© Coco Fusco.
Hace unos 30 años, Carl Andre[1], fallecido en enero, me escribió una carta. Era en respuesta a un ensayo que yo había escrito sobre Ana Mendieta.
Escribió su mensaje a mano, utilizando las letras mayúsculas que caracterizaban su correspondencia personal; pero no me conocía. No tenía ni idea de cómo me había encontrado, pero me hizo saber que su mensaje era para mí y sólo para mí: Marcó su carta como “personal y confidencial”, le puso un signo de derecho de autor y la terminó con “sólo para tus ojos”, como diciendo: ni se te ocurra enseñárselo a nadie.
Durante años, tuve muchísimo miedo de mencionar la carta en público, imaginando que podría vengarse. Los amigos íntimos de Mendieta me habían contado muchas historias aterradoras sobre el Sr. Andre. Nunca lo había conocido, pero sabía que era un famoso artista anglosajón, que también podía ser un asesino.
Antes de recibir la carta, había imaginado un millón de veces la escena de aquella fatídica noche de 1985, en su apartamento de Mercer Street: la nevera llena de licor, los susurros furtivos de ella sobre el divorcio hablando por teléfono con una amiga, la figura maciza de él hundiéndose en un sofá con una copa en la mano, las burlas de ella, los gruñidos de él, el alféizar de la ventana que le llegaba al pecho a ella, el sonido de sus gritos de “¡No!” llenando el aire mientras caía.
Andre sabía cómo hacer valer su peso. Tenía el poder, el dinero y los contactos para salir libre al final de su juicio. Y lo había hecho después de que los familiares y amigos de Mendieta se sentaran en un tribunal durante días, escuchando a un abogado conjurar un retrato de su difunta esposa como una loca cubana suicida.
Era la encarnación de la supremacía masculina blanca. En lo que a mí respecta, lo que escribí sobre ella no tenía nada que ver con él. Pero al insinuarse en mi vida con esa carta, me hizo sentir como si hubiera hecho algo malo.
© Coco Fusco.
Así que sí, su carta me dio un susto de muerte.
¿Por qué este famoso minimalista con amigos en las altas esferas se molestaría con una Don Nadie como yo?
Hace treinta años, yo era una chica de color bocazas que intentaba abrirse paso en el mundo del arte. No había grandes críticos de arte que babearan por el arte negro como lo hacen ahora.
Tras la primera retrospectiva de Mendieta en el New Museum en 1987, escribí sobre su obra y lo que significaba para ella hacer arte en Cuba. Me encantaba la calidad visceral de sus performances y admiraba su rebeldía. Realizaba obras desnuda, lo que resultaba escandaloso para los piadosos cubanos exiliados; adoptó el ritual afrocubano como fuente de su práctica, a pesar de proceder de una familia cubana blanca de clase alta; regresó a la isla a pesar de que los comunistas que habían encarcelado a su padre seguían en el poder; y se burló de la visión estereotipada que los estadounidenses tenían de su cultura llamándose a sí misma “Tropic-Ana”.
Era una fiera, y yo una veinteañera que quería ser como ella. También había entablado amistad con un grupo de jóvenes artistas iconoclastas de Cuba, los que estaban causando problemas al saltarse a la torera las reglas del arte revolucionario de la época. Querían conocer la escena artística de Nueva York, que los apparatchiks cubanos consideraban una expresión del “imperialismo”, y ella se convirtió en su informante.
Conocí a esos artistas tras su muerte en 1985. Todavía estaban conmocionados. A pesar de que Andre había pagado los gastos de envío de las obras de un grupo de artistas estadounidenses a la Bienal de La Habana de 1986 (lo que me pareció un gesto de arrepentimiento) le maldecían. Cuando empecé a viajar a Cuba y entablé amistad con esos artistas, sentí que, en cierto modo, seguía el ejemplo de Mendieta.
“Where Is Ana Mendieta”?, 2016. / Facebook.
He aquí un poco de lo que escribí sobre ella hace 36 años:
Como muchos cubanos educados antes o fuera de la Revolución, Ana tuvo que tomar una decisión consciente de sí misma para ir más allá del rechazo neocolonial de la cultura “popular” y del apego nostálgico y simplista al folclore. Artista, arqueóloga laica y chamana, excavó vínculos que reinscribieran su autoexpresión en el mundo del que había sido expulsada. La intensidad de su visión y su integridad artística la obligaron a ahondar bajo las capas superficiales de símbolos y estructuras religiosas y nacionalistas que tanto forman parte de la historia cultural latina.
No tengo ni idea de si esto es lo que resonó en Andre. Tal vez fue esto:
La comprensión de Ana del ritual y la música afrocubanos y de la historia latinoamericana fue el resultado de una investigación autoconsciente más que de ósmosis. Al adentrarse en el corazón de la cultura popular cubana, Ana descubrió una historia de adaptación cultural y respuesta a la perturbación y dislocación de la experiencia colonial del Nuevo Mundo y murmullos de formas preexistentes, precoloniales.
