Todos los peores humanos (III)

Todos los peores humanos (I)

Todos los peores humanos (II)



Capítulo 6: El Gobierno contra Internet

Una llamada de un periodista del Wall Street Journal me despierta a las 5 de la mañana.

—Phil, quería darte la oportunidad de comentar una historia que está a punto de publicarse —dice—. Aquí tienes nuestro titular: “Tras meses de planificación, la policía de Nueva Zelanda irrumpió en la casa del fundador de Megaupload, Kim Dotcom, justo cuando llegaban los invitados para celebrar su cumpleaños”.

—Déjame despertar a algunas personas —balbuceo.

El abogado de Dotcom, Robert S. Bennett, exasesor del presidente Bill Clinton, me pone al tanto. Agentes antiterroristas han allanado la mansión de 25.000 pies cuadrados de mi cliente en Auckland, con helicópteros militares, unidades caninas y vehículos SWAT, en una operación coordinada con el FBI. Mi cliente se atrincheró en su habitación del pánico, aferrado a una escopeta recortada. Enfrenta una extradición a Estados Unidos acusado de infracción de derechos de autor, crimen organizado, lavado de dinero y fraude electrónico.

Cuando trabajas en comunicación de crisis, esperas que el teléfono suene con una emergencia. Lo que no esperas es que sean tantas al mismo tiempo.


***


Seis semanas antes, un lunes por la mañana de diciembre, entro en Levick Strategic Communications. Nuestro edificio está en la esquina de las calles Nineteenth y M NW, en Washington, DC. La oficina de la esquina de Richard Levick está repleta de estanterías llenas de tratados legales. Ese día, me uno a Levick, quien alisa las solapas de su traje de tres piezas, y a cuatro ejecutivos que están reunidos alrededor del altavoz del teléfono. Un vicepresidente sénior me echa un vistazo de arriba abajo.

—Así que tú eres el nuevo tipo de operaciones encubiertas de Richard.

Antes de que pueda responder, el altavoz se conecta y una voz con acento alemán irrumpe en la sala. La voz de Kim Dotcom me toma por sorpresa: no es lo que esperaba de un hacker obeso. Había asumido que sonaría como Neo de The Matrix, no como Christoph Waltz en Malditos bastardos.

—Quiero boxear contra este pequeño gusano —brama Kim Dotcom.

—Un placer conocerle, señor Dotcom —responde Levick.

—La subsidiaria de Dotcom, Megaporn, ha sido demandada por Perfect Ten, una empresa de pornografía que intenta generar nuevos ingresos como copyright troll. Se le está obligando a pagar un acuerdo importante —añade el abogado tecnológico de Dotcom, un abogado de San Francisco que habla rápido—. El CEO de Perfect Ten es un hombre mayor.

—Quiero pelear contra él en televisión por el mismo monto del acuerdo —dice Dotcom a través del altavoz.

Los ejecutivos de la sala intercambian miradas de preocupación. A mí, en cambio, el tipo me cae bien de inmediato. Por fin conozco a un cliente cuyas ideas son más descabelladas que las mías. Como el miembro más joven de esta llamada de presentación, me mantengo en silencio, observando cómo Levick maneja la situación.

—Parece un poco… llamativo —dice Levick—. ¿Y si conseguimos que algunos aliados externos digan cosas buenas sobre usted?

—Presentar el acuerdo de una manera favorable mientras se mantiene el negocio viable —interviene un vicepresidente de la sala.

—No soy un criminal —afirma Dotcom.

—Pagar el acuerdo no implica necesariamente culpabilidad —dice Levick.

—Tengo un negocio legítimo. Forbes quiere ponerme en la portada. Veo un mundo donde el gran contenido y la libertad en internet pueden coexistir.

—Yo también veo ese mundo —responde Levick—. Y podemos ayudar a que el público lo vea. Esperemos a hablar con los periodistas hasta que la noticia del acuerdo se haya difundido en la prensa. ¿Hay algo más que debamos saber?

Es una buena pregunta. Todas las crisis de relaciones públicas comienzan con una llamada de presentación. Se trata de extraer la mayor cantidad de información posible del cliente y de su abogado. Por lo general, el cliente (o más a menudo su abogado, que siempre está en estas llamadas) no cuenta toda la verdad o deja de mencionar algo muy importante. (Por ejemplo: en el momento de esta reunión, faltaban seis semanas para que el FBI derribara a Dotcom, y él ya había contratado un equipo de defensa penal). O bien, mienten descaradamente, tratando de jugar con los expertos en relaciones públicas como si fuéramos novatos. A veces les digo a los abogados: ¿Me ves levantándome en la sala del tribunal y haciendo objeciones? Dime la verdad y déjame hablar con los medios.

—Eso es todo por ahora —dice el abogado de Dotcom.

—¿Seguro que no hay nada más? —pregunta Levick.

—Quiero moverme rápido —dice Dotcom.

—Les enviaremos una propuesta en veinticuatro horas —responde Levick, señalándome con el dedo.

Las propuestas son responsabilidad del agente más joven. Veinticuatro horas es en realidad un plazo amplio para desarrollar una estrategia de crisis. He pasado por situaciones en las que un cliente tenía que hablar con periodistas en menos de treinta minutos.

—Empieza con lo más descabellado en esta propuesta. Yo me encargaré de moderarte —me dice Levick después de la llamada, mientras bebe un vaso de bourbon. Guarda el licor bueno dentro de un globo terráqueo falso—. Me encanta la forma en que funciona tu cerebro.

—Puedo hacer eso.

—Pasa por Recursos Humanos antes de irte. Diles que necesitarás acceso a algunos… sitios bloqueados en el portátil de la empresa. No creo que Perfect Ten o Megaporn estén en la lista blanca.


***


Pido comida para llevar de Commissary y reviso docenas de artículos sobre mi nuevo cliente. Kim Dotcom es mi tipo de criminal: un nerd informático de dos metros y ciento treinta y cinco kilos que disfruta alquilando yates llenos de modelos, conduciendo Cadillacs vintage en campos de golf y jugando al gato y al ratón con la industria del entretenimiento estadounidense. En 2005, fundó el servicio de intercambio de archivos Megaupload, a través del cual los usuarios podían acceder gratuitamente a contenido con derechos de autor, como películas de Hollywood. En su apogeo, Megaupload afirmaba tener sesenta millones de usuarios, generar el doble de tráfico web que Facebook y haber disparado la fortuna de Dotcom hasta los doscientos millones de dólares. A veces viaja con una estatua de tamaño real del alienígena de Depredador.

De todos mis clientes, Kim Dotcom tiene el historial más extenso. Nacido como Kim Schmitz, fue condenado por primera vez en 1998 por tráfico de códigos de tarjetas telefónicas robadas, fraude informático y espionaje de datos. Aprovechó el arresto para forjarse una reputación como hacker, declarando a la prensa que era el líder de un equipo internacional de ciberdelincuentes llamado Dope. Se jactó de haber penetrado en las bóvedas digitales de Citibank y transferido veinte millones de dólares a Greenpeace. Un artículo de 2001 en el diario alemán Die Welt asegura que pirateó la NASA y el Pentágono, accediendo a información militar clasificada sobre Saddam Hussein. The Guardian afirma que saboteó la calificación crediticia del excanciller alemán Helmut Kohl. En 2002, fue condenado por manipular las acciones de una empresa holandesa de internet. Las autoridades alemanas lograron extraditarlo desde Tailandia. Cuando lo recibieron en el aeropuerto de Múnich, se presentó diciendo: “Su Alteza Real Kimble Primero”.

Kim convirtió sus hazañas en fama como hacker. Según Wired, “Promocionó su nueva imagen de genio rico y rebelde de la informática a través de una extraña animación en Flash llamada Kimble, Special Agent, en la que su alter ego animado conduce un ‘Megacarro’ y luego un ‘Megayate’ antes de irrumpir en la mansión de Bill Gates y llenar una pared de balazos, formando con los agujeros la palabra ‘Linux’”.

Peter Brown me enseñó que “todo es posible con la cantidad adecuada de dinero”. Dotcom tiene exponencialmente más dinero que Peter Brown, y su fortuna le ha permitido mantenerse un paso por delante de la ley desde la administración Clinton. Ahora estamos bien adentrados en la era Obama. Dotcom ha logrado esquivar a la justicia durante tres presidencias mientras disfruta de vino, mujeres y diversión. Y aun así, ha encontrado tiempo para convertirse en el jugador número uno del mundo en Call of Duty: Modern Warfare 3. “No me odies porque te he ganado”, dice su lema como gamer. “Respétame porque puedo enseñarte”.

Un artículo de 2001 en The Telegraph describe a Dotcom como “la pesadilla de un publicista y el sueño de un periodista”. Según la lógica convencional de las relaciones públicas, el público debería odiarlo. Pero no es así. Es ampliamente admirado, incluso por personas que deberían detestarlo, como Kanye West y Steve Wozniak de Apple, quienes perdieron dinero por culpa de Megaupload. Claro, Dotcom es odiado por las grandes compañías de entretenimiento y sus grupos de presión, como la Motion Picture Association of America (MPAA), y tienen buenas razones para detestarlo. La MPAA estima que la piratería en línea le cuesta a la industria del cine estadounidense alrededor de 29.200 millones de dólares al año. (Como es típico de la MPAA, esta cifra parece una exageración). Pero millones de fans en internet no se cansan de este geek obeso que vive como Richie Rich mientras se burla abiertamente del poder establecido.

Yo también estoy fascinado. Dotcom es un genio de las relaciones públicas. Rompe todas las reglas del sector y se sale con la suya.

Regla 1. No creas en la mentira de que “toda prensa es buena prensa”.

“No existe la mala prensa” es la afirmación más errónea en relaciones públicas. Que se lo pregunten a Gaddafi. Excepto si eres Kim Dotcom. No hay manera de que un periodista escriba sobre este personaje de dibujos animados sin que él lo encuentre halagador. Dotcom lo muestra todo sin filtros y convierte las noticias negativas en bromas irreverentes en su cuenta de Twitter.

Regla 2. No repitas lo negativo.

Dime la primera cita de Richard Nixon que se te venga a la cabeza. “No soy un delincuente”, ¿verdad? Recuerdas la frase aunque no hubieras nacido cuando Nixon la dijo. Todo el mundo la recuerda. Esas cinco palabras representan quizás el mayor error de relaciones públicas en la historia de Estados Unidos. Nixon repitió la acusación, justo lo que enseñamos a evitar en la formación mediática para clientes. Si alguien te pregunta cuánto tiempo llevas pegándole a tu esposa, no respondes: “No soy un maltratador”. Dices: “Soy una buena persona”. ¿Para qué negar cuando puedes desviar la atención?

A Dotcom le preguntan a menudo si Megaupload es legal. No responde: “Dirijo un negocio legítimo y dono a la caridad”. Responde: “La ley está equivocada”. Todo lo que sale de la boca de Kim Dotcom es material para una acusación. Porque dice la verdad, es culpable de casi todos los delitos, excepto de perjurio.

Regla 3. Nunca luches contra un cerdo en el fango.

Dos cosas van a suceder: acabarás cubierto de fango y el cerdo lo disfrutará. Nunca te enfrentes directamente con un oponente que está por debajo de ti. Dotcom quiere desafiar a un troll del copyright a una pelea. Probablemente la retransmitiría en directo por Twitter. Y la gente lo animaría.

Regla 4. No ataques a alguien cuando está en la cima.

Un viejo dicho en Washington. Es demasiado esfuerzo enfrentarse a un adversario fuerte. Hay que saber elegir las batallas. Dotcom patea a quien le da la gana: directores ejecutivos admirados, la industria del entretenimiento, grupos de presión poderosos como la MPAA. Son personas que contratan a tipos en las sombras como yo y les dicen: “Haz lo peor que puedas”. Incluso su ridículo apellido es una patada a la autoridad. Sabiendo que su línea de negocios lo enfrentaría a demandas e investigaciones, lo cambió legalmente para que el encabezado de cualquier caso en su contra básicamente dijera: “El Gobierno contra Internet”. Es el polo opuesto de los dictadores sin sentido del humor, aislados en sus palacios manchados de sangre y financiados con dinero del petróleo.

No puedo esperar para empezar.


***


En el Round Robin Bar del hotel Willard, la leyenda de la coctelería de DC, Jim Hewes, me sirve uno de sus magníficos old fashioneds. Hewes vive según el lema: “Nunca dejes que la verdad se interponga en el camino de una buena historia”. Brindaré por eso.

No había vuelto al Willard desde que BLJ organizó la fiesta de “¡Hurra, cuarenta años como dictador!” para Gaddafi. Quince minutos después, entra el rapero Swizz Beatz, vestido con el tipo de traje que usan los jugadores de la NBA en la banda después de romperse el tendón de Aquiles.

—¿Tú eres Phil? —pregunta.

—Sí —respondo.

—Estoy entusiasmado con la multitud de oportunidades que presenta esta oportunidad para hacer crecer mi marca personal.

—Ajá —digo.

Han sido unas semanas ajetreadas. Dotcom llegó a un acuerdo con Perfect Ten. Siguiendo el consejo de Levick, no boxeó contra su envejecido y calvo CEO. Habría sido cruel. Divertido. Pero cruel. Dotcom tiene planes más grandes para Megaupload.

