El 24 de mayo de 1883 se inauguró el puente de Brooklyn a través del paseo en carruaje del entonces presidente de Estados Unidos, Chester Alan Arthur, en compañía de una increíble mujer llamada Emily Warren Roebling. Se suponía que ambos no debían estar ahí, reemplazaban a personas que no llegaron a la cita por circunstancias del destino. Arthur sustituyó al presidente electo James Abram Garfield que no sobrevivió al atentado de Charles Julius Guiteau, mientras Emily tomaba el lugar de su fallecido suegro y de su postrado esposo.
John A. Roebling, emigrado alemán, suegro de Emily, fue el primer proyectista y primer ingeniero jefe del Brooklyn Bridge. Murió al mismo inicio de la construcción, 1869, debido a un extraño accidente. Uno de los vapores de las empresas transportistas que se perjudicaban con la ejecución de la obra dejó caer unos maderos que le comprimieron e hirieron la pierna. El empecinado alemán quiso curarse las lesiones con un tratamiento en boga por entonces: la hidroterapia. Sin embargo su cuadro clínico se complicó, enfermó de tétano y murió agónicamente dieciséis días después al suceso.
Por otra parte el esposo de Emily: Washington Roebling, que continuó la labor de su padre como chief engineer, quedó incapacitado de caminar alrededor del año 1872, debido a las brutales condiciones de trabajo en los cimientos de las torres del puente. Bajo el nivel del agua del East River encontraron la muerte y la enfermedad muchos obreros que sufrieron la escasez de oxígeno y la diferencia de presión. Aunque la convalecencia de Washington Roebling fue muy larga, aún más larga que la vida de Emily, y murió en avanzada vejez, a los ochenta y nueve años, veintitrés años después de la mujer que salvó la obra de su vida y por la que queda su nombre en los libros de historia de la arquitectura moderna.
Puede que buena parte de la multitud que se congregó aquel día de mayo en Nueva York no era consciente del trabajo de aquella dama que iba al lado del presidente. Solo conocían lo superficial: esposa del ingeniero jefe que lo representa a causa de la enfermedad. Pero los que estuvieron involucrados en el proyecto, e incluso las autoridades de la ciudad que sabían del esfuerzo de largos años, no tuvieron ninguna objeción en que fuera ella la elegida.
Abram Hewitt, por ejemplo, adversario profesional de Washington Roebling, y quien quiso tomar el proyecto para sí cuando este quedó inválido, no tuvo otro remedio que elogiar a la oculta gestora que estuvo once años representando al esposo y dirigiendo sin crédito alguno la revolucionaria construcción: “El nombre de Emily Roebling estará inseparablemente relacionado con todo lo admirable de la naturaleza humana y todo lo maravilloso del mundo constructivo del arte”; mientras el propio esposo, viendo lo alcanzado por ella, también hubo de decir: “Al principio pensé que sucumbiría, pero tuve una inexpugnable torre para apoyarme, mi esposa, una mujer de infinito tacto y mi más sabia consejera”.
¿Pero, cómo Emily Warren Roebling fue acercándose sin proponérselo a ser la madre de uno de los símbolos arquitectónicos de la modernidad?
Nació en Nueva York en 1837, descendiente de una de las familias de puritanos ingleses que se convirtieron con los años en los patricios de la gran nación que dominaría el mundo. Fue una de las hijas menores en tiempos en que se concebía sin mucha alarma una docena de hijos por matrimonio.
Su primer acercamiento a la ingeniería viene por su hermano, Gouverneur Kemble Warren, destacado ingeniero militar de West Point quien llegara a ser un alto oficial del ejército de la Unión en la Guerra Civil Americana. Curiosamente, Kemble Warren quien fuera uno de los héroes de la batalla de Gettysburg, fue posteriormente degradado por el general Sheridan al terminar la batalla de Five Forks. Después de la muerte de Warren, en 1882, una corte examinadora restableció sus grados militares y revocó la orden de Sheridan. Precisamente, Emily conoce a Washington Roebling porque el padre de éste, sintiéndose endeudado con la nación que le abrió su camino como ingeniero, no solo nombra a su primogénito Washington sino que lo alista al ejército de la Unión, específicamente, al mismo batallón que comandaba Kemble Warren, y llegó a ser uno de sus oficiales de confianza a pesar del inglés no muy cuidado que hablaba el joven —de hecho, en los documentos oficiales del puente de Brooklyn, Emily solo aparece como ayudante de idioma inglés de su esposo e increíblemente, por carecer de título universitario, en los anuncios de la época sobre el grupo de ingenieros del puente se omite su nombre siendo ella la que estuvo prácticamente todo el tiempo bajo la responsabilidad general de la construcción.
