Una forma amplia y simplificada de describir los avances de la civilización moderna es considerarlos como búsquedas seriadas para reducir los riesgos inherentes a nuestra existencia como organismos complejos y frágiles que intentan sobrevivir frente a múltiples adversidades en un mundo lleno de peligros. Los artículos anteriores han documentado cuánto éxito hemos tenido en esta misión.
Unos rendimientos agrícolas más altos han mejorado el suministro de alimentos, reducido su coste y mitigado los riesgos de malnutrición, retraso en el crecimiento y enfermedades infantiles asociadas a la desnutrición. Lo más notable es que la combinación de una mayor producción alimentaria, el comercio extensivo de alimentos y la ayuda alimentaria de emergencia ha eliminado la inevitabilidad histórica de hambrunas recurrentes.1
Mejores viviendas (más espacio, agua corriente y caliente, calefacción central), una mejor higiene (ninguna mejora tan importante como el mayor uso de jabón y el lavado más frecuente de manos) y medidas de salud pública más eficaces (que abarcan desde vacunaciones masivas hasta controles de seguridad alimentaria) han mejorado la comodidad doméstica, reducido los riesgos de infecciones por agua contaminada, disminuido la incidencia de patógenos transmitidos por alimentos y eliminado en gran medida los peligros de intoxicación por monóxido de carbono de estufas de leña.2 Los avances en ingeniería y las medidas de seguridad pública han reducido los accidentes industriales y de transporte. Los accidentes de tráfico, que actualmente provocan más de 1,2 millones de muertes al año, serían aún más letales sin las mejoras en el diseño de los vehículos y las características de protección (barras antintrusión, cinturones de seguridad, airbags, luces de freno al nivel de los ojos del conductor y, cada vez más, sistemas automáticos de frenado y corrección de salida de carril) que han disminuido los riesgos de colisión y lesiones graves.3
Los tratados internacionales establecen reglas claras que fomentan la fiabilidad y la seguridad (como la reducción de riesgos al importar productos contaminados) y que hacen posibles acciones legales ante eventos lamentables (como en los casos de un padre que secuestra a un hijo llevándolo a otro país).4 Y, a pesar de la impresión creada por los informes mediáticos, la frecuencia mundial de los conflictos violentos y el número total de sus víctimas han estado disminuyendo durante décadas.5 Sin embargo, dada la complejidad de nuestros cuerpos, la magnitud e imprevisibilidad de los procesos naturales y la imposibilidad de erradicar todos los errores humanos en el diseño y la operación de máquinas complejas, no resulta sorprendente que los riesgos sigan siendo abundantes en el mundo moderno.
Incluso las personas que no buscan activamente informarse están expuestas rutinariamente a informes mediáticos sobre peligros naturales y humanos, así como a riesgos relacionados con dietas, enfermedades y actividades cotidianas. El primer grupo incluye desde temidos ataques terroristas hasta múltiples manifestaciones de quimiofobia (desde residuos de pesticidas en alimentos hasta carcinógenos en juguetes o alfombras), pasando por el asbesto oculto en paredes y en polvos para bebés, y la destrucción del planeta atribuida al calentamiento global antropogénico.6 Los medios tampoco dejan pasar ninguna noticia sobre catástrofes naturales, incluidos huracanes, tornados, inundaciones, sequías y plagas de langostas. En segundo plano, persisten preocupaciones sobre cánceres incurables y virus impredecibles, con inquietudes recientes como el SARS-CoV-1 y el Ébola que fueron solo preámbulos moderados del sufrimiento provocado por la pandemia de COVID-19 (SARS-CoV-2).7
La lista de preocupaciones puede ampliarse fácilmente añadiendo inquietudes sobre enfermedades como la de las vacas locas (encefalopatía espongiforme bovina), Salmonella o Escherichia coli, la exposición a microbios hospitalarios (infecciones nosocomiales), la radiación no ionizante de los teléfonos móviles, la ciberseguridad y el robo de datos, los diseños de inteligencia artificial o los organismos genéticamente modificados que se descontrolen, el lanzamiento accidental de misiles nucleares o un asteroide errante y no detectado que impacte en el planeta. Con semejante enumeración, podríamos concluir fácilmente que ahora estamos expuestos a más riesgos que nunca, o bien, en contraste, que la cobertura incesante (y exagerada) de estos eventos o de sus posibilidades simplemente nos ha hecho más conscientes de su existencia, y que una percepción adecuada de los riesgos podría ofrecernos una perspectiva más calmada. Y eso es precisamente lo que haré en este artículo. Sí, el mundo está lleno de riesgos constantes o episódicos, pero también está repleto de percepciones erróneas y valoraciones irracionales de los riesgos. Existen muchas razones para estas malas percepciones y cálculos, y los especialistas en análisis de riesgos han publicado hallazgos reveladores sobre sus orígenes, prevalencia y persistencia.8
Pero antes de abordar los análisis, cuantificaciones y comparaciones entre riesgos naturales y provocados por el ser humano, comencemos con lo básico: ¿qué deberíamos comer para promover una vida larga?
Dado el auténtico campo minado de afirmaciones y refutaciones dietéticas modernas, esto podría parecer una pregunta imposible o, al menos, muy difícil de responder. ¿Cómo sopesaré los méritos y desventajas respectivos de dietas que van desde el carnivorismo descontrolado hasta el veganismo más puro? La primera, promovida como la supuesta dieta paleolítica, proporciona más de un tercio de toda la energía alimentaria a partir de proteínas de la carne; la segunda va más allá de no ingerir ni un microgramo de materia animal hasta nunca vestir zapatos de cuero, jerséis de lana o blusas de seda. La primera apela a una caricatura de nuestras lejanas raíces evolutivas; la segunda ofrece el camino más seguro hacia la preservación de la biosfera largamente sufrida, ya que las humildes plantas, a diferencia de los destructivos animales domesticados, ejercen solo una presión mínima sobre el medio ambiente.9
Mi enfoque para encontrar las dietas menos riesgosas (aquellas asociadas con una expectativa de vida superior a los 80 años) ignorará no solo todas las afirmaciones dietéticas dudosas promovidas por los medios de comunicación, sino también, quizás de forma más sorprendente, decenas de publicaciones en revistas científicas. En particular, aquellas que han examinado los vínculos entre dietas, enfermedades y longevidad siguiendo a grupos de distintos tamaños y edades durante períodos más cortos o más largos, basándose en gran medida en los recuerdos de los participantes sobre todos los alimentos que han consumido en el pasado. También desestimaré los metaanálisis de tales proyectos. Tan solo enumerar estas publicaciones posteriores a 1950 —desde los estudios sobre la enfermedad coronaria, las grasas saturadas y el colesterol, hasta los riesgos de comer carne y beber leche— llenaría un libro pequeño, y un segmento considerable de estas investigaciones se ha dedicado a exponer la falibilidad de la memoria humana (¿qué comiste la semana pasada? Apuesto a que no lo recuerdas, o al menos no con precisión), así como a detallar otros fallos metodológicos o analíticos, de modo que este campo está plagado de acusaciones de conclusiones inválidas.10
No es de extrañar que la mayoría de las personas encuentren difícil responder a la pregunta de qué deberíamos comer. Estos estudios, y sus metaanálisis, han fallado repetidamente en producir resultados consistentes y claros, con investigaciones nuevas que a menudo contradicen hallazgos previos.11 ¿Existe una mejor forma de salir de estos dilemas dietéticos, que han perdurado durante generaciones y siguen sin resolverse? En efecto, la solución es bastante sencilla: podemos observar cuáles son las poblaciones que viven más tiempo y cuáles son sus dietas.
Comer como en Kioto o como en Barcelona
Entre los más de 200 países y territorios del mundo, Japón ha tenido la mayor longevidad promedio desde principios de la década de 1980, cuando su esperanza de vida combinada (hombres y mujeres) al nacer superó los 77 años.12 A esto le siguieron nuevos avances, y para 2020, la esperanza de vida combinada al nacer en Japón era de aproximadamente 84,6 años. Las mujeres viven más tiempo en todas las sociedades, y para 2020, su esperanza de vida en Japón era de unos 87,7 años, superando los 86,2 años de España, que ocupaba el segundo lugar. La longevidad promedio es el resultado de factores complejos e interrelacionados, como los genéticos, el estilo de vida y la nutrición. Intentar determinar en qué medida se debe únicamente a la dieta es imposible, pero si hay características únicas en la alimentación de un país, estas merecen un examen más detallado.
¿Hay algo realmente especial en el consumo alimenticio de Japón que explique su contribución a la longevidad récord del país? Todos los ingredientes tradicionales que se consumen en cantidades significativas difieren solo sutilmente de los que se comen o beben en abundancia en las naciones asiáticas vecinas. Los chinos y los japoneses consumen variedades diferentes, pero nutricionalmente equivalentes, de la misma subespecie de arroz (Oryza sativa japonica). Tradicionalmente, los chinos coagulan su tofu (dòufu) con sulfato de calcio (shígāo), mientras que el tofu japonés (tōfu) se gelifica con sulfato de magnesio (nigari), pero el grano molido de legumbres es igualmente rico en proteínas. Y a diferencia del té verde japonés sin fermentar (ocha), el té verde chino (lǘchá) es parcialmente fermentado. Estas no son diferencias en calidad nutricional, sino en apariencia, color y sabor.
La dieta japonesa ha sufrido una enorme transformación en los últimos 150 años. La dieta tradicional, consumida por la mayor parte de la población antes de 1900, era insuficiente para sustentar su potencial de crecimiento demográfico, lo que resultaba en una baja estatura tanto en mujeres como en hombres; las lentas mejoras previas a la Segunda Guerra Mundial se aceleraron después de que el país superara la escasez alimentaria tras su derrota en 1945.13 El consumo de leche, inicialmente introducida en los almuerzos escolares para prevenir la malnutrición, comenzó a aumentar, y el arroz blanco se volvió abundante. El suministro de mariscos se expandió rápidamente al construirse la flota pesquera (y ballenera) más grande del mundo. La carne se incorporó a los platos comunes japoneses, y muchos productos horneados se convirtieron en favoritos en esta cultura tradicionalmente no vinculada a la panadería. Los ingresos más altos y la hibridación de los gustos llevaron a un aumento en los niveles promedio de colesterol, presión arterial y peso corporal; y, sin embargo, las enfermedades cardíacas no se dispararon y la longevidad aumentó.14
Los últimos estudios publicados muestran que Japón y Estados Unidos tienen una sorprendente similitud en la energía alimentaria total consumida por día. En 2015-2016, los hombres estadounidenses consumieron solo un 11% más, y las mujeres estadounidenses no alcanzaron ni un 4% más de energía alimentaria diaria que sus homólogos japoneses en 2017. Los dos países divergieron moderadamente en el consumo total de carbohidratos (Japón estaba por delante en menos del 10%) y proteínas (los estadounidenses consumieron un 14% más), y ambos países superaron ampliamente los mínimos necesarios de proteínas.
Sin embargo, existe una brecha importante en el consumo promedio de grasa: los hombres estadounidenses consumen alrededor de un 45% más y las mujeres un 30% más que los japoneses. La mayor disparidad se da en el consumo de azúcar: entre los adultos de EE. UU., es aproximadamente un 70% más alto. Recalculado en términos de diferencias anuales promedio, los estadounidenses han consumido recientemente unos 8 kilogramos más de grasa y 16 kilogramos más de azúcar cada año que el adulto promedio en Japón.15
La amplia disponibilidad de ingredientes y el fácil acceso a instrucciones y recetas en internet permiten que cualquiera minimice su riesgo de mortalidad prematura y comience a comer à la japonaise, ya sea con la cocina tradicional del país (washoku) o con sus adaptaciones de platos extranjeros (como el Wienerschnitzel transformado en el tonkatsu precortado o el curry con arroz reconvertido en el cremoso kare raisu).16 Pero antes de empezar a desayunar con sopa de miso (miso shiru), almorzar con onigiri frío (bolas de arroz envueltas en nori, alga seca) y cenar sukiyaki (guiso de carne y verduras), podría ser útil considerar una segunda opinión: ¿qué propondría el mejor modelo europeo de dieta y longevidad?
Las mujeres españolas ocupan el segundo lugar en la longevidad récord mundial, y el país ha seguido tradicionalmente la llamada dieta mediterránea, caracterizada por un alto consumo de verduras, frutas y cereales integrales, complementados con legumbres, frutos secos, semillas y aceite de oliva. Sin embargo, a medida que los ingresos promedio en España aumentaron, esos hábitos cambiaron rápidamente y en un grado sorprendente.17 Hasta finales de la década de 1950, la empobrecida España de Franco seguía comiendo de manera muy frugal. Las dietas típicas estaban dominadas por almidones (el consumo anual de cereales y patatas sumaba unos 250 kilogramos per cápita) y vegetales; el suministro de carne (peso en canal) se mantenía por debajo de 20 kilogramos per cápita y el consumo real era inferior a 12 kilogramos (de los cuales un tercio era carne de cordero y cabra); el aceite de oliva era el aceite vegetal más importante (unos 10 litros al año); y solo el consumo de azúcar (unos 16 kilogramos en 1960) era alto en comparación con otros alimentos.
