Lo que comenzó a principios de septiembre como una serie de ataques aéreos estadounidenses contra embarcaciones en el Caribe —que, según funcionarios de EE. UU., traficaban drogas desde Venezuela— parece haberse transformado ahora en una campaña para derrocar al dictador venezolano Nicolás Maduro. En el transcurso de dos meses, el gobierno de Donald Trump ha desplegado 10.000 soldados estadounidenses en la región, concentrado al menos ocho buques de superficie y un submarino de la Marina estadounidense alrededor de la costa norte de Sudamérica, ordenado vuelos de bombarderos B-52 y B-1 cerca del litoral venezolano y asignado el grupo de combate del portaaviones Gerald R. Ford —que la Marina de EE. UU. describe como “la plataforma de combate más capaz, adaptable y letal del mundo”— al área de responsabilidad del Comando Sur estadounidense.
Estas acciones reflejan un giro amplio y reciente en la política de la administración hacia Venezuela. Según informaron varios medios de comunicación importantes, durante los meses posteriores a la investidura de Trump en enero, el debate interno enfrentó a los defensores de larga data del cambio de régimen —encabezados por el secretario de Estado Marco Rubio— con funcionarios partidarios de una solución negociada con Caracas, entre ellos el enviado especial del presidente, Richard Grenell.
Durante la primera mitad de 2025, los negociadores llevaron la ventaja: Grenell se reunió con Maduro y alcanzó acuerdos para abrir los vastos sectores petrolero y minero de Venezuela a las empresas estadounidenses, a cambio de reformas económicas y de la liberación de presos políticos. Pero hacia mediados de julio, Rubio retomó la iniciativa al redefinir las reglas del juego. Derrocar a Maduro, argumentó, ya no se trataba solo de promover la democracia, sino de una cuestión de seguridad nacional. Reinterpretó al dirigente venezolano como un capo narcoterrorista que alimentaba la crisis de drogas y la inmigración ilegal en Estados Unidos, lo vinculó con la banda Tren de Aragua y afirmó que Venezuela estaba ahora “gobernada por una organización de narcotráfico que se ha erigido en Estado nación”.
Esa narrativa parece haber convencido a Trump. En julio, el presidente ordenó al Pentágono utilizar la fuerza militar contra ciertos cárteles de la droga de la región, incluidos el Tren de Aragua y el Cartel de los Soles, este último encabezado —según la administración— por Maduro y sus principales lugartenientes. Dos semanas después, el gobierno duplicó la recompensa por la captura de Maduro, pasando de 25 millones a 50 millones de dólares. El 15 de octubre, Trump reconoció ante los periodistas haber autorizado a la CIA a llevar a cabo operaciones encubiertas en Venezuela. Cuando se le preguntó por los siguientes pasos previstos, Trump respondió: “Ciertamente estamos mirando hacia tierra ahora, porque tenemos el mar muy bien controlado”. Según The New York Times, “funcionarios estadounidenses han sido claros, en privado, al afirmar que el objetivo final es sacar al señor Maduro del poder”.
Pero, ya sean encubiertos o abiertos, cualquier intento de cambio de régimen en Venezuela enfrentará desafíos formidables. Los métodos encubiertos fracasan con mucha más frecuencia de la que tienen éxito, y es improbable que las amenazas de fuerza o los ataques aéreos logren presionar a Maduro para que huya. Y aun si Washington consiguiera derrocarlo, el juego a largo plazo del cambio de régimen seguiría siendo arriesgado. Históricamente, las secuelas de tales operaciones han sido caóticas y violentas.
¿Y si al principio no tienes éxito?
La administración Trump dispone de varias opciones encubiertas para provocar un cambio de régimen en Venezuela. Pero al anunciar de hecho esos planes por adelantado, ha renunciado a la principal ventaja de actuar en secreto: minimizar los costes políticos y militares de una operación mediante la negación plausible. Hacerlo público carga a Washington con la plena responsabilidad del resultado de la misión y reduce su capacidad para controlar los acontecimientos sobre el terreno si algo sale mal. En la práctica, esto conduce a una serie de medias tintas: demasiado evidentes para poder negarse, pero demasiado limitadas para resultar decisivas.
Pero, incluso si Trump hubiera mantenido el secreto, la historia de las intervenciones encubiertas de Estados Unidos ofrece pocas razones para el optimismo. Washington podría ofrecer apoyo clandestino a disidentes armados locales, intentar asesinar a Maduro o instigar un golpe de Estado contra su régimen. Sin embargo, cada táctica tiene un historial deficiente.