Lo cierto es que la pareja se comprometió en plena Guerra Civil, teniendo como absurdo salón de bailes el campo de batalla. Terminada la contienda, y efectuado el casamiento en 1865, se dedican a viajar por medio mundo buscando los insumos necesarios para el gran puente que pretendía construir John A. Roebling. Para orgullo del patriarca alemán, los jóvenes realizan una excelente selección de materiales y le obsequian un nieto que nace en Mühlhaussen, su pueblo natal.
Llegan entonces los trágicos sucesos antes mencionados. A causa del natural atraso en las fechas de entrega y el aumento del presupuesto inicial, ocurre la metamorfosis de joven esposa y madre a jefa a pie de obra de miles de obreros de lenguas y culturas diversas. Ella solo contaba con el conocimiento de oído que tenía de su cercanía con los Roebling y de su hermano ingeniero. También le favoreció la mentalidad flexible de su esposo, que, conocedor de su inteligencia, compartió siempre con ella el disfrute intelectual. La incapacidad del esposo y la comprometida situación familiar provoca que Emily potencie en corto tiempo sus estudios de matemática, mecánica, estadística, resistencia de los materiales, construcción de acero, construcción de cables, entre otras difíciles materias.
Se convirtió en la primera mujer que habló en una sesión de la American Society of Civil Engineers, y en la misma, fue capaz de convencer al exigente auditorio de que su esposo era el más indicado para continuar siendo el ingeniero en jefe de la obra.
A partir de aquel momento, ella fue la que mantuvo el diálogo con los contratistas y autoridades de Nueva York. Se hizo cargo de toda la documentación relacionada con el puente, iba diariamente a pie de obra para dar las indicaciones pertinentes, actualizaba las cifras que mostraba religiosamente al convaleciente, y según David McCullough en su libro The Great Bridge: The epic story of the building of the Brooklyn Bridge, la gran mayoría de los trabajadores de diversas nacionalidades la consideraban como la genuina jefa de la construcción.
José Martí, quizás el hombre que más sorprendentes palabras escribiera sobre el puente de Brooklyn en lengua española, fue de los pocos cronistas que no pasó por alto la labor de Emily Warren Roebling en textos como “Dos damas norteamericanas” para La América de Nueva York, y en la conocida semblanza “Los ingenieros del puente de Brooklyn” para La Nación de Buenos Aires.
La mujer norteamericana fue un motivo de recurrente sorpresa para Martí en sus primeros años de estancia en los Estados Unidos, como él mismo dice: “por su brío viril y sensatez, a veces descarnada y excesiva” a diferencia de la “ternura generosa, verdadera fuente de vida para aquellos a quienes aman” de la mujer de nuestra América.
La necesidad de las sociedades modernas de grandes producciones llevó a la fábrica a la mujer. Por tanto, para el poeta cubano recién llegado de España y Latinoamérica, resultó en un inicio chocante el hecho de ver al obrero, cargado de malestar citadino, encontrarse a su regreso a una esposa que iguala sus gestos, comportamientos y sufre de sus mismas angustias laborales. Martí encontró inicialmente una desarmonía en esto, por lo vital de la feminidad, según su concepción poética, para la vida en la Tierra. El asunto de la vida moderna y la contradicción que él observa con más claridad en su estancia neoyorquina es de qué manera la mujer evita contaminar su feminidad en el trabajo fabril y en la vida violenta y agitada de las grandes ciudades, competir con los hombres en el mercado laboral y a su vez equiparar ese trabajo con su responsabilidad ancestral en el hogar y la familia, cosa harto difícil todavía para los que analizan el problema en el siglo XXI; y claro está, también se percibe su inconformidad ante la frivolidad y el acaparamiento caprichoso que alcanza tanto la mujer como el hombre, incluso desde bien niños, en sociedades altamente productivas, altamente desiguales.
El asunto de género fluctúa en sus criterios, en ocasiones se muestra conservador, rasgo que se nos hace más visible por lo adelantado que era a su época en otros temas sensibles como la religión, la raza, la política, la justicia, etc.; pero no por ello, y sin tener en cuenta generalizaciones poco felices, dejó de ser un admirador de la mujer norteamericana, y gracias a él contamos con valiosos retratos sobre ellas.
