Cómo derrocar a Maduro

El último día de octubre, el programa “60 Minutes”, de la cadena CBS, preguntó al presidente de Estados Unidos, Donald Trump, por su política hacia Venezuela y por su opinión sobre el dictador de ese país, Nicolás Maduro. “¿Tiene Maduro los días contados como presidente?”, preguntó Norah O’Donnell. “Diría que sí”, respondió Trump. “Creo que sí, sí”.

Esa respuesta flemática fue un buen resumen de la política actual de Estados Unidos: Washington es partidario del derrocamiento de Maduro, pero su postura carece de claridad y no está respaldada por las acciones —incluidos ataques militares dentro de Venezuela— que producirían el resultado que los funcionarios estadounidenses parecen desear. Y ahí radica el peligro para Trump y su administración: que, después de muchos golpes de pecho y de una demostración de fuerza naval dirigida contra Maduro, terminen dejándolo en el poder. En ese escenario, Maduro saldría como el superviviente que derrotó a Trump y habría demostrado que la influencia estadounidense en el hemisferio occidental es, en el mejor de los casos, limitada.

La salida de Maduro, en cambio, favorecería los intereses de Washington, protegería la seguridad nacional de Estados Unidos y beneficiaría a los venezolanos y a sus vecinos. Un cambio de régimen reduciría la migración hacia Estados Unidos, disminuiría el narcotráfico, aumentaría la libertad y la prosperidad en Venezuela y pondría fin a la cooperación del país con China, Cuba, Irán y Rusia, que brinda a Estados hostiles a los intereses estadounidenses una base de operaciones en el territorio continental sudamericano.

El uso de la fuerza militar estadounidense para derrocar a Maduro no estaría exento de riesgos. Podría no lograr poner fin al régimen de Maduro y podría suscitar manifestaciones contra Estados Unidos. Pero el cambio de régimen no requeriría despliegues terrestres de fuerzas estadounidenses, salvo, como máximo, incursiones de fuerzas especiales contra figuras del régimen que ya han sido procesadas por narcoterrorismo por la justicia estadounidense. 

La posible ganancia para Estados Unidos derivada del colapso del régimen de Maduro supera con creces el riesgo, porque pondría fin a una dictadura brutal que depende del narcotráfico para mantenerse a flote y abriría la puerta a la recuperación económica de Venezuela. Eso pondría fin a la migración masiva de venezolanos y reduciría el papel de Venezuela en los flujos de cocaína hacia Estados Unidos.

Más recientemente, Trump ha dejado abierta la posibilidad de mantener más conversaciones con Maduro, al tiempo que también señalaba que el despliegue de tropas estadounidenses en Venezuela seguía siendo una opción. La administración Trump debería eliminar esta ambigüedad y dejar claro que tiene la intención de ocuparse no solo de los síntomas del problema —el tráfico de oro, drogas y seres humanos; la migración masiva; la violencia; y la inestabilidad—, sino de su causa raíz: el régimen de Maduro.



El dictador narcotraficante

En 2019, hacia el final de su primer mandato, Trump puso en marcha una campaña de presión contra el régimen de Maduro. En ese momento yo ejercía como representante especial para Venezuela en el Departamento de Estado de EE. UU. y ayudé a organizar esfuerzos diplomáticos y duras sanciones económicas para deslegitimar y debilitar a Maduro. Casi 60 países se sumaron a Estados Unidos en reconocer a Juan Guaidó, entonces presidente de la Asamblea Nacional, como legítimo presidente interino de Venezuela. La teoría era que la presidencia estaba vacante porque Maduro había robado las elecciones presidenciales de 2018 —lo cual hizo.

Pero esos esfuerzos estadounidenses fracasaron, porque la presión económica y diplomática fue sencillamente insuficiente frente a un régimen dispuesto a usar la violencia y la brutal represión contra el pueblo venezolano para mantenerse en el poder. Cuando Trump dejó el cargo en 2021, Maduro seguía gobernando Venezuela. En los años siguientes, la represión, la ruina económica, los flujos de refugiados y el tráfico de drogas, oro y seres humanos han continuado. Pero en las elecciones presidenciales de 2024, el dirigente opositor Edmundo González arrasó a Maduro en las urnas, dejando claro que los venezolanos quieren poner fin al mandato del dictador. Aun así, Maduro se negó a aceptar el resultado.