Apropiándose de la santería, síntesis de yoruba y catolicismo, lo que ella denominó su “imaginería curativa”, Ana recurrió a rituales y símbolos que afirman los vínculos sociales, conectan a los practicantes con el pasado y tratan de superar los límites del tiempo, el lugar y la mortalidad.
Untitled. Glass on Body Imprints. The Estate of Ana Mendieta LLC. Courtesy Galerie Lelong and Co.
Mi ensayo se publicó por primera vez en Portable Lower East Side, una pequeña revista que presentaba arte y escritos de la escena neoyorquina de la época. El editor de la revista, Kurt Hollander, se trasladó a Ciudad de México en la década de 1990 y se unió a un grupo de artistas y críticos que concebían su cultura como ecléctica, con visión de futuro y abierta a la influencia extranjera, más que arraigada en la tradición y el nacionalismo.
Hollander llegó justo cuando cientos de artistas cubanos se trasladaban a México huyendo de la represión política y el colapso económico provocados por la desaparición de las subvenciones soviéticas. Junto con sus nuevos amigos, fundó otra revista, acertadamente titulada Poliéster.
Para un número especial titulado “Cuba dentro y fuera”, Hollander me pidió que actualizara mi artículo sobre Mendieta, cosa que hice, señalando que ella había abierto inadvertidamente una puerta por la que habían seguido otros, ya que muchos exiliados cubanos y cubanoamericanos querían entrar en contacto con la Isla y su comunidad artística (“Desplazamiento: huellas de Ana Mendieta”, Poliéster, 1993, número 4, pp. 52-61). En aquel momento, era la única exiliada cubana a la que se había permitido crear obras de arte allí.
Esa es la versión que de alguna manera llegó a Andre. Habían pasado ocho años desde la muerte de Mendieta, pero él sentía cierta necesidad de compartir sus pensamientos conmigo. Así, me hizo saber que yo había entendido realmente su relación con Cuba, a la que llamaba “su Edén perdido”.
Su carta fue breve. No mencionaba su muerte ni ninguna de sus obras. En su lugar, se centró en su visión de su vida emocional, como cubana exiliada que había sido separada de su hogar y de su familia cuando era niña.
Soy hija de una exiliada cubana y crecí entre gente que lamentaban a diario la pérdida de esa misma patria, así que no me resultó difícil entender por qué la pérdida traumática era tan importante para Mendieta. Lo que me irritaba era la necesidad de Andre de contármelo. Sentí que estaba pisando el terreno de otra persona. El de ella. El mío.
Untitled. Self-Portrait with Blood. The Estate of Ana Mendieta LLC. Courtesy Galerie Lelong and Co.
¿Por qué tenía que saber lo que pensaba? ¿Por qué quería decírmelo? ¿Creía él que yo necesitaba su aprobación a mi interpretación de su relación con su país? ¿Estaba buscando la mía porque soy cubanoamericana? ¿Tenía que creer que él la conocía mejor que nadie, o que él, un estadounidense que siempre había vivido en su país de origen y que se había hecho un nombre colocando chapas planas en el suelo, poseía alguna gran percepción de la psique de una exiliada?
Parecía haber abrazado opiniones engreídas sobre el impacto de su obra. Según el crítico Jeff Perrone, Andre declaró en una ocasión que “si sus esculturas de madera tienen éxito es ‘prueba de que los indios ganaron’”.
He echado un vistazo a los poemas de Andre de la década de 1960, para ver si podía hacerme una idea de cómo veía el mundo y si el destierro, el trauma, la falta de hogar o incluso los miembros del sexo opuesto eran lo suficientemente significativos como para mencionarlos.
La respuesta: apenas.
Su poema “Palabras cortas” contiene varios términos para referirse a hombres de distintos estatus sociales, y sólo una referencia a una “esposa” femenina. Su partitura titulada “Banderas, una ópera para tres voces” repite la palabra “mujer” varias veces junto con “Wyoming”, “calle”, “retrato de alcachofa”, “símbolo” y “tótem”.
Menciona por su nombre a los conquistadores españoles que se apoderaron de México, a los emperadores aztecas y a los indígenas del noreste, pero no muestra ninguna preocupación por las pérdidas sufridas por los grupos indígenas.
Jeff Baynes and Chris Morphet for Getty Images.
Me doy cuenta de que era miembro de la Coalición de Trabajadores del Arte (AWC), de tendencia izquierdista, que defendía los derechos de los artistas y se oponía a la guerra de Vietnam, pero la única obra de Andre relacionada con la AWC que he podido encontrar es una foto apropiada de un soldado de la Primera Guerra Mundial, gravemente desfigurado con un texto que dice: “No fue para tanto, señor”. Nada en absoluto sobre los vietnamitas que estaban siendo masacrados por los estadounidenses.
