La guerra terminará. Los líderes se darán la mano. La anciana seguirá esperando a su hijo mártir. Aquella muchacha esperará a su amado esposo. Y esos niños esperarán a su heroico padre. No sé quién vendió nuestra patria. Pero vi quién pagó el precio.
—Mahmoud Darwish
La guerra que desde el 7 de octubre de 2023 ha consumido a Israel, la Franja de Gaza y más allá ha mostrado al mundo horrores nunca vistos. En su alcance y brutalidad, el ataque de Hamás contra los israelíes superó cualquier acción palestina anterior. Las ofensivas militares de Israel y la hambruna forzada en Gaza constituyen una embestida regida por normas insólitas, en las que la muerte de combatientes palestinos parece un daño colateral, mientras que la matanza generalizada e indiscriminada de decenas de miles de civiles —muchos de ellos mujeres y niños— parece ser el objetivo principal. Matar es el propósito. La muerte está en todas partes, y sus víctimas ignoran cuándo o dónde volverá a golpear. El horror también proviene de la connivencia de Occidente y de la indiferencia de los gobiernos árabes, que no difiere de la complicidad.
El 7 de octubre trastocó las relaciones entre israelíes y palestinos. Es discutible cuánto de lo ocurrido respondió a la planificación y el cálculo de Hamás y cuánto al caos, la frustración y la furia contenidas de combatientes y civiles de todo tipo. Encerrados en la Franja, cautivos desde hace años —a menudo desde su nacimiento— por el bloqueo israelí, los gazatíes podían posar los ojos, pero no los pies, sobre las tierras de las que sus padres y abuelos fueron expulsados. Cuando Hamás rompió la valla que separaba Israel de Gaza, muchos siguieron el guion mortal de la organización; otros aprovecharon la ocasión para irrumpir en lo que consideraban un territorio robado, para desatar su brutal venganza contra quienes veían como sus captores y secuestrar a quienes podían retener como prisioneros. En el breve trayecto que separa Gaza del sur de Israel, se transformaron en poco tiempo de conquistados en conquistadores, de víctimas en verdugos, de detenidos en secuestradores.
Y, sin embargo, pese a todo lo que cambió, esta guerra no es nueva, ni excepcional, ni una aberración. No constituye una desviación de las dinámicas tradicionales entre israelíes y palestinos, sino su culminación. No es la ola del futuro, sino la formidable revancha del pasado. En medio de los vaivenes de un enfrentamiento de décadas entre dos pueblos que disputan la misma tierra, una constante ha sido la violencia: ejercida y padecida, en escalas menores y colosales. Si los ataques palestinos contra israelíes nunca habían alcanzado el nivel actual, no fue por falta de intento, sino por falta de éxito. Si las operaciones militares israelíes contra los palestinos no habían llegado antes a tal ferocidad, no fue tanto por falta de deseo como por falta de oportunidad.
Durante un tiempo, los líderes israelíes y palestinos apostaron por la diplomacia, confiaron en su eficacia y creyeron en su primacía sobre la fuerza, ya fuera por cálculo político, por consideraciones tácticas o por ambas cosas. En distintos momentos, la mayoría de los israelíes y palestinos se mostraron favorables a una resolución negociada y dispuestos a aceptar los compromisos necesarios. Cada intento diplomático terminó en fracaso. Y cada fracaso reavivó la atracción gravitatoria de una lucha existencial e implacable. Al final, lo que realmente importó fue el equilibrio de poder y la fuerza bruta. Quienes más contaban lo sabían mejor que nadie.
El 7 de octubre y sus secuelas son el recordatorio más brutal de ello. Gaza se convirtió en el escenario donde se superponen las múltiples capas históricas del conflicto: enemistad, furia y venganza. Si se eliminan los altos el fuego ocasionales y los acuerdos de paz que nunca lo son realmente, lo que queda es una confrontación desnuda, nacida hace mucho tiempo y que se niega obstinadamente a desaparecer.
El primer ministro Benjamín Netanyahu y sus aliados han sido los más ruidosos en su determinación de arrasar Gaza; con el paso del tiempo, sin embargo, han comenzado a aparecer fisuras internas en Israel, a medida que muchos de sus ciudadanos reclaman un alto el fuego para traer de vuelta a los rehenes que aún permanecen en cautiverio, o cuando las imágenes de gazatíes famélicos conmocionan incluso a los más insensibles. Pero el despojo forzoso y el desplazamiento de los palestinos, la privación de sus derechos más básicos, han sido una constante del movimiento sionista y de los sucesivos gobiernos israelíes. Entre ellos ha habido diferencias, algunas muy significativas para los propios israelíes. Ninguna ha modificado de manera fundamental la condición de ser palestino.
