La putinización de América

Apenas ha transcurrido un mes del segundo mandato presidencial de Donald Trump y sus prioridades están claras: la destrucción del gobierno e influencia de Estados Unidos y la preservación de los intereses de Rusia.

Desatar a Elon Musk y sus cuadros de DOGE contra el gobierno federal, amenazar a Canadá y a los aliados europeos, y adoptar la lista de deseos de Vladímir Putin para Ucrania y más allá, no son movimientos aislados. Todas estas acciones forman parte de una estrategia que resulta familiar para cualquier estudioso del auge y caída de las democracias, especialmente de la parte de la caída.

Este proceso me resulta dolorosamente conocido en lo personal, porque marché en las calles cuando ocurrió en Rusia a comienzos del siglo XXI. Con una consistencia despiadada y la tácita aprobación de los líderes occidentales, Putin y sus aliados oligarcas utilizaron el poder que obtuvo en unas elecciones más o menos limpias para asegurarse de que las elecciones en Rusia nunca volverían a tener importancia.

Por supuesto, las instituciones y tradiciones estadounidenses son mucho más sólidas que la frágil democracia postsoviética de Rusia cuando Putin asumió el poder tras suceder a Borís Yeltsin, quien ya había hecho su parte del daño antes de ungir al exteniente coronel de la KGB como su sucesor en 1999. Pero aquellos que desestimaron mis advertencias al comienzo del primer mandato de Trump, en 2017, de que sí, esto podría ocurrir aquí, se volvieron más callados después de la insurrección del 6 de enero de 2021, y ahora casi han enmudecido.

La afinidad personal de Trump por los dictadores fue evidente desde el principio. Su admiración por Putin y otros líderes elegidos democráticamente que evolucionaron en autócratas, como Recep Tayyip Erdoğan en Turquía y Viktor Orbán en Hungría, estaba impregnada de una envidia apenas disimulada. Sin un parlamento problemático con el que lidiar. Con la prensa libre convertida en una máquina de propaganda al servicio del gobierno. Con el sistema judicial utilizado contra la oposición. Con elecciones organizadas solo para cumplir con la formalidad. ¿Qué no iba a gustarle?

Sin embargo, Putin y Rusia siempre ocuparon un lugar especial en el mundo de Trump. Los servicios de inteligencia y propaganda rusos trabajaron a toda máquina para promover a Trump una vez que obtuvo la nominación republicana para enfrentarse a Hillary Clinton en 2016. WikiLeaks, que llevaba tiempo al servicio de la inteligencia rusa mientras conservaba su imagen de organización de filtraciones, suministró documentos pirateados a una prensa estadounidense ingenuamente colaboradora. El Informe Mueller expone con claridad —de forma condenatoria, pese a los años de llanto del MAGA sobre la “farsa rusa”— el grado de cooperación entre distintos activos rusos y la campaña de Trump, aunque el fiscal especial Robert Mueller decidiera no presentar cargos.

Trump nombró a Paul Manafort como jefe de su campaña en mayo de 2016, convirtiendo las señales de alarma sobre Rusia en sirenas de ataque aéreo para cualquiera que estuviera prestando atención. Manafort había sido asesor del expresidente ucraniano Víktor Yanukóvich, quien intentó frustrar el deseo de los ucranianos de acercarse a Europa, solo para ser derrocado por la Revolución de la Dignidad en Maidán y verse obligado a huir a Moscú en 2014.

La experiencia reciente de Manafort se centraba principalmente en el lavado de dinero y de reputación. Incorporarlo a la campaña en un momento en que la extrañamente pro-Putin retórica de Trump (“líder fuerte”, “ama a su país”, “¿crees que nuestro país es tan inocente?”) ya estaba llamando la atención, parecía demasiado evidente: ¿por qué redoblar la apuesta? De la afinidad, la campaña se inclinó hacia una sospechosa lealtad al Kremlin. La posterior declaración de culpabilidad de Manafort por conspiración para defraudar a Estados Unidos y su indulto por parte de Trump, solo añadieron más leña al fuego del escándalo por colusión.



Rusia invadió Ucrania por primera vez en 2014, durante el segundo mandato del presidente Barack Obama. Anexionó Crimea e ingresó en el este de Ucrania con endebles pretextos sobre la protección de los hablantes de ruso (a quienes bombardeó indiscriminadamente), la supuesta presencia de nazis en Ucrania (incluidos, por supuesto, los propios judíos que gobernaban el país), la expansión de la OTAN y los llamados separatistas ucranianos. Luego, el 24 de febrero de 2022, en el segundo año de la presidencia de Joe Biden, Rusia lanzó una invasión total de Ucrania con el objetivo de tomar Kiev en lo que el Kremlin había planificado como una “operación militar especial” de tres días. Esta cronología llevó a Trump y sus defensores a afirmar que él había sido “duro” con Rusia y que la invasión nunca habría ocurrido bajo su mandato.

