendemos hoy en día —vehículo de expresión individual y de experimentación filosófica y no simple artesanía o creatividad por encargo—, es un concepto y producto occidental nacido en la antigua Grecia, mellizo de la democracia y conectado a ella hasta la muerte por el vínculo invisible de la libertad de pensamiento en la que se basa nuestra cultura y que, por lo tanto, todo el arte fabricado bajo regímenes totalitarios —empezando por el de Cuba— es, básicamente, artesanía popular y propaganda política o religiosa, no arte, a menos que la obra o el artista cuestione de algún modo al sistema.
Les explicaría que todo lo que les han enseñado en Cuba está deliberadamente contaminado para alienarlos y solo puedan avanzar en la misma dirección del régimen, como si fueran caballos con anteojeras; que el auge del arte conceptual en la isla no se debe al supuesto nivelazo de la educación cubana, sino al hecho que, de todos los lenguajes artísticos, el arte de ideas es el más barato de enseñar, ya que no precisa materiales ni herramientas especiales, tan solo locales y profesores con mucha labia, aunque carezcan de talento o integridad y —si me da tiempo antes de que la policía me saque por los pelos del aula— les aconsejaría que nunca den por cierto algo que no puedan verificar —que no crean ni en sus madres— y que, ante las dudas, es mejor que se orienten por la biología, antes que por la historia o cualquier otra teoría del arte o política, pues las únicas cosas que sabemos con certeza sobre la vida se las debemos a la ciencia.
En última instancia, la humanidad es una especie animal y sus verdaderas leyes son las biológicas. Los humanos desarrollamos el pensamiento como estrategia evolutiva, al igual que los camaleones desarrollaron el camuflaje y las mofetas las glándulas anales. Desde ese principio, el objetivo fundamental de cada individuo es perfeccionar el intelecto para fortalecer a la especie; así que, cuando no tengan muy claro qué es el arte o lo que significa ser artista, no se escondan ni la caguen; piensen —que para eso somos humanos y no camaleones ni mofetas— el modo en que la obra pueda aportar algo a la evolución del homo sapiens, antes que a nuestro bolsillo, a dios, a la patria, a la revolu o a cualquier otra causa.
Piensen y si no encuentran el modo de hacer algo por la especie, no se desanimen, ni se pasen al lado oscuro; sigan buscando, porque en eso consiste el arte.
Arte o muerte, y ya veremos.