Muchos observadores externos sueñan abiertamente con un gobierno israelí sin Netanyahu ni sus socios, uno dirigido por quienes ellos imaginan que podrían sustituirlos. Ese sueño no pertenece a un futuro hipotético: a menudo fue la realidad de ayer. No acercó a los palestinos al cumplimiento de sus aspiraciones, ni suavizó realmente los golpes que han sufrido. Es cómodo personalizar el conflicto, convertirlo en la historia de un solo individuo y sus detestables colaboradores. Netanyahu es el culpable ideal, aquel cuya caída restablecería el orden. Su figura facilita exonerar a los anteriores gobiernos israelíes que también buscaron liquidar la causa palestina, eliminar a sus líderes y profundizar el dominio israelí; absuelve a sus rivales políticos, que rara vez se opusieron a esas acciones; y limpia de responsabilidad a Estados Unidos, que la mayor parte del tiempo las respaldó dócilmente. Netanyahu hace que sea más fácil mirar hacia otro lado.
También hay comodidad en el empeño deliberado de señalar solo a Hamás. El 7 de octubre no fue un acto exclusivamente de Hamás ni distintivamente islamista. Fue, de principio a fin, palestino, tanto que incluso Mahmud Abás, el presidente palestino, tan crítico de la violencia y tan convencido de su inutilidad, tardó mucho en pronunciar una sola palabra negativa al respecto, y lo hizo sobre todo por otros motivos políticos. La doctrina religiosa de Hamás, y no su recurso a la violencia, es lo que la diferencia de Fatah, su principal rival por el liderazgo del movimiento nacional palestino. Desde sus inicios, el rasgo definitorio de Fatah fue la lucha armada, a menudo sin reparar en si sus víctimas eran civiles o militares. Tanto Fatah como Hamás son retoños de la Hermandad Musulmana, una organización transnacional dedicada a la islamización de las sociedades árabes. Pero mientras los fundadores de Fatah rompieron con la Hermandad en los años cincuenta al decidir lanzarse a la guerra de guerrillas, los futuros dirigentes de Hamás se concentraron primero en los asuntos internos, priorizando la transformación religiosa de la sociedad palestina antes que el enfrentamiento armado con Israel. De los dos, paradójicamente, Fatah tiene el pedigrí más militarista, y Hamás fue el recién llegado a la lucha violenta. Yahya Sinwar, el líder de Hamás que planificó las operaciones del 7 de octubre, se parecía en este sentido más al antiguo Fatah que a la Hermandad Musulmana actual.
El 7 de octubre fue por completo imprevisto y, al mismo tiempo, absolutamente previsible. Nada en él fue original: ni la violencia ni la sed de venganza; ni la atención centrada en Gaza; ni el intento de secuestrar israelíes; ni el objetivo de liberar prisioneros palestinos; ni la aspiración de provocar un cambio regional más amplio; ni la abrumadora respuesta israelí que gran parte del mundo considera desproporcionada y la mayoría de los israelíes juzga necesaria; ni la eliminación metódica y sistemática de todo palestino que Israel considere cómplice; ni el etiquetado de Israel como Estado colonial, del sionismo como racismo y de los palestinos como nazis modernos; ni la connivencia, confusión e impotencia de Estados Unidos. Esta última versión del conflicto fue también una de las más primitivas. Despojado ya del fingimiento de un proceso de paz vacío, pudo volver a su forma original.
La ofensiva de Hamás y la guerra de destrucción emprendida por Israel no fueron hechos aislados ni excepciones históricas. Fueron recreaciones. Liquidaron en poco tiempo años de un proceso de paz que se había convertido en una farsa dolorosa. Hurgaron en las memorias colectivas de ambas partes y desataron sus emociones más arraigadas. Hamás no inventó nada: rescató un pasado palestino. Tampoco fue inusual la reacción israelí, sino una versión concentrada y amplificada de una larga tradición sionista sobre cómo tratar a los habitantes árabes de la tierra. Palestinos y judíos israelíes vieron en las acciones del otro la materialización de sus peores pesadillas nacionales: limpieza étnica para unos y exterminio para otros. No sorprende que ambos recurrieran con tanta facilidad a las metáforas históricas del pasado: una repetición de la Nakba de 1948 para los palestinos; otro Holocausto para los israelíes. Los habitantes del sur de Israel pagaron por todo el dolor y la humillación que los palestinos habían sufrido a manos de Israel. El pueblo de Gaza pagó no solo por las acciones de Hamás, sino también por los crímenes nazis. La historia no avanza: se desliza de lado. Y, en los modos más oscuros, se repite.