Un estudio de 2018 realizado por uno de los autores (O’Rourke), que analizó 64 intentos de cambio de régimen encubiertos respaldados por Estados Unidos durante la Guerra Fría, reveló que los esfuerzos por apoyar a disidentes extranjeros lograron derrocar al régimen objetivo solo en aproximadamente un 10% de los casos.
Los intentos de asesinato no han tenido mejor suerte. Los intentos deliberados de Washington de eliminar secretamente a líderes extranjeros —el más notorio, el del líder cubano Fidel Castro— fracasaron repetidamente, aunque algunos dirigentes, como Ngo Dinh Diem en Vietnam del Sur en 1963, fueron asesinados durante golpes de Estado apoyados por Estados Unidos sin su aprobación.
Promover golpes de Estado ha resultado más eficaz para colocar en el poder a fuerzas afines a Washington, como ocurrió en Irán, en 1953, y en Guatemala, en 1954. Pero ninguno de esos desenlaces condujo a la estabilidad a largo plazo. Además, Maduro ha blindado tan a fondo a las fuerzas armadas venezolanas contra posibles conspiraciones que esa opción parece hoy mucho menos viable.
Algunas de estas tácticas ya se han probado antes en Venezuela, y han fracasado. En 2019, Estados Unidos reconoció al líder opositor Juan Guaidó como presidente interino de Venezuela y respaldó un levantamiento popular contra el régimen de Maduro. Pero el intento se desmoronó cuando las fuerzas armadas de Maduro se negaron a desertar. Al año siguiente, un grupo de unos 60 disidentes venezolanos y varios contratistas estadounidenses lanzó una fallida incursión anfibia para tomar la capital y capturar a Maduro, conocida como “Operación Gedeón”. La operación fue rápidamente interceptada por las fuerzas de seguridad venezolanas.
La historia demuestra que los intentos fallidos de cambio de régimen encubierto suelen empeorar aún más la situación. Las relaciones entre el actor intervencionista y su objetivo se deterioran, y como hemos comprobado en nuestras investigaciones, los enfrentamientos militarizados entre ambos se vuelven más probables. En el Estado objetivo, esos intentos tienden a desencadenar violencia, incluidas guerras civiles, y aumentan el riesgo de que el régimen asesine a grandes cantidades de civiles.
Estados Unidos ha llevado a cabo durante mucho tiempo intervenciones encubiertas en la política interna de otros países —en Afganistán, Albania o Angola, por citar algunos—. Pero este patrón fue especialmente marcado en América Latina, donde Washington intentó al menos 18 cambios de régimen encubiertos durante la Guerra Fría.
En 1954 derrocó al gobierno democráticamente elegido de Guatemala, instaurando un régimen militar que detuvo a miles de opositores y presidió una guerra civil de 36 años que causó unas 200.000 muertes.
En 1961, Estados Unidos respaldó la fallida invasión de Bahía de Cochinos en Cuba y promovió un golpe en la República Dominicana que provocó inadvertidamente el asesinato del dictador Rafael Trujillo. Después de que el hijo de Trujillo tomara el poder en lugar de los golpistas apoyados por Washington, este fue obligado al exilio, y EE. UU. siguió interfiriendo en las elecciones dominicanas —así como en las de Bolivia y Guyana— durante la década de 1960.
También apoyó golpes en Brasil (1964), Bolivia (1971) y Chile (1973), y financió a los rebeldes contras en Nicaragua durante la década de 1980.
Sin embargo, ninguna de esas operaciones produjo una democracia estable y proestadounidense. Con mayor frecuencia, las intervenciones de EE. UU. instalaron regímenes autoritarios o desencadenaron ciclos de represión y violencia. Incluso cuando Washington encontraba un aliado anticomunista firme, como Augusto Pinochet en Chile, las relaciones acababan deteriorándose por la brutalidad del régimen y sus violaciones de los derechos humanos.
En términos más amplios, la exposición pública del papel de Washington en esas operaciones encubiertas alimentó un profundo y duradero sentimiento antiestadounidense que sigue lastrando la política exterior de EE. UU. en la región. De hecho, Maduro recurre con frecuencia a esa historia para presentar la presión actual de Estados Unidos como la continuación de su pasado imperialista.