—Nos vamos a volver legales —anunció en una reciente llamada de conferencia—. Mainstream. Vamos a poner a alguien con credibilidad en la industria musical como CEO.

Ahí entra Swizz Beatz. Estoy manejando el despliegue mediático del próximo anuncio de Beatz como CEO de Megaupload. Swizz Beatz y sus nueve nominaciones al Grammy son la cara de una narrativa bien construida. Lo estamos usando como escudo contra las críticas de la industria musical, creando la historia de que Dotcom está entrando al redil de la legalidad. Mega, Kim y Swizz no están destruyendo la industria musical; son los bienintencionados guardianes de su futuro. El próximo movimiento de Dotcom es asociarse con un sello discográfico y figuras importantes de la industria para lanzar música a través de su plataforma de intercambio de archivos.

Ha empezado con fuerza. Hace unos días, el 17 de diciembre, Dotcom lanzó el videoclip de The Megaupload Song en YouTube. El video está protagonizado por Kim Kardashian y artistas como Kanye West, will.i.am, P. Diddy y Chris Brown, además del actor Jamie Foxx, el boxeador Floyd Mayweather Jr. y la campeona de tenis Serena Williams. Después del desfile de estrellas, Dotcom aparece vestido con una sudadera negra, luciendo una barba descuidada, y presumiendo: “El cuatro por ciento de internet… ¡Es un éxito, es un éxito!”.

Una vez más, Dotcom rompe todas las reglas de las relaciones públicas. Ataca directamente a los sellos discográficos y repite literalmente el mensaje (potencialmente delictivo) en una canción: “¡M-E-G-A! ¡Sube archivos conmigo hoy!”. Artistas con contratos con grandes sellos están promocionando la misma empresa que los está poniendo contra la pared. Me imagino las caras de horror de los ejecutivos de United Talent Agency al entrar en internet y ver a sus clientes más importantes apoyando un sitio web a favor de la piratería.

Y, una vez más, Dotcom se sale con la suya. El video acumula millones de visitas en YouTube. La prensa lo cubre como una curiosidad divertida. Y la canción es pegadiza, como si un programa de inteligencia artificial mezclara un jingle comercial con una canción de los Black Eyed Peas. Ayer pillé a Lindsay cantándola mientras preparaba el desayuno.

—Meeegggaaaa —tarareó—. Me-ga-up-load. Envíame un archivo.

—Este lanzamiento va a ser enorme —me dice Swizz Beatz en el Round Robin.

—No hables con Page Six —le advierto—. Están husmeando. Pronto haremos el anuncio. Estoy pensando en The Wall Street Journal. Lo más adecuado para un CEO.

—Me gusta cómo suena eso.

Salgo del Willard y me dirijo a Rumors, un bar de suelos pegajosos con terraza cerca de la oficina de Levick. Trabajo hasta tarde, intercambiando correos con un reportero tecnológico llamado Ernesto, de TorrentFreak, y con un escritor de Forbes que quiere poner a Dotcom en la portada de la revista en febrero. Si todo sale según lo planeado, en unas semanas estaré en un avión rumbo a Nueva Zelanda.

Nada sale según lo planeado.


***


Ahora, unos días después, recibo la llamada: han arrestado a Kim Dotcom. Cuando Dotcom contrató a Levick, sospeché que no nos necesitaba solo para lidiar con un cazador de derechos de autor. Sus abogados no nos dijeron toda la verdad. Dotcom sabía que el FBI estaba intentando atraparlo. Y ahora ese día ha llegado.

El día de su arresto, la prensa publica fotos de Dotcom blandiendo una escopeta frente a un Mercedes negro con una matrícula personalizada que dice GUILTY (CULPABLE). El boletín musical Complex lo califica como el primer caso de confesión a través de una matrícula.

Dudo que sus excentricidades lo salven esta vez. Dotcom es una amenaza para empresas de entretenimiento multimillonarias con profundos lazos con la Casa Blanca. Chris Dodd, presidente y principal cabildero de la Motion Picture Association of America (MPAA), fue senador por Connecticut cuando el presidente Obama era senador por Illinois. El vicepresidente Joe Biden ha dicho que Dodd es uno de sus mejores amigos. El abogado de Dotcom afirmará que los registros de la Casa Blanca muestran que Obama y Dodd se reunieron en el Despacho Oval el 9 de diciembre, solo un mes antes del operativo contra Dotcom.

Luego, alrededor de la época de la redada, Dodd apareció en Fox News. “Aquellos que cuentan con el apoyo de, entre comillas, Hollywood deben entender que esta industria está observando muy de cerca quién va a respaldarlos cuando sus empleos estén en juego”, dijo. “No me pidan que les firme un cheque cuando crean que sus puestos de trabajo están en riesgo y luego ignoren mis preocupaciones cuando el mío lo está”.

¿Es demasiado conspiranoico pensar que Dodd amenazó con retirar el apoyo financiero a los demócratas si Obama no autorizaba la redada? Llamo a Preston para comentarle mi teoría.

—¿Hollywood comunista y políticos de izquierda coordinándose para destruir a un ciudadano soberano armado? No te creo —dice con sarcasmo—. ¿Eres un individuo pensante y con criterio? ¿Esto no es obvio para ti?

—¿Qué es ese ruido? —pregunto, al oír un pop-pop-pop de fondo.

—Estoy en un campo de tiro en el norte del estado de Nueva York. Francotiradores de los marines me están enseñando a ser más efectivo con rifles de largo alcance. Disparamos con silenciadores, pero aún se escucha.

—Parece preciso.

—Estamos acertando disparos letales a mil yardas —dice Preston—. Odio decírtelo, Phil, pero te están ganando en tu propio juego. ‘Relaciones públicas’ es solo el nombre educado para la propaganda. Te enfrentaste a propagandistas de Hollywood. Son tan ricos como Creso. Y tienen un ejército más grande.

—Yo no tengo un ejército.

—Consigue uno. Ellos tienen al FBI. Ni siquiera tienes un arma, por una razón que no puedo comprender y no intentaré hacerlo.

—Trabajaré en mi ejército. Por ahora, estoy apagando incendios. La prensa sigue insistiendo en el detalle de que Kim fue arrestado con una escopeta recortada. Parece un villano de James Bond.

—¿Un villano? —dice Preston—. Se enfrentó al Estado con las armas en la mano. Me identifico con él a un nivel profundo. Pero una recortada es una jugada de novato. Es demasiado ruidosa. Y el 95% de la gente la carga con munición de perdigones. No es letal a más de veinticinco yardas. Un cañón más largo es mejor para poner cabezas en la mira.

—Para mis propósitos, sería mejor si Kim no hubiera blandido un arma en absoluto.

—No seas ridículo —responde—. Tengo que irme. Si alguna vez estás en Nueva York y te apetece disparar cosas a larga distancia, avísame.

Manejo la crisis durante el ciclo de noticias de la semana siguiente al arresto de Dotcom y consigo cobertura positiva para él. Pero hay un límite a lo que una agencia de relaciones públicas puede hacer cuando su cliente es un objetivo del FBI. El Departamento de Justicia nos ordena dejar de trabajar para Dotcom y congela sus activos. Me frustra tener las manos atadas. Odio que el sistema judicial actúe según los intereses de los conglomerados mediáticos.

Si soy completamente honesto, lo que más me decepciona es que Dotcom y yo nunca tuvimos la oportunidad de empezar realmente. Cuando pienso en los juegos mediáticos que podríamos haber jugado, es como añorar un amor perdido. Quiero venganza por mi gran ballena blanca del mundo de las relaciones públicas. Pero es una idea estúpida enfrentarse al FBI. Y el teléfono de Levick sigue sonando con llamadas de clientes en crisis cuyos activos no están congelados.


***


Lindsay me guía por un oscuro pasillo de linóleo, flanqueado por filas de puertas de plexiglás. Decenas de gatos desesperados y diminutos gatitos nos observan desde sus jaulas.

—Nuestro chico no es del tipo adorable y esponjoso —dice Lindsay—. Es más bien larguirucho y desaliñado.

—Mira a estos pequeños —digo, deteniéndome frente a dos hermanos atigrados naranjas que se lamen las orejas mutuamente.

—No les mires a los ojos —Lindsay me jala del brazo—. Es una trampa. Además, ellos se tienen el uno al otro. Nuestro chico no tiene a nadie. Sus hermanos y su madre ya fueron adoptados. Lleva meses aquí.

Lindsay ha estado haciendo voluntariado en la Washington Animal Rescue League, en una misión secreta para encontrar al mejor gato para adoptar. Observa cómo interactúan con los visitantes, escucha a escondidas al personal hablar de los casos más difíciles y luego me cuenta los detalles, gato por gato, durante la cena. Esta es una de las cosas que más me gustan de Lindsay: su idea de conspiración la lleva a infiltrarse en un refugio de animales para acariciar gatos callejeros. Si yo fuera un agente doble, probablemente acabaría trabajando para un señor de la guerra afgano.

Lindsay se acerca a una jaula. Un par de ojos amarillos se abren y nos miran con escepticismo. Desbloquea la jaula y saca a un gatito desgreñado que no debe pesar más de un kilo. Es negro azabache, excepto por esos ojos.

—Hoy hizo llorar a un niño —dice Lindsay, acomodando al gatito en su hombro y llevándolo a una sala donde podemos soltarlo—. Se llama Húmero, como el hueso, pero estaba pensando que podríamos llamarlo Darth Vader.

Me agacho y extiendo la mano. Darth Vader me observa un momento y, de repente, me clava una garra afilada en la pierna. Un rastro de sangre resbala por mi espinilla. Una voluntaria corre a traerme una tirita.

—Probablemente quieran conocer a otros gatos —sugiere la voluntaria.

—No, este es un excelente juez de carácter —digo—. Nos lo llevamos.

Colocan a Darth Vader dentro de una caja con agujeros, y Lindsay y yo nos dirigimos a casa con él.

Me mudé al apartamento de Lindsay hace dos semanas. Mis pósteres de Bloom County finalmente tienen marcos. Lindsay me deja solo con Darth en la habitación de atrás.

—Voy a Petco. Necesitamos provisiones —dice antes de salir apresurada por la puerta.

Miro a través de los agujeros de la caja. Un ojo amarillo me devuelve la mirada. Abro la caja, y Darth Vader sale disparado a refugiarse bajo el sofá, que en casa de Lindsay está impecable y no cubierto con sábanas viejas.

—Encuentro tu falta de fe perturbadora —le digo.

Me tumbo en la cama. Las fundas de las almohadas huelen a Lindsay, limpias y frescas, con un aroma que me hace sentir tranquilo y feliz. Huelen a hogar.

Después de quince minutos, un destello oscuro aparece en mi visión periférica. Darth Vader me observa. Se acerca, con pasos cautelosos. No muevo ni un párpado, y él salta sobre la colcha, aunque todavía mantiene la distancia. Resisto la abrumadora necesidad de acariciarlo.

—Tienes problemas emocionales —le digo a Darth Vader—. Está bien. Yo también.

Lindsay irrumpe por la puerta con bolsas de arena para gatos, un arenero nuevo lleno de juguetes, comida, cepillos y golosinas.

—Me he gastado demasiado dinero, Phil —grita mientras guarda las cosas en los armarios—. Ahora tenemos una tarjeta de crédito de Petco.

—Ven a ver —le llamo desde la habitación.

Lindsay aparece en el umbral y ve a Darth Vader tumbado a mis pies.

—Creo que le gustas —dice—. Así que quizá deje de apuñalarte.


***


—Vas a estar bien. Todo va a salir bien —dice Lindsay.

Estoy sentado en la camilla, con la anestesia ya recorriendo mis venas. Pero estoy preparado. He estado practicando un chiste solo para este momento.

—La próxima vez que me veas, tendré una talla doble D —digo, llevándome las manos al pecho.

Lindsay estalla en carcajadas mientras los camilleros me llevan al quirófano. Luego, todo se vuelve más oscuro que la oscuridad.

Cuando recupero la conciencia, estoy abrazando mi peluche de Opus. Lindsay se inclina sobre la cama del hospital y hace un selfie. Me dice que la cirugía salió bien; han limado la espina ósea que estaba presionando el labrum de mi cadera. Esta operación me dará dos años antes de necesitar una prótesis total de cadera.

—En la sala de espera, leí cuatrocientas páginas de Harry Potter y el cáliz de fuego —dice Lindsay—. Tengo tantas cosas que contarte. Y Preston se coló con una botella de bourbon.

—Bourbon —repito, como un bebé alcohólico aprendiendo su primera palabra.

—Más tarde —dice ella—. Bourbon más tarde.

—No te vayas —le pido—. No quiero estar solo.

Lindsay pone episodios antiguos de La ley y el orden en su portátil. Se queda conmigo toda la noche en la unidad de recuperación y se queda dormida en su silla, con el rostro apoyado sobre una pila de mantas al pie de mi cama.


***


Un farmacéutico me entrega un frasco de OxyContin. Cuarenta pastillas. Luego, un frasco de Percocet. Noventa pastillas. Cada uno con dos resurtidos. Tomar una o dos cada seis horas para el dolor de cadera. Claro.