La guerra de Gaza hizo añicos las nociones que durante años habían alimentado la mitología del proceso de paz. Puso al descubierto los mitos que rodeaban el conflicto israelí-palestino: sobre el papel de la historia y la violencia; sobre la naturaleza de los sentimientos israelíes y palestinos; sobre las promesas de las negociaciones bilaterales; sobre el supuesto realismo de la partición en dos Estados; sobre la motivación y la eficacia de la política estadounidense. No era la primera vez que esos mitos quedaban expuestos, y el hecho de desenmascararlos no garantizaba que fueran descartados de una vez por todas. Pero, sin duda, después de la operación letal de Hamás y de la respuesta catastrófica del gobierno israelí; a la luz del amplio respaldo palestino a la primera y del abrumador apoyo israelí a la segunda; tras la violencia de los colonos en Cisjordania que hace temer una limpieza étnica y nuevos desplazamientos, y el incipiente resurgir de ataques palestinos después de dos décadas de relativa calma; en el contexto de la falta de voluntad o la impotencia de Estados Unidos para hacer algo al respecto, de la cobardía y la inutilidad europeas, del abismo entre la indignación y la apatía de los gobiernos árabes… después de todo eso, debía de resultar más difícil repetir con ligereza los lugares comunes sobre el proceso de paz, la solución de los dos Estados o el papel central de la diplomacia estadounidense. Cualesquiera certezas que hubieran anidado en las mentes norteamericanas debían ya jubilarse. No fue así. El mundo posterior al 7 de octubre se construyó sobre mentiras.
Algunas eran previsibles, como cuando los israelíes presumían de tratar con humanidad a los palestinos y describían a su Ejército como “el más moral del mundo” y aseguraban que la presión militar lograría liberar a los rehenes, o cuando Hamás negaba los horrores cometidos aquel día. Las falsedades de Estados Unidos resultaron las más chocantes precisamente porque eran las menos necesarias. La Administración de Joe Biden presentó el ataque de Hamás como un hecho desligado de la historia, una manifestación del “mal absoluto”, obra de “animales”; elogió a Netanyahu por contener a los extremistas de su gabinete, resistiendo su “enorme presión política”; afirmó que Estados Unidos estaba decidido a detener las matanzas y hacía todo lo posible para lograrlo; anunció en repetidas ocasiones acuerdos de alto el fuego “inminentes” que dejaron perplejos a Israel, a Hamás y hasta a sus dos co-mediadores, Egipto y Catar, ante un optimismo sin fundamento; atribuyó la responsabilidad total del fracaso de esas negociaciones a Hamás, aun cuando funcionarios israelíes —unos jactanciosos, otros apesadumbrados— reconocían que el gobierno israelí tenía gran parte de la culpa, y mientras varios funcionarios estadounidenses criticaban en privado las tácticas de su propio país.
Con el tiempo, en una audaz reescritura histórica, algunos responsables estadounidenses intentaron presentar su política posterior al 7 de octubre como un éxito rotundo. El fracaso en lograr un alto el fuego duradero, liberar a los rehenes, evitar la catástrofe humanitaria y frenar la expansión regional del conflicto —objetivos que la Administración Biden había señalado como prioritarios— se convirtió así en un supuesto requisito previo para la caída de Hamás y Hezbolá, el debilitamiento de Irán y el colapso del régimen sirio. Con defectos y todo, el resultado —según ellos— había sido el plan previsto.
