El Vedado contado por sus casas

La hermosura viene de una especie de música 
que se siente y no se oye.
La historia del hombre contada por sus casas
,
José Martí.


La ciudad respira en sus muros, adoquines y bloques de mampostería. No explica su desgaste ni sus dolores, no exige ser entendida. La Habana vive en un estado de continuidad silenciosa, sin promesa de restauración ni voluntad de rendirse. Existe en su categoría exacta: persistencia. 

Las fachadas guardan el trazo inicial y la suma de todas las modificaciones posteriores, como si el tiempo no remplazara nada, solo añadiera capas de pintura y moho sobre la voluntad que no retrocede un solo paso. 

La arquitectura exhibe su insistencia para mantenerse en pie. Cada grieta es memoria de un esfuerzo y de la fatalidad del esforzado por redimir aquello que aún le pertenece. Las casas no imploran otra época; registran la presencia de quienes las habitan ahora.

Ahora la gente vive en casas grandes, con puertas y ventanas, y patios enlosados, y portales de columnas: pero hace muchos miles de años los hombres no vivían así, ni había países de sesenta millones de habitantes, como hay hoy.

En El Vedado se observa con claridad este proceso. Edificaciones concebidas para una sola familia expanden su capacidad y su propósito. Portales, que alguna vez recibieron un automóvil privado de alto standing, hoy escuchan el cruce constante de voces y pasos compartidos. En ese mismo garaje o portal, medio siglo más tarde, yace el mismo automóvil que ya no es reliquia ni tiene standing ni neumáticos.

Lo que fue patio ornamental sostiene tanques, bicicletas, motores, muebles heredados sin prestigio social. Una casa diseñada para exhibir aspiraciones modernas contiene vidas sin exhibición, trayectorias interrumpidas y reanudadas, decisiones tomadas sin grandilocuencia. 

Las nalgas de Yusimí podrían estar apoyadas en un sofá Luis XV, y ninguno sabría por qué está ahí. Ni las nalgas, ni el sofá. 

El mármol de los caserones conserva su brillo tenue, sin esperar restauración. La pintura retenida en las columnas indica una elegancia que ahora es porfía. Los capiteles desmenuzados, que mostraban una figura animal fiera y noble a la vez, resultan hoy águilas decapitadas o cojas. La aristocracia no está en lo que la casa fue. Está en su capacidad de continuar sosteniendo cuerpos, décadas después de haber perdido su destino original.

La casa del indio peruano era de mampostería, y de dos pisos, con las ventanas muy en alto, y las puertas más anchas por debajo que por la cornisa, que solía ser de piedra tallada, de trabajo fino. El mexicano no hacía su casa tan fuerte, sino más ornada, como en país donde hay muchos árboles y pájaros.

Aquí las casas acompañan, más que representan. Cuando el ideal cambia o se suspende, el muro sigue sirviendo. La belleza clásica convive sin conflicto con la tubería visible, el balcón cerrado, la puerta improvisada donde hubo arco. La arquitectura no lloró su desplazamiento. Lo asumió. El país no tuvo que explicarlo. Las mansiones convertidas en solares multifamiliares, “multieconomías”, “multiprovinciales”, lo gritaron. Adoptaron la condición de organismo colectivo. 

Divisiones trazan fronteras mínimas, suficientes para asegurar intimidad relativa. Una escalera que inicia en un vestíbulo señorial termina en un corredor estrecho, que distribuye cuartos donde antes hubo salones amplios. 

El espacio se ajusta sin disculpas al presente. El pasado persiste en la altura de un techo de puntal alto, en el churre grasiento de la cenefa, en la amplitud del vacío que hoy aloja una cortina, en la línea oscurecida donde estuvo el zócalo, en el sitio donde hoy habita un altar yoruba: aquella esquina en la cual, la señorita de alcurnia tenía un tocador de madera preciosa para guardar sus joyas. 

La dignidad no proviene de lo intacto. Proviene de lo que soportó el tiempo y aún sirve.

¿Quién sabe cuándo fabricaron los quechuas sus acueductos y sus caminos y sus calzadas en el Perú; ni cuándo los chibchas de Colombia empezaron a hacer sus dijes y sus jarros de oro; ni qué pueblo vivió en Yucatán antes que los mayas que encontraron allí los españoles; ni de dónde vino la raza desconocida que levantó los terraplenes y las casas-pueblos en la América del Norte?

No hay tragedia escenificada en este paisaje. Tampoco es una postal para especular. Lo que no es colonial o adoquín, produce urticaria. Pero esa segunda Habana, ilusamente burguesa, más allá de La Habana colonial/neocolonial, nunca se ofreció como drama ni como reliquia. Es un cuerpo urbano que administra desgaste y energía sin alardes. 

Lo que podría leerse para algunos como colapso paulatino es reorganización. Las casas aprendieron a hacerse porosas, a compartir funciones, a ampliar su capacidad respiratoria. La belleza surge de la honestidad del uso. 

Una reja hecha a mano es solución. Una lámpara colgada en una columna rota es luz. Nada se presenta como símbolo; todo como necesidad cumplida. Hace muchos años que la estirpe burguesa de posición y algarabía dejó de existir y, ¡qué bueno!, aunque tampoco duró mucho el concepto post primero de enero. Las diferencias son igual de reales e igual de lastimosas.