Empiezo a atender llamadas de clientes después de tomar Percocet. Con una toalla de papel húmeda, froto el recubrimiento de liberación prolongada de los Oxy y uso una cuchara para triturar las pastillas hasta convertirlas en un polvo fino que trago con agua. Así, el fármaco entra rápidamente en mi torrente sanguíneo. Me acostumbro a la cálida sensación de los opiáceos recorriendo mi médula espinal.

El día en que mis frascos se vacían, regreso a la farmacia. Me gusta el Percocet. Me gusta el Oxy aún más. Demasiado. Cuando se acaba mi último resurtido, los dejo de golpe. Tiemblo. Sudo. Vomito. Cuatro días después de comenzar la abstinencia, Richard Levick me ve encorvado sobre mi escritorio, con los puños apretados hasta volverse blancos.

—¿Estás bien? —pregunta.

—Solo estoy pasando por el síndrome de abstinencia —respondo.

No me doy cuenta en ese momento, pero soy uno de los millones de estadounidenses a los que los médicos les recetaron opiáceos en exceso. Tuve suerte. Mi paracaídas se abrió antes de que cayera de lleno en la adicción. Lo que ahora llaman la primera ola de la crisis de los opiáceos comenzó a finales de la década de 1990. ¿Adivina qué lanzó Purdue Pharma en 1996? Si adivinaste OxyContin, ¡has ganado una gorra gratis de Purdue Pharma! (Aviso legal: Purdue Pharma LP no respalda las opiniones del señor Philip Elwood ni es responsable de ningún sorteo de artículos promocionales que este prometa en sus memorias).

Karl Marx dijo que la religión era el opio del pueblo. Pero ¿sabes qué se parece mucho más al opio del pueblo? Los opiáceos. Como cualquier otro traficante de drogas que he conocido, Purdue y la familia Sackler, dueña de la empresa, vendieron un producto que la gente quería. Resulta que el mercado para la heroína legal es enorme. Pero, claro, no puedes publicar un anuncio en The New York Times para vender heroína, ¿verdad? Así que Purdue contrató a McKinsey & Company y a una pequeña firma de relaciones públicas llamada Dezenhall Resources.

Dezenhall Resources ayudó a aprovechar la credibilidad del American Enterprise Institute, un think tank de derecha. Los think tanks son organizaciones de investigación y asesoramiento sin fines de lucro, y abundan en el centro de Washington, D.C. Hay un think tank para casi cualquier tema que puedas imaginar o cualquier cosa que puedas disparar con un tanque. Muchos think tanks son fuentes valiosas de estudios y propuestas legislativas. Pero pueden ser corruptos. Algunos aceptan dinero para realizar “investigaciones dirigidas”. En estos acuerdos, suele haber un interés financiero en las conclusiones del estudio, lo que es una forma educada de decir que un donante está financiando los resultados que desea. A veces, el donante es una persona adinerada con una agenda. O una corporación con una agenda. O un gobierno extranjero con una agenda. Nada es gratis. Ni siquiera en una organización sin fines de lucro.

Para Purdue, el costo fue de 800.000 dólares. Recuerda lo que dije sobre no poder poner un anuncio en The New York Times para vender heroína. Bueno, salvo que ese anuncio lo escriba la psiquiatra Sally Satel, investigadora del American Enterprise Institute y miembro no remunerado de la junta asesora de la Administración de Servicios de Salud Mental y Abuso de Sustancias. Su artículo de 2004 en The New York Times se tituló Doctors Behind Bars: Treating Pain Is Now Risky Business (Médicos tras las rejas: tratar el dolor ahora es un negocio arriesgado). ¿Qué tal este giro en la narrativa?:

“El tratamiento del dolor en sí es un área propensa a la mala interpretación. Muchos pacientes que buscan la ayuda de los médicos ya han probado antiinflamatorios no esteroides, opiáceos convencionales como la codeína e incluso cirugías, y aun así siguen sufriendo dolores severos por cáncer, artritis degenerativa, daños en los nervios u otras condiciones”, escribió Satel. “Dosis elevadas de medicamentos como la hidrocodona (Vicodin), la oxicodona (OxyContin), la morfina o la metadona pueden ser necesarias”.

Satel mencionó específicamente el OxyContin y citó a un vocero de Purdue asegurando que una de cada diez personas con dolor crónico podría beneficiarse de un tratamiento a largo plazo con dosis altas del fármaco. Solo puedo decir: bien jugado.

El pico de las prescripciones excesivas ocurrió en 2010. Cuando la gente se quedó sin pastillas, recurrió a la heroína. Luego, al fentanilo. Al menos 645.000 personas murieron por sobredosis de opiáceos entre 1999 y 2021. Al final, McKinsey & Company tuvo que pagar más de 640 millones de dólares por su papel en la crisis de los opiáceos. Se han escrito libros, artículos periodísticos, reportajes en revistas e incluso 60 Minutes ha cubierto la epidemia y la maquinaria de relaciones públicas que la impulsó.

Podría mencionar más nombres y avergonzar a más personas, pero soy un profesional de las relaciones públicas, así que prefiero analizar dos comunicados de prensa: el primero que se escribió en la historia y el que redactaron los Sackler en 2021.

El domingo 28 de octubre de 1906, a las 2:20 p.m., un tren de la West Jersey and Seashore Railroad descarriló y se precipitó al Thoroughfare, el arroyo que separa Atlantic City del continente, a casi cuarenta millas por hora. Cincuenta y tres personas murieron ahogadas.

Aquí es donde entra en la historia Ivy Lee.

Tras el descarrilamiento, Ivy Ledbetter Lee, hoy considerado uno de los “padres de las relaciones públicas modernas”, redactó el primer comunicado de prensa de la historia. Su cliente era la Pennsylvania Railroad, propietaria de la West Jersey and Seashore Railroad. La prensa elogió el comunicado de Lee por su transparencia y franqueza. Tanto, que The New York Times lo publicó íntegro.

Las cosas han cambiado desde entonces.

El 9 de diciembre de 2021, el Museo Metropolitano de Arte y la familia Sackler emitieron conjuntamente un comunicado de prensa. Podría llamarse el comunicado final de la era Sackler. Durante cincuenta años, la familia Sackler donó millones al Museo Metropolitano de Arte. Pero ahora sus crímenes habían salido a la luz y era el momento de anunciar la eliminación de su nombre de las paredes del museo. El Met podría haber emitido un comunicado demoledor, llamando a los Sackler traficantes de drogas y asesinos. Ambas afirmaciones habrían sido precisas. En su lugar, los Sackler y el Metropolitano aparentemente negociaron el lenguaje del comunicado. El presidente y director ejecutivo del museo, Daniel Weiss, declaró: “El Met ha sido construido gracias a la filantropía de generaciones de donantes, y los Sackler han estado entre nuestros benefactores más generosos”. Weiss calificó a los Sackler de “afables”. No se mencionó en el texto ni una sola palabra sobre las muertes por opiáceos ni sobre la razón por la que el museo eliminaba su nombre de sus muros. Comparado con el primer comunicado de prensa de la historia, el del Met muestra cuánto ha cambiado mi industria. Ivy Lee lo hizo bien a la primera. Ahora, incluso los museos blanquean la verdad y la reformulan a su conveniencia.

La industria de las relaciones públicas es un parásito. Vive de su huésped: los medios de comunicación. Pero ¿qué ocurre cuando el parásito se vuelve más grande que el huésped? Ahora, en 2024, el huésped está evolucionando. Los salarios en algunas redacciones están subiendo. Fondos de inversión privada están comprando medios de comunicación a diestra y siniestra. Los gobiernos extranjeros también están invirtiendo fuerte en ellos. Las líneas éticas se están difuminando. Las redes sociales están convirtiéndose en agencias de noticias. Entre sus inversionistas figuran algunos de los capitales más manchados de sangre del mundo.

Y la industria de las relaciones públicas también ha comenzado a invertir abiertamente en nuevos medios. En 2023, se lanzó el sitio de noticias The Messenger, que simultáneamente adquirió otra empresa de medios llamada Grid News. Grid News debutó con mucha expectación y con nombres destacados en el periodismo, pero más tarde se reveló que uno de sus principales financiadores era International Media Investments, con sede en los Emiratos Árabes Unidos, que ahora será un inversionista minoritario en The Messenger. Sus inversionistas mayoritarios, que aportaron cincuenta millones de dólares, fueron encabezados por el Stagwell Group, un holding de Washington, D.C., controlado por Mark Penn, exdirector general de Burson-Marsteller.

Stagwell, a su vez, posee firmas de relaciones públicas, entre ellas SKDK, una agencia de D.C. con estrechos vínculos con la Casa Blanca de Biden. Una cosa es que los medios sean dependientes de sus patrocinadores, pero es otra muy distinta que lo sean de gobiernos. Esto añade otra capa de conflicto. Hay que preguntarse si The Messenger se atrevería a publicar artículos críticos sobre los Emiratos Árabes Unidos o sobre la extensa lista de clientes de SKDK. Los intereses de sus financiadores ponen en duda su objetividad. Además, los ejecutivos de SKDK no se desvinculan de la firma cuando ocupan cargos en el gobierno de Biden, incluyendo la preparación de Joe Biden para los debates nacionales. Es el equivalente a un regulador de la Comisión de Bolsa y Valores dando consejos sobre acciones.

Este es el campo de batalla donde jugamos nuestro juego. Comprender las rivalidades entre medios, entre firmas de relaciones públicas, entre clientes pasados y potenciales. Sin mencionar que, además de todo esto, tenemos que trabajar para clientes reales.


***


Casi un año después de su arresto, sigo pensando en Kim Dotcom. Quiero vengar a mi antiguo cliente. Estoy fantaseando con formas de hacerlo cuando recibo una llamada de un operador de Washington, D.C., que es amigo mío. Me dice que Estados Unidos ha prohibido a los estadounidenses apostar en los casinos en línea de Antigua, aniquilando 3.400 millones de dólares de la economía de la diminuta nación caribeña. Casi cuatro mil personas (el 4% de la población del país) han perdido sus empleos, y el primer ministro Baldwin Spencer se juega la reelección.

“Le dije al primer ministro que mi amigo Phil resuelve problemas exóticos”, dice el operador.

Veo una oportunidad para vengarme de la industria del entretenimiento y ayudar a un desvalido sin posibilidades de éxito. Richard Levick y yo tomamos el próximo vuelo a Antigua.



Capítulo 7: Internet contra el Gobierno

Mi bolígrafo se mueve rápido, garabateando puntos en una libreta legal amarilla. En el asiento de al lado, Richard Levick juguetea con su portátil, ansioso por escuchar mi propuesta. En noventa minutos, nuestro vuelo aterrizará en la isla de Antigua. El primer ministro Spencer nos espera… y también una solución. Necesito presentarle una idea perfecta.

El único problema es que no tengo ni idea de lo que voy a proponer. Artículos sobre derecho comercial internacional están esparcidos por la bandeja de mi asiento. La expresión represalias cruzadas salta de una de las páginas. Si alguien te quita algo valioso, no solo contraatacas, sino que le arrebatas algo aún mayor. En el ajedrez, cuando tu oponente mueve para capturar una pieza, no te retiras. En su lugar, tomas una de sus piezas más importantes. Pasas de la defensa al ataque.

En una de las revistas, leo cómo, en 1999, empresas estadounidenses inundaron el mercado brasileño con enormes cantidades de algodón, hundiendo a los productores locales. Brasil contraatacó fabricando medicamentos contra el SIDA patentados en EE. UU. y repartiéndolos gratuitamente en África. De repente, las farmacéuticas comenzaron a quejarse ante el gobierno estadounidense por los subsidios al algodón, y Brasil logró recuperar su cuota de mercado. Todo esto fue avalado por la Organización Mundial del Comercio.

Pienso en tomar prestada la estrategia de Brasil para Antigua. Mi planteamiento debe adaptarse a los recursos limitados de la isla. Y modernizarse. Paso las páginas de una gruesa carpeta con recortes de prensa. Para cuando aterrizamos, ya tengo un plan.

Levick ve que mi bolígrafo deja de moverse y me lanza la mirada cautelosa de un veterano de las relaciones públicas a punto de escuchar una propuesta. Conozco bien esa expresión. Es mi señal para empezar a hablar.

—Vamos a iniciar una guerra comercial entre Antigua y Estados Unidos.

Levick resopla como si le hubieran dado un codazo en el estómago, pero no rechaza la idea de inmediato. Mi talento para prender fuegos fue la razón por la que me contrató. Quiere escuchar el resto.

En el enfrentamiento actual, le explico, Estados Unidos tiene la pistola más grande. Antigua, en comparación, tiene una pistola de agua. Necesitamos una tercera arma.

—La creamos —digo— chantajeando a la industria del entretenimiento estadounidense.

—Phil, sabes que a veces hacemos negocios con esa gente.

—Y espero que no tengas aspiraciones de trabajar para Microsoft.

Paso por inmigración vestido con una camisa hawaiana y pantalones cargo para que el funcionario que sella mi pasaporte crea que estoy de vacaciones. Levick, en cambio, sigue con su traje de negocios y lo interrogan durante quince minutos. Salimos del aeropuerto y nos recibe un diciembre tropical y bochornoso. Tomamos un taxi, y llamo a un reportero que conozco de la sección del Caribe de Associated Press. Si Antigua estuviera a punto de iniciar una guerra comercial con Estados Unidos, le pregunto hipotéticamente, ¿le interesaría una exclusiva? Naturalmente, tengo algunas condiciones.