Ahora que la segunda administración de Trump se apresura a cumplir cada punto de la extensa lista de deseos de Putin, la verdadera razón de aquella afirmación se ha vuelto evidente. En su segundo mandato, Putin esperaba que Trump abandonara a Ucrania, levantara las sanciones contra Rusia, fracturara la OTAN y dejara a Ucrania prácticamente indefensa antes de que Europa pudiera organizarse para asistirla. Es decir, exactamente lo que está ocurriendo hoy.

Pero Trump perdió contra Biden en 2020 y, al entrar en su 23.° año en el poder, Putin necesitaba un nuevo conflicto para desviar la atención de las deplorables condiciones internas de Rusia. Los dictadores siempre acaban necesitando enemigos para justificar por qué nada mejora bajo su dominio eterno y, una vez eliminada la oposición interna, las aventuras expansionistas se vuelven inevitables. Putin no esperaba mucha resistencia de Ucrania ni de Occidente, al que había corrompido, intimidado y manipulado con éxito durante décadas. Pero entonces apareció un héroe inesperado en el presidente ucraniano Volodímir Zelenski, un excomediante y actor que demostró ser capaz de interpretar, bajo fuego enemigo, una fenomenal versión de Winston Churchill.

La valiente resistencia de Ucrania ante la supuesta fuerza avasalladora del ejército ruso se prolongó el tiempo suficiente para obligar a Estados Unidos y Europa a unirse a su defensa, aunque de forma tardía y con reticencia. Han pasado tres largos años. Drones iraníes se estrellan cada noche contra centros civiles ucranianos; la artillería y los misiles rusos reducen ciudades enteras a escombros; China respalda la conquista rusa mientras observa con avidez a Taiwán. Tres años de informes documentados sobre torturas, violaciones y el secuestro masivo de niños por parte de Rusia. Soldados norcoreanos han llegado para luchar y morir en la invasión rusa, mientras las naciones de la OTAN permanecen al margen, permitiendo que los ucranianos mueran en la guerra para la cual la OTAN fue creada. Sin embargo, de algún modo, Ucrania sigue resistiendo, mientras las pérdidas militares de Rusia aumentan y su economía tambalea.

Y entonces reaparece Donald Trump, regresando al poder con más apoyo del Kremlin —y con la torpeza de los demócratas como cómplice— listo para lanzarle un salvavidas a su viejo amigo Putin. Pero esta vez no está solo: lo acompaña el hombre más rico del mundo, Elon Musk. (Putin controla mucho más dinero que Musk o Trump; no subestimemos cómo eso influye en su percepción de él como el gran jefe). Y con Musk llega un término sobreutilizado y malinterpretado en el lenguaje político estadounidense: oligarca.

Aunque no es una palabra rusa, fue la Rusia postsoviética la que popularizó su uso y perfeccionó el sistema que describe. En la década de 1990, quienes supieron manipular mejor los mercados recién privatizados se convirtieron en las personas más ricas de Rusia. Rápidamente se hicieron con los resortes del poder político para ampliar su riqueza, perseguir a sus rivales y borrar las líneas entre el poder público y privado hasta que dejaron de existir.

Putin, un tecnócrata gris y sin carisma, fue una fachada útil para multimillonarios como Borís Berezovski: aparentaba ser el veterano curtido de la KGB que venía a limpiar la corrupción, cuando en realidad lo que hacía era institucionalizarla y consolidar un estado mafioso. Los oligarcas podían inclinarse ante él y enriquecerse, o resistirse y acabar en la cárcel o en el exilio, con sus activos confiscados.

La democracia rusa no tenía memoria institucional ni un sistema inmunológico capaz de resistir estos ataques. Era como un cervatillo arrollado por una locomotora. La Duma rusa, purgada de cualquier oposición real, se convirtió en un coro de alabanzas a Putin bajo la nueva hegemonía del partido Rusia Unida. Los jueces y los servicios de seguridad se alinearon con el Kremlin o fueron destituidos en purgas. La supervisión gubernamental se transformó en un mecanismo de cumplimiento de la voluntad presidencial. La política económica se centró en nacionalizar los costos y privatizar las ganancias, saqueando el país para llenar los bolsillos de unas pocas docenas de oligarcas bien conectados. La política exterior también pasó a la clandestinidad, conducida por multimillonarios en resorts y yates. Un aluvión de dinero ruso inundó a políticos e instituciones europeas. Las granjas de troles y los bots del Kremlin convirtieron las redes sociales en un arma, primero nacional; y, luego, global.