Estas afirmaciones van más allá del engaño, el oportunismo, la crueldad, la desesperación o el instinto de supervivencia. Nadie las cree. Quienes las pronuncian deben saber que nadie las cree. Apenas tienen sentido, su objetivo resulta difícil de discernir. Y, sin embargo, inevitablemente tienen un costo. La seriedad con que se formulan no las redime: las vuelve desconcertantes, y por eso mismo más destructivas. Engendran cinismo. Son el tipo de falsedades que erosionan cualquier apoyo a las causas que dicen servir. Las palabras aún importan, pero de maneras imprevistas. Cuanto más se repite una mentira, más invalida aquello que pretende sostener. Su único efecto duradero es acentuar la incredulidad. Ocurre, por ejemplo, cuando la responsabilidad universal que Estados Unidos reclama excluye a Israel, fingiendo que se le puede confiar el juicio sobre sus propios actos. O cuando Estados Unidos arma la mano israelí que golpea a la víctima y luego le suplica que se detenga. “Matar a alguien y acudir a su entierro” es un viejo refrán árabe que lo resume todo: América entrega las armas que matan mujeres, niños y ancianos, que destruyen hogares, escuelas y hospitales; ofrece una ayuda humanitaria exigüa para mantener con vida a los palestinos que sobreviven al último ataque facilitado por Estados Unidos, solo para que esperen el próximo. También ocurre cuando Estados Unidos adopta la irritante pose de conciencia moral del mundo y, a la vez, de espectador impotente ante sus horrores. El aire de ira, duelo y luto que acompañó cada declaración estadounidense sobre el destino de Gaza no engañó a nadie. Lo que cuenta son los hechos, no las palabras que, por su perversión, agravaron las cosas. Los palestinos compararon esta actitud con la vieja costumbre mafiosa de cuidar de aquellos a quienes se está a punto de eliminar y con los gladiadores romanos que saludaban al César antes de ser sacrificados. Avē Imperātor, moritūrī tē salūtant.
De todas las falsedades difundidas durante la guerra, una de las más desconcertantes fue el reiterado homenaje de la Administración Biden a la solución de los dos Estados. No es una dolencia exclusiva de Estados Unidos; en las últimas semanas, el presidente Emmanuel Macron anunció la decisión de Francia de reconocer al Estado palestino, un paso hacia una supuesta solución de dos Estados que describe como el “único” camino hacia la paz. Le siguieron, poco después, el Reino Unido, Canadá, Australia y otros. En este punto, la historia deja atrás la demagogia y el engaño para adentrarse en el absurdo. La solución de los dos Estados está muerta, lo estaba ya mucho antes del 7 de octubre, y se ha vuelto aún más ilusoria tras los hechos. No va a resucitar por obra de una nueva invocación colectiva ni de la repetición ritual del mantra. La idea de la partición tiene más de ochenta años. En longevidad, creatividad y variedad de protagonistas, difícil sería reprochar la tenacidad de quienes han perseguido su logro. Pero, independientemente del contexto, el contenido, la personalidad o el estilo, el resultado nunca varió. Los planes se toparon con dudas, reservas, rechazos, desconcierto, violencia y, más recientemente, con un bostezo.
Los intentos de lograr dos Estados fracasaron en circunstancias mucho más propicias. Fracasaron cuando los palestinos aún estaban unificados; cuando la opinión pública israelí, en general, podía aceptar el resultado; cuando los asentamientos eran una fracción de lo que son hoy; y cuando ambos pueblos podían imaginar alguna forma de coexistencia pacífica. En el apogeo del poder estadounidense tras la Guerra Fría, con margen de influencia de sobra, una sucesión de presidentes de Estados Unidos hizo de la paz israelí-palestina una prioridad, pero ninguno logró acercar la solución de los dos Estados. Bajo la Administración de Barack Obama —que contó con funcionarios más comprensivos con la causa palestina que nunca antes—, el esfuerzo se fue agotando hasta detenerse. En una observación mordaz dirigida a uno de nosotros, el presidente Abás sugirió que, incluso si un día el equipo estadounidense llegara a ser firmemente pro-palestino y el gobierno israelí estuviera dirigido por Meretz, el partido sionista más izquierdista del país, aun así no habría Estado palestino.
Y, sin embargo, la solución de los dos Estados sigue gozando de un respaldo internacional persistente que nada —ni los años de intentos fallidos, ni el creciente rechazo israelí, ni la creciente indiferencia palestina, ni los hechos sobre el terreno que avanzan obstinadamente en dirección contraria y alejan cada vez más la idea de una partición— ha logrado poner en entredicho. Sus defensores se aferran a cualquier razón para seguir creyendo en su posible realización. Hoy, pueden mirar a unas circunstancias locales y regionales profundamente alteradas: un Israel victorioso y seguro de sí mismo; Estados árabes obligados a reconsiderar su posición; un presidente estadounidense imprevisible y atípico, capaz de volverse contra sus aliados y acercarse a sus enemigos; un liderazgo palestino debilitado y aislado. Se aferran a la esperanza de que, en conjunto, estas circunstancias puedan dar nueva vida a la idea de los dos Estados en unos términos que los palestinos antes no habrían aceptado y que los israelíes hoy no tienen motivo alguno para respaldar. Se aferran a ella aun siendo incapaces de describir una vía realista para alcanzarla. Consultado sobre una hoja de ruta hacia los dos Estados, Martin Indyk —el fallecido diplomático estadounidense, veterano del proceso de paz y firme defensor de su inevitabilidad— dijo a uno de nosotros pocas semanas antes de morir: “No tengo ninguna, pero debemos persistir”.