***


Levick y yo nos encontramos cara a cara con el primer ministro Spencer en una deslucida sala de conferencias. He presentado propuestas a presidentes, familias reales y dictadores en salas como esta por todo el mundo. Spencer es un hombre corpulento, de cabello blanco como el que suelen tener los jefes de Estado.

—Señores, conocen nuestro problema —dice el primer ministro—. ¿Qué proponen?

—Quiero que chantajee a los Estados Unidos de América —le digo.

Spencer frunce el ceño y lanza una mirada escéptica a Levick. Esto es parte del proceso. Cuando presentas una idea arriesgada a un cliente, lo mejor es dar primero la parte más loca. Luego retrocedes, y todo lo demás parece razonable en comparación.

Levick se inclina hacia adelante.

—La estrategia es más matizada que eso —dice—. Deja que Phil la desarrolle un poco más.

Le explico a Spencer que, en una crisis, a veces la mejor estrategia no es resolver el problema, sino hacerlo mucho, mucho más grande. Tan grande que alguien más tenga que solucionarlo. Le digo que su pequeña nación caribeña tiene el poder de amenazar el equilibrio de la estabilidad económica global. Todo lo que tiene que hacer es negarse a respetar las leyes estadounidenses de propiedad intelectual. Le hablo de Megaupload, la plataforma de Kim Dotcom, que comercia con películas, música y software pirateados de Estados Unidos, y de cómo Antigua podría crear una plataforma similar. Desde Mickey Mouse hasta Microsoft Office, todo disponible con un gran descuento en la página web nacional de Antigua. El presidente de la Motion Picture Association of America llamará a la oficina del presidente Obama dos minutos después de que la noticia se publique, preguntando por qué un conflicto sobre juegos de azar en el Caribe está a punto de costarle miles de millones a su industria.

—Estados Unidos solo negocia cuando tiene una pistola en la cabeza —le digo—. Yo le estoy dando esa pistola.

—¿Y qué pasa si Estados Unidos emite una advertencia de viaje contra mi país? —pregunta Spencer.

—Usted estaba generando miles de millones al año con los juegos de azar en línea. El turismo no produce ese tipo de dinero.

Ahora tengo la atención de Spencer. Puedo ver que lo está considerando.

—¿Qué tendría que hacer mi oficina?

—No tiene que hacer nada —respondo—. Solo tiene que amenazar con hacerlo. Yo lo filtraré a la prensa. Una vez que se publique, será real.

—Y puede hacerlo con el respaldo de la Organización Mundial del Comercio —añade Levick—. Ya han fallado a su favor varias veces y aprobarán cualquier plan de sanciones que usted proponga. Soy abogado, puedo ayudar a navegar los detalles legales.

—Conozco a un reportero de una agencia de noticias que querrá esta historia como exclusiva —añado—. Si le doy la primicia, publicará el artículo antes de que el representante comercial de EE. UU. tenga oportunidad de responder.

Spencer se recuesta en su silla y fija la vista en un fragmento de pared gris sobre mi cabeza. Luego se pone de pie y me tiende la mano.

Llamo al reportero de Associated Press antes de salir al pasillo.


***


Levick y yo nos reunimos con Vincent en el St. James’s Club. Vincent ajusta su sombrero de ala ancha para protegerse del resplandor de un atardecer rosado mientras observa a un par de mujeres haciendo el pino en la piscina frente al mar. Consultor político especializado en elecciones en el Caribe, ha sido encargado de asegurarse de que nuestro plan no haga estallar la campaña de reelección de Spencer. Su atuendo caribeño y elegante tiene el aire cool de Miles Davis junto a mis pantalones cortos tipo cargo, que terminan a mitad de mis espinillas quemadas por el sol.

—Estás a punto de encender fuegos artificiales en una isla diminuta —dice Vincent.

—¿De qué otra forma se amenaza a Estados Unidos? —respondo.

—Necesitamos hablar en un sitio privado —dice Vincent—. No aquí. Hay demasiados oídos escuchando. Conozco un lugar.

A la mañana siguiente, nos adentramos en el mar Caribe en una embarcación más parecida a una balsa que a un barco. El agua turquesa se filtra entre las tablas del casco de madera. Una botella de ron rueda entre los remos. Es extraño ver a Richard Levick, un abogado constitucionalista de renombre, siempre vestido para la sala de audiencias, con un bañador. El océano parece calmar la paranoia de Vincent. Aquí afuera, los únicos oídos que pueden escucharnos son los de las aves tropicales de pico rojo y los del patrón del bote, que encadena un porro tras otro.

—La política caribeña es hiperlocal —dice Vincent—. Una nueva carretera es noticia de primera plana. Si tu plan no funciona, nos quedaremos varados como un bote pesquero en medio de un huracán.

—Es una jugada arriesgada, sin duda —dice Levick—. Pero los grandes problemas solo se solucionan tomando grandes riesgos. La intimidación es un factor clave que impide a un país pequeño enfrentarse a los abusones. Nosotros nos preguntamos: ¿y si contraatacas?

—Todos los lobistas de la industria del entretenimiento en DC van a perder la cabeza —dice Vincent.

—Funcionan con una mezcla de arrogancia y estupidez —respondo, tomando una calada del porro que pasa el patrón.

—Ganan demasiado dinero sin asumir ningún riesgo —dice Levick, rechazando el porro con un gesto de la mano—. Un movimiento tan audaz los tomará por sorpresa, como Washington atacando a los hessianos.

—Tengo amigos en TorrentFreak y otras publicaciones en línea que apoyarán nuestra causa —digo—. Quieren venganza por lo que hicieron con Kim Dotcom. Será como lanzar carnada a los tiburones.

—Bueno —dice Vincent, sacando la botella de ron—. Brindemos por una guerra comercial.

—Por una guerra comercial —digo, pasando la botella por el bote.

—Mi firma representó a detenidos en Guantánamo. Defendimos a personas aplastadas por la Ley Patriota —dice Levick—. Siento lo mismo ahora que en aquel entonces. En el mundo de las relaciones públicas, rara vez se tiene la oportunidad de ser protagonista de la historia en lugar de vender Froot Loops.

—O bananas —digo.

—Phil, eres el cañón de mi orquesta —dice Levick, con su lenguaje relajado por el ron matutino—. Muchos en esta industria creen que lo que necesitamos son primeros violines. Y los necesitamos. Pero cuando tocas la Obertura 1812 de Chaikovski, lo que realmente necesitas es un cañón.

Me pongo de pie y grito ¡Boom! sobre el agua.

—¡Boom! —responde Levick.

—¡Boom!

—¡Boom!


***


Paso el fin de semana en el St. James’s Club organizando entrevistas entre el reportero de la AP y el ministro de Finanzas de Antigua. Mis condiciones con el periodista incluyen una fecha de embargo: no puede publicar antes de la medianoche del domingo. El timing es crucial. Quiere ser el primero en dar la primicia antes de que se filtre, así que publicará a primera hora del lunes. La oficina del representante comercial de EE. UU. estará cerrada el fin de semana, y queremos que la noticia se difunda antes de que puedan hacer comentarios. Se ganan más palabras para el cliente si la oposición no aparece en la página. Aún mejor si el artículo dice: “La oficina del Representante de Comercio de EE. UU. no respondió de inmediato a un correo electrónico en busca de comentarios”. Hace que la otra parte parezca que está dormida al volante.

La primera publicación es lo más importante. El periodismo es el primer borrador de la historia, y la primera noticia es el primer borrador de un ciclo informativo. Marca el tono de toda la cobertura.

Nuestro objetivo: David contra Goliat.


***


Nubes oscuras se agitan sobre el aeropuerto. La terminal es un pueblo fantasma. Un puñado de turistas varados discuten junto al quiosco de llaveros. Consulto la pantalla de salidas. Todos los vuelos desde Saint Martin, adonde acabamos de llegar desde Antigua, han sido cancelados por una tormenta que se acerca rápidamente.

“Tengo que hablar en una conferencia en Houston mañana por la noche”, dice Levick. “Tenemos que salir de aquí ya”.

En un bar cerca de nuestra puerta de embarque, un camarero solitario pule vasos de daiquiri. Le hago compañía mientras Levick llama a su fixer, una mujer capaz de conseguirte un coche en Zúrich a las tres de la mañana. Levick camina de un lado a otro frente a una tienda de aeropuerto llena de máscaras de madera tallada.

“He encontrado un avión”, dice al volver al bar. “Pero el aeropuerto está cerrado”.

“¿Un avión privado?”

“Oh, qué lujo”.

Un hombre bajito con una camisa caqui y pantalones de chándal rotos irrumpe en el bar. “¡Rápido, rápido!”, dice, agarrando a Levick del brazo y tirando de él por la terminal. “Están a punto de cerrar la pista”.

Salimos corriendo por una puerta de acceso y pisamos la pista. Empieza a llover suavemente. Destellos de relámpagos violetas iluminan el horizonte. Pasamos junto a aviones en tierra y subimos a un pequeño avión de hélice con capacidad para seis pasajeros. Dentro, me abrocho el cinturón de seguridad y agarro con fuerza el asiento de acero.

“¿Hay algo de beber en este vuelo?”, pregunto.

“Debajo de tu asiento hay una botella de ron abierta”, responde el piloto mientras pone en marcha las hélices.

Saco la botella, agradezco a Dios que sea una de las grandes, y empiezo a anestesiarme debidamente mientras Levick envía correos desde su BlackBerry. El avión acelera, saltando sobre la pista vacía.

“¿Puedes apagar eso?”, le digo a Levick, señalando su móvil con la cabeza. “Creo que este es uno de esos aviones en los que los teléfonos realmente interfieren con el radar”.

“¡Sí, no te preocupes! ¡Tenemos radar!”, grita el piloto, y despegamos en medio de la tormenta.

El pequeño avión se sacude y traquetea mientras asciende entre nubes color mostaza. Espero que rompamos el techo de la tormenta, pero el avión se estabiliza antes de alcanzar el cielo azul. Las nubes se oscurecen aún más. Dedos de relámpagos cruzan las ventanas. Cuento los segundos antes del trueno. Dos. Quizás tres. La botella de ron se aligera bastante.

Esto no pinta bien, pienso.

“Protagonistas de la historia, ¿verdad, Phil?”, dice Levick, apretando mi rodilla.

“Protagonistas de la historia”, respondo.


***


El lead del artículo de la Associated Press dice: “La pequeña nación caribeña de Antigua y Barbuda pretende aplicar sanciones de represalia contra los servicios comerciales y la propiedad intelectual de EE.UU. como parte de su batalla comercial estilo David contra Goliat con Estados Unidos”. La exclusiva desata una tormenta de cobertura en cientos de periódicos de todo el mundo. Los contactos de Kim Dotcom en TorrentFreak amplifican la historia a través de sus influyentes canales en la web. Internet está firmemente del lado de Antigua. También lo están los medios. En las semanas siguientes, se publican más de mil artículos sobre el caso, presionando a Estados Unidos para que cumpla con la legislación internacional en materia de comercio. Una empresa de Asia Oriental que crea animaciones sobre grandes noticias produce un video sobre la disputa.

La historia se vuelve viral. “Volverse viral” es lo que todos los clientes desean, lo que pagan a las agencias de relaciones públicas para que logren. Aquí hay otro secreto que nuestra industria no quiere que sepas: no tenemos idea de cómo hacerlo. Provocar un “momento viral” es como coreografiar un terremoto. Si sucede, es una sorpresa. Y suele causar estragos. Dependiendo de cómo se maneje la situación, que se preste atención al aspecto equivocado de una narrativa puede ser una herida autoinfligida. Muchas firmas de relaciones públicas están obsesionadas con crear “campañas en redes sociales” y “estrategias de influencia” para reforzar su trabajo en los medios tradicionales. En mi experiencia, si logras que los medios convencionales compren la historia, el perro mueve la cola: la turba en redes sociales sigue el ejemplo. Existen casos en los que la cola mueve al perro y las redes sociales impulsan la conversación, pero ese es el escenario de pesadilla. Eso es la regla de la multitud.

Solo hay que preguntarle a Brandon Brown.

Avancemos hasta 2021. Brandon Brown acababa de ganar su primera carrera en NASCAR en el Talladega Superspeedway, en Lincoln, Alabama. Cuando la periodista de NBC Sports Kelli Stavast lo entrevistó, Brown dijo: “¡Esto es un sueño hecho realidad! ¡Wow! ¡Talladega! ¡Papá, lo logramos!” Debería haber sido el mejor momento de su vida.

Detrás de Brown, una multitud frenética coreaba “¡Let’s go, Brandon!”, la frase con la que los seguidores lo animaban. Pero cientos de personas en la multitud también gritaban “¡Fuck Joe Biden!”, el eslogan de una buena parte de los estadounidenses en 2021. La cámara captó ambos cánticos, y las dos frases desconectadas se fusionaron. Stavast selló el destino de Brown cuando comentó: “Como pueden escuchar, la multitud está coreando ‘¡Let’s go, Brandon!’”