A quemarropa
Entre sus opciones abiertas para propiciar un cambio de régimen, Estados Unidos podría intentar intimidar a Maduro con amenazas de uso de la fuerza. Esta técnica ha funcionado en ocasiones, pero solo contra Estados diminutos enfrentados a grandes potencias capaces de abrumarlos mediante una invasión terrestre. En 1940, por ejemplo, Iósif Stalin utilizó amenazas de invasión para destituir a los líderes de Estonia, Letonia y Lituania.
Estados Unidos ha conseguido forzar cambios de régimen mediante amenazas militares solo contra objetivos esencialmente indefensos, como Nicaragua en 1909-1910. En tiempos más recientes, las amenazas militarizadas de Washington contra Sadam Husein en Irak y Muamar el Gadafi en Libia no lograron convencer a ninguno de los dos de abandonar el poder.
Una segunda herramienta que Washington podría emplear para provocar un cambio de régimen es el poder aéreo, pero esto es más fácil de decir que de hacer. Hipotéticamente, los ataques aéreos podrían lograr un cambio de régimen matando a los dirigentes, cortando la capacidad de mando de las fuerzas armadas o desencadenando un golpe militar o un levantamiento popular. Sin embargo, Estados Unidos nunca ha conseguido derrocar a un líder extranjero solo mediante bombardeos. Incluso con el desarrollo de armas de precisión, ha resultado difícil localizar y atacar a jefes de Estado, y la proliferación de tecnologías de comunicación ha hecho extremadamente complicado aislar a los líderes de sus ejércitos.
Por su parte, las fuerzas armadas rara vez organizan un golpe de Estado mientras combaten contra un enemigo extranjero, como Estados Unidos, y a los civiles les resultaría difícil movilizarse para derrocar a su régimen mientras intentan esquivar las bombas. Todos estos obstáculos frustraron las aspiraciones israelíes de cambio de régimen durante su reciente campaña aérea contra Irán.
Por último, Estados Unidos podría invadir Venezuela. Si optara por esa vía, sin embargo, las fuerzas que la administración tiene actualmente desplegadas no serían suficientes. A comienzos de octubre, el Centro de Estudios Estratégicos e Internacionales estimó que una invasión terrestre requeriría al menos 50.000 soldados.
Teóricamente, Trump podría reunir una fuerza de ese tamaño. Pero lanzar una invasión a gran escala contradiría de forma flagrante su reiterada oposición al envío de tropas estadounidenses a aventuras extranjeras y pondría en riesgo la cohesión de su base política. La mayoría de los analistas restan importancia a la hipótesis de una invasión, y anticipan, como explicaron expertos militares a The Atlantic en octubre, una campaña del tipo “apretar el botón y ver cómo explota todo”. Conviene recordar, además, que Estados Unidos no logró controlar Irak —un país con la mitad del tamaño de Venezuela— pese a desplegar allí más de tres veces esa cantidad de soldados en 2003.
Resulta tentador invocar las invasiones previas de Estados Unidos en el Caribe como modelos de cambio de régimen —como el ataque a Granada en 1983, que derrocó a un régimen marxista, o la invasión de Panamá en 1989, en la que Washington depuso y extraditó al dictador Manuel Noriega—, pero ambas comparaciones son profundamente engañosas.
Granada es una diminuta nación insular que contaba con unos 90 000 habitantes en el momento de la invasión estadounidense. Panamá ofrece un punto de comparación algo mejor, pero sigue sin aproximarse al tamaño de Venezuela: el territorio venezolano es más de doce veces mayor y su población ronda las diez veces la de Panamá en 1989.
A diferencia de Panamá, Venezuela no es un pequeño Estado centrado en una capital, sino un país vasto y montañoso, con múltiples centros urbanos, selvas abruptas y fronteras porosas que insurgentes y fuerzas irregulares podrían aprovechar. Las fuerzas armadas estadounidenses no han tenido buenos resultados frente a insurgencias en condiciones similares, como demuestran Vietnam y Afganistán.
Las desventajas del éxito
Incluso si una operación de cambio de régimen tiene éxito en un principio, la historia demuestra una y otra vez que los resultados a largo plazo suelen ser decepcionantes. Estudios realizados por ambos autores (y por muchos otros) han demostrado que los esfuerzos por promover la democracia tras un cambio de régimen impuesto desde el exterior rara vez tienen éxito, algo que las recientes intervenciones estadounidenses en Afganistán, Irak y Libia han dejado dolorosamente claro.