En el fondo, los partidarios de los dos Estados, enfrentados a todas las razones para abandonar su fe, se aferran a un único argumento: no existe una alternativa realista. La partición se considera inevitable, incluso cuando resulta cada vez más difícil de imaginar, porque no son capaces de concebir otra cosa. En julio de 2024, el entonces secretario de Estado Antony Blinken fue preguntado si la solución de los dos Estados había muerto. Respondió: “No solo no está muerta: no puede morir”. Es el único desenlace posible y duradero porque, sencillamente, no hay otro.
¿No lo hay? Existe toda una gama de alternativas, cada una descartada por considerarse inaceptable o impracticable. Todas tienen raíces históricas; muchas fueron examinadas y debatidas en su día, hasta ser descartadas durante los años de Oslo, cuando la solución de los dos Estados —con raíces más superficiales— se impuso como dogma, se convirtió en la lengua común, y cualquier otra propuesta fue tachada de herejía. El resultado más probable es la perpetuación del statu quo, bajo el cual Israel controla la totalidad del territorio entre el río y el mar e impone distintos grados de autoridad sobre los palestinos que viven bajo su dominio. Uno tras otro, los funcionarios estadounidenses han asegurado que ese estado de cosas es “insostenible”, sin dejarse desalentar por el hecho de que haya perdurado durante décadas. La advertencia de John Kerry en 2013 de que la solución de los dos Estados estaría “acabada” en un año y medio provocó las risas de los funcionarios israelíes —un statu quo “insostenible” que llevaba medio siglo era un statu quo con el que podían vivir—, y más tarde sus quejas: si la ventana se había cerrado en 2014, ¿por qué Estados Unidos no daba por terminado de una vez el asunto?
Una versión de las condiciones actuales ha durado décadas pese a las reiteradas objeciones y esquelas fúnebres, superando con creces los diecinueve años en que Israel no controló Cisjordania ni Gaza. Quienes afirman que la situación actual no puede prolongarse sostienen que equivale a un régimen de apartheid, y que el mundo no tolerará un Estado en el que una clase tenga todos los privilegios y otra carezca de ciudadanía y de igualdad de derechos políticos. Pero el mundo la ha tolerado hasta ahora, justificando su indulgencia al describir una realidad de medio siglo como algo temporal y la solución de los dos Estados como inevitable; resulta difícil imaginar por qué habría de cambiar esa actitud, y por qué el paso del tiempo, lejos de endurecer la oposición, no acabaría por suavizarla. Los palestinos pueden rebelarse, pero Israel tiene experiencia en gestionar el desafío de la violencia palestina; su abrumadora superioridad militar y los recuerdos de las secuelas tanto de la segunda intifada como del 7 de octubre quizá no eviten nuevos episodios mortales, pero probablemente disuadan cualquier levantamiento palestino serio a gran escala. El statu quo funcionará para quienes puedan someter o eliminar a aquellos para quienes no funciona.
Israel podría ajustar la realidad: anexionar partes de los territorios ocupados y retirarse de otras, conceder a los palestinos mayores niveles de autonomía y autogobierno, y ofrecerles mejores oportunidades económicas, todo ello sin debilitar el control general del Estado judío. Con una mayor descentralización, los palestinos dispondrían de más capacidad para gestionar su vida cotidiana; podrían seguir votando en elecciones municipales y opinar sobre los asuntos que les afectan directamente. Sus defensores se preguntan por qué esto sería menos democrático, o más semejante al apartheid, que el seudoestado palestino propuesto en los planes de paz, desprovisto de ejército, de control real de sus fronteras o su espacio aéreo, o de una política exterior verdaderamente autónoma, y sometido a incursiones militares israelíes, que es lo máximo que contempla cualquier responsable israelí, sea de izquierda o de derecha. Se preguntan qué diferencia hay, más allá del lenguaje o la imagen, entre una “soberanía menos” y una “autonomía más”, entre palestinos votando en un Estado nacional disminuido y palestinos votando en municipios plenamente facultados; si esa diferencia es de naturaleza o simplemente de grado; y por qué un resultado merecería elogio internacional y el otro el oprobio mundial.