Los cambios dietéticos se aceleraron después de que España ingresó en la Unión Europea en 1986, y para el año 2000 se había convertido en la nación más carnívora de Europa (después de más que quintuplicar el suministro promedio per cápita a poco más de 110 kilogramos por año). Un posterior leve descenso redujo la tasa (peso en canal) a unos 100 kilogramos per cápita en 2020, ¡pero eso sigue siendo el doble del promedio japonés! Y al añadir los productos lácteos y quesos al consumo de carne fresca y la enorme cantidad y variedad de jamones (curados con salazón y secado prolongado), no es sorprendente que el suministro español de grasa animal sea cuatro veces superior al de Japón.18
Ahora, los españoles consumen casi el doble de aceites vegetales que los japoneses, aunque su consumo de aceite de oliva es aproximadamente un 25% menor que en 1960. Los mayores ingresos solo han intensificado la tradicional predilección por los dulces, y la adopción de refrescos hizo el resto: desde 1960, el consumo per cápita de azúcar se ha duplicado y ahora es aproximadamente un 40% superior al nivel japonés. Al mismo tiempo, el consumo de vino en España ha disminuido de manera constante, pasando de unos 45 litros per cápita en 1960 a apenas 11 litros en 2020, mientras que la cerveza se ha convertido, con diferencia, en la bebida alcohólica más consumida del país. La forma en que se alimenta España ahora es sustancialmente diferente de cómo se alimenta Japón y, definitivamente, este régimen no se parece en nada a la frugal, casi vegetariana y longeva dieta mediterránea legendaria, siendo España el país más carnívoro del continente.
Pero a pesar de una dieta más rica en carnes, grasas y azúcares (y también de abandonar rápidamente el consumo de sus supuestamente cardioprotectores vinos), la mortalidad cardiovascular en España ha seguido disminuyendo, y la esperanza de vida ha aumentado. Desde 1960, la mortalidad por enfermedades cardiovasculares (ECV) en España ha caído a un ritmo más rápido que el promedio de las economías desarrolladas, y para 2011 era aproximadamente un tercio inferior a su media; además, desde 1960, España ha añadido más de 13 años a su expectativa de vida combinada (hombres y mujeres), pasando de 70 a más de 83 años en 2020.19 Esto es solo un año menos que Japón: ¿vale la pena vivir un año más (con altas probabilidades de que pueda transcurrir en decrepitud física o mental, o ambas) a cambio de reemplazar la mitad de la carne que consumes con tofu?
Piénsalo: ¿qué te estarías perdiendo? Esas finísimas lonchas de jamón ibérico; ese cochinillo bien asado (aunque no sea tan famoso como el del Sobrino de Botín, a pocos pasos al sur de la Plaza Mayor, donde lo preparan desde hace casi 300 años); ese pulpo a la gallega bien cocido, acompañado con patatas, aceite de oliva y pimentón. Estas son, sin duda, decisiones existenciales que tomar, pero la conclusión es razonablemente clara. Si basáramos la longevidad (acompañada de una vida activa y saludable) únicamente en la dieta predominante —que, aunque importante, es solo un elemento de un panorama más amplio que incluye tus genes heredados y el entorno que te rodea—, la alimentación japonesa tendría una ligera ventaja, pero un resultado apenas inferior se puede lograr comiendo como lo hacen en Valencia.
Esta es una evaluación de riesgos de gran relevancia pero relativamente sencilla: una elección, basada en datos convincentes, puede ser suficiente durante décadas. Otras evaluaciones de riesgos son invariablemente más complejas, donde las métricas pueden no ser tan simples como los años vividos. Los riesgos de actividades específicas cambian con el tiempo (conducir en Estados Unidos es ahora generalmente mucho más seguro que hace medio siglo, pero después de 50 años al volante tus habilidades podrían haber disminuido, y representas un mayor riesgo para ti mismo y para otros cuando te sientas frente al volante). Y si deseas saber si volar entre continentes (algo que quizá haces con poca frecuencia) es más arriesgado que esquiar en descenso (actividad que podrías haber practicado durante muchos años), necesitarás un criterio comparativo bastante preciso. ¿Y cómo se comparan los riesgos experimentados en diferentes países, como conducir en Estados Unidos, ser alcanzado por un rayo mientras caminas por los Alpes o morir en un terremoto en Japón? Resulta que podemos hacer evaluaciones comparativas sorprendentemente precisas de todos estos riesgos.
Percepciones y tolerancias al riesgo
En su innovador análisis de riesgos de 1969, Chauncey Starr —entonces decano de la Escuela de Ingeniería y Ciencias Aplicadas de la Universidad de California en Los Ángeles— destacó la gran diferencia en la tolerancia al riesgo entre actividades voluntarias e involuntarias.20 Cuando las personas creen que tienen el control (una percepción que puede ser incorrecta, pero que se basa en experiencias previas y, por ende, en la creencia de que pueden evaluar el resultado probable), participan en actividades como escalar paredes verticales sin cuerdas, practicar paracaidismo o asistir a corridas de toros, cuyos riesgos de lesiones graves o muerte pueden ser mil veces mayores que los asociados a exposiciones involuntarias temidas, como un ataque terrorista en una gran ciudad occidental. Además, la mayoría de las personas no tiene problema en participar diariamente y de manera reiterada en actividades que incrementan su riesgo temporalmente de forma significativa: cientos de millones de personas conducen todos los días (y muchas aparentemente disfrutan haciéndolo), y un número aún mayor tolera un riesgo más alto al fumar.21 En los países desarrollados, décadas de campañas educativas han reducido el número de fumadores, pero en todo el mundo todavía hay más de 1000 millones.
En algunos casos, esta disparidad entre tolerar riesgos voluntarios y tratar de evitar riesgos mal percibidos asociados a exposiciones involuntarias se vuelve verdaderamente absurda. Por ejemplo, hay personas que se niegan a vacunar a sus hijos (exponiéndolos voluntariamente a múltiples riesgos de enfermedades prevenibles) porque consideran que los requisitos gubernamentales para proteger a sus hijos (una imposición involuntaria) son inaceptablemente riesgosos. Esto ocurre con base en “evidencias” repetidamente desacreditadas (como la supuesta relación entre la vacunación y un mayor índice de autismo) o en rumores de peligros (¡como la implantación de microchips!).22 La pandemia de SARS-CoV-2 elevó estos temores irracionales a un nuevo nivel.
La mejor esperanza de la humanidad para acabar con la pandemia fue la vacunación a gran escala, pero mucho antes de que se aprobara la distribución de las primeras vacunas, una parte significativa de la población ya le decía a los encuestadores que no se vacunaría.23
El miedo generalizado a la generación de electricidad nuclear es otro excelente ejemplo de una mala percepción del riesgo. Muchas personas fuman, conducen y comen en exceso, pero tienen reservas sobre vivir cerca de una planta de energía nuclear. Las encuestas han mostrado una desconfianza persistente y generalizada hacia esta forma de generación eléctrica, a pesar de que ha evitado una gran cantidad de muertes relacionadas con la contaminación del aire que habrían estado asociadas con la quema de combustibles fósiles. Para 2020, casi tres quintas partes de la electricidad del mundo provenían de combustibles fósiles, mientras que solo un 10% se generaba mediante fisión nuclear.
Y la comparación entre los riesgos generales de la generación eléctrica nuclear y la basada en combustibles fósiles no cambia ni siquiera cuando se incluyen las mejores estimaciones de todas las muertes latentes relacionadas con los dos mayores accidentes (Chernóbil en 1986 y Fukushima en 2011).24
Tal vez el contraste más impactante en la percepción del riesgo relacionado con la energía nuclear se observe al comparar Francia y Alemania. Desde la década de 1980, Francia ha obtenido más del 70% de su electricidad a partir de la fisión nuclear, y cerca de 60 reactores salpican el paisaje del país, enfriados por aguas de numerosos ríos franceses, incluidos el Sena, el Rin, el Garona y el Loira.25 Sin embargo, la longevidad de la población francesa (la segunda más alta de la UE después de España) es el mejor testimonio de que estas centrales nucleares no han sido una fuente discernible de problemas de salud o muertes prematuras. Pero al otro lado del Rin, no solo los Verdes alemanes consideran que la energía nuclear es una invención infernal que debe ser eliminada lo antes posible, sino también una gran parte de la sociedad.26
Por ello, muchos investigadores han argumentado que no existe un “riesgo objetivo” que esté esperando ser medido, ya que nuestras percepciones del riesgo son inherentemente subjetivas, dependiendo de nuestra comprensión de los peligros específicos (riesgos familiares frente a nuevos riesgos) y de las circunstancias culturales.27 Sus estudios psicométricos han demostrado que los peligros específicos tienen patrones únicos de cualidades altamente correlacionadas: los riesgos involuntarios suelen estar asociados con el temor a peligros nuevos, incontrolables y desconocidos, mientras que los riesgos voluntarios son más propensos a percibirse como controlables y conocidos por la ciencia. La generación de electricidad nuclear es ampliamente percibida como insegura, mientras que las radiografías se consideran riesgos tolerables.
El temor juega un papel desproporcionado en la percepción del riesgo. Los ataques terroristas son quizás el mejor ejemplo de esta tolerancia diferenciada, ya que el miedo toma el control y desplaza evaluaciones racionales que podrían hacerse con base en pruebas irrefutables. Debido a su imprevisibilidad en cuanto a tiempo, lugar y escala, los ataques terroristas ocupan un lugar destacado en la escala psicométrica del miedo, y estos temores han sido intensamente explotados mediante pseudoanálisis enormemente exagerados ofrecidos por comentaristas en canales de noticias 24/7. Durante las últimas dos décadas, se ha especulado sobre todo, desde bombas nucleares del tamaño de un maletín detonadas en pleno Manhattan, hasta el envenenamiento de embalses que abastecen de agua potable a grandes ciudades y la dispersión de virus mortales diseñados genéticamente.
En comparación con estos ataques temidos, conducir representa riesgos mayormente voluntarios, altamente recurrentes y muy familiares, y las muertes accidentales involucran, en su gran mayoría (más del 90% de los casos), a una sola persona por colisión fatal. Como resultado, las sociedades toleran el costo global de más de 1,2 millones de muertes al año, algo que nunca aceptarían si tomara la forma de accidentes recurrentes en plantas industriales o estructuras colapsadas (puentes, edificios) en, o cerca de, grandes ciudades; incluso, si la cifra combinada anual de muertes por tales desastres fuera un orden de magnitud menor, es decir, “solo” en los cientos de miles de muertes.28
Grandes diferencias en la tolerancia individual al riesgo se ilustran claramente con el hecho de que muchas personas participan, de forma voluntaria y repetida, en actividades que otros considerarían no solo demasiado peligrosas, sino claramente pertenecientes a la categoría de un deseo de muerte. El salto base (desde objetos fijos) es un excelente ejemplo de esta clase de actividad, ya que el más mínimo retraso en abrir el paracaídas puede costar la vida: un cuerpo en caída libre alcanza una velocidad fatal en cuestión de segundos.29 Por otro lado, existe una tolerancia al riesgo justificada por creencias fatalistas: enfermedades o accidentes están predestinados e inevitablemente ocurrirán, por lo que no tiene sentido intentar mejorar la salud o prevenir contratiempos mediante acciones personales adecuadas.30
Las personas fatalistas también tienden a subestimar los riesgos para evitar el esfuerzo de analizarlos y sacar conclusiones prácticas, además de sentirse incapaces de enfrentarlos.31 Este fenómeno ha sido particularmente estudiado en el ámbito del tráfico. Los conductores fatalistas subestiman situaciones peligrosas al volante, son menos propensos a conducir de forma defensiva (evitando distracciones, manteniendo una distancia segura o respetando los límites de velocidad) y tienen menos probabilidades de usar cinturones de seguridad para ellos o para sus hijos, o incluso de informar sobre accidentes en los que se ven implicados. De forma alarmante, estudios en algunos países han encontrado un fatalismo vial prevalente entre conductores de taxi y muy extendido entre conductores de minibuses.32
Es poco probable que logremos transformar a los saltadores base en modelos de comportamiento cauteloso o convencer a muchos taxistas de que sus accidentes no están predestinados. Sin embargo, podemos utilizar el mejor conocimiento disponible sobre los riesgos, tanto aquellos de la vida cotidiana como los extremadamente raros pero potencialmente letales, para cuantificar sus consecuencias y, por ende, comparar su impacto. No es una tarea sencilla, ya que implica lidiar con una amplia variedad de eventos y procesos. Además, no existe una métrica perfecta para hacerlo, ni un criterio universal que permita comparar los riesgos omnipresentes que enfrentan diariamente miles de millones de personas con eventos extraordinariamente raros que pueden ocurrir solo una vez en cien, mil o incluso diez mil años, pero con consecuencias catastróficas a nivel global. En cualquier caso, eso es lo que intentaré hacer.