Ya en 2020, Maduro había sido encausado por fiscales federales estadounidenses, que le imputaron, entre otros cargos, conspirar para cometer actos de narcoterrorismo y dirigir una organización de narcotráfico conocida como el Cártel de los Soles. El Departamento de Estado anunció una recompensa de 15 millones de dólares por información que condujera a su detención; el pasado enero, esa cifra se elevó a 25 millones. El verano pasado, el Departamento del Tesoro sancionó al cártel como entidad terrorista mundial especialmente designada, y la recompensa se duplicó hasta 50 millones de dólares.

Además de esta presión diplomática, política, económica y legal, la administración Trump ha añadido formas más directas de coerción. En el primer mandato de Trump solíamos decir que “todas las opciones están sobre la mesa”, pero el gobierno no tomó ninguna medida militar contra Maduro. Y la falta de entusiasmo y compromiso con el objetivo de derrocar al régimen (y quizá también de capacidad) hizo que Washington tampoco emprendiera acciones encubiertas eficaces. En cambio, en los últimos meses, Estados Unidos ha atacado cerca de dos docenas de barcos en el Caribe y en el Pacífico occidental, y su mayor y más avanzado portaaviones, el USS Gerald R. Ford, llegó a la zona el 16 de noviembre.

Por lo general, la Cuarta Flota de EE. UU., que cubre América Latina y las aguas adyacentes, no tiene buques asignados de forma permanente y solo suele contar con entre cuatro y seis buques de superficie bajo su mando. Hoy, alrededor de una docena de buques de superficie, incluido el Gerald R. Ford y un submarino de ataque nuclear, además de una cantidad considerable de medios aéreos, han sido enviados a la región. Esto sugiere que la lista de objetivos se ampliará para incluir blancos dentro de Venezuela. “Desde luego estamos mirando ahora hacia tierra, porque tenemos el mar muy bien controlado”, dijo Trump a mediados de octubre. Por la misma época, funcionarios estadounidenses dijeron a The New York Times que Trump había autorizado a la CIA a llevar a cabo un programa de acciones encubiertas dentro de Venezuela, aunque sus parámetros y objetivos siguen siendo secretos.

Hasta ahora, la administración Trump ha presentado todas estas medidas como destinadas a frenar el narcotráfico del régimen de Maduro, no a derrocar al dictador. Como dijo el secretario de Estado Marco Rubio, “esta es una operación antidroga”. The New York Times informó recientemente de que Rubio mantuvo a principios de este mes una reunión privada con los líderes de la Cámara de Representantes y del Senado en la que “insistió en que sacar al señor Maduro del poder no era el objetivo de la administración”. Pero si Maduro no es el líder legítimo de Venezuela y es, en cambio, un narcoterrorista y jefe de un cártel, resultaría difícil entender por qué la administración Trump rodearía el país con una gigantesca armada para luego dejarlo en el poder.

Esta no es la única anomalía de la política actual. Pese a las estrictas sanciones económicas de Estados Unidos, Trump sigue permitiendo que Chevron extraiga petróleo en Venezuela y entregue parte de ese crudo al régimen de Maduro como forma de pago de impuestos. Luego Maduro vende ese petróleo a cambio de efectivo. En consecuencia, esta “excepción Chevron” a las sanciones le ayuda a mantenerse en el poder.

Trump también ha retirado el estatus de protección temporal que la administración Biden concedió a cientos de miles de venezolanos que buscaron refugio en Estados Unidos. En la práctica, esto significa que la administración Trump les está diciendo que regresen a un país respecto del cual la advertencia de viaje del Departamento de Estado dice a los estadounidenses lo siguiente: “No viaje ni permanezca en Venezuela debido al alto riesgo de detención arbitraria, tortura durante la detención, terrorismo, secuestro, aplicación arbitraria de las leyes locales, delincuencia, disturbios civiles y una deficiente infraestructura sanitaria. Se recomienda encarecidamente a todos los ciudadanos estadounidenses y residentes permanentes legales que se encuentran en Venezuela que abandonen el país de inmediato”. Y continúa: “Los delitos violentos, como homicidio, robo a mano armada, secuestro y robo de vehículos, son frecuentes… La policía y las fuerzas de seguridad han impuesto una brutal represión de las manifestaciones prodemocracia o contrarias al régimen”. 

Describir a Venezuela como un infierno en la tierra dirigido por un criminal despiadado y, acto seguido, poner fin al estatus de protección temporal revela unos motivos contradictorios y la ausencia de una política clara.

Por último, mantener a Maduro en el poder también implica mantener intactos sus vínculos con China, Cuba, Irán y Rusia. Durante el primer mandato de Trump, el gobierno recibió informes fiables sobre planes iraníes para transferir misiles a Venezuela —algo que la administración consideró inaceptable y que detendría, recurriendo a la fuerza si fuera necesario—. Esa amenaza se transmitió a Venezuela e Irán, y las transferencias nunca se llevaron a cabo. 