Si todo esto empieza a sonar familiar, ¡bienvenido a la putinización de América, camarada! La deferencia de Trump hacia el autócrata ruso ha evolucionado hasta convertirse en una imitación total. La promoción por parte de Musk de candidatos afines al Kremlin en Alemania y Rumanía, así como sus ataques a Ucrania, pueden parecer extraños, pero no son aleatorios. Berezovski, quien ayudó a Putin a ascender al poder desde las sombras, pronto fue exiliado y sustituido por oligarcas más dóciles. También encontró un final espantoso: apareció ahorcado en su mansión de Berkshire a los 67 años, un precedente que podría hacer reflexionar a cualquiera que se plantee arriesgar su imperio empresarial para desempeñar el papel de “eminencia gris” para personajes como Trump o J. D. Vance.

Trump no hizo campaña con la promesa de recortar la financiación para la investigación del cáncer y la ayuda exterior, del mismo modo que tampoco dijo que amenazaría con anexionarse Groenlandia y Canadá o que levantaría las sanciones contra la dictadura de Putin y extorsionaría a Ucrania. Lo que todos estos movimientos tienen en común es que provocan conflictos con los aliados, lo que luego le permite a Trump distinguir entre los verdaderamente leales y los que no lo son.

Imitación y servilismo no son lo mismo. Trump y Musk podrían intentar socavar la democracia estadounidense y crear una estructura de poder vertical al estilo ruso sin necesidad de someterse a Putin ni abandonar a Ucrania. Pero no lo han hecho. Y aunque la imitación sea la forma más sincera de adulación, la afinidad y la envidia no bastan para explicar la rapidez y totalidad con la que la administración Trump ha adoptado todas las posturas del Kremlin. El lunes, en el aniversario de la invasión a gran escala de Rusia, Estados Unidos incluso se unió a Rusia en la votación contra una resolución de las Naciones Unidas que condenaba la guerra de Putin contra Ucrania.

Ronald Reagan pronunció un célebre discurso en apoyo a Barry Goldwater durante la campaña presidencial de 1964, en el que dijo: “Ningún gobierno reduce voluntariamente su tamaño… Una agencia gubernamental es lo más parecido a la vida eterna que veremos en esta tierra”. Como alguien que fue un “comunista reaganiano” en la URSS, simpatizo con quienes quieren reducir y limitar el poder del gobierno. Pero sustituirlo por una junta de élites sin rendición de cuentas —el modelo de Putin— no es ninguna mejora.

Reducir la burocracia no suele asociarse con el despotismo y la concentración del poder. Tendemos a pensar en los aspirantes a dictador como figuras que llenan los tribunales de jueces afines y expanden el tamaño y la autoridad del Estado. Pero eso no es lo que se hace cuando se quiere volver al gobierno impotente ante el poder privado —tu poder privado—. El modelo de Putin consistió en debilitar cualquier institución estatal que pudiera desafiarlo y reconstruir el poder estatal solo cuando tuviera un control total.

Pero, ¿por qué Trump ha convertido la agenda de Putin en su máxima prioridad? Hasta ahora, el Partido Republicano ha aceptado sin resistencia todos los movimientos de Trump, pero algunos miembros todavía cuestionan que llame dictador a Zelensky mientras se muestra afable con Putin. ¿Por qué arriesgarse a disputas con sus ajustadas mayorías en el Congreso por Rusia tan pronto y con tanta urgencia? Lo mismo podría preguntarse sobre las tácticas temerarias de Musk con DOGE, que ya están provocando reacciones adversas a medida que se eliminan programas populares, se multiplican los despidos y aumentan las demandas judiciales.

Tal vez nunca sepamos por qué Trump es tan perversamente leal a Putin. No sabemos exactamente por qué Musk apostó todo por Trump y Rusia, ni qué implicaciones tienen sus profundos conflictos de intereses en EE.UU. y China. Pero la urgencia de sus acciones sí la comprendo, y es una advertencia alarmante.

Estas no son las acciones de personas que esperan perder el poder en el corto plazo, o en absoluto. Están acelerando el proceso hacia un punto en el que no podrán permitirse perder el control de los mecanismos que están desmantelando y remodelando a su imagen y semejanza. Lo que harán cuando crean que montar un golpe de Estado es el menor de los riesgos para sus fortunas y su poder es impredecible.

Puede que haya un premio Pulitzer esperando a la persona que descubra la respuesta a la pregunta “¿por qué?”. Pero detener la putinización —el saqueo por parte de sus aliados, la centralización de la autoridad y la transferencia de decisiones a manos privadas sin rendición de cuentas— es la cuestión vital del momento. Que Trump admire a Putin es mucho menos peligroso que el hecho de que Trump se convierta en él.



* Artículo original: “The Putinization of America”. Traducción: ‘Hypermedia Magazine’.

Sobre el autor: Garry Kasparov es presidente de la Renew Democracy Initiative, vicepresidente del World Liberty Congress y fue el 13.º campeón mundial de ajedrez.





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