Cuantificando los riesgos de la vida cotidiana
Para las personas mayores, el peligro comienza incluso antes de despertarse: los ataques cardíacos (infartos agudos de miocardio) son más comunes y severos durante el período de transición de la oscuridad a la luz.33 Al levantarse, una de las formas más habituales en que las personas mayores se lesionan es al caerse. En Estados Unidos, millones de caídas accidentales ocurren cada año, dejando hematomas o huesos rotos, y provocando más de 36.000 muertes, de manera desproporcionada entre mayores de 70 años. Muchas veces, estas caídas no ocurren al subir o bajar escaleras, sino simplemente al perder el equilibrio o tropezar con el borde de una alfombra.34 Una vez en la cocina, los riesgos asociados con los alimentos también están presentes, desde la Salmonella en huevos mal cocidos hasta residuos de pesticidas en el té (una exposición minúscula pero diaria para los consumidores de té no orgánico).35
Un trayecto matutino en coche puede implicar riesgos como carreteras heladas o un conductor drogado que se salta un semáforo en rojo. Las paredes de tu oficina podrían contener todavía aislantes de asbesto, y un sistema de aire acondicionado defectuoso podría propagar bacterias de Legionella. Tus compañeros de trabajo podrían contagiarte gripe estacional o, como ocurrió en 2020–2021, 2009, 1968 y 1957, un nuevo virus pandémico. Podrías tener una reacción alérgica grave por consumir, accidentalmente, un fruto seco mezclado en una barra de chocolate sin frutos secos. Si es temporada de tornados en Texas u Oklahoma, podrías regresar del trabajo para encontrar tu casa convertida en escombros. Y si vives en Baltimore, el elevado índice de homicidios de la ciudad, diez veces mayor que el de Los Ángeles (famosa por sus pandillas)36, es una preocupación constante. Además, como apenas se fabrican medicamentos genéricos a nivel nacional (la mayoría provienen de China e India), es posible que la farmacia no pueda surtir tu receta si un lote contaminado ha sido retirado de la distribución.37
Los datos detallados sobre tasas de mortalidad específicas por edad y sexo muestran cómo las causas de muerte (y, por tanto, las preocupaciones relacionadas) cambian con el envejecimiento. Las estadísticas más recientes indican que, entre los hombres en Inglaterra y Gales, las enfermedades cardíacas dominan desde los 50 hasta los 70 años, mientras que, en las mujeres, el cáncer de mama se convierte en la enfermedad más temida a partir de los 35 años y sigue siéndolo hasta los 65. Después, el cáncer de pulmón se convierte en la principal causa de muerte entre las mujeres, mientras que la demencia y el Alzheimer han desplazado recientemente a la cardiopatía isquémica como la principal causa de fallecimiento en ambos sexos a partir de los 80 años.38
Cuantificar los riesgos comunes parece ser una empresa desalentadora. ¿Cómo se comparan los riesgos de morir debido a una epidemia de gripe estacional inusualmente grave con el riesgo de sufrir una lesión mortal practicando kayak o moto de nieve ocasionalmente los fines de semana? ¿O el riesgo de volar frecuentemente a través del Pacífico con el riesgo de consumir regularmente lechuga cultivada en California que podría estar repetidamente contaminada con Escherichia coli? Y, además, ¿cómo expresamos los riesgos fatales? ¿Por un número estándar de personas (1000; 1 millón) en la población afectada? ¿Por unidad de sustancia peligrosa, por unidad de tiempo de exposición o por unidad de concentración ambiental?
Un sistema métrico uniforme que pueda englobar fatalidades, lesiones, pérdidas económicas (cuyos totales podrían diferir en órdenes de magnitud entre diferentes sociedades) y dolores crónicos (algo notoriamente difícil de cuantificar) es claramente un objetivo imposible. Sin embargo, la inevitabilidad de la muerte proporciona un numerador universal, definitivo e indiscutiblemente cuantificable que puede utilizarse para realizar comparaciones de riesgo. La forma más simple y obvia de hacer algunas comparaciones reveladoras es emplear un denominador estándar y comparar las frecuencias anuales de causas de muerte por cada 100.000 personas. Al usar estadísticas de Estados Unidos (la última desglosada con detalle corresponde a 2017), surgen resultados sorprendentes.39
Los homicidios se cobran casi tantas vidas como la leucemia (6 frente a 7,2), un testimonio dual de los avances en el tratamiento de esa malignidad y de la extraordinaria violencia de la sociedad estadounidense. Las caídas accidentales matan casi tantas personas como el temido cáncer de páncreas, que presenta una corta supervivencia tras el diagnóstico (11,2 frente a 13,5). Los accidentes de tráfico se llevan el doble de vidas (y, además, de personas mucho más jóvenes) que la diabetes (52,2 frente a 25,7), y los envenenamientos accidentales y las sustancias nocivas causan un mayor número de muertes que el cáncer de mama (19,9 frente a 13,1). Sin embargo, estas comparaciones usan el mismo denominador (100.000 personas) sin tener en cuenta la duración de la exposición a una causa de muerte determinada. Los homicidios pueden ocurrir en público o en privado y a cualquier hora del día o de la noche, por lo que el riesgo está presente las 24 horas del día, 365 días al año. En cambio, los accidentes de tráfico (incluidos los que involucran a peatones) solo pueden ocurrir cuando alguien está conduciendo, y la mayoría de los estadounidenses pasa solo alrededor de una hora al día al volante.
Por ello, resulta más útil usar el tiempo durante el cual las personas están expuestas a un riesgo específico como denominador común, y realizar las comparaciones en términos de fatalidades por persona por hora de exposición, es decir, el tiempo en el que un individuo está sujeto, de manera involuntaria o voluntaria, a un riesgo específico. Este enfoque fue introducido en 1969 por Chauncey Starr en su evaluación de los beneficios sociales y los riesgos tecnológicos, y sigue siendo preferido a otra métrica general: las micromuertes.40 Estas unidades definen una probabilidad micro, una posibilidad entre un millón de morir por una exposición específica, y la expresan por año, por día, por cirugía, por vuelo o por distancia recorrida. Sin embargo, estos denominadores no uniformes no facilitan comparaciones generales.
Las tasas generales de mortalidad (por cada 1000 personas) están bien monitoreadas en todo el mundo, tanto para la población en general como para cada grupo de edad y sexo específico.41 La mortalidad global depende en gran medida de la edad promedio de la población. En 2019, el promedio mundial fue de 7,6 por cada 1000, mientras que la mortalidad en Kenia (a pesar de un estándar más bajo de nutrición y atención médica) fue menos de la mitad de la tasa de Alemania (5,4 frente a 11,3), debido a que la edad mediana en Kenia, de apenas 20 años, es menos de la mitad de los 47 años en Alemania.
Los datos sobre muertes debidas a enfermedades específicas también suelen estar disponibles. En Estados Unidos, las enfermedades cardiovasculares representaron un cuarto del total (2,5 por cada 1000) y los cánceres, una quinta parte (2 por cada 1000). También se dispone de información sobre muertes causadas por lesiones (que varían desde aproximadamente 1,4 por caídas y 1,1 por accidentes de tráfico, hasta 0,7 por encuentros con animales y solo 0,03 por envenenamientos accidentales) y desastres naturales.42
El denominador para la mortalidad general, las enfermedades crónicas y los desastres naturales, como terremotos o erupciones volcánicas que pueden ocurrir en cualquier momento, es el total del año (8766 horas, considerando los años bisiestos). Sin embargo, para calcular los riesgos de actividades comunes como conducir o volar, primero se deben determinar las poblaciones específicas que realizan estas actividades y luego estimar las horas promedio de exposición anual. El mismo proceso se aplica para cuantificar los riesgos de morir en un huracán o tornado, ya que estos ciclones no están presentes todos los días ni afectan a la totalidad de grandes países.
Calcular el riesgo base, es decir, el promedio de mortalidad general por población o por edad y sexo, es sencillo. En 2019, la tasa de mortalidad general (cruda) en países desarrollados se agrupó alrededor de 10 por cada 1000, con tasas reales que oscilan entre 8,7 en América del Norte, 10,7 en Japón y 11,1 en Europa. Esa mortalidad anual de 10 por cada 1000 (con 1000 personas expuestas al riesgo durante 8766 × 1000 horas) equivale a 0,000001 o 1 × 10⁻⁶ por persona por hora de exposición. Las enfermedades cardiovasculares, la principal causa de mortalidad en todos los países desarrollados, representan casi una cuarta parte de ese total (3 × 10⁻⁷).
La gripe estacional conlleva un riesgo un orden de magnitud menor (generalmente entre 2 × 10⁻⁸ y hasta 3 × 10⁻⁸). Incluso en un país con alta violencia como Estados Unidos, el riesgo de homicidio ha sido recientemente de solo 7 × 10⁻⁹ por hora de exposición, la mitad del riesgo de muerte atribuible a caídas (1,4 × 10⁻⁸). Sin embargo, como ya se mencionó, la frecuencia de este tipo de muerte accidental está muy sesgada: las personas mayores de 85 años tienen un riesgo de 3 × 10⁻⁷, comparado con solo 9 × 10⁻¹⁰ para personas de entre 25 y 34 años.43
Invertir la conclusión sobre la mortalidad general nos lleva a observar que, en los países acomodados, el riesgo general de muerte natural equivale a 1 persona entre 1 millón falleciendo cada hora; cada hora, 1 persona de cada aproximadamente 3 millones muere de una enfermedad cardíaca y 1 de cada cerca de 70 millones fallece por una caída accidental. Estas probabilidades son lo suficientemente bajas como para no preocupar a un ciudadano promedio de cualquier país desarrollado. Sin embargo, los números específicos por sexo y edad son, inevitablemente, diferentes. Mientras que la mortalidad general de Canadá para ambos sexos es de 7,7 por cada 1000, para los hombres jóvenes (20–24 años) es solo de 0,8 por cada 1000, pero para los hombres de mi edad (75–79 años) asciende a 35 por cada 1000, y el riesgo en mi grupo es de 4 × 10⁻⁶ por persona por cada hora de vida, cuatro veces la tasa promedio de la población.44
Antes de abordar la cuantificación de los riesgos asociados a actividades voluntarias, es necesario aclarar los peligros asociados con las estancias hospitalarias. Estas son inevitables debido a muchas condiciones (y en muchos países también cada vez más por cirugías estéticas electivas), y la alta rotación de pacientes incrementa la probabilidad de que ocurran errores médicos. En 1999, el primer estudio sobre errores médicos prevenibles encontró que entre 44.000 y 98.000 de estos errores se producían anualmente en Estados Unidos.45 Esa cifra era alarmantemente alta, pero en 2016 un nuevo estudio la elevó a 251.454 casos en 2013 (y posiblemente hasta 400.000 muertes), convirtiéndolo en la tercera causa de mortalidad en el país ese año, detrás de las enfermedades cardíacas (611.000) y los cánceres (585.000), y por delante de las enfermedades respiratorias crónicas (149.000).46
Estos resultados, ampliamente reportados en los medios de comunicación, implicaban que entre el 35% y el 58% de todas las muertes hospitalarias del país se debían a errores médicos. Expresados de esta manera, la improbabilidad de esas afirmaciones se hace evidente: es cierto que ocurren errores lamentables y omisiones desafortunadas, pero que estas sumen entre un tercio y casi tres quintos de todas las muertes hospitalarias convertiría a la medicina moderna en una actividad extraordinariamente inepta, si no criminal. Por fortuna, estas altas cifras no se debieron a negligencias, sino a errores en el manejo de datos.47
El estudio más reciente sobre la mortalidad asociada con efectos adversos del tratamiento médico (AEMT) pone las cosas en su lugar: identificó 123.063 muertes de este tipo entre 1990 y 2016 (principalmente debido a errores quirúrgicos y perioperatorios), lo que representa una disminución del 21,4% a 1,15 muertes por AEMT por cada 100.000 personas. Hombres y mujeres mostraron tasas similares, pero hubo diferencias significativas entre los Estados, con California registrando solo 0,84 muertes por AEMT por cada 100.000 personas.48 En términos absolutos, esto equivale a un promedio de unas 4750 muertes anuales, menos del 2% de la estimación más baja publicada en 2016.49
Traducido a una métrica comparativa de riesgos, esto equivale a aproximadamente 1,2 × 10⁻⁶ muertes por hora de exposición, lo que significa que cualquier lector anciano de este artículo (cuyo riesgo general de mortalidad está entre 3 × 10⁻⁶ y 5 × 10⁻⁶) incrementará su riesgo de muerte por AEMT en no más del 20-30% durante los pocos días que dure una estancia promedio en un hospital estadounidense. ¡Eso, argumentaría yo, es un hallazgo de riesgo muy alentador!
Riesgos voluntarios e involuntarios
¿Cuánto aumentamos los riesgos básicos, o los riesgos asociados con eventos inevitables como operaciones de emergencia o breves estancias hospitalarias necesarias para evaluaciones médicas, al exponernos voluntariamente a una amplia variedad de actividades más o menos riesgosas? ¿Y cuánto deberíamos preocuparnos por los riesgos involuntarios inevitables que resultan de peligros naturales, desde terremotos hasta inundaciones?
