El título de esta reflexión me viene sugerido por un libro de Ellen G. White, cofundadora de la Iglesia Adventista del Séptimo Día, que se conoce en español desde 1913. Un libro que transita, con una visión sectaria desde luego, a lo largo de la accidentada historia del cristianismo.
En verdad, este conflicto secular rebasa con mucho la querella teológica de las diversas iglesias cristianas. Se trata más bien de la pugna irreductible entre dos culturas, entre dos formas de ver el mundo que no han cesado de hostilizarse, al menos en los últimos tres mil años.
Sin tener en cuenta esa magnitud no puede entenderse la actual guerra de Israel y sus vecinos de la franja de Gaza, que algunos juzgan como una simple disputa sobre lindes territoriales.
La primera vez que Occidente —aún con una oscura conciencia de su identidad— se enfrentó con el Oriente sigue estando entre las brumas de la leyenda. Se trata de la guerra de Troya. Debe haber habido razones comerciales y políticas mucho más poderosas que el rapto de Elena por un príncipe troyano.
Es hermosa la gesta y mucho más la poesía que la narra, pero nadie, ni entonces ni ahora, libra una guerra tan larga y sangrienta, por las correrías de una mujer adúltera. Debe haber habido, más bien, un obstáculo a la expansión de las ciudades griegas en las costas de Asia Menor, es decir de Anatolia, el lugar por donde sale el sol.
Las próximas contiendas entre Oriente y Occidente ya no estarán teñidas de leyenda. Tal es el caso de las llamadas Guerras Médicas, cuando los persas invaden el Mediterráneo, o su contraparte en las conquistas de Alejandro y la helenización del vasto imperio persa. Lo que sigue, el enfrentamiento de romanos y partos, de bizantinos y sasánidas, de francos y árabes, de cristianos y turcos, no son más que episodios del mismo conflicto milenario.
El pleito entre árabes y judíos es más de lo mismo. Israel es la avanzada de Occidente en el Oriente: dos maneras de ver el mundo, dos cosmovisiones.
A lo largo de su diáspora bimilenaria, los judíos se occidentalizaron, haciéndose portadores de los valores y las herramientas del mundo grecorromano, del que fueron huéspedes (a veces indeseados) durante tanto tiempo.
Contaminados de razón, fundaron su nuevo Estado en 1948, en tanto los auténticos semitas eran los otros a los que desplazaban: las poblaciones árabes que llevaban siglos asentados en la exigua cuenca del Jordán.
Resulta muy difícil, sin duda, tomar partido en este conflicto donde ambas partes arguyen sus derechos ancestrales. Sin embargo, obligados a decidir, no podemos más que optar por la cultura que nos representa, la más avanzada que haya visto jamás el mundo, portadora de la democracia representativa, de la libertad de expresión y de opinión, del amparo irrestricto a la propiedad privada.
Cualquier alternativa sería una agresión directa a los valores que encarna Occidente. De ahí proviene nuestro respaldo a Israel.
Los individuos y movimientos de izquierda que protestan contra la campaña israelí en Gaza y vociferan esas consignas en los recintos universitarios de EE.UU. y Reino Unido, no saben, en su mayoría, la historia —ni la geografía— de los hechos que denuncian.
En verdad, protestan contra la política de sus propios países. Están enojados por la actitud “imperialista” de las potencias angloamericanas (y también de Francia, en menor medida). Es la última expresión de la lucha contra el colonialismo, que es hora de decir que —en la medida en que propagó los hábitos e instrumentos de la democracia por las tierras de la barbarie— fue un aporte positivo a los países del llamado Tercer Mundo.
Israel es odiado no por haber usurpado territorios que los árabes consideraban suyos (o, al menos, no tan sólo por eso), sino por ser la punta de lanza de Occidente en ese ámbito del Oriente Medio enquistado en el despotismo y el atraso.
Cuando los vecinos de Israel entiendan que, en lugar de aspirar a su destrucción, deben convertir al Estado judío en un ejemplo a imitar y, en consecuencia, abrirle las puertas a la modernidad, este conflicto regional podría llegar a su fin.
Mientras persistan en los viejos prejuicios, la paz estará cada vez más lejos.
La globalización: motores, microchips y más allá
Por Vaclav Smil
Si los bajos costos laborales fueran la única razón para ubicar nuevas fábricas en el extranjero, entonces el África subsahariana sería la opción más evidente, e India casi siempre sería preferible a China.