Israel podría ir aún más lejos y proceder al traslado forzoso o a la limpieza étnica de los palestinos de Gaza o de Cisjordania. Una eventualidad que, no hace mucho, parecía descabellada, pero que hoy resulta inquietantemente plausible. La idea del traslado de población no es nueva: fue defendida ya en 1937 por la Comisión Peel para facilitar la creación de los Estados árabe y judío; fue llevada a cabo por Israel, en distintos grados, durante la guerra de 1948 y posteriormente, en su esfuerzo por alcanzar el objetivo de un territorio máximo con el menor número posible de árabes; y ha sido imaginada más de una vez por dirigentes israelíes como solución al problema insoluble que representa Gaza. Muchos consideran esa posibilidad repugnante, incluso impensable. Pero este conflicto tiene la capacidad de sanear lo que antes era inimaginable, convirtiendo prácticas intolerables en conductas aceptables: la limpieza étnica disfrazada de salida voluntaria; el asesinato de civiles presentado como resistencia armada; la eliminación de vidas inocentes justificada como defensa propia. El tiempo lo normaliza todo. La ética no es obstáculo para la inventiva del lenguaje.
Otras alternativas que en su momento se contemplaron han quedado por el camino: una confederación palestina con Jordania que integre al Reino Hachemí y a Cisjordania, y que Israel —al considerar más fiable una presencia de seguridad jordana en Cisjordania que una palestina— podría temer menos que un Estado palestino independiente. También esto remite al pasado: en 1950, Jordania anexionó el territorio al oeste del río Jordán que permanecía en manos árabes; solo décadas después su rey cortó los lazos legales y administrativos con Cisjordania y reconoció a la Organización para la Liberación de Palestina como único representante legítimo del pueblo palestino. Tras la aceptación de la solución de los dos Estados por parte de la OLP a finales de los años ochenta, Abu Iyad —entonces uno de sus principales dirigentes— habló de que los palestinos disfrutarían de cinco minutos de independencia antes de entablar conversaciones con Jordania sobre alguna forma de confederación.
Un poco antes todavía, antes de la fundación de Israel y de que la partición se convirtiera en el vocabulario del día, algunos árabes y judíos pensaban en un único Estado binacional con igualdad de derechos para todos, al margen de la religión o la etnia. Otros defendían un único Estado no sectario con distintos grados de autonomía comunal, en el que ambos pueblos pudieran disfrutar de la libertad para regular y ocuparse de sus asuntos internos: Israel/Palestina como una federación descentralizada con una estructura de seguridad de ámbito general, pero en la que cada comunidad se autogobierna en materias como cultura, educación y lengua. Ze’ev Jabotinsky en persona, gurú de buena parte de la derecha israelí, jugueteó con ideas semejantes antes de decantarse por el dominio judío. De nuevo, el pasado resuena: no mucho antes del nacimiento de Israel, bajo el Imperio otomano, la zona que habría de convertirse en Palestina mandataria se gobernaba mediante un mosaico de reglamentos que concedían una escala móvil de derechos a musulmanes, judíos y cristianos.
Cada una de estas posibilidades plantea problemas morales, políticos o prácticos significativos. Ninguna satisface del todo las demandas fundamentales ni de israelíes ni de palestinos. Algunas de las menos deseables desde el punto de vista moral —como la continuidad del statu quo— son más probables; otras, más aceptables éticamente, como un Estado binacional único, son menos realistas. Pero son alternativas, sobre cuya supuesta ausencia descansan los partidarios de la solución de dos Estados. Lo que distingue a los dos Estados no es su cercanía a la realización ni un camino viable hacia el éxito, sino un largo historial de fracasos que ha terminado en muerte, devastación y desesperanza. Si el mejor argumento a favor de la solución de dos Estados es que ninguna otra salida funcionará, entonces no es una opción con muchas bases.