“Let’s go, Brandon” se convirtió en un meme con una carga viral potente. Millones de tuits después, el portal TheBlaze vendía camisetas con la frase. Ted Cruz se sacó una foto con un cartel de “Let’s go, Brandon” en la Serie Mundial. Kid Rock la convirtió en el estribillo de su nuevo sencillo. En el video musical, aparecía Mike Pence con un brazalete nazi editado en Photoshop y un bigote al estilo Hitler.

Queriendo despolitizar la narrativa por razones bastante obvias, Brown contrató a nuestro equipo de relaciones públicas. Cuando se maneja una historia de relevancia nacional, un buen estratega de comunicación intentará mantener el control en manos de los medios tradicionales. Es lo que Próximo le dice a Máximo en Gladiador: “Gánate a la multitud y ganarás tu libertad”. En el caso de las noticias, la multitud no es la turba de Twitter. Son la Associated Press, Reuters, Bloomberg, Politico, Axios, The New York Times, The Washington Post y The Wall Street Journal. Si consigues 376 palabras sólidas en cada uno de estos medios, tu cliente gana.

Nos pusimos en contacto con Ben Smith, entonces columnista de medios en The New York Times. Era una rareza: darle una entrevista exclusiva de un piloto de NASCAR a una publicación que ni siquiera tiene un reportero especializado en NASCAR. No puedo jurar de quién fue la idea de hacer la entrevista dentro de un auto de carreras, en una pista, pero sí recuerdo la recomendación de nuestra firma a Brown: “Si no te gusta la pregunta, solo acelera. O se mareará o se desmayará”.

No podría haber pedido un mejor titular: “Brandon solo quiere conducir su auto de carreras”. “Pero con este meme volviéndose viral”, dijo Brown al periodista, “me vi obligado a quedarme en silencio porque todos querían llevarlo al lado político. Yo estoy en el lado de las carreras”. La columna desmitificó a Brown como ícono conservador. Lo mostró exactamente como es: un piloto de carreras increíblemente bueno. Logramos sacar su imagen de las manos de la turba en redes sociales.


***


He ganado a la multitud para Antigua. Ahora necesito asegurarme de que no se vuelvan en nuestra contra. Propongo a USA Today, uno de los periódicos con mayor circulación en Estados Unidos, que publique un artículo de opinión del ministro de Finanzas de Antigua. El titular dice: “Una Antigua harta abre sus puertas a Megavideo”. No había pedido una referencia a Kim Dotcom, pero me alegra verla. El artículo del ministro concluye: “¿Por qué, por ejemplo, debería sufrir la industria cinematográfica estadounidense solo para que el gobierno federal continúe protegiendo los monopolios de los grandes intereses del juego en EE.UU.?”

El artículo en USA Today desata otra tormenta mediática.

Este es el uso adecuado de un artículo de opinión. Si se hace bien, una pieza en la sección de opinión de un periódico puede funcionar como una forma de diplomacia paralela, que los medios estadounidenses ofrecen gratis. A través de un artículo de opinión, los jefes de Estado o altos funcionarios gubernamentales pueden comunicarse entre sí cuando otras líneas de comunicación están comprometidas. Desafortunadamente, la mayoría de los artículos de opinión que se envían a los periódicos son pura basura. Quienes los presentan generalmente no saben diferenciar entre un artículo de opinión y una “carta al editor”. Y muchos clientes de relaciones públicas creen que su idea, que podría servir como un buen comentario en una plataforma de redes sociales, merece 650 palabras en The New York Times.

Dejen de pedirles a sus agentes de relaciones públicas que envíen sus artículos de opinión. No servirá de nada. Puede que les haga sentir mejor, pero a menos que sean un jefe de Estado o el CEO de algo realmente grande, los editores de opinión ni siquiera les prestarán atención. Terminarán publicados en algún lugar irrelevante, intercambiando su dinero por horas facturables de bajo impacto. Recuerden: un artículo de opinión es solo ustedes hablando de ustedes mismos. El objetivo de las relaciones públicas, la meta dorada, es lograr earned media, es decir, conseguir que un periodista diga lo correcto sobre ustedes. De esa manera, la gente realmente lo creerá.


***


El Jet d’Eau estalla sobre el lago de Ginebra. El chorro de agua me recuerda a las fuentes del Bellagio cuando estuve haciendo de niñera del Doctor. Cada vez que se activaban, saltaba un metro del susto. He recorrido un largo camino desde entonces. A diferencia de mi tiempo en BLJ, ahora tengo agencia y dirección. Tras diez años en el juego de las relaciones públicas, me he convertido en un experto en construir máquinas que crean ilusiones útiles. He venido a Suiza para hacerlo de nuevo.

El abogado de Antigua me espera en el Mr. Pickwick Pub, a pocos pasos de la rue Butini. Mañana presentará los documentos legales en la sede de la Organización Mundial del Comercio (OMC), buscando la bendición de la institución para empezar a infringir los derechos de autor de EE.UU. El abogado es irlandés y un idealista. No puede evitar luchar por los desfavorecidos.

“Voy a decirle a la OMC que, además de nuestro sitio web, Antigua empezará a vender camisetas del Manchester United”, dice.

“Buen detalle. Díselo a los periodistas”, respondo. “Llamará la atención de la familia Glazer”.

“¿Algo más que quieras que enfatice cuando hable con este reportero de Reuters?”.

“Ahora mismo, hemos creado un duelo mexicano entre EE.UU., Antigua y Hollywood”, le digo. “Es hora de añadir una cuarta pistola”.

“¿Alguien que pueda imitar la estrategia de Antigua?”

“¿Quién fabrica las mejores falsificaciones del mundo?”, le pregunto.

“Ah”, dice el abogado. “Deja que China duerma, porque cuando despierte, sacudirá el mundo”.

“¿Winston Churchill?”.

“No seas burro. Jamás citaría a un británico. Napoleón”.

Unas pintas después, Tom Miles, de Reuters, entra en el bar y estrecha manos alrededor de la mesa.

“Esta es la historia más interesante que ha pasado por mi escritorio en meses”, dice. “Normalmente, mi trabajo es ‘China se queja de EE.UU. EE.UU. se queja de China’”.

“Esto es una historia de ‘Hombre muerde a perro’”, le digo.

“Más bien una historia de ‘Mosca aterriza en perro’”, responde Miles. “¿Crees que EE.UU. realmente se preocupará por Antigua?”

“Si no están lo suficientemente preocupados por Antigua, deberían preocuparse por alguien más que venga detrás. Si hacemos algo innovador que pueda generar muchos problemas a los titulares de propiedad intelectual, si creamos ese precedente, las consecuencias podrían ser enormes”, interviene el abogado, adoptando un tono de espectáculo. “Con Antigua, hablamos de veintiún millones. Tal vez con China serán veintiún mil millones”.

“¿Puedo citar esas cifras?”

“Por favor, hazlo”, le digo.

Al día siguiente, acompaño al abogado a la OMC. Espero en el pasillo mientras presenta los documentos para las sanciones. Una hora después, reaparece y se ajusta la pajarita.

“Es oficial”, dice. “Si antes no nos tomaban en serio, ahora lo harán”.

Días después, obtenemos la bendición de la OMC, y Annie Lowrey, del New York Times, declara que la disputa comercial entre Estados Unidos y Antigua está “al rojo vivo”.


***


En un restaurante de carretera en Beirut, observo cómo un autobús se detiene al borde de la acera. Familias con toda su vida atada a sus cuerpos bajan y deambulan hacia la calle, donde otros refugiados mendigan algunas monedas. La guerra civil desatada por mi antiguo cliente, Bashar al-Assad, ha inundado Líbano con sirios en fuga. Mientras espero a Homadi, mi conductor y fixer, los coches pasan zumbando a ciento cincuenta kilómetros por hora. Un furgón que haga un mal movimiento podría acabar con mi historia aquí mismo.

He venido a Líbano en una misión humanitaria. Uno de los clientes pro bono de Levick está en problemas y necesita ayuda. Por exigencia de Richard Levick, y también de mi propia conciencia, estoy aquí, en el terreno, para hacer lo que pueda. Hoy estoy solo; mi cliente tiene una reunión en la embajada de EE.UU., a cuarenta y cinco minutos de Beirut. Antes, la embajada estaba más cerca de la ciudad, pero el 18 de abril de 1983, un terrorista suicida estrelló un camión con más de 900 kilos de explosivos contra la entrada. Hezbolá mató a sesenta y tres personas y abrió un agujero infernal en el edificio. Desde entonces, Estados Unidos trasladó su embajada a un lugar más aislado y fácil de defender.

Homadi me recoge en una furgoneta Volkswagen, y nos lanzamos a toda velocidad por la calle Hamra hasta frenar en seco frente a un complejo de apartamentos en Achrafieh, un barrio del este de Beirut. Nancy Youssef, reportera de guerra, sube al vehículo y empieza a hablar en árabe con Homadi. Youssef voló desde El Cairo la semana pasada; hemos compartido baño mientras recorríamos Beirut en busca de información.

Youssef ha estado prestando sus esfuerzos de investigación a nuestro trabajo, usando su red de contactos y fixers como Homadi. Los fixers son los sherpas del periodismo y, a menudo, periodistas en su propio país. Ayudan a los reporteros a navegar las costumbres locales, organizar entrevistas, traducir entre idiomas y estar atentos a tendencias e historias. Siempre hablan inglés y, con frecuencia, provienen de familias acomodadas. Como los expertos en relaciones públicas, los fixers suelen operar entre bastidores. A diferencia de nosotros, ayudan a destapar historias que los poderosos no quieren que se cuenten.

“Te tienen la vida en sus manos, sobre todo en lugares como Irak”, me dijo Youssef anoche en un bar de shisha. Mientras fumaba, me contó que cuando estallaban artefactos explosivos en Bagdad, los fixers sabían cómo moverse rápido y encontrar refugio seguro. Meses después, cuando nos reunamos en un bar de shisha en Washington D.C., me hablará de su cobertura de la masacre de Rabaa, en Egipto. Estaba en el lugar con su fixer, una mujer musulmana, cuando las fuerzas de la Hermandad Musulmana y la policía militar abrieron fuego contra los manifestantes en El Cairo. Youssef y su fixer huyeron de las balas hasta la puerta del edificio de apartamentos más cercano, donde un hombre montaba guardia y se negó a dejarlas entrar.

“¡No somos de la Hermandad!”, imploró su fixer. “Soy musulmana. Tú eres musulmán. ¿Cómo puedes dejarnos aquí a morir?”

El hombre abrió la puerta y les permitió refugiarse.

“Y entonces, escuchamos el ruido sordo de cuerpos cayendo durante una hora”, me dirá Youssef. “Al final del día, yo puedo irme. Ellos no. ¿Quieres sentirte un cobarde? Habla con un fixer que hace este trabajo sabiendo que podría acabar en la cárcel”.

En Beirut, Youssef y yo recorremos la ciudad buscando pistas en los medios locales. Algunas funcionan, pero todavía no hemos logrado nuestro objetivo. Al atardecer, Homadi nos lleva de vuelta al complejo de apartamentos. Cada vez que entro en este edificio, surge el mismo dilema: escaleras o ascensor. Nos han advertido que el ascensor suele averiarse cuando hay cortes de luz. Con mi cadera maltrecha, siete pisos de escaleras son un problema. Me la juego con el ascensor. Quizá te preguntes: ¿por qué estamos en el séptimo piso? Un agente del FBI me dijo una vez: “Si estás en un sitio como Beirut, quédate en el séptimo piso o más arriba. La mayoría de los coches bomba solo tienen la carga suficiente para alcanzar el sexto piso o menos”.

Youssef y yo dejamos las bolsas en el suelo de mármol del apartamento escasamente amueblado. Ella se pone el pijama y yo saco un par de cervezas Almazas, la marca nacional de Líbano, de la nevera. Tras días de fixers y controles de carretera, robamos un momento de normalidad. Salimos al balcón y empiezo a contar historias de mis días en BLJ. Pero, sin darme cuenta, acabo hablando de Lindsay.

A la tarde siguiente, estoy comiendo lahme bi ajeen, un pan plano con carne, cuando me llega una llamada por WhatsApp de un redactor del consejo editorial del New York Times. Quiere hablar con el primer ministro de Antigua. Recuerdo que soy un flak bien pagado, no un valiente reportero de guerra como Youssef. Así que hago mi trabajo. Cuando logro comunicarme con Baldwin Spencer, escucho música de calipso de fondo.

“Estoy juzgando una competencia de tambores de acero”, dice Spencer.

“¿Puedes salir un momento?”, le pido. “Tengo al New York Times en la línea”.

Tras la entrevista con Spencer, el consejo editorial del Times publica un artículo titulado “Un nuevo frente en las guerras comerciales globales”. “Ambas partes deben volver a la mesa de negociación y llegar a un acuerdo que no dependa de la piratería legalizada”, escriben.

Aún estoy en Beirut cuando recibo otra llamada de Vincent por WhatsApp.

“Buenas noticias y malas noticias”, dice.

“Primero, las buenas”.

“El vicepresidente Biden llamó al primer ministro. Dijo que si hacemos que esto deje de ser un problema, llegarán a un acuerdo antes de que termine la administración Obama”.

“¿De cuánto estamos hablando?”

“Lo suficiente”.

“¿Y las malas?”