Luego Roma fue dueña de todos los países que tenía alrededor, hasta que tuvo tantos pueblos que no los pudo gobernar, y cada pueblo se fue haciendo libre y nombrando su rey, que era el guerrero más poderoso de todos los del país, y vivía en su castillo de piedra, con torres y portalones, como todos los que llamaban “señores” en aquel tiempo de pelear; y la gente de trabajo vivía alrededor de los castillos, en casuchos infelices.

Las avenidas del Vedado aún conservan su traza racional, su serenidad de barrio pensado para la vida burguesa. Pero esas líneas sostienen otra historia: la reconfiguración silenciosa de la intimidad urbana. 

Creciendo en las esquinas, en un formato de orquídeas con musgo, nacieron barrios con otra arquitectura. El formato biplanta o triplanta en una loma: El Fanguito, a orillas de la frontera con el río Almendares, es el mejor ejemplo. 

Asimismo, hay un punto donde esa lógica se vuelve declaración: el edificio Arcos. Una construcción de los años treinta, levantada dentro de una antigua cavidad de piedra caliza, vestigio de las canteras que definieron el subsuelo del Vedado. Con entradas por F y 21 y por F y 19. 

Son setenta y un apartamentos sostenidos por una estructura que debió ser símbolo de modernidad y terminó siendo lección de resistencia. Un pasillo elevado rodea el edificio, atravesado a diario por vecinos y transeúntes. Su estado se intuye en las cabillas expuestas, en el hormigón fatigado, en la evidencia quieta de un equilibrio que no negocia con el miedo, ni con la retórica del derrumbe. 

Ese hueco habitado no espera solución monumental, ni espera aplausos por sobrevivir. La ciudad lo incorporó sin dramatismo. Como poco dramatismo conllevó aceptar el uso o desuso de otros sistemas. 

La costumbre, la idea de “la ventana rota” pesa más que las ganas de cambiar aquello que sí puede ser cambiado, como la pintura vieja de las paredes de una casa. Como dato curioso, a pocas cuadras, en 23 y K, el hueco que allí había se cerró “profesional y rápidamente” con una torre nueva. 

En España habían mandado también los romanos; pero los moros vinieron luego a conquistar, y fabricaron aquellos templos suyos que llaman mezquitas, y aquellos palacios que parecen cosa de sueño, como si ya no se viviese en el mundo, sino en otro mundo de encaje y de flores.

Durante décadas, El Vedado fue el espejo en que la burguesía habanera aprendió a reconocerse. Su traza ordenada, sus columnas y jardines, eran prueba de una idea de ciudad donde el progreso se medía en metros cuadrados y el linaje en dirección postal. 

Ese espejismo aún sobrevive en quienes miran su propio edificio con la memoria del abolengo inútil, sin advertir que la historia ya no les pertenece, porque hubo un día que dejó de pertenecerles. De pertenecernos. 

El Vedado se democratizó por desgaste, por el tiempo. Las mansiones del privilegio abrieron puertas a la multiplicidad, que sus dueños negaron mientras pudieron. Lo que fue territorio de distinción es hoy una topografía compartida, inevitable, donde nadie puede fingir aislamiento.

El resto de la ciudad y del país entró sin pedir permiso. Lo hizo en forma de familias, de sobrevivientes, de oficios diversos, de necesidades acumuladas. Las viejas casas, que fueron garantía de clase, alojan ahora una geografía humana sin filtro. 

En un mismo edificio coexisten el doctor jubilado, el buscavidas, la vendedora informal, el maestro que nunca emigró y el hijo del antiguo propietario, que aún cree vivir en una república detenida. No hay armonía, pero hay realidad. El mármol del portal se mantiene, aunque lo pisen zapatos distintos a los de antes. 

Persisten los que aún pronuncian la palabra alcurnia, como si bastara para restablecer un orden que el país disolvió hace más de medio siglo. Defienden una compostura vacía, incapaz de sostener el peso de la calle que los rodea. 

Sus edificios ya no obedecen a la voluntad de la distinción. En ellos se cuela la vida completa: la pobreza sin disimulo, la violencia que el privilegio nunca quiso mirar, el ruido de quienes no leen los periódicos ni conocen las reglas de urbanidad. 

El Vedado conserva su elegancia arquitectónica, su ecléctico y su Art Decó, pero su alma se llenó de una mezcla indecible. En ese contraste ya no hay arriba ni abajo, solo convivencia forzada. La evidencia de que todo linaje, si no se renueva, acaba siendo un recuerdo sin destinatario. 

Ahora hay abajos y abajos, y ambos miran arriba. Los primeros, para recordar su nube estatuaria. Los segundos, para que no les caiga un pedazo de techo desde ese puntal tan alto. 

La marquesa de las bellas tierras de San Miguel del Padrón, Yusimí de la Caridad, acomoda sus nalgas en un Luis XV mientas se pinta las uñas de los pies y embarra la tela de un rosado chillón. Y ninguno sabe por qué terminaron así. Ni las nalgas, ni el sofá. 

Ahora todos los pueblos del mundo se conocen mejor y se visitan: y en cada pueblo hay su modo de fabricar, según haya frío o calor, o sean de una raza o de otra; pero lo que parece nuevo en las ciudades no es su manera de hacer casas, sino que en cada ciudad hay casas moras, y griegas, y góticas, y bizantinas, y japonesas, como si empezara el tiempo feliz en que los hombres se tratan como amigos, y se van juntando.