Los drones iraníes que pueden alcanzar Israel desde territorio iraní también pueden llegar a territorio estadounidense desde Venezuela, alcanzando potencialmente Puerto Rico y las instalaciones estadounidenses allí ubicadas. Hoy Irán utiliza Venezuela como base para actividades de Hezbolá, blanqueo de dinero, adquisición de pasaportes en blanco para su uso por parte de sus agentes y otras acciones que Trump debería detener poniendo fin al régimen que las permite. De lo contrario, continuarán y se intensificarán cada vez que ello convenga a Irán.

En cuanto a Cuba, el régimen de Maduro le entrega, en promedio, entre 30.000 y 50.000 barriles de petróleo al día, gratis o con enormes descuentos, una fuente de apoyo crucial para el régimen comunista de La Habana. Un gobierno democrático en Caracas pondría fin a ese subsidio a la represión. También expulsaría al personal militar ruso que suele encontrarse en el país para entrenar a las fuerzas venezolanas y pondría fin a la dependencia de Venezuela del equipamiento militar ruso y chino.



De la guerra psicológica a las operaciones especiales

Hasta ahora, el enfoque de Trump se parece sobre todo a una operación psicológica, también conocida como psyop. La revelación pública de que existe un programa encubierto de la CIA parece formar parte de ello. Si estalla un transformador eléctrico en algún lugar de Venezuela, sería difícil decir si se debe a años de falta de mantenimiento o a un acto de sabotaje. La duplicación de la recompensa por Maduro pretendía claramente incentivar a funcionarios del régimen o a mandos militares a romper con él ahora. 

Cabe suponer que una de las tareas de la CIA es transmitirles que Maduro va a caer, pero que ellos no tienen por qué caer con él. Ese mensaje debería incluir la posibilidad de una amnistía (algo que ha acompañado todas las transiciones a la democracia en América Latina) y garantías de que, bajo un gobierno democrático, las fuerzas armadas venezolanas estarían mejor equipadas y serían más profesionales, con amplias posibilidades de ascenso una vez apartados algunos de los principales compinches de Maduro. 

Los ataques actuales contra embarcaciones y la consiguiente reducción del tráfico marítimo de drogas pueden ayudar a reducir el efectivo del que dispone Maduro para seguir comprando apoyo militar.

Pero las fuerzas armadas de Venezuela están impregnadas de agentes de inteligencia cubanos o formados por Cuba, cuya tarea específica es impedir golpes de Estado. A lo largo de los años ha habido abundante malestar militar en Venezuela, y cientos de oficiales han sido detenidos y siguen en las cárceles infernales del régimen (o han muerto en ellas).

El año pasado, un exteniente del ejército venezolano convertido en disidente, Ronald Ojeda, fue asesinado mientras vivía exiliado en Chile, un crimen que el gobierno chileno, de izquierdas, atribuyó a “instrucciones u órdenes dadas por las autoridades venezolanas”. El caso demuestra no solo el carácter criminal y terrorista del régimen de Maduro, sino también el grado de nerviosismo que le provoca cualquier disidencia en el estamento militar.

Las acciones de Trump hasta ahora han elevado las apuestas para él y para Estados Unidos, y la oposición democrática venezolana lo respalda plenamente. María Corina Machado, líder de la oposición y reciente premio Nobel de la Paz, calificó los movimientos de Trump de “absolutamente correctos” y llamó a Maduro “la cabeza de esta estructura narcoterrorista que ha declarado la guerra al pueblo venezolano y a las naciones democráticas de la región. (…) Maduro empezó esta guerra y el presidente Trump está terminando esa guerra”.

Pero la victoria de la oposición democrática y de Trump, y el fin del régimen, no están garantizados. Es posible que, si la flota estadounidense se mantiene en la zona y se endurecen las sanciones económicas, los ingresos del régimen disminuyan de forma constante y, con ellos, su capacidad de seguir comprando apoyos. Pero el régimen ha tenido décadas para blindarse contra golpes de Estado con la ayuda decisiva de Cuba. Limitarse a estrangularlo económicamente no bastará: debe ser obligado a abandonar el poder mediante ataques militares, que desmantelen las estructuras de apoyo del régimen, incluidas las de las fuerzas armadas, y hagan que estas teman por su propio futuro.

El objetivo de la acción militar debería ser paralizar el narcotráfico del régimen y demostrar a la cúpula de las fuerzas armadas venezolanas y a todos, salvo al pequeño círculo íntimo de Maduro, que esto se ha acabado, que Maduro está sentenciado y que la mejor manera de proteger su futuro es apartarlo y negociar la instalación del próximo gobierno.