En el caso de Emily Warren Roebling, Martí la analiza supeditada a la honra de su esposo, dice hermosas palabras sobre ella, pero es como si la individualidad y la labor que hizo por once años no estuviera a la par del genio de su suegro ni del de su marido, para ser considerada unánimemente como gestora del puente de Brooklyn, junto a ellos:
“(…) la buena dama, celosa de la gloria de su esposo, y del bienestar de su hogar, se dio con tal empeño a estudiar las artes del hierro y la mecánica, para aliviar en sus labores, y suplir a veces, al noble inválido, que de entonces acá no ha habido lance difícil en la construcción del puente en que la señora Roebling, sentada al lado de su enfermo en la hora de los cónclaves de ingenieros, no haya tenido voto. Y hubo vez que sus manos delicadas enseñaron a hombres fornidos a fabricar mejor el acero.
Pero de estas hazañas en metales nobles, ninguna le vale más pro que la de haber mantenido a buen temple, en su trémulo cuerpo, el alma de su esposo egregio. Construir: he ahí la gran labor del hombre: —consolar, que es dar fuerzas para construir: he ahí la gran labor de las mujeres”. [José Martí. “Dos damas norteamericanas”, Obras Completas, Ed. Ciencias Sociales, La Habana, 1975, t.13, p. 252].
“Y a veces, cuando en su cerebro fatigado [se refiere a Washington Roebling] su pensamiento fugaz y como volátil luchaba rudamente por huir —cual caballo que tasca de mal grado el freno, o vapor sujeto al muelle por flojas amarras— de su casco de huesos, su mujer piadosa, como gallarda amazona que acaricia el cuello de corcel piafante, fortalecía su idea rebelde, remataba sus cifras incompletas, sacaba a lo alto la verdad que las manos desmayadas de su marido habían estado a punto de dejar caer. Una mujer buena es un perpetuo arcoíris”. [José Martí. “Los ingenieros del puente de Brooklyn”, Obras Completas. Ob. cit., t.13, p. 258].
De todas formas la reconoció y destacó su presencia, y quizás fue la misma Emily quien inicialmente prefirió esa imagen de esposa abnegada por sobre la de mujer ingeniero, ella misma autocensurándose y considerando lo segundo como una vanidad fuera de lugar para su época.
Sin embargo, el puente fue terminado por ella en esa ya lejana fecha de mayo de 1883 y los nombres de su suegro y de su esposo se grabaron para la posteridad. La vida de Emily, después de aquella proeza, mantuvo su ritmo galopante. Se mudó para Trenton, New Jersey y allá dirigió la construcción de la mansión donde habría de envejecer junto a su familia. Se alistó en varias organizaciones cívicas como la llamada “Hijas de la Revolución Americana” y la “Sociedad de Hugonotes”. No abandona el placer del viaje y se dice que asistió a la coronación de Nicolás II de Rusia y que fue presentada a la Reina Victoria en 1896.
En los últimos cuatro años de su vida, editó y publicó The Journal of the Reverend Silas Constant and Richard Warren of the Mayflower and Some of his Descendants. Obtuvo su título de Leyes en la New York University School en 1899, a través de un plan de estudio especial para mujeres; tenía para entonces cincuenta y seis años y ya no era solo la primera mujer ingeniero de los Estados Unidos sino una de las primeras mujeres abogados en la historia del estado de Nueva York. Además de ello, Emily organizó con ayuda gubernamental un campo de cuarentena en Montauk Point, Long Island para los soldados que retornaban de la guerra hispano-cubana-norteamericana. Murió poco tiempo después, específicamente en 1903 a causa de los efectos de una atrofia muscular.
Ante la pregunta inicial, es obvio responder que una mujer no construyó el puente de Brooklyn, de hecho, ni Roebling padre, ni Roebling hijo lo hicieron, sino que fue un gran proyecto familiar, concebido inicialmente en abstracto por la mente de John A. Roebling quien fue el gran pionero en la construcción de puentes colgantes; luego su hijo perfeccionó el uso del acero por sobre el hierro y logró encaminar una de las partes más complicadas de la ejecución, como era el caso de las cajas reversas de los cimientos que permitían la elevación de las torres; sin embargo, la araña voluntariosa que elevó toda la estructura y que bajo su mando entretejió la infinidad de cable acerado fue Emily Warren Roebling.
Los tres juntos, más la multitud de héroes anónimos de diversas nacionalidades que Martí llamó “los gusanos de la gloria”, son los responsables de que exista este icono arquitectónico, símbolo de un cambio de época económica, de una nueva belleza constructiva, de un nuevo tipo de genio colectivo.