Como ya se señaló, estas son categorías útiles para la evaluación de riesgos, pero la distinción entre exposiciones voluntarias e involuntarias no siempre es evidente. Hay actividades claramente voluntarias (y desde moderadamente hasta muy arriesgadas) como fumar o practicar deportes extremos; y riesgos involuntarios obviamente inevitables tanto a nivel individual (como el peligro extremadamente bajo de ser golpeado por un meteorito) como en experiencias colectivas, incluso a escala planetaria (siendo la colisión de la Tierra con un asteroide el ejemplo más destacado).
Sin embargo, muchas exposiciones riesgosas no pueden clasificarse tan fácilmente, porque no existe una clara dicotomía entre riesgos voluntarios e involuntarios: conducir al trabajo puede ser una cuestión de elección para una familia que construyó la casa de sus sueños en las afueras, pero es una necesidad inevitable para millones de personas en América del Norte, con sus notoriamente deficientes sistemas de transporte masivo. Y si un joven quiere quedarse en Terranova, no tiene muchas opciones más allá de convertirse en pescador o trabajar en una plataforma petrolera masiva, ambas ocupaciones mucho más riesgosas que mudarse a Toronto, aprender a programar y escribir aplicaciones en una oficina acristalada, lejos de la roca que sobresale en el Atlántico Norte.
Con estas complicaciones en mente, primero explicaré los riesgos asociados con conducir y volar, actividades que involucran globalmente a cientos de millones de conductores y pasajeros de vehículos y, recientemente, a más de 10 millones de pasajeros diarios. Para ambas actividades, debemos comenzar contando con precisión el número de muertes y luego desplegar los supuestos necesarios para definir las poblaciones afectadas y su tiempo total de exposición a un riesgo determinado.
Para calcular los riesgos de conducir, el tiempo detrás del volante (o como pasajero) es el factor clave. En los Estados Unidos, se dispone de datos totales sobre las distancias recorridas anualmente por todos los vehículos motorizados y por automóviles de pasajeros (un total reciente ha sido de aproximadamente 5,2 billones de kilómetros anuales). Después de haber disminuido durante muchos años, las muertes por accidentes de tráfico han aumentado ligeramente a cerca de 40.000 al año.50 Para estimar el tiempo dedicado a conducir, es necesario dividir la distancia recorrida por la velocidad promedio, aunque este número solo puede ser una aproximación defendible, no una tasa precisa.
Las velocidades interurbanas muestran menos variaciones, pero las velocidades urbanas pueden disminuir hasta un 40% durante las recurrentes horas punta. Suponiendo una velocidad promedio combinada de 65 km/h (aproximadamente 40 mph), se obtienen anualmente unas 80.000 millones de horas de conducción en los Estados Unidos. Con 40.000 muertes anuales, esto se traduce exactamente en 5 × 10⁻⁷ (0,0000005) muertes por hora de exposición. Ni el hecho de que las muertes por tráfico también incluyan a peatones y transeúntes atropellados por vehículos ni el uso de otras velocidades promedio plausibles (por ejemplo, 50 o 70 km/h) cambiarían el orden de magnitud.
Conducir es un orden de magnitud más peligroso que volar y, durante el tiempo que una persona conduce, la probabilidad promedio de morir aumenta aproximadamente un 50% en comparación con quedarse en casa o trabajar en el jardín (siempre que esto no implique subir a una escalera alta o usar una motosierra grande). Para los hombres de mi grupo de edad, el aumento de riesgo asociado con conducir es solo un 12% superior al riesgo general de morir.
En los Estados Unidos, los riesgos de conducir también muestran diferencias significativas según el género y los grupos de población. El riesgo de morir en un accidente de tráfico es solo del 0,34% para las mujeres asiático-americanas (1 de cada 291), pero del 1,75% (1 de cada 57) para los hombres nativos americanos. Para la población general, el riesgo es del 0,92% (1 de cada 109).51 En otros países donde las personas conducen mucho menos que en Estados Unidos y Canadá, pero donde las tasas de accidentes son mucho más altas (aproximadamente el doble en Brasil y tres veces más en el África subsahariana), los riesgos son hasta un orden de magnitud mayores.52
Los vuelos comerciales programados, ya una actividad de muy bajo riesgo a finales del siglo XX, se volvieron notablemente más seguros durante las dos primeras décadas del siglo XXI. Esta conclusión se mantiene a pesar de algunas pérdidas recientes perturbadoras, incluyendo la desaparición aún sin resolver (y probablemente nunca explicada) del vuelo 370 de Malaysia Airlines en algún lugar del océano Índico en marzo de 2014, seguida del derribo del vuelo 17 de Malaysia Airlines sobre el este de Ucrania en julio de 2014, y los dos accidentes del nuevo Boeing 737 MAX: el vuelo 610 de Lion Air en el mar de Java (29 de octubre de 2018) y el vuelo 302 de Ethiopian Airlines cerca de Adís Abeba (10 de marzo de 2019).53
Quizás la forma más reveladora de comparar las muertes en la industria aérea sea calcularlas por cada 100.000 millones de pasajeros-kilómetro volados. Esta tasa fue de 14,3 en 2010, alcanzó un mínimo histórico de 0,65 en 2017, pero aumentó a 2,75 en 2019. Volar en 2019 fue, por lo tanto, más de cinco veces más seguro que en 2010 y más de 200 veces más seguro que al comienzo de la era de los aviones de reacción a finales de la década de 1950.54
Expresar estas muertes en términos de riesgos por hora de exposición es relativamente sencillo. El promedio total de muertes accidentales entre 2015 y 2019 fue de 292. Dado un promedio de 68 billones de pasajeros-kilómetro volados y 4200 millones de pasajeros, esto significa que los pasajeros promedio volaron unos 1900 kilómetros y pasaron aproximadamente 2,5 horas en vuelo. Esto da como resultado un total de aproximadamente 10.500 millones de horas-pasajero en el aire y 292 muertes, lo que se traduce en 2,8 × 10⁻⁸ (0,000000028) muertes por persona por hora de vuelo. Esto representa solo alrededor del 3% del riesgo general de mortalidad mientras se está en el aire y, en el caso de un hombre septuagenario, el riesgo en el aire aumenta apenas un 1%. Cualquier viajero frecuente racional (y más aún uno anciano) debería preocuparse más por enfrentar retrasos imprevistos, atravesar la “farsa” del control de seguridad, soportar el tedio de los vuelos de larga distancia y lidiar con los efectos debilitantes del desfase horario.
En el extremo opuesto del espectro de riesgos voluntarios están las actividades cuya breve duración conlleva una alta probabilidad de muerte. Ninguna es más arriesgada que el salto base desde acantilados, torres, puentes y edificios. El estudio más fiable de esta “locura suicida” analizó un período de 11 años de saltos desde el macizo de Kjerag en Noruega, donde 1 de cada 2317 saltos (9 en total) resultó en muerte,55 con un riesgo de exposición promedio de 4 × 10⁻² (0,04).
En comparación, en el paracaidismo, un accidente fatal solía ocurrir aproximadamente una vez cada 100.000 saltos, pero los últimos datos en los Estados Unidos muestran una fatalidad por cada 250.000 saltos. Con un descenso típico que dura cinco minutos, el riesgo de exposición es de solo 5 × 10⁻⁵, lo que sigue siendo 50 veces mayor que sentarse en una silla durante esos cinco minutos, pero apenas 1/1.000 del riesgo asociado con el salto base.56 Nuevamente, muy pocas personas son realmente conscientes de estos números específicos, pero casi todos (salvo unos pocos tolerantes al riesgo) se comportan como si los hubieran interiorizado.
En 2020, en los Estados Unidos, alrededor de 230 millones de personas tenían licencia de conducir (con un riesgo de exposición al volante de 5 × 10⁻⁷ por persona por hora); aproximadamente 12 millones eran esquiadores de descenso (2 × 10⁻⁷ mientras descendían); la Asociación Estadounidense de Paracaidismo cuenta con unos 35.000 miembros (5 × 10⁻⁵ mientras están en el aire); la Asociación Estadounidense de Ala Delta y Parapente tiene unos 3000 miembros, y lo que hacen (dependiendo de la duración de los vuelos, que van de 20 minutos a unas pocas horas) conlleva un riesgo de fatalidad de entre 10⁻⁴ y 10⁻³; y aunque el salto base ha ido ganando popularidad (particularmente en Noruega y Suiza), en Estados Unidos sigue siendo practicado por unos pocos cientos de hombres, en su mayoría, cuya probabilidad de morir es de 4 × 10⁻² durante sus breves caídas.57 Existe una relación inversa evidente entre el riesgo y la participación total en una actividad: un gran número de personas está dispuesto a arriesgarse a una dislocación de hombro o un esguince de tobillo mientras esquían en una pista preparada; muy pocos se lanzan al vacío desde precipicios.
Finalmente, algunos datos clave sobre una de las exposiciones involuntarias más temidas en la era moderna: el riesgo de terrorismo. Entre 1995 y 2017, 3516 personas murieron en ataques terroristas en territorio estadounidense, con 2996 víctimas (el 85% de ese total) el 11 de septiembre de 2001.58 El riesgo de exposición individual a nivel nacional promedió 6 × 10⁻¹¹ durante esos 22 años, y para Manhattan fue dos órdenes de magnitud mayor, aumentando el riesgo de simplemente estar vivo en un 0,1%, una cantidad demasiado pequeña para ser internalizada de manera significativa. En países menos afortunados, el impacto reciente de los ataques terroristas ha sido mucho mayor: en Irak, en 2017 (con más de 4300 muertes), el riesgo aumentó a 1,3 × 10⁻⁸; y en Afganistán, en 2018 (con 7.379 muertes), llegó a 2,3 × 10⁻⁸. Aun así, esta tasa eleva el riesgo básico de estar vivo solo en unos pocos puntos porcentuales y sigue siendo inferior al riesgo que las personas asumen voluntariamente al conducir (particularmente en lugares sin carriles definidos y con normas de tránsito improvisadas).59
Sin embargo, aunque son correctas, estas comparaciones también revelan los límites inherentes de la cuantificación desapasionada. La mayoría de las personas que se desplazan al trabajo en coche lo hacen en horarios específicos, pasan rara vez más de una hora o una hora y media al día en la carretera, siguen rutas familiares y, salvo por condiciones climáticas adversas o un atasco de tráfico inesperado, se sienten en control. En contraste, durante los momentos de mayor actividad terrorista, los bombardeos o ataques armados en Kabul o Bagdad ocurrían en horarios e intervalos impredecibles, en muchos lugares públicos —desde mezquitas hasta mercados— y no existe una forma fiable de evitar completamente estas amenazas mientras se vive en una ciudad. Como resultado, las tasas más bajas de exposición a amenazas terroristas llevan consigo un componente de temor difícilmente cuantificable, cualitativamente muy diferente a la preocupación por posibles carreteras resbaladizas durante un trayecto matutino.
Peligros naturales: menos riesgosos de lo que parecen en televisión
¿Cómo se comparan los peligros naturales mortales recurrentes con el simple hecho de estar vivo y con los riesgos de los deportes extremos? Algunos países están expuestos repetidamente (aunque no muy frecuentemente) a uno o dos tipos de eventos catastróficos —como inundaciones y vientos extremadamente fuertes en el caso del Reino Unido— mientras que Estados Unidos enfrenta cada año numerosos tornados e inundaciones extensas, huracanes frecuentes (desde el año 2000, casi dos huracanes por año han tocado tierra), fuertes nevadas, y sus Estados del Pacífico siempre corren el riesgo de experimentar un gran terremoto y un posible tsunami.60
Los tornados matan personas y destruyen hogares cada año, y las estadísticas históricas detalladas permiten calcular riesgos de exposición precisos. Entre 1984 y 2017, 1994 personas murieron en los 21 Estados con mayor frecuencia de estos ciclones destructivos (la región entre Dakota del Norte, Texas, Georgia y Michigan, con aproximadamente 120 millones de habitantes), y alrededor del 80% de esas muertes ocurrieron en los seis meses del año comprendidos entre marzo y agosto.61
Esto se traduce en aproximadamente 3 × 10⁻⁹ (0,000000003) muertes por hora de exposición, un riesgo que es tres órdenes de magnitud menor que el simple hecho de vivir. Muy pocos habitantes de los Estados azotados por tornados en América conocen esta tasa, pero reconocen —al igual que las personas en otras áreas sujetas a catástrofes naturales recurrentes— que la probabilidad de morir por un tornado es lo suficientemente pequeña como para que el riesgo de continuar viviendo en estas regiones sea aceptable. Las imágenes ampliamente transmitidas de la destrucción causada por tornados poderosos hacen que los espectadores que viven en regiones atmosféricamente menos violentas se pregunten por qué la gente dice que reconstruirá en el mismo lugar. Sin embargo, tales decisiones no son ni irracionales ni imprudentemente riesgosas, y debido a ellas millones de personas continúan viviendo en el “Corredor de Tornados” que se extiende desde Texas hasta Dakota del Sur.