La solución de dos Estados se ha convertido en un ardid peligroso. Es un objetivo cuyo enunciado ha sido celebrado durante años por razones totalmente ajenas a su consecución. En otros tiempos, la afirmación de Estados Unidos de que trabajaba por dos Estados le ayudó a construir una coalición regional contra los yihadistas y contra Irán o a contrarrestar el atractivo de grupos palestinos más militantes. Bajo la presidencia de Biden, la meta fue promover la normalización saudí-israelí. Hoy, el objetivo es apaciguar opiniones internas inquietas y desviar la atención de la cobardía moral de Occidente, que rehúye pasos tangibles para detener las acciones genocidas de Israel en Gaza. Escuchen a Macron, que justifica su reconocimiento de un inexistente Estado palestino con el supuestamente menguante futuro de la solución de dos Estados. O al primer ministro canadiense Mark Carney, que sostiene que el fracaso de las negociaciones llevó a su país a plantearse reconocer condicionalmente a Palestina —si la Autoridad Palestina se compromete a reformarse—, como si el derecho a la condición de Estado dependiera de la naturaleza de un Gobierno y como si tal Estado pudiera surgir sin el consentimiento de Israel. O al primer ministro británico Keir Starmer, que, amenazando con reconocer a Palestina si Israel no cambia de rumbo, no se molestó en ocultar que lo consideraba cínicamente una mera moneda de negociación. Todo es tan poco serio.
Mañana es ayer: el pasado tiene voz, y desvela la mentira en que se ha convertido la solución de dos Estados. El pasado volvió con ímpetu el 7 de octubre y en las guerras que le siguieron, pero no fueron más que el desencadenante. Regresó como un viejo glosario: Nakba, genocidio, el Holocausto, pogromos, colonialismo de colonos, palestinos como nazis; los kibutzim atacados aquel día evocados como el Gueto de Varsovia, la hostilidad hacia Israel tildada de antisemitismo moderno, el sionismo como racismo. Volvió en forma de viejas actitudes mentales, a una época en que israelíes y palestinos no concebían un futuro compartido, cuando la tierra se veía demasiado estrecha para ambos pueblos. En Israel, discursear sobre el control de todo el territorio, sobre su limpieza de palestinos, sobre la limpieza étnica y sobre la opción “Jordania es Palestina” va abriéndose paso hacia la corriente principal. Entre algunos palestinos se percibe el deseo de acabar con la existencia de Israel, una creencia fugaz de que puede ser posible y una sombría resignación ante el statu quo, o algo peor. Las señales habían sido visibles desde hace tiempo; la historia tenía ganas de volver. Como en épocas anteriores, cada bando sueña con librarse del otro. Que solo uno posea los medios para acercar esa idea a la realidad afecta a la realidad, no al sueño.
Mañana es ayer: una calamidad ha caído sobre los palestinos, que se unen a sus antepasados en este mismo camino. Ya han estado aquí antes. Es una segunda Nakba, una recaída plasmada en las imágenes de multitudes de gazatíes que huyen de sus casas destruidas —una vez, dos veces, tres— y de israelíes que izan banderas sobre los escombros abandonados. Los palestinos vuelven a estar solos, como en 1948, traicionados una vez más por sus hermanos árabes, abandonados otra vez por sus líderes oficiales, que no tienen nada que ofrecer más allá de indignación y palabras vacías, o por los dirigentes de Hamás, que tenían un plan para provocar a Israel, pero ninguno para afrontar las consecuencias previsibles de esa provocación, ni medios para proteger a su propio pueblo. En aquellos primeros tiempos, tras la catástrofe de 1948, la política palestina tuvo que reconstruirse desde cero, a trompicones, entre actos individuales de violencia y ataques colectivos más espectaculares, nacidos de la desesperación y el ansia de venganza. Una larga marcha política vuelve a alzarse ante los palestinos. Al final de ella, puede que Fatah y Hamás sigan existiendo. Ninguno será igual.
Mañana es ayer: Israel roza la devastación, pero sale victorioso. El peligro confirma sus temores existenciales y la imagen que tiene de los palestinos; la conquista militar refuerza su fe en el poder de las armas; la reacción del mundo le demuestra que, aunque deba buscar apoyo externo, en última instancia solo puede contar consigo mismo. Como tantas veces antes, Israel vuelve a buscar modos alternativos de gestionar el territorio palestino. Probó con la administración militar directa tras la guerra de 1967; experimentó con la creación de ligas de aldeas en Cisjordania, a finales de los años setenta, para reclutar palestinos que ejecutaran su voluntad; apostó por la Autoridad Palestina tras Oslo. Tolerar el gobierno de Hamás en Gaza fue otro intento; el desplazamiento forzoso de palestinos de sus tierras, un deseo recurrente.