“Estás despedido. Hiciste tu trabajo. Antigua ya no te necesita. Adiós a tu contrato”.


***


El grupo Boko Haram es una organización terrorista designada como tal por varios gobiernos y organismos internacionales, incluidos Estados Unidos, la Unión Europea y las Naciones Unidas. Su nombre en hausa significa “la educación occidental es pecado” y ha sido responsable de numerosos ataques, secuestros y actos de violencia en Nigeria y países vecinos.

En la aldea de Chibok, en el norte de Nigeria, cientos de niñas yacen en literas de hierro en el dormitorio de su escuela. Es un lunes por la noche de abril de 2014; mañana se presentarán a su examen final de matemáticas. Las niñas estudian sus libros de texto. Repasan ecuaciones. Algunas se arrodillan en una sala de oración y entonan himnos cristianos bajo la luz de la luna llena. Si aprueban, se graduarán.

Desde afuera, escuchan disparos. Explosiones. El guardia de seguridad de la escuela huye, dejándolas solas. Motocicletas y camionetas Toyota se detienen frente a la puerta. Hombres vestidos con uniformes de combate y armados con rifles Kalashnikov les ordenan salir. Las niñas debaten entre correr o rezar. Saben quién es Boko Haram. Todas las niñas en Nigeria saben quién es Boko Haram. Los combatientes las cargan en la parte trasera de los camiones, que se alejan en la oscuridad.

Me entero del secuestro mientras me relajo junto a la piscina de un hotel de lujo en Dubái, donde estoy trabajando con un nuevo cliente. Richard Levick, otra vez con su traje de baño, acaba de colgar el teléfono tras hablar con un contacto cercano al presidente nigeriano Goodluck Jonathan. El presidente Jonathan está manejando la crisis de manera desastrosa, siendo vapuleado por los medios. Es el momento perfecto para que una firma de relaciones públicas ayude a limpiar el desastre.

—Bueno, Phil —dice Levick—. ¿Alguna vez has estado en África?

—Creo que soy más útil en DC —protesto.

—Acaban de transferirnos 1,2 millones. ¿Tienes todas tus vacunas al día?

La idea de lanzarme en paracaídas en medio de Nigeria mientras ocurre un secuestro masivo de Boko Haram me deja con una sed inmensa. Me acerco al bar junto a la piscina y le pido un bourbon a un hombre con una túnica de lino.

—No podemos servir alcohol —dice—. Es un día sagrado.

—Pero soy un infiel —respondo.



Capítulo 8: Buena suerte, Phil

Lindsay nunca llora. Hoy no puede dejar de hacerlo.

—No tienes que ir —dice, deteniendo el coche en la zona de salidas del Aeropuerto Internacional de Dulles.

Ayer, Boko Haram bombardeó el centro comercial Banex Plaza en Abuya mientras los nigerianos se reunían para ver el Mundial. Veintidós personas murieron, y las noticias informan sobre restos humanos esparcidos por la calle. Anoche recibí un “mapa de calor” del distrito; mi hotel está justo al otro lado de la calle donde ocurrió la explosión. Tuve que completar un formulario de seguro contra secuestro y rescate, y nombrar a Lindsay como beneficiaria de mi póliza de vida. No tengo claro cómo afecta la indemnización si muero en un vídeo de decapitación subido a LiveLeak.

—Te llamaré todos los días —le prometo a Lindsay—. Tendremos un equipo de seguridad.

—No tienes que ir —repite.

En la fila de embarque, veo a Patrick, mi compañero de andanzas durante las próximas tres semanas. Balbucea al teléfono:

—Sí, cariño, lo sé. Lo sé —dice con su acento difícil de ubicar. Patrick es de la isla de Guernsey, un paraíso fiscal en el Canal de la Mancha. Cuelga con una expresión de resignación.

—Voy a ser padre otra vez —dice—. Acabo de enterarme.

—Enhorabuena. ¿Aún sigues viniendo?

—¿Cuál es nuestro plan? Mi mujer me matará si vuelvo a casa muerto.

—Subimos al avión. Pasamos por duty-free para comprar “regalos” para nuestros clientes. Vemos adónde nos lleva el trabajo. Y volvemos vivos.


***


Sientes el calor de Nigeria en cuanto bajas del avión. Se mete bajo la ropa. Se instala cómodamente. En el control de aduanas, cuatro hombres con chaquetas negras esperan en un grupo compacto. Son nuestro equipo de seguridad, locales entrenados por una empresa israelí con vínculos con el Mossad. Un hombre corpulento con la cabeza en forma de cartucho de escopeta se separa del grupo. Mueve los dedos sobre las palmas como un semáforo parpadeante.

—¿Cuál es tu personaje de dibujos animados favorito? —me pregunta.

—Opus —respondo, dando la palabra clave.

—Abebi —dice—. Seguidme.

Patrick agarra mi mochila y se aferra a ella mientras nos escoltan a paso firme por el sofocante aeropuerto y hasta un Isuzu Trooper. En Nigeria, todo el mundo conduce rápido. Abebi conduce aún más rápido. Abuya es un borrón a través de la ventanilla: vendedores ambulantes que ofrecen verduras, camisetas verdes y blancas de la selección de fútbol, niños esquivando los taxis Keke de tres ruedas cubiertos de polvo rojo. Lo único que permanece inmóvil es la cúpula de Aso Rock, un monolito de 400 metros de altura que parece meditar sobre el caos.

Nuestro Isuzu se ralentiza por un atasco. Abebi toca el claxon sin descanso mientras uno de los miembros de nuestro equipo de seguridad baja la ventanilla y apunta con una subametralladora MP5 a un hatchback que se ha acercado demasiado para su gusto. El hatchback se aparta, y nosotros pasamos a toda velocidad junto a un complejo acordonado con barreras y rodeado de policías motorizados que custodian ventanas reventadas y cubiertas con tablones de madera. Banex Plaza. Parece que acaban de terminar de limpiar la sangre del hormigón.

—No os preocupéis —dice Abebi—. Esta parte de la ciudad ya ha sido bombardeada. Es muy raro que haya dos atentados en el mismo sitio.

—“Ya ha sido bombardeada” —repito—. Nunca había oído ese término antes. Es… tranquilizador.

El Hilton de Abuya es una fortaleza. Los guardias en un control de seguridad revisan nuestro Isuzu en busca de explosivos. Otra puerta, otro control. Te acostumbras rápidamente a ver armas, a notarlas tan frecuentemente bajo chaquetas y metidas en pantalones cargo, que olvidas que están ahí, que están en todas partes.

El vestíbulo del Hilton me recuerda a la cantina de Star Wars donde Han Solo dispara a Greedo. CEOs petroleros conversan con traficantes de armas. Es fácil distinguirlos. Los traficantes de armas no llevan guardaespaldas.

Patrick y yo nos dirigimos al bar, donde en televisores de hace una década se retransmite el Mundial. Allí nos espera Noble, un mercenario de la comunicación en crisis que se especializa en lanzarse de cabeza a líos en Libia, Kenia y ahora en el Hilton de Abuya. Es el hombre en el terreno para quienes ostentan el poder.

—Mi equipo de seguridad me lanzó una pistola cuando me subí al coche —dice Noble—. Me dijeron: “Si un coche se acerca demasiado, apúntale por la ventanilla. Si no se mueve en cinco segundos, vacía el cargador”. Les pregunté si debía apuntar a los neumáticos. “Al parabrisas”, me respondieron, “al maldito parabrisas”.

—Nuestro equipo tenía una filosofía parecida —dice Patrick, apurando un whisky solo.

—Todavía tengo la pistola —dice Noble—. Nunca me la pidieron de vuelta.

Estamos sentados junto a un grupo de hombres de Idaho, tipos robustos con bigotes y vaqueros Wrangler.

—Nos contrató el gobierno nigeriano para construir campos de tiro —dice uno de ellos mientras bebe una Budweiser—. Para entrenar a los militares locales en la lucha contra estos malditos yihadistas.

—¿Y cómo va eso? —pregunto.

—Estos tipos de Boko Haram juegan sucio —dice—. Pero si le das a un hombre un arma y le enseñas a apuntar, le das una oportunidad.

—Te llevarías bien con mi amigo Preston —comento.


***


En la sala de espera de un edificio gubernamental nigeriano que bien podría llamarse el Ministerio de la Verdad, una serie de anuncios de servicio público se reproducen en una pantalla. Imágenes de un oleoducto explotado con cadáveres esparcidos por todas partes. Las palabras en la pantalla dicen: “El terrorismo en los oleoductos mata”. Un enfoque un poco distinto al de las campañas contra el tabaquismo adolescente, pero ahí lo tienes. Otro anuncio proclama: “La corrupción es un error” sobre una pila gigantesca de dinero en efectivo. Un mensaje un tanto ambiguo.

En un control de seguridad, un adolescente con un AK-47 me exige la mochila. Mi peluche de Opus, mi compañero de viaje de toda la vida, cae sobre la mesa plegable. El chico da un paso atrás. Apunta su rifle a mi pecho.

—Eh, tranquilo —grita Patrick.

—Es un juguete —digo—. Solo un muñeco de peluche.

El joven soldado evalúa el nivel de amenaza que representa Opus el Pingüino. Baja el arma.

Nos conducen a una sala con paredes del color de la papilla. Patrick y yo nos reunimos con una serie de funcionarios del gobierno con títulos largos y formales. Aquí está la crisis, según la entiendo.

La noche del 14 de abril de 2014, Boko Haram secuestró a 276 alumnas en Chibok. Ahora es finales de junio, y aunque 57 chicas lograron escapar por su cuenta, los terroristas aún retienen a 219 de ellas. Boko Haram obligó a las niñas, que eran cristianas, a convertirse al islam y casarse con sus combatientes. Precio por novia: seis dólares estadounidenses. El hashtag “#BringBackOurGirls” empezó a viralizarse en Twitter. En mayo, Michelle Obama publicó una foto sosteniendo un cartel con el hashtag, mirando a la cámara con ojos tristes y un gesto de pesar. Todos los periodistas de campo con chalecos multiusos y cámaras Leica descendieron sobre Abuya.

CNN le está dedicando cobertura diaria. Las ruedas de prensa están abarrotadas de reporteros preguntando:

—¿Por qué el presidente Goodluck Jonathan no se ha reunido con las familias de Chibok?

—¿Por qué nadie en el gobierno sabe qué está ocurriendo en el noreste controlado por Boko Haram?

—¿Por qué Goodluck Jonathan no ha tomado medidas militares?

—¿O alguna medida en absoluto?

—¿Dónde está Goodluck Jonathan?

Los nigerianos han dado mensajes contradictorios. En una rueda de prensa dijeron que sabían dónde estaban retenidas las niñas. En la siguiente, que no tenían idea. Responden con un estilo que yo llamo cripto-totalitario. O simplemente mienten sin más. Parece como si el gobierno nigeriano se hubiera encerrado en su caparazón, ignorando la crisis humanitaria que domina los titulares del mundo. Han olvidado (o nunca aprendieron) la regla de oro de Peter Brown en relaciones públicas: “No basta con hacer un buen trabajo. También hay que parecer que se está haciendo un buen trabajo”. Suspenso absoluto en ambas cosas.

El presidente Goodluck Jonathan necesita cambiar la narrativa de “Estoy cruzado de brazos permitiendo que esta atrocidad ocurra” a “Estamos haciendo todo lo posible por #BringBackOurGirls”, antes de que esta crisis acabe con su candidatura a la reelección en la primavera próxima.

Patrick pregunta a los funcionarios si las niñas de Chibok siguen con vida. Yo pregunto si siguen en Nigeria. Los funcionarios responden con una vaguedad burocrática exasperante, con giros verbales incomprensibles. Se contradicen entre ellos. Minimizan la crisis.

Regla número uno de las relaciones públicas: si no sabes lo que está ocurriendo tras el telón, no puedes contar una historia a los medios y cambiar la narrativa. Sin información real, no podemos ofrecer a los periodistas la versión que queremos que transmitan.

—Todo el mundo acaba de descubrir dónde está Nigeria en el mapa gracias a estos secuestros —digo—. Todos los están observando. Tienen que hacer algo con este problema.

—¿Problema? —pregunta un funcionario.

En Nigeria, los secuestros son algo común. No suelen ser objeto de demandas multimillonarias, búsquedas nacionales del FBI ni películas hechas para televisión. Aquí, el secuestro es un negocio. Los rehenes son mercancía. Estos funcionarios no parecen entender ni importarles que los medios de comunicación internacionales hayan convertido a las niñas de Chibok en su causa del momento. Mientras observo a estos burócratas divagando, con sus medallas brillantes prendidas en el pecho, sospecho que no saben más de lo que nos están diciendo.

Estamos a punto de intentar jugar ajedrez tridimensional con los medios de comunicación mundiales… con un tablero de damas.

Nos ponemos de pie, damos la mano y sonreímos.


***


Al día siguiente, comienza un extraño ciclo. Una rutina de días que parecen posibles solo en un lugar como el Abuja Hilton. Por las mañanas, en el buffet del hotel, tomo café con miel junto a traficantes de armas. Después del desayuno, Patrick, Noble y yo nos subimos al convoy de Abebi, cuyo coche de avanzada se abre paso a empujones por el tráfico. En el complejo presidencial de Goodluck Jonathan, hacemos sugerencias a los funcionarios nigerianos. Ellos las rechazan —figurativamente, debo precisar, dado el número de armas—. A veces, las llevan ante un superior, que también las rechaza. Desconcertados, publicamos comunicados insulsos en los medios locales.