Es notable que los cálculos de riesgos de exposición a otros desastres naturales comúnmente encontrados en todo el mundo converjan en el mismo orden de magnitud (10⁻⁹) o arrojen tasas incluso más bajas. Nuevamente, estas bajas tasas promedio de mortalidad por exposición ayudan a explicar por qué países enteros aceptan los riesgos siempre presentes de los terremotos. Entre 1945 y 2020, los terremotos en Japón (que pueden afectar a todas las partes del país insular) causaron alrededor de 33.000 muertes, más de la mitad como resultado del terremoto y tsunami de Tōhoku del 11 de marzo de 2011 (15.899 muertes y 2529 desaparecidos).62
Pero para una población que creció de 71 millones en 1945 a casi 127 millones en 2020, eso equivale a aproximadamente 5 × 10⁻¹⁰ (0,0000000005) muertes por hora de exposición, cuatro órdenes de magnitud menos que la tasa general de mortalidad del país: obviamente, agregar 0,0001 a 1 difícilmente puede ser un factor decisivo que cambie la evaluación general de los riesgos de la vida.
Las inundaciones y los terremotos en la mayoría de las partes del mundo tienen riesgos de exposición generalmente en el orden de entre 1 × 10⁻¹⁰ y 5 × 10⁻¹⁰, y la tasa posterior a 1960 para los huracanes en Estados Unidos (que potencialmente afectan a unas 50 millones de personas en los Estados costeros desde Texas hasta Maine y matan, en promedio, a unas 50 personas al año) ha sido de aproximadamente 8 × 10⁻¹¹.63 Esto representa una tasa notablemente baja, muy similar o quizás incluso inferior a lo que la mayoría de las personas consideraría un riesgo natural excepcionalmente bajo: ser alcanzado por un rayo. En los últimos años, los rayos han causado la muerte de menos de 30 personas al año en Estados Unidos, y suponiendo que el peligro aplica solo cuando se está al aire libre (en promedio, cuatro horas al día) y durante los seis meses de abril a septiembre (cuando ocurre aproximadamente el 90% de los rayos), el riesgo es de aproximadamente 1 × 10⁻¹⁰, mientras que extender el periodo de exposición a 10 meses lo reduce a 7 × 10⁻¹¹ (0,00000000007).64
El hecho de que los huracanes en Estados Unidos presenten ahora un riesgo de mortalidad no mayor que el de los rayos ilustra cómo su impacto ha sido reducido gracias a los satélites, las avanzadas advertencias públicas y las evacuaciones. Al mismo tiempo, existen razones para preocuparse, ya que tanto la frecuencia anual de desastres naturales en todo el mundo como su costo económico han estado aumentando.
Podemos afirmar esto con un alto grado de confianza porque las mayores compañías de reaseguro del mundo (cuyas ganancias y pérdidas dependen de la ocurrencia impredecible de terremotos, huracanes, inundaciones e incendios) han estado monitoreando cuidadosamente estas tendencias durante décadas.
El seguro es una práctica ancestral que proporciona diferentes grados de compensación para una variedad de riesgos. Mientras que los seguros de vida se basan en tasas de supervivencia altamente predecibles, asegurar contra riesgos mayores e impredecibles como desastres naturales obliga a las compañías aseguradoras a compartir el riesgo asociado a tales desastres asegurándose a sí mismas. Como resultado, las mayores reaseguradoras del mundo (Swiss Re, Munich Re y Hannover Rueck de Alemania, SCOR de Francia, Berkshire Hathaway de Estados Unidos y Lloyd’s del Reino Unido) son los estudiantes más diligentes de las catástrofes naturales, ya que su propia existencia depende de realizar estimaciones adecuadas: para evitar el aumento de las pérdidas aseguradas, no deberían establecer sus primas de seguro en base a cifras desactualizadas que subestimen los riesgos futuros.
El recuento de todas las catástrofes naturales registradas por Munich Re muestra las fluctuaciones esperadas de un año a otro, pero la tendencia al alza es inconfundible: un aumento lento entre 1950 y 1980, una duplicación de la frecuencia anual entre 1980 y 2005, y un incremento de alrededor del 60% entre 2005 y 2019.65 Las pérdidas económicas totales (que reflejan cargas excepcionales derivadas de desastres importantes) muestran fluctuaciones anuales aún mayores y una tendencia al alza incluso más pronunciada. Medidas en valores constantes de 2019, el récord previo a 1990 era de unos 100.000 millones de dólares, mientras que 2011 estableció un máximo histórico de poco más de 350.000 millones, cifra que casi se igualó en 2017. Las pérdidas aseguradas oscilaron en su mayoría entre el 30% y el 50% de las pérdidas totales, alcanzando un récord de casi 150.000 millones de dólares en 2017.
Hasta la década de 1980, el aumento en el impacto de los desastres se atribuía principalmente a una mayor exposición (resultado de poblaciones y economías en crecimiento), y aunque esta tendencia continúa —con más personas y propiedades aseguradas viviendo en regiones propensas a desastres— las últimas décadas han mostrado cambios en los propios fenómenos naturales: una atmósfera más cálida contiene más vapor de agua, aumentando la probabilidad de precipitaciones extremas; las sequías prolongadas en algunas regiones provocan incendios recurrentes de duración e intensidad excepcionales. Muchos modelos pronostican una intensificación adicional de estas tendencias, aunque también sabemos que se pueden tomar numerosas medidas efectivas —como establecer zonas de exclusión, restaurar humedales y promulgar códigos de construcción adecuados— para mitigar sus impactos.
Para reducir aún más los riesgos derivados de exposiciones a peligros naturales o causados por el ser humano, hay que buscar eventos verdaderamente excepcionales, como personas fallecidas por la caída de un meteorito o por escombros del creciente número de satélites en órbita. Un informe del Consejo Nacional de Investigación de los Estados Unidos estimó que, dada la cantidad de basura espacial que impacta la Tierra, debería haber 91 muertes al año, lo que implicaría aproximadamente 1 × 10⁻¹² muertes por hora de exposición para la población mundial de 7750 millones de personas. En la realidad, no se han registrado muertes desde 1900, y solo recientemente se descubrió la primera prueba escrita de un meteorito que mató a una persona (dejando a otra paralizada) en los manuscritos de la Dirección General de Archivos del Estado del Imperio Otomano: el evento ocurrió el 22 de agosto de 1888 en lo que hoy es Sulaymaniyah, en Irak.66
Sin embargo, incluso si una persona muriera cada año, la tasa sería de apenas 10⁻¹⁴ —ocho órdenes de magnitud menor (1/100.000.000) que el simple hecho de estar vivo, lo que claramente no constituye una razón para preocuparse.67 En cuanto a los escombros espaciales en órbita, para 2019 había unas 34.000 piezas mayores de 10 centímetros y más de 25 veces esa cantidad de piezas que medían entre 1 y 10 centímetros. Todas estas piezas se desintegran al reingresar en la atmósfera, pero incluso las piezas pequeñas representan riesgos de colisión en un espacio orbital cada vez más congestionado.68
El fin de nuestra civilización
Cuando pensamos en riesgos raros pero verdaderamente extraordinarios que tienen efectos globales, y más aún cuando contemplamos eventos catastróficos que podrían dañar gravemente o incluso poner fin a la civilización moderna, lo hacemos en un plano mental completamente diferente: esos riesgos reales (aunque de probabilidad muy baja) pertenecen a una categoría de percepción muy distinta. Como ocurre con cualquier evento que podría tener lugar en un futuro posiblemente muy distante, tendemos a descontar fuertemente su impacto. Además, como lo demostró una vez más la pandemia de 2020, estamos crónicamente mal preparados para enfrentar incluso aquellos riesgos cuya recurrencia se mide en décadas, no en siglos o milenios.
Los riesgos con impactos realmente globales se dividen en dos categorías muy diferentes: pandemias virales relativamente frecuentes, que pueden cobrar un considerable costo humano en cuestión de meses o pocos años; y catástrofes naturales extremadamente raras pero inusualmente mortales, que podrían ocurrir en periodos tan breves como días, horas o segundos, pero cuyas consecuencias podrían persistir no solo durante siglos, sino millones de años, más allá de cualquier horizonte civilizacional.
Si una supernova cercana explotara y cubriera la Tierra con dosis letales de radiación proveniente de rayos cósmicos, ¿tendríamos tiempo suficiente (entre la llegada de la luz y la radiación) para improvisar refugios para la mayor parte de la población global?69 Pero, ¿deberíamos preocuparnos por esto?
Para que una explosión dañe la capa de ozono terrestre, debe ocurrir a menos de 50 años luz de distancia. Sin embargo, todas las estrellas “cercanas” que podrían explotar están mucho más lejos de esta distancia. Mientras tanto, un estallido de rayos gamma podría afectar la Tierra desde tan lejos como 10.000 años luz una vez cada 15 millones de años, pero el estallido más cercano registrado ocurrió a 1.300 millones de años luz.70 Es evidente que este riesgo pertenece a una categoría mayoritariamente académica; en lugar de especular sobre cuándo podría suceder, deberíamos preguntarnos, dado su frecuencia: ¿existirá alguna civilización terrestre dentro de, digamos, 150.000 o medio millón de años?
Aunque es un evento comparativamente más probable, calcular el riesgo de una futura e inevitable colisión de la Tierra con un asteroide es otro ejercicio lleno de incertidumbres y suposiciones cuyos detalles específicos pueden marcar una enorme diferencia. Encuentros con asteroides o grandes cometas han ocurrido en el pasado y ocurrirán en el futuro, pero ¿asumimos que un gran impacto sucede una vez cada 100.000 años o una vez cada 2 millones de años?71
Estas son escalas de tiempo relativamente cortas en términos geológicos, pero demasiado largas para cálculos reveladores sobre los riesgos probables por año (y mucho menos por hora de exposición). Además, las consecuencias globales variarían significativamente si un objeto así impactara en el Océano Pacífico cerca de la Antártida o si golpeara Europa Occidental o el este de China. En el primer caso, gran parte del daño provendría de un tsunami monstruoso, pero (dependiendo del tamaño del asteroide) podría haber poco polvo entrando en la atmósfera. En los otros dos casos, el impacto destruiría instantáneamente grandes concentraciones de población y actividad industrial, y lanzaría enormes masas de polvo de rocas a la atmósfera, creando un enfriamiento planetario pronunciado.
Los estadounidenses tampoco deberían preocuparse por supernovas o asteroides, pero si desean asustarse pensando en una catástrofe natural inevitable (¡y que provendría de uno de los lugares más emblemáticos del país!), entonces deberían considerar otra megaerupción del supervolcán de Yellowstone.72 Las evidencias geológicas indican nueve erupciones en los últimos 15 millones de años, siendo las tres más recientes hace 2,1 millones, 1,3 millones y 640.000 años. Por supuesto, fechar solo tres eventos no permite establecer ninguna periodicidad, pero aun así surge una idea: tomando el intervalo medio de 730.000 años entre erupciones, aún faltarían 90.000 años de espera. Sin embargo, si el primer intervalo fue de 800.000 años y el segundo de 660.000 años, un acortamiento similar indicaría un próximo intervalo de unos 520.000 años, ¡lo que haría que una nueva erupción estuviera ya atrasada por más de 100.000 años!
Independientemente del intervalo, las consecuencias dependerían de la magnitud de la erupción, su duración y los vientos predominantes. La última erupción liberó alrededor de 1000 kilómetros cúbicos de ceniza volcánica, y los vientos predominantes del noroeste transportarían la columna de cenizas sobre Wyoming (donde los depósitos más profundos podrían alcanzar varios metros), Utah y Colorado, hasta las Grandes Llanuras, afectando Estados desde Dakota del Sur hasta Texas y enterrando bajo 10-50 centímetros de ceniza algunas de las tierras agrícolas más productivas del país. La combinación de advertencias previas (gracias a un monitoreo sísmico constante) y una erupción más débil y prolongada podría hacer posible una evacuación a gran escala, donde la pérdida de viviendas, infraestructuras y tierras cultivables superaría con creces cualquier número inmediato de víctimas fatales. Una capa delgada de ceniza volcánica podría ararse en el suelo, mejorando incluso su fertilidad, pero capas más gruesas serían inmanejables, y una vez desplazadas por lluvias o deshielo causarían inundaciones y sedimentación, generando problemas durante décadas.
Quizás el mejor ejemplo de un riesgo natural que no mataría directamente a nadie, pero que causaría enormes interrupciones a nivel mundial con un alto número de víctimas indirectas, es la posibilidad de una tormenta geomagnética catastrófica causada por una eyección de masa coronal.73 La corona es la capa más externa de la atmósfera solar (visible solo durante un eclipse solar total sin instrumentos especiales) y, paradójicamente, es cientos de veces más caliente que la superficie del Sol. Las eyecciones de masa coronal son expulsiones gigantescas (miles de millones de toneladas) de material acelerado explosivamente que llevan un campo magnético incrustado cuya intensidad supera con creces la del viento solar de fondo y el campo magnético interplanetario. Estas eyecciones comienzan con la torsión y reconfiguración del campo magnético en la parte inferior de la corona; producen llamaradas solares y pueden viajar (expandiéndose a medida que avanzan) a velocidades desde menos de 250 km/s (llegando a la Tierra en casi siete días) hasta casi 3000 km/s (alcanzando la Tierra en tan solo 15 horas).