Verán el inicio del uso de la fuerza por parte de Estados Unidos, pero no sabrán dónde puede terminar: se quedarán preguntándose si habrá más ataques contra objetivos militares o contra activos físicos del régimen, si Washington utilizará fuerzas especiales para detener a los dirigentes del régimen ya procesados, e incluso si Estados Unidos podría llevar a cabo una pequeña invasión. 

Trump acierta al decir que no ha descartado nada, porque el uso limitado de la fuerza es, en cierto modo, otra operación psicológica, que amenaza con algo mayor si Maduro no es apartado. El objetivo es sustituir la confianza del régimen por el miedo; y, las exhibiciones de lealtad de los miembros del círculo íntimo por la búsqueda de salidas de emergencia.

Y la salida de emergencia debe estar clara: la salida de Maduro del poder, seguida de la instalación de un gobierno legítimo encabezado por González, seguida de la recuperación económica, de elecciones libres y del tipo de amnistía negociada (para todos salvo las figuras de más alto nivel del régimen) y de reconciliación nacional que ha sido posible en otros países latinoamericanos tras la caída de dictaduras. 

La lealtad del ejército y de la policía al nuevo gobierno no puede darse por sentada, por supuesto, pero si este puede pagarles utilizando activos congelados o préstamos, su fidelidad al ya derrocado Maduro desaparecerá rápidamente. Al fin y al cabo, los soldados también son ciudadanos venezolanos, que han visto cómo sus propias familias y vecinos se han visto obligados a vivir —o a huir— bajo el mandato de Maduro.

No sería ni prudente ni necesario desplegar fuerzas terrestres estadounidenses en Venezuela. Pero crear las condiciones para el derrocamiento de Maduro exigirá golpear algo más que las embarcaciones dedicadas al narcotráfico en aguas internacionales, porque esos ataques no transmiten a los venezolanos que el régimen está realmente bajo una grave amenaza de perder el poder. 

En primer lugar, Washington debería ampliar su lista de objetivos para incluir las lanchas rápidas del narcotráfico en los puertos, además de las que operan en alta mar, porque la amenaza debe hacerse sentir directamente en las fuerzas armadas venezolanas. 

Para proteger a los aviones estadounidenses que pudieran atacar objetivos en Venezuela (y para demostrar que dichos ataques están previstos), las fuerzas estadounidenses deberían destruir los sistemas de defensa aérea de Venezuela, los cazas F-16 de la base aérea de Palo Negro y los aviones Sukhoi de la base aérea situada en La Orchila, una isla a unas 100 millas de la costa. 

Los bombardeos también deberían tener como objetivo las pequeñas pistas de aterrizaje del oeste de Venezuela utilizadas para el narcotráfico y las bases situadas en el occidente del país utilizadas por el Ejército de Liberación Nacional (ELN), un grupo terrorista colombiano alineado con Maduro y también implicado en el tráfico de drogas.

Ningún otro paso tendría un efecto mayor sobre las fuerzas armadas, los servicios de inteligencia y la policía de Venezuela que sacar del juego a Diosdado Cabello, el principal matón del régimen, que actualmente ejerce como ministro del Interior y, por tanto, controla la policía. 

Cabello fue procesado en Nueva York en 2020 por conspiración para cometer narcoterrorismo y conspiración para importar cocaína, y el Departamento de Estado de EE. UU. ha ofrecido una recompensa de 25 millones de dólares por información que conduzca a su captura debido a su participación “en una conspiración corrupta y violenta de narcoterrorismo entre el Cartel de los Soles […] y las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC), una organización extranjera designada como terrorista”. 

Sacarlo del poder mostraría a todos los integrantes de los órganos de seguridad del régimen que no están seguros y que su capacidad para protegerse a sí mismo y protegerlos a ellos se está erosionando rápidamente.

Maduro gobierna un país con una economía colapsada, una inflación del 270%, una pobreza generalizada y una población que votó de forma abrumadora para poner fin a sus días en el poder. Es poco probable que su régimen pudiera resistir un ataque de ese tipo. 

Ninguna política de esta naturaleza está exenta de riesgos —entre ellos, el hecho de que un fracaso podría dejar a Maduro en el poder y debilitar la credibilidad y el prestigio de Estados Unidos—. Ese resultado fortalecería no solo a Maduro y a otros dirigentes de su misma calaña, como Miguel Díaz-Canel en Cuba y Daniel Ortega en Nicaragua, sino que garantizaría un mayor tráfico de drogas y más migración desde Venezuela. Pero los riesgos del statu quo son aún mayores.