Por las tardes, Patrick llama a su esposa embarazada. Yo llamo a Lindsay. Ninguna se siente tranquila con nuestros reportes. Vemos el Mundial. Messi deja a Nigeria con una derrota. Abebi está furioso. Buscamos sacerdotes, académicos, activistas de derechos humanos y agentes del Departamento de Servicios del Estado, el equivalente nigeriano del MI6 británico. Ninguno de sus informes coincide con los otros. El Hilton hierve de rumores sobre maletas llenas de dinero rumbo a Sudáfrica para la compra de armas. Nada concreto, nada que podamos pasar a los periodistas. Solo palabras que se evaporan con el calor. Noble sospecha que activos de la CIA están merodeando el bar. Una mujer con un vestido de piel de cocodrilo sigue ofreciéndole tragos.

—Trampa de miel —advierte Noble—. Mantén una mano sobre tus bourbons.

Hacia la medianoche, mi móvil deja de funcionar. Eso significa que el mayor general Chris Olukolade ha llegado al Hilton. Tiene un dispositivo de interferencia de señal montado en el techo de su Land Rover. Patrick saca plátanos secos y acomoda un carrito con licores mientras Olukolade y sus asesores se reúnen en mi suite. Sus escoltas montan guardia en el pasillo. Le pregunto a Olukolade qué recursos tienen en el norte, controlado por Boko Haram.

—Armas, helicópteros, soldados —responde.

—No, no los tenemos —interrumpe un asesor—. No puedes decir eso a la prensa.

Hablan con aplomo, pero no hay sustancia en sus afirmaciones. Pasamos casi toda la noche bebiendo y proponiendo estrategias de relaciones públicas. La luz de la habitación atrae polillas del tamaño de un puño que chocan contra el cristal de la puerta del balcón con golpes sordos. Los insectos golpean el vidrio hasta que se rompen las patas y las alas, y luego se arrastran por el suelo, aún tratando de alcanzar la luz.

Una noche, Olukolade dice que Boko Haram está mejor armado que el ejército nigeriano.

—¿De dónde sacan las armas? —pregunto.

Explica que el gobierno suele retrasarse en el pago a los soldados, quienes terminan vendiendo sus armas a Boko Haram para poder comer.

—No tienen un problema de relaciones públicas —digo—. Tienen un problema de tráfico de armas.

Al día siguiente, entro en una sofocante sala de prensa, intentando mimetizarme con los rostros habituales de los corredores de sombras apostados en la pared del fondo. Consultores de Mercury, aquí para asesorar al ministro de Comercio. Magos de firmas en Londres y Bruselas. Cada firma tiene su propia agenda, su propio elixir milagroso que vender. Pero todas comparten un mismo objetivo: saquear dinero de esta casa en llamas antes de que colapse. Me siento junto a un publicista de una firma británica de asuntos públicos que trabaja en lugares polvorientos.

—Joder con los perros por dinero —así lo describe Patrick.

Abebi, que me sigue como una sombra gigantesca, aparece mientras un funcionario del gobierno esquiva preguntas de CNN. Le pregunto qué piensa de las respuestas del oficial.

—“Noventa y nueve mentiras pueden ayudarte, pero la centésima te hará daño” —dice—. Es un proverbio africano.

La noche siguiente, el mayor general y sus oficiales regresan a mi suite del hotel. Insistimos en que los medios occidentales puedan acceder al norte del país. Que informen desde el terreno. Les ofrecemos a un reportero local de Reuters en Lagos. Esto saciará a la prensa mundial. Nos dará una imagen. Asienten y discuten entre ellos. Al día siguiente, no pasa nada.

Empiezo a darme cuenta de que Nigeria podría ser un Kobayashi Maru. En la franquicia de Star Trek, el Kobayashi Maru era un carguero civil en apuros dentro de una simulación sin salida, diseñada para enseñar miedo y humildad a los nuevos cadetes de la Flota Estelar. La simulación no tenía una respuesta correcta y frustraba a cada cadete. Muchos clientes de relaciones públicas se convierten en su propio Kobayashi Maru. Algunos clientes no lograrían un titular ni aunque fueran dueños del periódico. Pero los que más me asustan son aquellos convencidos de que su historia merece la primera plana. Sus expectativas están tan fuera de la realidad que no hay manera de complacerlos jamás. Deshazte de este tipo de cliente de inmediato.

Otros clientes no entienden qué es una noticia. No es más complicado que la palabra nuevo en plural. Noticias. Eso es todo. Tiene que ser nuevo. Así que no, no puedo conseguir que The New York Times escriba un artículo sobre tu comunicado de prensa del mes pasado.

Luego están los clientes que solo quieren ver su nombre en el periódico. Son los más peligrosos. Con una temeridad absoluta, estos clientes darán declaraciones sin dudarlo, rechazarán cualquier tipo de entrenamiento mediático y, lo más importante, solo tomarán consejo de sí mismos o de su cónyuge de confianza. No puedo enfatizar esto lo suficiente: en una crisis, tu cónyuge no es un consejero objetivo en lo que respecta a tus necesidades de relaciones públicas. Tiene un interés personal. Está involucrado.

Intento evitar a los clientes Kobayashi Maru. Es difícil cuando estás en África en un trabajo de siete cifras que implica entretener invitados con uniforme militar cada noche. La administración nigeriana quiere hablar (y pagar) para salir de un problema sin hacer nada al respecto. Richard Levick suele decir: “No puedes hablar para salir de algo en lo que has actuado para meterte”. Al contratarnos, los nigerianos esperaban magos que “usaran sus poderes” para generar buena prensa de la nada. Pero no soy un alquimista. No puedo convertir mierda en oro. Si unos terroristas secuestran a cientos de niñas, y no haces nada al respecto, tu agente de relaciones públicas no puede salvarte. Así de simple. Si el cliente no actúa, no ocurre nada. Al parecer, los nigerianos nunca aprendieron la Primera Ley de Movimiento de Newton: “Todo objeto permanece en reposo o en movimiento uniforme en línea recta a menos que una fuerza externa actúe sobre él”.

A menos que Dios mismo baje del cielo y rescate a estas niñas, no sé cuál es nuestra jugada. Patrick y Noble se están quedando sin ideas. Pero entonces, unas palabras de esperanza comienzan a resonar por el Abuja Hilton. Se oyen en las conversaciones de los traficantes de armas de Idaho mientras fuman sus Camel Wides. Se oyen en los pasillos con olor a cloro. Se oyen en la piscina, donde las trabajadoras sexuales con pareos intercambian miradas con hombres de negocios a dos continentes de distancia de sus esposas.

“Malala viene”, susurran los habitantes del Abuja Hilton.

“Malala viene”.


***


Ya no necesitamos a Dios. Tenemos la oportunidad de una foto con Malala Yousafzai.

En el mundo del activismo social, no hay una celebridad más grande que Malala Yousafzai. Después de que los talibanes le dispararan en la cabeza por defender la educación de las mujeres, Malala se convirtió en un ícono global. Las Naciones Unidas la llaman “la adolescente más famosa del mundo”. A donde va Malala, la prensa la sigue, babeando.

Patrick y yo redactamos documentos que instruyen al presidente Goodluck Jonathan sobre cómo debe actuar de manera proactiva para aprovechar la buena voluntad y la reputación que Malala trae consigo. Debe desplegarse la alfombra verde y blanca. Malala será dura desde el primer día, advertimos a su equipo. Puede parecer dulce, pero tiene una agenda. Su equipo de comunicación es letal. Los mejores del sector, curtidos por años en CNN. No podemos desperdiciar nuestra única oportunidad de una foto con la niña dorada de la liberación femenina. Una imagen brillante puede darle la vuelta a todo este desastre y acabar con la narrativa de que Goodluck Jonathan no se preocupa por las mujeres nigerianas.

Es mejor que una foto con el papa.

El asistente de prensa de Nixon popularizó el término photo op. Aunque se remonta a la época de Lincoln, la mayoría de los presidentes han utilizado las sesiones de fotos como una forma de clout chasing, mucho antes de que existiera ese término. Básicamente, en una photo op, quieres que tu cliente absorba parte de la buena reputación de la persona con la que posa en la foto, para que el público los asocie en su mente. (Piensa en Mutassim Gaddafi y Hillary Clinton, si quieres el caso exacto de lo contrario a un buen photo op). Michael Jordan jugando al golf con un presidente, un activista de derechos humanos o el campeón de un concurso de ortografía. Ese tipo de cosas.

He tomado ácido solo una vez. Pero tengo que imaginar que alucinar con flores que estallan en llamas durante ocho horas habría sido mucho más normal que lo que ocurrió el 21 de diciembre de 1970, cuando Elvis Presley llegó a la Oficina Oval con una pistola Colt .45 con balas de plata y exigió una placa de la Oficina de Narcóticos y Drogas Peligrosas (posteriormente conocida como la DEA). Ese día, Elvis fue nombrado “Agente Federal en Comisión” y posó para una foto con el presidente Richard Nixon. Para completar la imagen, Presley llevaba un traje de terciopelo púrpura y un cinturón de oro. Nixon, por su parte, vestía un traje normal, pareciendo, en comparación, un ser humano común.

Ambos hombres tenían buenas razones para querer aparecer juntos. El presidente disfrutaba de altos índices de aprobación. Había prometido poner fin al conflicto en Vietnam e integrar racialmente las escuelas públicas. Elvis, por su parte, llenaba el teatro del Westgate Resort and Casino en Las Vegas y gozaba de un resurgimiento en su popularidad.

La foto de Nixon y Elvis es la imagen más solicitada en los Archivos Nacionales. No es solo la foto más solicitada de cualquiera de los dos, sino la más solicitada de cualquier foto en existencia. Es seguro decir que es la photo op más exitosa de la historia. Esperamos recrear un poco de esa magia con una foto de Malala estrechando la mano de Goodluck Jonathan. Aún mejor si se abrazan.

Unos días antes de la llegada de Malala a Nigeria, Levick me llama de vuelta a DC.

“Tengo la esposa embarazada, y tú eres el que se va,” dice Patrick esa noche en el bar. Sus nervios están destrozados después de tres semanas encerrado en el hotel. Tenemos el mismo nivel de libertad que unos niños pequeños. Si quiero un tentempié, tengo que llamar a mi equipo de seguridad.

“No la cagues con Malala,” le digo.

“Ajusta el cinturón, Buttercup,” responde Patrick, mirando el fondo de su copa vacía.


***


Lindsay me espera en el aeropuerto. Nunca he estado tan feliz de ver a otro ser humano. De vuelta en nuestro apartamento, Darth Vader se deja caer sobre su espalda, exigiendo caricias.

Aunque he regresado a DC, mi mente sigue en el Abuja Hilton. Mantengo contacto constante con Noble y Patrick mientras preparan la llegada de Malala y la tormenta mediática que se avecina. En la Villa Presidencial de Abuja, Goodluck Jonathan los recibe recostado en un sofá en un porche cerrado con mosquiteros, con vista a un césped impecable decorado con estatuas de jirafas y cebras. Mientras Patrick intenta convencer a Jonathan de la importancia de la visita de Malala, Noble se da cuenta de que dos de las estatuas cobran vida. La cebra y la jirafa caminan lentamente por el jardín. La jirafa defeca bolitas marrones sobre el césped perfectamente cuidado.

“¿Qué le parece mi zoológico?” pregunta el presidente Jonathan.

“Eran tan inmóviles que pensé que eran estatuas,” responde Noble.

“Están muy bien entrenados. Tengo al entrenador de Michael Jackson”.

El 12 de julio, el chofer personal del presidente nigeriano recoge a Malala en la pista de aterrizaje. Una caravana la transporta al Abuja Hilton con toda la pompa y ceremonia reservada para un jefe de Estado. Todo esto es obra de Patrick. Sin su intervención, los nigerianos habrían permitido que Malala aterrizara en un vuelo comercial y fuera fotografiada recogiendo su equipaje de la cinta transportadora.

Es el decimoséptimo cumpleaños de Malala. Su primer viaje a África. Noble organiza una fiesta sorpresa con las familias de Chibok. Malala llora ante las cámaras. “Es muy difícil para un padre saber que su hija está en grave peligro,” dice a los periodistas. “Mi deseo de cumpleaños este año es… que traigan de vuelta a nuestras niñas ahora, y con vida”. Malala ha hecho en diez minutos más de lo que los nigerianos han hecho en tres meses. Time publica el titular: “Todo lo que Malala quiere por su cumpleaños es el regreso seguro de las niñas secuestradas por Boko Haram”. Es una heroína, sin duda, pero también una experta en relaciones públicas. Malala escribió el libro sobre el activismo infantil, y se vendieron 1,8 millones de copias.

Al día siguiente, el presidente Jonathan y Malala posan frente a las cámaras para la foto. Patrick está eufórico. La imagen da la vuelta al mundo.

Pero entonces Malala habla con la prensa, como suelen hacer los activistas globales.