El proceso de paz israelo-palestino se construyó sobre una esperanza ilusoria; cuando el proceso colapsó, esa esperanza se desvaneció y un pasado reprimido volvió a salir a la superficie. Esto no tiene por qué ser motivo de desesperanza. Un colapso de esta magnitud —una devastación física, humana y política tan absoluta— puede revelar verdades incómodas, purgar falsedades y devolver la vida a conceptos antes considerados profanos. Puede ayudar a desechar las fantasías que allanaron el camino hacia la catástrofe y a impulsar una reconsideración profunda del conflicto. Hay un trabajo urgente por hacer: poner fin a la carnicería en Gaza imponiendo costes tangibles a los responsables de la matanza en curso. Pero también recuperar viejas ideas que el dogma de los dos Estados sepultó y explorar enfoques del conflicto que aborden la esencia de una lucha que no se resolverá trazando líneas en un mapa, sino mediante el largo y arduo proceso de asumir una historia cruel, miedos arraigados y aspiraciones frustradas. El desenlace quizá no sea la paz —otro espejismo cuya persecución no produjo más que dolor—, sino acuerdos prácticos que permitan a dos pueblos vivir uno al lado del otro y coexistir.
Empiezan a madurar las condiciones para ese tipo de pensamientos poco convencionales. La idea de una partición estricta entre dos Estados etnorreligiosos no estaba predestinada. Surgió de la manera en que actores externos decidieron interpretar las relaciones israelo-palestinas y de los supuestos subyacentes —casi todos de origen europeo y ajenos a la realidad otomana de la época— reflejados en esa elección. Muchos de los que siguen defendiendo la tradicional solución de dos Estados subrayan lo irreal de su contraparte: un único Estado democrático y secular. Y tienen razón. Por muy atractiva que sea desde un punto de vista moral, eliminar las entidades políticas basadas en la etnia o la religión y sustituirlas por una ciudadanía plana e individual, fundada en la igualdad de derechos, difícilmente respondería a una necesidad básica de judíos israelíes y palestinos: sentirse seguros y poder vivir como deseen dentro de sus propias comunidades. Pero la elección binaria entre un solo Estado y dos separados es falsa, innecesariamente restrictiva. Existe toda una gama de soluciones intermedias, un espectro que refleja gradaciones de soberanía y distintos grados de autonomía étnica o religiosa. Un Estado es un Estado es un Estado, solo que no lo es.
Hoy todo está en juego. La herejía se vuelve norma. El éxito es efímero. La fuerza engendra contrafuerza. La victoria no es un lugar seguro. La aniquilación militar de Gaza por parte de Israel no equivale a un triunfo absoluto. El activismo militante palestino no es redentor. La magnitud de lo ocurrido en tan breve lapso resulta difícil de concebir. Cuando el cambio se produce a un ritmo frenético y toma caminos divergentes, es señal de la fragilidad, el desgaste y la falta de autenticidad de lo que lo precedía. El proceso de paz de Oslo está muerto. La solución de dos Estados, muerta. Los participantes en esos esfuerzos, desacreditados. Estados Unidos, exhausto. Israelíes y palestinos han quedado sin guion ni brújula, salvo los vestigios de tiempos pasados. Se preparan para resistir a largo plazo, regresando a métodos más familiares y consolidados. Lo que vivieron en las últimas décadas no fue sino un desvío que los devolvió al punto de partida.
El futuro será de sorpresas. Tal vez los israelíes despierten a la vacuidad y al absurdo de sus victorias militares. Tal vez los palestinos encuentren unidad y una nueva política dispuesta a integrar a los judíos israelíes en su visión. Quizá israelíes y palestinos descubran nuevas formas de dialogar e imaginar modos inéditos de convivencia. Los Estados árabes podrían aprovechar la posibilidad de la normalización para lograr una reconciliación con Israel y ofrecer alivio a los palestinos. Tal vez Estados Unidos empiece a verse como lo ven los demás —presuntuoso, hipócrita, impotente—, se canse de sus propios lugares comunes y falsedades, y se plantee un cambio. Una nueva generación de dirigentes estadounidenses podría enfrentarse a su propio ajuste de cuentas moral.
Puede que llegue la comprensión de que este conflicto no trata esencialmente de territorio. No se trata de carreteras, dunas o colinas. Se trata de personas, de sus vidas, emociones, ira, dolor, afectos e historia. Seguir este camino quizá no lo resuelva todo, ni para siempre, pero podría al menos traer algo de alivio, por ahora.
* Artículo original: “What Killed the Two-State Solution?”. Traducción: ‘Hypermedia Magazine’.