Más allá del punto de no retorno

“Cambio de régimen” es una expresión que difícilmente se asocia con Trump, pero los objetivos que ha declarado en Venezuela lo exigen. El régimen de Maduro depende de actividades ilícitas para mantenerse en el poder, y las descripciones de Maduro como delincuente por parte de EE. UU. son exactas. 

A diferencia de los regímenes sudamericanos que regresaron a los cuarteles durante las transiciones democráticas en la época de Reagan (cuando yo era secretario de Estado adjunto para América Latina), el régimen de Maduro no es una dictadura militar. 

Las juntas militares del pasado eran susceptibles de llegar a acuerdos negociados con partidos democráticos por los cuales abandonaban el poder a cambio de alguna forma de amnistía por sus golpes de Estado y los delitos relacionados. 

Maduro y sus principales lugartenientes, en cambio, son narcotraficantes, procesados en EE. UU. por narcoterrorismo y otros delitos como blanqueo de capitales. No negociarán pacíficamente el final de su mandato porque saben que hacerlo significaría la cárcel. Por eso deben ser forzados a abandonar el poder si Venezuela aspira a un futuro digno. 

Aunque, en teoría, todas las acusaciones podrían retirarse a cambio de que abandonaran el poder —el tipo de acuerdo que rechazó Manuel Noriega en Panamá—, solo la intención clara de Estados Unidos de desalojar al régimen hará que los dirigentes criminales de Venezuela se planteen siquiera esa alternativa. Y ellos saben que, incluso si Estados Unidos accede a poner fin a los procesos penales, Venezuela o la Corte Penal Internacional podrían ir tras ellos. 

Esas negociaciones pueden intentarse, pero son una vía ilusoria: este régimen criminal debe ser expulsado del poder si Venezuela ha de tener un futuro decente.

Venezuela es una candidata mucho mejor para un cambio de régimen y un retorno de la democracia que países como Afganistán, Irak o Siria. Tras derrocar al dictador Marcos Pérez Jiménez en 1958, los venezolanos disfrutaron de dos generaciones de democracia y construyeron una amplia y educada clase media, hasta que Hugo Chávez y Maduro trajeron represión y ruina. 

El país no presenta divisiones étnicas ni religiosas significativas. Tiene una larga tradición de estrechos vínculos financieros, comerciales, sociales, educativos y militares con Estados Unidos. La alienación respecto a Estados Unidos en los últimos 20 años —y los lazos con China, Cuba, Irán y Rusia— es lo verdaderamente anómalo. 

Reconstruir las instituciones democráticas, depurar las influencias cubanas en los servicios de inteligencia y atacar la vasta corrupción del país exigirá años de duro trabajo. Pero eso es precisamente lo que una inmensa mayoría de venezolanos votó el año pasado, pese a todos los esfuerzos del régimen de Maduro por intimidarlos y manipular las elecciones.

La única forma de que Trump pueda declarar una victoria de manera creíble es que Maduro se vaya. Trump es, evidentemente, reacio a lanzar ataques dentro de Venezuela. Es razonable suponer que no es el problema de cómo justificar y defender jurídicamente esos ataques lo que lo disuade, sino sus propias dudas sobre las probabilidades de éxito. 

Y si Trump se echara atrás, no admitiría la derrota; alegaría, en cambio, que su único objetivo había sido reducir el narcotráfico. Declararía la victoria y citaría estadísticas que mostrarían que el número de cargamentos de droga en barcos en el Caribe ha disminuido —como de hecho habría ocurrido.

Pero una vez que se retire la flota estadounidense, esos cargamentos volverán a aumentar de forma inexorable, y el Cartel de los Soles y su supuesto líder, Maduro, volverán al negocio con el viento a favor. 

Además, los flujos de refugiados desde Venezuela continuarían, y los venezolanos no regresarían a su país en grandes números, mientras Maduro seguiría en el poder. De modo que, aunque Trump pueda sentir que aún no se ha comprometido, en realidad su propio prestigio y la credibilidad de Estados Unidos ya están en juego. Sus asesores deberían convencerlo de que ya ha pasado el punto de no retorno: la partida está en marcha, y o gana él o gana Maduro.






Sobre el autor:
Elliott Abrams es investigador principal de Estudios de Oriente Medio en el Council on Foreign Relations. Se desempeñó como representante especial para Venezuela en el primer mandato de Trump y como secretario de Estado adjunto para América Latina en la administración Reagan.


* Artículo original: “How to Topple Maduro”. Traducción: ‘Hypermedia Magazine’.