El cambio de régimen suele generar más violencia: aumenta de manera drástica la probabilidad de que estalle una guerra civil en el país objetivo. Incluso los cambios de régimen logrados mediante victorias terrestres decisivas pueden torcerse si las fuerzas armadas del Estado atacado se dispersan en lugar de rendirse, permitiendo que esas mismas fuerzas sirvan de base para una insurgencia contra el nuevo gobierno, como ocurrió en Irak.
El panorama interno de Venezuela sugiere que ese riesgo es real. Como ha señalado el analista Juan David Rojas, el país alberga un “caleidoscopio de actores armados sofisticados”, entre ellos las milicias progubernamentales conocidas como colectivos y grupos armados transnacionales como el Ejército de Liberación Nacional (ELN) y los restos de las FARC.
Phil Gunson, analista del International Crisis Group radicado en Caracas, declaró a The Guardian a comienzos de octubre que Venezuela “está absolutamente llena, de un extremo al otro, de grupos armados de distintos tipos, ninguno de los cuales tiene incentivos para rendirse o dejar de hacer lo que hace”. Las posibilidades —y las consecuencias— de un error estadounidense son considerables.
Cualquiera que reemplazara a Maduro enfrentaría obstáculos enormes, especialmente si Estados Unidos lo colocara en el poder. Los líderes instalados por actores externos son más propensos que otros a ser derrocados violentamente.
De hecho, según nuestras investigaciones, casi la mitad de los dirigentes impuestos desde fuera terminan siendo depuestos por la fuerza. A menudo se les percibe como débiles o ilegítimos —ya sea porque carecen de amplio respaldo interno o porque se les considera marionetas de un gobierno extranjero—, y les resulta difícil consolidar su poder.
Es cierto que Venezuela cuenta con una oposición democrática vigorosa, cuyo liderazgo encarna la reciente premio Nobel María Corina Machado, que goza de mayoría de apoyo popular. En las elecciones presidenciales de julio de 2024, Edmundo González —que asumió la candidatura opositora tras la inhabilitación de Machado— obtuvo más del doble de votos que Maduro, un resultado que el gobierno se apresuró a suprimir.
Los defensores del cambio de régimen sostienen que una intervención podría empoderar a esa mayoría democrática y llevar a Machado al poder. Pero incluso las encuestas más favorables a la oposición indican que Maduro mantiene la lealtad de alrededor de un tercio de la población. Esa minoría incluye, crucialmente, los pilares centrales del aparato coercitivo del régimen, cuyas posiciones y privilegios dependen de la supervivencia del sistema actual.
En 2023, un estudio de la RAND Corporation advertía que una intervención militar estadounidense en Venezuela “sería prolongada y difícil para Estados Unidos de la que resultaría complicado retirarse una vez iniciada”.
Todo esto apunta a una lección más amplia: las revoluciones democráticas tienen mayores probabilidades de éxito cuando son autóctonas. Si Machado cuenta realmente con un apoyo mayoritario y la oposición encarna de verdad el sentir popular, su mejor oportunidad es traducir ese respaldo en poder desde dentro.
Alinear su movimiento con un ejército extranjero podría deslegitimar su causa y provocar una reacción nacionalista. Además, el hecho de que la oposición esté buscando asistencia militar estadounidense debería poner en guardia a los responsables políticos de Washington.
Si el equilibrio político está realmente a su favor, ¿por qué necesitan ayuda externa para derrocar a Maduro? La respuesta, por supuesto, es que el régimen de Maduro sigue controlando las armas. Pero si la oposición necesita apoyo extranjero para tomar el poder, probablemente también le costará mantenerlo.
La historia ofrece abundantes advertencias. Quienes persiguen un cambio de régimen han confiado repetidamente en información sesgada y en suposiciones ilusoriamente optimistas sobre las consecuencias de esas operaciones.
Cuando Napoleón III de Francia evaluaba en la década de 1860 la posibilidad de instalar un régimen títere en México, confió en el consejo de conservadores mexicanos exiliados que le aseguraron que sus compatriotas acogerían con entusiasmo el gobierno de un archiduque austríaco, del mismo modo que la administración de George W. Bush creyó las promesas del exiliado iraquí Ahmed Chalabi de que todo iría bien tras el derrocamiento de Sadam Husein.
Ambos intervencionistas acabaron enfrentándose a poderosas insurgencias. El problema de fondo es que los intervencionistas tienden a centrarse de manera miope en cómo derribar un régimen, sin pensar demasiado en lo que viene después. Pero, como dijo Benjamin Franklin, “si no planificas, estás planeando fracasar”. Al descuidar la planificación, la administración Trump corre el riesgo de repetir los desastres de Irak y Libia.