La mayor eyección de masa coronal conocida comenzó la mañana del 1 de septiembre de 1859, mientras Richard Carrington, un astrónomo británico, observaba y dibujaba una gran mancha solar que emitió una notable llamarada blanca en forma de riñón.74 Esto ocurrió casi dos décadas antes de los primeros teléfonos (1877) y más de dos décadas antes de la primera generación comercial centralizada de electricidad (1882). Por tanto, los efectos notables se limitaron a intensas auroras y a interrupciones en la entonces nueva red telegráfica, cuya instalación había comenzado en la década de 1840: los cables emitían chispas, los mensajes se interrumpían o llegaban truncados de formas extrañas, los operadores recibían descargas eléctricas y algunos incendios se desataron accidentalmente.
Algunos de los eventos más intensos posteriores ocurrieron entre el 31 de octubre y el 1 de noviembre de 1903, y del 13 al 15 de mayo de 1921, cuando la extensión de las líneas telefónicas cableadas y las redes eléctricas todavía era bastante limitada incluso en Europa y Norteamérica, y casi inexistente en otras regiones. Sin embargo, tuvimos un adelanto de lo que una eyección de masa coronal significativa podría causar en marzo de 1989, cuando un evento mucho menor (no comparable al de Carrington) dejó fuera de servicio toda la red eléctrica de Quebec, que abastecía a 6 millones de personas, durante nueve horas.75 Más de tres décadas después, somos mucho más vulnerables: basta pensar en todo lo electrónico, desde teléfonos móviles hasta correos electrónicos, la banca internacional y la navegación guiada por GPS en cada barco y avión, y ahora también en decenas de millones de automóviles.
Tendríamos aviso antes de que ocurriera: nuestro monitoreo constante de la actividad solar detectaría de inmediato cualquier eyección de masa y proporcionaría al menos entre 12 y 15 horas de advertencia antes del impacto. Pero solo cuando la eyección alcance el punto donde está estacionado el Observatorio Solar y Heliosférico (SOHO), a unos 1,5 millones de kilómetros de la Tierra, podríamos evaluar su intensidad; para entonces, el tiempo de reacción se reduciría a menos de una hora, quizás incluso a solo 15 minutos.76 Incluso daños limitados implicarían horas o días de interrupciones en las comunicaciones y operaciones de la red eléctrica, y una tormenta geomagnética masiva cortaría todos estos enlaces a escala global, dejándonos sin electricidad, sin información, sin transporte, sin capacidad para realizar pagos con tarjeta de crédito o retirar dinero de los bancos.
¿Qué haríamos si la restauración completa de todas estas infraestructuras vitales pero gravemente dañadas tomara años, quizás incluso una década? Las estimaciones de los daños globales varían en un orden de magnitud, de 2 a 20 billones de dólares,77 pero esto se refiere solo a los gastos, no al valor de las vidas perdidas durante largos periodos sin comunicación, luz, aire acondicionado, equipos hospitalarios, refrigeración y producción industrial (y, por ende, sin insumos adecuados para el cultivo de alimentos).
Hay algunas noticias alentadoras. Un estudio de 2012 estimó una probabilidad del 12% de otro evento como el de Carrington en los próximos diez años —es decir, una posibilidad de 1 en 8— y destacó que la rareza de estos eventos extremos hace que su tasa de ocurrencia sea difícil de estimar, “y la predicción de un evento futuro específico es prácticamente imposible”.78 Dada esta incertidumbre, no es sorprendente que en 2019 un grupo de científicos en Barcelona calculara que el riesgo no superaba el 0,46-1,88% durante la década de 2020, y por tanto, incluso la tasa más alta implicaría una probabilidad de 1 en 53, una perspectiva considerablemente más tranquilizadora.79 En 2020, un grupo de Carnegie Mellon ofreció una estimación aún más baja, situando la probabilidad decenal (en 10 años) de un evento al menos del tamaño del de 2012 entre el 1% y el 9%, y entre el 0,02% y el 1,6% para un evento del tamaño del Carrington de 1859.80 Aunque muchos expertos son plenamente conscientes de estas probabilidades y de las enormes consecuencias potenciales, está claro que este es uno de esos riesgos (muy similar a una pandemia) para los cuales nunca podemos estar completamente preparados: solo podemos esperar que el próximo evento masivo de eyección coronal no iguale ni supere al Evento Carrington.
Aunque esto no sea lo que el mundo quiere escuchar en este momento, es una desafortunada verdad que las pandemias virales están garantizadas a reaparecer con una frecuencia relativamente alta y, aunque compartan inevitables similitudes, sus impactos son impredeciblemente específicos. A principios de 2020, el mundo contaba con aproximadamente mil millones de personas mayores de 62 años, todas ellas habían vivido tres pandemias virales en una sola vida: 1957-1959 (H2N2), 1968-1970 (H3N2) y 2009 (H1N1).81 La mejor reconstrucción de la mortalidad total de la pandemia de 1957-1959 fue de 38/100.000 (1,1 millones de muertes; población mundial de 2.870 millones), la de 1968-1970 tuvo una mortalidad de 28/100.000 (1 millón de muertes; población mundial de 3.550 millones), mientras que el evento de 2009 tuvo una baja virulencia y una mortalidad no superior a 3/100.000 (aproximadamente 200.000 muertes; población mundial de 6.870 millones).82
La llegada del siguiente evento era solo cuestión de tiempo, pero, como ya se ha señalado, nunca estamos preparados para estas amenazas de frecuencia (relativamente) baja. La clasificación de los principales riesgos globales del Foro Económico Mundial, preparada anualmente entre 2007 y 2015, situó como prioridades el colapso de precios de activos, la crisis financiera y fallos sistémicos mayores en ocho ocasiones (ecos evidentes de 2008), y las crisis hídricas una vez, mientras que la amenaza de pandemia no apareció ni una sola vez entre los tres riesgos principales.83 ¡Qué ejemplo de previsión colectiva por parte de los responsables globales! Y cuando llegó la COVID-19 (causada por el SARS-CoV-2), la Organización Mundial de la Salud esperó hasta el 11 de marzo de 2020 para proclamar una pandemia global, y sus primeras recomendaciones (respaldadas por muchos gobiernos) desaconsejaban suspender vuelos internacionales y el uso de mascarillas.84
Es evidente que solo podremos cuantificar la mortalidad total de la COVID-19 después de que esta última pandemia termine. Mientras tanto, la mejor manera de evaluar la carga recurrente de las pandemias es compararla con la mortalidad respiratoria asociada a la gripe estacional a nivel mundial. La evaluación más detallada para los años 2002-2011 encontró una media de 389.000 muertes (rango entre 294.000 y 518.000) excluyendo la temporada pandémica de 2009.85 Esto significa que la gripe estacional representa aproximadamente el 2% de todas las muertes respiratorias anuales, y que su tasa de mortalidad promedia 6/100.000, lo que equivale al 15-20% de las tasas de mortalidad registradas en las dos pandemias de finales del siglo XX (1957-1959, 1968-1970). Dicho de manera inversa, la primera pandemia tuvo un impacto relativo en la mortalidad más de seis veces superior, y la segunda casi cinco veces mayor que la gripe estacional.
Además, existe una importante diferencia en la mortalidad específica por edad. La mortalidad por gripe estacional, casi sin excepción, se inclina marcadamente hacia las edades avanzadas, con el 67% de todas las muertes ocurriendo entre personas mayores de 65 años. En contraste, la infame segunda ola de la pandemia de 1918 afectó desproporcionadamente a personas en la treintena; la pandemia de 1957-1959 tuvo una frecuencia de mortalidad en forma de U, afectando desproporcionadamente a los grupos de 0 a 4 años y a los mayores de 60 años; mientras que la mortalidad por COVID-19 ha estado, al igual que la gripe estacional, altamente concentrada en la cohorte de mayores de 65 años, especialmente entre aquellos con comorbilidades significativas, dejando a los niños notablemente al margen.86
Sabemos que muchas de las muertes en exceso entre las personas mayores no pueden ser prevenidas: es parte del precio que debemos pagar por nuestros exitosos esfuerzos para extender la esperanza de vida (en muchos países prósperos, más de 15 años desde la década de 1950).87 Un certificado de defunción puede decir COVID-19 o neumonía viral, pero esa es solo la etiqueta inmediata: la verdadera causa es que la mayoría de nosotros no estamos diseñados para estar libres de problemas de salud subyacentes mientras seguimos empujando los límites de la longevidad. Los datos provisionales sobre la COVID-19 de los CDC dejan esto claro: durante la semana con mayor mortalidad en EE. UU. por COVID-19 (finalizada el 18 de abril de 2020), las personas mayores de 65 años representaron el 81% de todas las muertes, mientras que los menores de 35 años apenas el 0,1%.88
Esta situación es bastante diferente de la pandemia de 1918-1920, en la que murieron hasta 50 millones de personas. Ahora sabemos que la mayoría de esas muertes se debieron a neumonía bacteriana: alrededor del 80% de los cultivos tomados de muestras de tejido pulmonar preservado contenían bacterias que causaban infecciones pulmonares secundarias, y en ese entonces, casi un cuarto de siglo antes de la disponibilidad de antibióticos, no había tratamiento para esa condición.89 Además, las personas con tuberculosis tenían más probabilidades que otras de morir de gripe, y esta relación también ayuda a explicar la inusual mortalidad en edades medias de la pandemia de 1918-1920, así como su clara predominancia en hombres (debido a la incidencia diferencial de la tuberculosis).90
Dado que la tuberculosis ha sido prácticamente erradicada en todos los países desarrollados y que la neumonía es tratable con antibióticos, podemos evitar la repetición de altas tasas de mortalidad, pero incluso con nuestras campañas anuales de vacunación contra la gripe no podemos prevenir una mortalidad estacional significativa, y la supervivencia de las cohortes más longevas será desafiada cada vez que ocurra una pandemia global.
Este es un riesgo en gran medida autoimpuesto, el reverso de disfrutar de una mayor esperanza de vida, y podemos minimizarlo aislando a los individuos más vulnerables y desarrollando mejores vacunas, pero no podemos eliminarlo.
Algunas actitudes persistentes
Cuando se trata de riesgos, muchos lugares comunes parecen ser permanentes. Como individuos, podemos ejercer cierto control. Muchas personas no encuentran difícil abstenerse de fumar, consumir alcohol y drogas, y prefieren quedarse en casa en lugar de compartir un crucero con 5000 pasajeros y 3000 tripulantes en medio de un brote de coronavirus o norovirus. Otras personas ansían todo lo anterior, y resulta asombroso cuántas personas no reducen ni siquiera los riesgos más fáciles —y económicos— de disminuir. Llevar siempre el cinturón de seguridad, no exceder los límites de velocidad, conducir a la defensiva e instalar detectores de humo, monóxido de carbono y gas natural en los hogares son maneras gratuitas o de muy bajo costo de reducir los riesgos asociados con la conducción y la vida en estructuras calefaccionadas con combustibles fósiles.
Además, tanto las personas como los gobiernos suelen encontrar difícil lidiar adecuadamente con eventos de baja probabilidad pero de alto impacto (y grandes pérdidas). Comprar un seguro básico de hogar es una cosa (a menudo obligatoria); invertir en estructuras resistentes a terremotos —ya sea como individuos o como sociedades— para minimizar el impacto de lo que probablemente será un evento centenario, es algo completamente diferente. California cuenta con un programa de subsidios para reforzar sísmicamente las casas construidas antes de 1980 (anclarlas a sus cimientos según el código de construcción de 2016), pero la mayoría de las jurisdicciones que enfrentan riesgos sísmicos similares no tienen programas equivalentes.91
Sin embargo, es difícil, si no imposible, evitar muchas exposiciones, ya que (como se señaló anteriormente) en algunos casos no existe una clara dicotomía entre riesgos voluntarios e involuntarios. Y la mayoría de los riesgos están fuera de nuestro control. No podemos elegir a nuestros padres y, por ende, evitar una predisposición genética a una gran cantidad de enfermedades comunes y raras, incluidas algunos tipos de cáncer, diabetes, problemas cardiovasculares, asma y varios trastornos autosómicos recesivos como la fibrosis quística, la anemia falciforme y la enfermedad de Tay-Sachs.92
Para reducir significativamente los riesgos de desastres naturales locales o regionales, tendríamos que eliminar grandes áreas del planeta —sobre todo aquellas sujetas a mega-terremotos y erupciones volcánicas recurrentes (el Cinturón de Fuego del Pacífico), vientos ciclónicos destructivos e inundaciones extensas— como lugares de asentamiento humano.93 Dado que esto es claramente imposible en un planeta cada vez más poblado, la única forma de mejorar las probabilidades de supervivencia bajo esas condiciones es tomar precauciones: edificios a prueba de terremotos (reforzados con acero) evitarán enterrar a las personas cuando las estructuras circundantes colapsen; refugios contra tornados salvarán a las familias para que puedan reconstruir sus hogares arrasados, y la implementación de sistemas efectivos de alerta temprana y planes de evacuación masiva reducirá las pérdidas humanas causadas por ciclones, inundaciones y erupciones volcánicas.