“Le pregunté al presidente si era posible que fuera a ver a los padres, a ver a estas niñas, a animarlos y a decirles que sí, que sus hijas volverán a casa,” dice, recordándole al mundo que, tres meses después de los secuestros, el presidente Jonathan aún no ha recibido a los padres de Chibok, algo que Malala logró antes de superar el desfase horario.

Añade que los padres están “desesperanzados” y “necesitan el apoyo del presidente”. Y advierte al gobierno nigeriano: “A partir de ahora, estaré contando los días y observando”.

Después de la reprimenda de Malala, el presidente Jonathan no tiene más opción que reunirse con los padres de Chibok. Patrick y Noble organizan una cumbre en Aso Rock para el día siguiente. Por la mañana, un autobús se detiene frente al Hilton. Los padres se niegan a subir. Dicen que no van. Al parecer, un activista del movimiento Bring Back Our Girls les ha hablado al oído. Les ha dicho que están siendo utilizados como instrumentos políticos. Lo cual, por supuesto, es cierto.

Patrick me llama en estado de pánico.

“El presidente está esperando en Aso Rock con la polla en la mano,” dice. “Toda la prensa está ahí”.

Debe haber una forma de darle la vuelta a este desastre. Alguien a quien culpar.

“¿Quieres que reviente a los activistas?” pregunto.

“Alguien tiene que joder a alguien en los próximos cinco minutos,” grita Patrick.

Redacto un comunicado:

“Lamentablemente, fuerzas políticas dentro de la filial nigeriana de Bring Back Our Girls han decidido aprovechar esta oportunidad para hacer política con la situación y el dolor de los padres y las niñas. Deberían avergonzarse de sus acciones,” escribo en nombre del presidente Jonathan. “Quienes manipulan a las víctimas del terrorismo en su propio beneficio están incurriendo en un tipo de mal similar: el terrorismo psicológico”.

“Esto es una salvajada,” dice Patrick. “¿De verdad queremos llamar terroristas psicológicos a una organización de derechos humanos?”

“¿Hay alguna otra forma de retractarse de una promesa hecha a Malala?” le respondo.

En Aso Rock, los funcionarios nigerianos leen el comunicado en voz alta ante una prensa perpleja. Patrick ya no puede más y toma el primer avión fuera del país. En la cabina de primera clase, se desmorona, sollozando y respirando con dificultad.

“Fue la primera vez que exhalé en cuatro semanas,” me dice.


***


Tres días después de la visita de Malala a Nigeria, un hashtag se vuelve viral en Twitter. “SomeoneTellLevick” es tendencia durante un buen rato.

“La furiosa reacción contra la participación de la firma Levick, con sede en Washington, refleja una sensibilidad de larga data sobre los extranjeros que creen saber más sobre Nigeria que los propios nigerianos”, escribe Robyn Dixon en el Los Angeles Times. “Algunos acusaron a la firma de lucrarse con los secuestros”.

Así es como se ve la derrota:

“Firma de relaciones públicas bajo fuego por contrato con Nigeria”; “En Nigeria, reacción contra firma estadounidense contratada para mejorar la imagen del gobierno”; y “La ofensiva de relaciones públicas de Jonathan fracasa en Nigeria y en el extranjero”.

No es precisamente el tipo de titulares que se envían a los premios de la industria de relaciones públicas cada año.

Otras firmas han perdido más estrepitosamente que esta. Uno de los ejemplos más espectaculares de autodestrucción es Bell Pottinger. En 2016, la firma británica estaba generando grandes ingresos con algunos clientes de alto perfil y explorando las profundidades del infierno con otros. Los consultores de la firma viajaron a Sudáfrica—una nación con una historia de relaciones raciales ligeramente complicada—e intentaron sembrar discordia racial antes de unas elecciones. Cuando esto salió a la luz, los medios fueron (con razón) implacables.

Bell Pottinger pasó de ganar más de quinientos millones en un solo contrato con el gobierno de EE. UU. a cerrar sus puertas por un solo ciclo de noticias negativo. No fue un caso de volar demasiado cerca del sol; fue un caso de creer que se era más poderoso que el sol.

El caso de Nigeria es un desastre para Levick. Pero no tendremos que cerrar por ello.


***


Unos meses después de regresar de Nigeria, encuentro a Richard Levick en su oficina. Está sentado bajo sus estanterías repletas de libros de derecho, revisando un montón de recortes de prensa sobre un posible cliente.

“Este tipo es un asesino,” dice Levick.

“No sería el primero”.

“Quiero decir, ha confesado el crimen. En los periódicos. Vamos a tener que rechazarlo”.

“Richard,” digo, “me ha llegado una oferta de una firma de encuestas. Me van a casi duplicar el sueldo. Puede que pronto necesite dinero para un anillo”.

“Ah, el dinero,” dice Levick. “Siempre es eso, ¿no?”

Se acerca al globo terráqueo hueco donde esconde el licor realmente bueno y elige una botella de Pappy Van Winkle. La misma que bebí el día que Peter Brown me despidió. Hoy, le estoy agradecido a Peter Brown. Levick me contrató por las habilidades que aprendí en BLJ. No muchas personas tienen la oportunidad de aprenderlas. No muchas personas deberían. Pero, a diferencia de Peter, Levick me animó a escribir mi propio manual de estrategias. Durante los últimos cuatro años, ha visto la forma en que funciona mi cerebro—que la mayoría de los empleadores consideraría una carga—como un activo. “Empieza con la locura, yo te frenaré,” siempre me dice. Crecí en la firma de Levick.

“Esto puede ser un sacrilegio,” dice Levick. “Pero vamos a beber directamente de la botella, como hicimos en aquel barco de pesca en el Caribe. ¿Cuál era nuestro lema ese día?”

“Boom”.

“No hay muchas oportunidades para ser un protagonista de la historia en una firma de encuestas,” dice Levick.

“Tal vez eso sea algo bueno,” respondo.


***


Mi nuevo escritorio es de plástico, del color del papel de impresora. Mi jefe me dice que venda datos de encuestas a los reporteros. “Hay algunas tendencias realmente interesantes en estos nuevos números,” entona con solemnidad. Tal vez debería haber esperado esto en una firma de encuestas. Cuando llamo a mis contactos en los medios, creen que estoy bromeando.

Mi bandeja de entrada se llena de presentaciones de PowerPoint de mil diapositivas. Espío las pantallas de mis compañeros. Parece que realmente están leyendo todas las diapositivas. En el dispensador de agua, una mujer me invita a la fiesta de cumpleaños de su perro. Cumple diez años.

En cuestión de horas, estoy aburrido. En días, más deprimido que cuando trabajaba en Mad Mex en la universidad. En semanas, tengo ataques de pánico y me recetan una tonelada de Xanax.

Si pusiera mi vida en papel, no tendría ningún motivo para estar deprimido. Soy vicepresidente senior en una de las mejores firmas de encuestas del mundo, gano un gran sueldo, vivo con una mujer a la que amo y que me ama. Pero aún así hay días en los que no puedo levantarme del sofá. Siento como si llevara unas gafas que filtran el mundo en una realidad alternativa. No importa cuán bien parezca ir todo desde fuera, por dentro sigo sintiéndome atrapado en el infierno.

Me repito que debería ser feliz, lo que solo me hace sentir peor—porque no puedo entender por qué no lo soy. Cuanto más intento convencerme de que no tengo razones para estar deprimido, más me hundo. Me automedico con alcohol mientras intento medicarme de verdad con las pastillas recetadas por mi médico. Algunas me hacen engordar. Otras hacen que mi cerebro se sienta como si estuviera cortocircuitando. Siento que el médico está experimentando conmigo y nada está funcionando.

Una tarde, llamo para decir que estoy enfermo y veo El Imperio Contraataca con una botella de bourbon como compañía. Han Solo sonríe mientras pilota el Millennium Falcon a través de un campo de asteroides, enfrentándose a una muerte segura con aplomo. En crisis, está tranquilo. Está en paz. Me doy cuenta de que, desde la mañana en que conocí a Peter Brown, he estado tratando mi enfermedad mental con crisis. Gaddafi, Assad, Qatar, Sarajevo, Dubái (ni siquiera puedo contar lo que pasó en Dubái), Antigua, Nigeria. Quince años de incendios constantes, muchos de los cuales he provocado. Sin las crisis, no hay tratamiento. Excepto la botella medio vacía a mis pies.

Cuando terminan los créditos, me tambaleo hasta un bar a tres puertas de Camelot, el club de striptease donde pasé mi primera noche en DC. La mayoría de las bailarinas de aquel entonces probablemente han cambiado de profesión, pero yo no. Después de mi sexto trago, el camarero me corta. Llego a casa tan borracho que no puedo hablar coherentemente con Lindsay. Me desplomo en el sofá, casi aplastando a Darth Vader, que sisea y me araña, aunque ni siquiera lo siento.

“Lo que te estás haciendo no está bien,” dice Lindsay a la mañana siguiente. “Yo no puedo arreglar esto. Necesitas ayuda”.

El pensamiento de perder a Lindsay me sacude y me obliga a actuar. Consigo un nuevo terapeuta. Por primera vez, intento hablar con alguien sobre mi tiempo en BLJ. Le cuento que tengo problemas para vivir con el hecho de que encubrí a personas que volaron el vuelo 103 de Pan Am y asesinaron a sus propios ciudadanos con gas sarín. Le digo que, cuando leo libros o veo televisión, mis antiguos clientes suelen aparecer como los villanos de la historia. Hablo del terror que sentí cuidando del Doctor en Las Vegas y de que, aunque está muerto, todavía miro por encima del hombro esperando ver a uno de sus matones. Hablo del miedo y la vergüenza. Del subidón que siento cuando tomo un riesgo y salgo ganando. Finalmente, me dan un diagnóstico: trastorno bipolar II con un añadido de trastorno de estrés postraumático.

A la mañana siguiente, busco estadísticas sobre relaciones de pareja en personas con trastorno bipolar. Los títulos de los artículos me gritan: “Cuando la compasión no es suficiente: venciendo las probabilidades en el matrimonio”, “Bipolaridad y matrimonio: ¿puede funcionar alguna vez?” La respuesta parece ser “no, realmente no”. Un estudio estima que alrededor del 90% de los matrimonios en los que una de las partes tiene trastorno bipolar terminan en divorcio. La bipolaridad necesita un mejor agente de relaciones públicas. Presa del pánico, le muestro los artículos a Lindsay.

—Ya los he visto —dice.

—¿Y…?

—Mira, Phil, no estoy contigo porque seas una apuesta segura. Eres como el Forrest Gump villano de DC. Tu especialidad es caer hacia arriba. Al menos ahora sabemos qué te pasa. Ahora podemos tratarlo. Lo resolveremos.

Me quedo en silencio, demasiado abrumado por el amor como para hablar sin romper a llorar.

Soy un problema. Y Lindsay es una solucionadora de problemas.

—Ahora dúchate y vete a trabajar —dice—. Tus sentimientos nos han hecho llegar tarde.


***


Una tarde de mayo de 2015, le pido a Lindsay que nos encontremos en el Monumento a Jefferson. La tomo de la mano y le digo:

—Cuando te das cuenta de que quieres pasar el resto de tu vida con alguien, quieres que el resto de tu vida empiece lo antes posible.

Luego le pido que se case conmigo.

Para mi sorpresa, citar Cuando Harry encontró a Sally funciona, y ella dice que sí.

Mi primera llamada es a mis padres. La segunda, a Daniel Lippman de Politico. Al día siguiente, Politico anuncia nuestro compromiso en su boletín matutino. Es la primera vez que mi nombre aparece en un periódico por algo bueno.


***


Estoy en mi escritorio, fingiendo leer la diapositiva 346 de una presentación de PowerPoint, cuando veo el correo. Un cazatalentos busca a un veterano en relaciones públicas para representar a una agencia israelí de inteligencia privada, Psy-Group. Su lema: “Moldea la realidad”.

—No tengo mucha información —escribe el cazatalentos—. Estos tipos son fantasmas.

Diez segundos después, camino a toda velocidad por el pasillo beige de la firma de encuestas, buscando la salida. Un compañero con un traje mal ajustado bloquea mi paso.

—¿Viste el partido de los Nationals anoche? —pregunta. Puedo sentir su aliento a café rancio en mi cuello.

—Creo que me lo perdí —murmuro, esquivándolo mientras marco el número del hombre que puede conectarme con espías extranjeros tan rápido como mis dedos puedan marcar.





Sobre el autor:
Phil Elwood es especialista en relaciones públicas. Nació en la ciudad de Nueva York, creció en Idaho y se trasladó a Washington, D.C., a los veinte años para realizar prácticas con el senador Daniel Patrick Moynihan. Obtuvo su título de grado en la Universidad de Georgetown y realizó estudios de posgrado en la London School of Economics antes de comenzar su carrera en una pequeña agencia de relaciones públicas. En las últimas dos décadas, Elwood ha trabajado tanto para las mejores como para las peores agencias de relaciones públicas de Washington. Reside en Washington, D.C.


* Fuente: Capítulos 6, 7 y 8 del libro All the Worst Humans: How I Made News for Dictators, Tycoons, and Politicians (Henry Holt and Company, 2024). Traducción: ‘Hypermedia Magazine’.




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Todos los peores humanos (I)

Por Phil Elwood

Cómo fabriqué noticias para dictadores, magnates y políticos.