¿América primero?
Una política estadounidense de cambio de régimen —independientemente de sus probabilidades de éxito— violaría todos los principios de la política exterior que Trump dice defender. El presidente ha denunciado durante años las “guerras eternas” de Estados Unidos en Afganistán e Irak y prometido poner fin a “la era de las guerras interminables” en general. Se ha presentado repetidamente como un pacificador, afirmando haber puesto fin a ocho guerras internacionales en nueve meses.
En mayo, durante un discurso en Riad, Trump elogió la autodeterminación regional, declarando: “El nacimiento de un Oriente Medio moderno ha sido obra de los pueblos de la región… Los llamados ‘constructores de naciones’ destruyeron muchas más naciones de las que crearon, y los intervencionistas se inmiscuyeron en sociedades complejas que ni siquiera entendían”.
Un esfuerzo impulsado por Washington para derrocar a Maduro contradeciría por completo esa visión. Potencialmente podría arrastrar a Estados Unidos a otro conflicto sin fin, alienar a sus socios regionales en medio de la competencia con China por la influencia en el hemisferio y desafiar los deseos de la opinión pública estadounidense.
Una encuesta de YouGov realizada en septiembre reveló que el 62% de los adultos estadounidenses “se opone firmemente o en parte al uso de la fuerza militar por parte de EE. UU. para invadir Venezuela”, y un 53% “se opone firmemente o en parte al uso de la fuerza militar para derrocar al presidente venezolano Nicolás Maduro”. (El apoyo al despliegue de buques de guerra fue más dividido: un 36% se mostró a favor de “enviar barcos de la Armada al mar frente a Venezuela”, mientras que un 38% se manifestó en contra).
Una encuesta de principios de octubre mostró que incluso en el condado de Miami-Dade (Florida), donde reside la mayor diáspora venezolana de Estados Unidos, más habitantes se oponen que apoyan el uso del ejército estadounidense para expulsar a Maduro: 42% frente a 35%.
Tampoco serviría el cambio de régimen para alcanzar los objetivos declarados de la administración en el hemisferio occidental: frenar el narcotráfico, desmantelar los carteles y reducir la inmigración ilegal.
Venezuela, para empezar, no es un proveedor importante de drogas a Estados Unidos. De hecho, el National Drug Threat Assessment de la Agencia Antidrogas (DEA) de 2024 ni siquiera menciona a Venezuela, y estima que solo el 8% de la cocaína con destino a Estados Unidos transita por su territorio.
La amenaza representada por el Tren de Aragua también parece exagerada: un memorando desclasificado en abril por la Oficina del Director de Inteligencia Nacional concluyó que el reducido tamaño de la banda hace “altamente improbable” que “coordine grandes volúmenes de trata de personas o tráfico de migrantes”. Tampoco hay razones para creer que un cambio de régimen detendría o revertiría la emigración masiva de venezolanos. Si acaso, una desestabilización mayor del régimen podría incrementar el número de refugiados que huyen del país.
A pesar de todo ello, algunos podrían argumentar que el cambio de régimen se justifica por el interés estratégico de Estados Unidos en las reservas de petróleo venezolanas, las mayores del mundo. Pero las negociaciones sobre el acceso estadounidense a esos recursos estaban funcionando. Según informó The New York Times en octubre, en el marco de un acuerdo discutido durante el verano, Maduro había “ofrecido abrir todos los proyectos petroleros y auríferos existentes y futuros a las empresas estadounidenses, conceder contratos preferenciales a compañías norteamericanas, revertir el flujo de las exportaciones de petróleo venezolano de China hacia Estados Unidos y reducir drásticamente los contratos energéticos y mineros de su país con empresas chinas, iraníes y rusas”.
Era, probablemente, el paquete de concesiones más generoso ofrecido por un adversario extranjero a una administración estadounidense en décadas. Y la vía diplomática estaba lejos de haberse agotado cuando Trump se retiró abruptamente de las conversaciones.
Si el objetivo del gobierno es asegurar los intereses de Estados Unidos en la región, sería mucho más sensato volver a la mesa de negociaciones que apostar por el caos que desataría un cambio de régimen.
* Artículo original: “The Regime Change Temptation in Venezuela”. Traducción: ‘Hypermedia Magazine’.