Aunque estas medidas podrían salvar no solo cientos sino cientos de miles de vidas, tenemos defensas limitadas o somos completamente impotentes ante muchas catástrofes de gran escala, como tsunamis desencadenados por terremotos masivos, erupciones volcánicas gigantescas, sequías regionales prolongadas o encuentros de la Tierra con asteroides o cometas.
Otro conjunto de verdades aplica a nuestra evaluación de riesgos. Habitualmente subestimamos los riesgos voluntarios y familiares, mientras que repetidamente exageramos las exposiciones involuntarias y desconocidas.
Sobreestimamos constantemente los riesgos derivados de experiencias recientes y conmocionantes, y subestimamos los riesgos de eventos una vez que se desvanecen de nuestra memoria colectiva e institucional.94 Como ya mencioné, alrededor de mil millones de personas han vivido tres pandemias, pero cuando llegó la COVID-19 las referencias se hicieron abrumadoramente al episodio de 1918, mientras que las tres pandemias más recientes (aunque menos mortales), a diferencia del miedo ampliamente recordado al polio en la década de 1950 o al sida en la de 1980, apenas dejaron impresiones superficiales, si es que dejaron alguna.95
Existen explicaciones evidentes para esta amnesia. La pandemia de 2009 fue prácticamente indistinguible de una gripe estacional, y ni en 1957-1959 ni en 1968-1970 recurrimos a confinamientos nacionales o continentales casi totales. Las estadísticas ajustadas por inflación del producto económico global y estadounidense no muestran una reversión drástica de las tasas de crecimiento a largo plazo durante ninguna de estas pandemias del siglo XX.96 Además, el episodio de 1968-1970 coincidió con una expansión significativa del transporte aéreo internacional: el primer avión de fuselaje ancho, el Boeing 747, voló por primera vez en 1969.97 Y, quizá lo más importante, no existía una cobertura continua de noticias por televisión las 24 horas, obsesionada con anunciar conteos de muertes en tiempo real, ni un internet saturado de afirmaciones ridículas sobre causas y curas, junto con teorías conspirativas. Por lo tanto, no había formas de difusión de noticias modernas que fueran ahistóricas pero histéricas.
Como demostró una vez más la COVID-19 (y a escalas que debieron sorprender incluso a quienes no esperan buenas noticias), nos encontramos repetidamente mal preparados para enfrentar riesgos recurrentes de alto impacto pero de baja frecuencia relativa, como las pandemias virales que ocurren una vez por década, por generación o por siglo. Entonces, ¿cómo enfrentaríamos (dejando de lado los informes y análisis) otro Evento Carrington, o un asteroide que impacte el océano cerca de las Azores y cause un tsunami circunatlántico masivo de la misma magnitud que el causado por el terremoto de Tōhoku en 2011, con olas de hasta 40 metros de altura que podrían adentrarse hasta 10 kilómetros tierra adentro?98
Las lecciones que derivamos tras eventos catastróficos importantes no suelen ser racionales. Exageramos la probabilidad de su recurrencia y rechazamos cualquier recordatorio de que (dejando de lado el impacto emocional) sus consecuencias humanas y económicas reales son comparables a las de muchos riesgos cuyo impacto acumulativo no genera preocupaciones extraordinarias. Como resultado, el miedo a otro ataque terrorista espectacular llevó a Estados Unidos a tomar medidas extraordinarias para prevenirlo, incluidas guerras de varios billones de dólares en Afganistán e Irak, cumpliendo así el deseo de Osama bin Laden de arrastrar al país a conflictos sorprendentemente asimétricos que erosionarían su fuerza a largo plazo.99
La reacción pública ante los riesgos está más guiada por el temor a lo que es desconocido, inusual o difícil de comprender que por una evaluación comparativa de las consecuencias reales. Cuando estas fuertes reacciones emocionales están implicadas, las personas tienden a centrarse excesivamente en la posibilidad de un desenlace temido (como morir en un ataque terrorista o por una pandemia viral) en lugar de tener presente la probabilidad real de que dicho desenlace ocurra.100 Los terroristas siempre han explotado esta realidad, obligando a los gobiernos a tomar medidas extraordinariamente costosas para prevenir futuros ataques, mientras se desatienden reiteradamente acciones que podrían haber salvado más vidas a un costo mucho menor por fatalidad evitada.
No hay mejor ejemplo de medidas de bajo costo descuidadas para salvar vidas que la actitud de los estadounidenses ante la violencia con armas de fuego: ni siquiera las iteraciones más impactantes de asesinatos masivos, familiares y tristemente conocidos (pienso inmediatamente en las 26 personas, incluidos 20 niños de seis y siete años, asesinados en 2012 en Newtown, Connecticut), han logrado cambiar las leyes. Durante la segunda década del siglo XXI, cerca de 125.000 estadounidenses murieron por armas de fuego en homicidios (excluyendo suicidios): el equivalente a la población de Topeka, Kansas; Athens, Georgia; Simi Valley, California; o Göttingen, en Alemania.101 En comparación, 170 estadounidenses murieron en todos los ataques terroristas ocurridos en el país durante ese mismo período, una diferencia de casi tres órdenes de magnitud.102 Si lo comparamos con los accidentes de tráfico, la distribución de las cifras es aún más desigual: como se vio anteriormente, los hombres nativos americanos tienen aproximadamente cinco veces más probabilidades de morir en accidentes automovilísticos que las mujeres asiático-estadounidenses, pero los hombres afroamericanos tienen cerca de 30 veces más probabilidades de ser asesinados por armas de fuego.103
¿Puedo ofrecer una reflexión final útil? Tal vez, siempre y cuando reconozcamos estas realidades fundamentales: pedir una existencia libre de riesgos es pedir algo completamente imposible, mientras que la búsqueda por minimizar los riesgos sigue siendo la principal motivación del progreso humano.
Notas:
1. A. de Waal, «¿El fin de la hambruna? Perspectivas para la eliminación de la hambruna masiva mediante la acción política», Political Geography 62 (2017), pp. 184–195.
2. Sobre el impacto del lavado de manos más frecuente, véase Global Handwashing Partnership, «About handwashing» (consulta de 2020), https://globalhandwashing.org/about-handwashing/. Los riesgos de intoxicación por monóxido de carbono solían ser especialmente altos en climas fríos donde las estufas de leña eran la única fuente de calor: J. Howell et al., «Carbon monoxide hazards in rural Alaskan homes», Alaska Medicine 39 (1997), pp. 8–11. Con la introducción en los años 1990 de detectores de CO económicos, ya no hay excusa para que sigan ocurriendo fallecimientos por combustión incompleta en hogares.
3. Probablemente no existe otro diseño de una simplicidad comparable al cinturón de seguridad automovilístico de tres puntos (introducido por Nils Ivar Bohlin para Volvo en 1959) que pueda atribuirse el mérito de haber salvado tantas vidas y evitado muchas más lesiones graves, además de hacerlo a un costo tan bajo. Con justicia, en 1985 la Oficina Alemana de Patentes lo clasificó entre las ocho innovaciones más importantes de los 100 años anteriores. N. Bohlin, «A statistical analysis of 28,000 accident cases with emphasis on occupant restraint value», SAE Technical Paper 670925 (1967); T. Borroz, «Strapping success: The 3-point seatbelt turns 50», Wired (agosto de 2009).
4. Este asunto ha sido una irritante constante en las relaciones exteriores de Japón. El país se negó repetidamente a firmar el Convenio de La Haya sobre los Aspectos Civiles de la Sustracción Internacional de Menores (firmado en 1980, en vigor desde el 1 de diciembre de 1983): Convention on the Civil Aspects of International Child Abduction, https://assets.hcch.net/docs/e86d9f72-dc8d-46f3-b3bf-e102911c8532.pdf. Aunque finalmente lo firmó en 2014, pocos socios estadounidenses o europeos han logrado recuperar sus derechos parentales.
5. Sobre el descenso de los conflictos violentos, véase J. R. Oneal, «From realism to the liberal peace: Twenty years of research on the causes of war», en G. Lundestad, ed., International Relations Since the End of the Cold War: Some Key Dimensions (Oxford: Oxford University Press, 2012), pp. 42–62; S. Pinker, «The decline of war and conceptions of human nature», International Studies Review 15/3 (2013), pp. 400–405.
6. Instituto Nacional del Cáncer, «Asbestos exposure and cancer risk» (consulta de 2020), https://www.cancer.gov/about-cancer/; Sociedad Americana del Cáncer, «Talcum powder and cancer» (consulta de 2020), https://www.cancer.org/cancer/cancer-causes/talcum-powder-and-cancer.html; J. Entine, Scared to Death: How Chemophobia Threatens Public Health (Washington, DC: American Council on Science and Health, 2011). Sobre el calentamiento global hay una amplia gama de libros apocalípticos recientes, y el desafío será abordado en los próximos capítulos.
7. S. Knobler et al., Learning from SARS: Preparing for the Next Disease Outbreak—Workshop Summary (Washington, DC: National Academies Press, 2004); D. Quammen, Ebola: The Natural and Human History of a Deadly Virus (Nueva York: W. W. Norton, 2014).
8. La literatura sobre riesgos es ahora enorme, con muchas ramas especializadas: los libros y artículos sobre gestión de riesgos empresariales son particularmente numerosos, seguidos por las publicaciones sobre desastres naturales. Las tres principales revistas son Risk Analysis, Journal of Risk Research y Journal of Risk.
9. Para la historia de la evolución humana durante el Paleolítico, véase F. J. Ayala y C. J. Cela-Cond, Processes in Human Evolution: The Journey from Early Hominins to Neandertals and Modern Humans (Nueva York: Oxford University Press, 2017). Para las afirmaciones sobre la eficacia de la dieta «paleolítica», véase https://thepaleodiet.com/. Para una revisión imparcial de dicha dieta, consúltese: Harvard T. H. Chan School of Public Health, «Diet review: paleo diet for weight loss» (consulta de 2020), https://www.hsph.harvard.edu/nutritionsource/healthy-weight/diet-reviews/paleo-diet/. No faltan libros que prometen no solo convertirte en vegetariano o incluso vegano, sino, «literalmente, salvar el mundo». Por ejemplo, véanse J. M. Masson, The Face on Your Plate: The Truth About Food (Nueva York: W.W. Norton, 2010); y J. S. Foer, We Are the Weather: Saving the Planet Begins at Breakfast (Nueva York: Farrar, Straus and Giroux, 2019).
10. E. Archer et al., «The failure to measure dietary intake engendered a fictional discourse on diet-disease relations», Frontiers in Nutrition 5 (2019), p. 105. Para el intercambio de opiniones más extenso y también el más acusador sobre los estudios dietéticos prospectivos modernos, véanse los cuatro conjuntos de comentarios que comienzan con E. Archer et al., «Controversy and debate: Memory-Based Methods Paper 1: The fatal flaws of food frequency questionnaires and other memory-based dietary assessment methods», Journal of Clinical Epidemiology 104 (2018), pp. 113–124.
11. La controversia más amplia ha girado en torno al papel de las grasas dietéticas y el colesterol en las enfermedades cardíacas. Para los planteamientos originales, véase American Heart Association, «Dietary guidelines for healthy American adults», Circulation 94 (1966), pp. 1795–1800; A. Keys, Seven Countries: A Multivariate Analysis of Death and Coronary Heart Disease (Cambridge, MA: Harvard University Press, 1980). Para críticas y revisiones de las afirmaciones anteriores, véase A. F. La Berge, «How the ideology of low fat conquered America», Journal of the History of Medicine and Allied Sciences 63/2 (2008), pp. 139–177; R. Chowdhury et al., «Association of dietary, circulating, and supplement fatty acids with coronary risk: a systematic review and meta-analysis», Annals of Internal Medicine 160/6 (2014), pp. 398–406; R. J. De Souza et al., «Intake of saturated and trans unsaturated fatty acids and risk of all-cause mortality, cardiovascular disease, and type 2 diabetes: systematic review and meta-analysis of observational studies», British Medical Journal (2015); M. Dehghan et al., «Associations of fats and carbohydrate intake with cardiovascular disease and mortality in 18 countries from five continents (PURE): a prospective cohort study», The Lancet 390/10107 (2017), pp. 2050–2062; American Heart Association, «Dietary cholesterol and cardiovascular risk: A science advisory from the American Heart Association», Circulation 141 (2020), e39–e53.
12. Las expectativas de vida como promedio quinquenal entre 1950 y 2020 están disponibles para todos los países y regiones en: Naciones Unidas, World Population Prospects 2019, https://population.un.org/wpp/Download/Standard/Population/.
13. Las estadísticas históricas detalladas de Japón documentan esta tendencia. Statistics Bureau, Japan, Historical Statistics of Japan (Tokio: Statistics Bureau, 1996).
14. H. Toshima et al., eds., Lessons for Science from the Seven Countries Study: A 35-Year Collaborative Experience in Cardiovascular Disease Epidemiology (Berlín: Springer, 1994).
15. Para más información sobre el consumo de azúcares totales y añadidos en Estados Unidos y Japón, véase S. A. Bowman et al., Added Sugars Intake of Americans: What We Eat in America, NHANES 2013–2014 (mayo 2017); A. Fujiwara et al., «Estimation of starch and sugar intake in a Japanese population based on a newly developed food composition database», Nutrients 10 (2018), p. 1474.
16. Introducciones recomendadas incluyen M. Ashkenazi y J. Jacob, The Essence of Japanese Cuisine (Filadelfia: University of Philadelphia Press, 2000); K. J. Cwiertka, Modern Japanese Cuisine (Londres: Reaktion Books, 2006); E. C. Rath y S. Assmann, eds., Japanese Foodways: Past & Present (Urbana, IL: University of Illinois Press, 2010).
17. Las tasas de consumo aparente en España están extraídas de: Fundación Foessa, Estudios sociológicos sobre la situación social de España, 1975 (Madrid: Editorial Euramerica, 1976), p. 513; Ministerio de Agricultura, Pesca y Alimentación, Informe del Consumo Alimentario en España 2018 (Madrid: Ministerio de Agricultura, Pesca y Alimentación, 2019).
18. Comparaciones basadas en: FAO, «Food Balances» (consulta de 2020), http://www.fao.org/faostat/en/#data/FBS.
19. Para la mortalidad por enfermedades cardiovasculares, véase L. Serramajem et al., «How could changes in diet explain changes in coronary heart disease mortality in Spain—The Spanish Paradox», American Journal of Clinical Nutrition 61 (1995), S1351–S1359; OCDE, Cardiovascular Disease and Diabetes: Policies for Better Health and Quality of Care (junio 2015). Para la esperanza de vida, véase Naciones Unidas, World Population Prospects 2019.
20. C. Starr, «Social benefit versus technological risk», Science 165 (1969), pp. 1232–1238.
21. Según una evaluación cuantitativa detallada de riesgos, el humo del tabaco contiene 18 componentes nocivos y potencialmente dañinos: K. M. Marano et al., «Quantitative risk assessment of tobacco products: A potentially useful component of substantial equivalence evaluations», Regulatory Toxicology and Pharmacology 95 (2018), pp. 371–384.
22. M. Davidson, «Vaccination as a cause of autism—myths and controversies», Dialogues in Clinical Neuroscience 19/4 (2017), pp. 404–407; J. Goodman y F. Carmichael, «Coronavirus: Bill Gates ‘microchip’ conspiracy theory and other vaccine claims fact-checked», BBC News (29 de mayo de 2020).
23. A principios de septiembre de 2020, dos tercios de los estadounidenses dijeron que no se pondrían la vacuna contra la COVID-19 cuando estuviera disponible: S. Elbeshbishi y L. King, «Exclusive: Two-thirds of Americans say they won’t get COVID-19 vaccine when it’s first available, USA TODAY/Suffolk Poll shows», USA Today (septiembre de 2020).
24. Informes exhaustivos sobre las consecuencias sanitarias de los dos desastres están disponibles en: B. Bennett et al., Health Effects of the Chernobyl Accident and Special Health Care Programmes, Report of the UN Chernobyl Forum (Ginebra: WHO, 2006); World Health Organization, Health Risk Assessment from the Nuclear Accident after the 2011 Great East Japan Earthquake and Tsunami Based on a Preliminary Dose Estimation (Ginebra: WHO, 2013).
25. World Nuclear Association, «Nuclear power in France» (consulta de 2020), https://www.world-nuclear.org/information-library/country-profiles/countries-a-f/france.aspx.
26. C. Joppke, Mobilizing Against Nuclear Energy: A Comparison of Germany and the United States (Berkeley, CA; University of California Press, 1993); Tresantis, Die Anti-Atom-Bewegung: Geschichte und Perspektiven (Berlín: Assoziation A, 2015).
27. Estos puntos fueron señalados repetidamente por Baruch Fischhoff y Paul Slovic: B. Fischhoff et al., «How safe is safe enough? A psychometric study of attitudes towards technological risks and benefits», Policy Sciences 9 (1978), pp. 127–152; B. Fischhoff, «Risk perception and communication unplugged: Twenty years of process», Risk Analysis 15/2 (1995), pp. 137–145; B. Fischhoff y J. Kadvany, Risk: A Very Short Introduction (Nueva York: Oxford University Press, 2011); P. Slovic, «Perception of risk», Science 236/4799 (1987), pp. 280–285; P. Slovic, The Perception of Risk (Londres: Earthscan, 2000); P. Slovic, «Risk perception and risk analysis in a hyperpartisan and virtuously violent world», Risk Analysis 40/3 (2020), pp. 2231–2239.
28. Tres desastres industriales y de construcción recientes ilustran el rango típico de muertes: el descarrilamiento, incendio y explosión de un tren que transportaba petróleo crudo en Lac-Mégantic, Quebec (6 de julio de 2013) con 47 muertos; el derrumbe de un edificio en Daca que mató a 1.129 trabajadores textiles el 24 de abril de 2013; y la rotura de la presa de Brumadinho en Brasil con 233 muertos el 25 de enero de 2019.
29. Tras una caída libre de solo cuatro segundos en posición horizontal, un saltador base recorre 72 metros y alcanza una velocidad de 120 km/hora: «BASE jumping freefall chart», The Great Book of Base (2010), https://base-book.com/BASEFreefallChart.
30. A. S. Ramírez et al., «Beyond fatalism: Information overload as a mechanism to understand health disparities», Social Science and Medicine 219 (2018), pp. 11–18.
31. D. R. Kouabenan, «Occupation, driving experience, and risk and accident perception», Journal of Risk Research 5 (2002), pp. 49–68; B. Keeley et al., «Functions of health fatalism: Fatalistic talk as face saving, uncertainty management, stress relief and sense making», Sociology of Health & Illness 31 (2009), pp. 734–747.
32. A. Kayani et al., «Fatalism and its implications for risky road use and receptiveness to safety messages: A qualitative investigation in Pakistan», Health Education Research 27 (2012), pp. 1043–1054; B. Mahembe and O. M. Samuel, «Influence of personality and fatalistic belief on taxi driver behaviour», South African Journal of Psychology 46/3 (2016), pp. 415–426.
33. A. Suárez-Barrientos et al., «Circadian variations of infarct size in acute myocardial infarction», Heart 97 (2011), 970–976.
34. World Health Organization, «Falls» (enero de 2018), https://www.who.int/news-room/fact-sheets/detail/falls.
35. Sobre Salmonella, ver Centers for Disease Control and Prevention, «Salmonella and Eggs», https://www.cdc.gov/foodsafety/communication/salmonella-and-eggs.html. Sobre residuos de pesticidas en el té, ver J. Feng et al., «Monitoring and risk assessment of pesticide residues in tea samples from China», Human and Ecological Risk Assessment: An International Journal 21/1 (2015), pp. 169–183.
36. Las estadísticas más recientes del FBI sobre asesinatos y homicidios negligentes (por cada 100.000 personas) son: 51 para Baltimore, 9,7 para Miami y 6,4 para Los Ángeles: https://ucr.fbi.gov/crime-in-the-u.s/2018/crime-in-the-u.s.-2018/topic-pages/murder.
37. El mayor retiro reciente de medicamentos contaminados procedentes de China incluyó antihipertensivos comúnmente recetados: Food and Drug Administration, «FDA updates and press announcements on angiotensin II receptor blocker (ARB) recalls (valsartan, losartan, and irbesartan)» (noviembre de 2019), https://www.fda.gov/drugs/drug-safety-and-availability/fda-updates-and-press-announcements-angiotensin-ii-receptor-blocker-arb-recalls-valsartan-losartan.
38. Office of National Statistics, «Deaths registered in England and Wales: 2019», https://www.ons.gov.uk/peoplepopulationandcommunity/birthsdeathsandmarriages/deaths/bulletins/deathsregistrationsummarytables/2019.
39. K. D. Kochanek et al., «Deaths: Final Data for 2017», National Vital Statistics Reports 68 (2019), pp. 1–75; J. Xu et al., Mortality in the United States, 2018, NCHS Data Brief No. 355 (enero de 2020).
40. Starr, «Social benefit versus technological risk». La métrica del micromort, introducida en 1989 por Ronald Howard, ha sido utilizada en numerosas publicaciones por David Spiegelhalter: R. A. Howard, «Microrisks for medical decision analysis», International Journal of Technology Assessment in Health Care 5/3 (1989), pp. 357–370; M. Blastland y D. Spiegelhalter, The Norm Chronicles: Stories and Numbers about Danger and Death (Nueva York: Basic Books, 2014).
41. United Nations, World Mortality 2019, https://www.un.org/en/development/desa/population/publications/pdf/mortality/WMR2019/WorldMortality2019DataBooklet.pdf.
42. CDC, «Heart disease facts», https://www.cdc.gov/heartdisease/facts.htm; D. S. Jones y J. A. Greene, «The decline and rise of coronary heart disease», Public Health Then and Now 103 (2014), pp. 10207–10218; J. A. Haagsma et al., «The global burden of injury: incidence, mortality, disability-adjusted life years and time trends from the Global Burden of Disease study 2013», Injury Prevention 22/1 (2015), pp. 3–16.
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49. En 2016, hubo 35,7 millones de hospitalizaciones en los EE. UU. con una estancia media de 4,6 días: W. J. Freeman et al., «Overview of U.S. hospital stays in 2016: Variation by geographic region» (diciembre de 2018), https://www.hcup-us.ahrq.gov/reports/statbriefs/sb246-Geographic-Variation-Hospital-Stays.jsp.
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52. World Health Rankings, «Road traffic accidents» (consultado en 2020), https://www.worldlifeexpectancy.com/cause-of-death/road-traffic-accidents/by-country/.
53. El misterio del vuelo 370 de Malaysia Airlines puede que nunca se resuelva: las sugerencias y especulaciones abundan, pero hasta el momento parece que solo una clave inesperada y accidental podría esclarecerlo. La investigación de los dos accidentes consecutivos del Boeing 737 MAX (que causaron 346 muertes) reveló prácticas cuestionables de la empresa en la fabricación de su diseño más vendido y en la oferta de instrucciones y orientaciones para su operación.
54. International Civil Aviation Organization, State of Global Aviation Safety (Montreal: ICAO, 2020).
55. K. Soreide et al., «How dangerous is BASE jumping? An analysis of adverse events in 20,850 jumps from the Kjerag Massif, Norway», Trauma 62/5 (2007), pp. 1113–1117.
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58. National Consortium for the Study of Terrorism and Responses to Terrorism, American Deaths in Terrorist Attacks, 1995–2017 (septiembre de 2018).
59. National Consortium for the Study of Terrorism and Responses to Terrorism, Trends in Global Terrorism: Islamic State’s Decline in Iraq and Expanding Global Impact; Fewer Mass Casualty Attacks in Western Europe; Number of Attacks in the United States Highest since 1980s (octubre de 2019).
60. Para un buen resumen de los riesgos sísmicos de la costa oeste, véase R. S. Yeats, Living with Earthquakes in California (Corvallis, OR: Oregon State University Press, 2001). Para las consecuencias transpacíficas de los terremotos de la costa oeste, véase B. F. Atwater, The Orphan Tsunami of 1700 (Seattle, WA: University of Washington Press, 2005).
61. E. Agee y L. Taylor, «Historical analysis of U.S. tornado fatalities (1808–2017): Population, science, and technology», Weather, Climate and Society 11 (2019), pp. 355–368.
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Sobre el autor:
Vaclav Smil es Profesor Distinguido Emérito en la Universidad de Manitoba. Es autor de más de cuarenta libros sobre temas como la energía, el cambio ambiental y demográfico, la producción de alimentos y la nutrición, la innovación técnica, la evaluación de riesgos y las políticas públicas. Su obra más reciente para Penguin, Numbers Don’t Lie, se publicó en más de veinte idiomas. Ningún otro científico vivo ha tenido más libros (sobre una amplia variedad de temas) reseñados en la prestigiosa revista científica Nature. Miembro de la Real Sociedad de Canadá, en 2010 fue reconocido por Foreign Policy como uno de los 100 pensadores globales más influyentes.
* Artículo original: “Understanding Risks: From Viruses to Diets to Solar Flares”. Capítulo del libro ‘How The World Really Works. A Scientist’s Guide to Our Past, Present and Future’. Traducción: ‘Hypermedia Magazine’.
Los cuatro pilares de la civilización moderna
Por Vaclav Smil
“Cuatro materiales forman lo que he denominado los cuatro pilares de la civilización moderna: cemento, acero, plásticos y amoníaco”.