¿Había algo ligeramente arrogante en su suposición de que yo necesitaba escuchar su punto de vista? ¿O era una señal de que era incapaz de librarse de su sentimiento de culpa? ¿Era esta carta la manifestación de una necesidad desesperada de hablar de su esposa muerta con alguien que no estaba en posición de juzgarle? ¿Estaba exagerando porque había asistido a demasiadas fiestas de arte en los años ochenta, con conceptualistas masculinos ebrios que poseían una capacidad aparentemente infinita para sermonearme sobre el arte y la vida?
Lo que Andre escribió no me dio la impresión de que esperara que le contestara. Parecía que sólo quería hablarme un momento e intimidarme con fraseología legal para que no revelara sus pensamientos a nadie más. Y vaya, puedo imaginar que algunas personas que lean esto ahora pueden pensar que estoy siendo muy mezquina e irrespetuosa con un gran artista que está muerto y soportó cuatro décadas de ira feminista. Si eres uno de ellos, no te preocupes: hay un montón de homenajes a Andre para que te consueles.
Nunca me he unido al movimiento feminista que ha protestado contra las exposiciones de Andre, porque creo que fetichizan a Mendieta como víctima, en lugar de celebrar su tenacidad y resistencia como artista. Dicho esto, mi reticencia a convertir a Mendieta en un ejemplo de la opresión de todas las mujeres no me impide resentir la intrusión de Andre en mi vida.
Me molestó mucho que Andre intentara definir la relación de Mendieta con Cuba y la llamara “su Edén perdido”. La Biblia no es exactamente lo que yo utilizaría para describir a Cuba. Un trauma infantil puede influir en la obra de cualquier artista, pero Cuba no fue un paraíso para Mendieta, aunque su infancia fuera feliz y confortable.
Mendieta se incorporó a la escena artística neoyorquina en una época en la que el arte latinoamericano contemporáneo gozaba de poco respeto y aún menos comprensión. La única forma de arte cubano que disfrutaba de reconocimiento en aquella época eran los carteles revolucionarios.
Cuba existía para los estadounidenses como una idea: una fantasía de izquierdas sobre el socialismo tropical y un enemigo de la Guerra Fría para los conservadores. Para los exiliados, Cuba era (y sigue siendo) una herida.
Cuando el hogar es un lugar al que no puedes volver, y cuando tu casa ya no es tuya y tu familia está dispersa y nadie en tu nuevo entorno sabe nada de él, sino que insiste en vomitar palabrería política y tonterías folclóricas sobre tu país, es difícil pensar en él como un “Edén” o incluso como algo perdido.
Parte de lo que hizo que las caracterizaciones de Mendieta durante el juicio de Andre me resultaran tan ofensivas fue la suposición de que su arte estaba impulsado inconscientemente por el trauma, y que su interés por el ritual equivalía a una creencia en lo que su abogado tergiversó como “vudú”, según el libro de Robert Katz Naked By the Window (1990).
© Coco Fusco.
El mundo del arte dominante no tenía ningún problema en calificar de antropológico el interés de los artistas anglosajones por el budismo o las prácticas culturales indígenas, pero una artista cubana podía ser difamada ante un tribunal por haberse dejado llevar por impulsos. Esto es mucho peor que la habitual caracterización estereotipada de los cubanos como de sangre caliente o excitables.
Mendieta leyó El Monte (1954) de la autora cubana Lydia Cabrera, un estudio etnológico de la santería ampliamente respetado, durante sus estudios de posgrado en la Universidad de Iowa. Sus investigaciones sobre el arte precolombino y griego antiguo, y el uso de elementos naturales para sus esculturas (tierra, fuego, agua, flores y sangre) influyeron en su práctica artística. Sus viajes a Cuba en los últimos años de su vida fueron agridulces: sí, hizo amigos, vio a familiares e hizo sus esculturas rupestres en Jaruco, pero su relación con las autoridades cubanas era tensa.
Cuando intentó llevarse a Estados Unidos algunas reliquias familiares, se las confiscaron en el aeropuerto. Aunque ser enviada a otro país y encontrarse en un orfanato pudiera haber hecho que Estados Unidos se sintiera como un infierno, Cuba estaba lejos de ser un paraíso para Mendieta.
“Mi arte reflejará no necesariamente la política consciente, sino la política no analizada de mi vida”, Carl Andre
Soy consciente de que no es raro que los lectores de obras publicadas escriban respuestas a los autores y envíen cartas a los editores. Pero no podía aceptar esta nota como una más de ellas.
Nunca sabré por qué me escribió Andre, pero no olvidaré que lo hizo y cómo lo hizo. No es el único artista anglosajón que ha presumido de saber más que yo sobre mi herencia cultural, pero la suya fue una forma especialmente desconcertante de “mansplaining”.
No puedo reproducir la carta en su totalidad, porque los derechos de autor no terminan con la muerte del autor. Aunque no fue nada agradable tener esa carta en la mano hace 30 años, no lamento haber recibido un pequeño indicador de que, pasara lo que pasara aquella terrible noche, Andre se sentía culpable y vivió con esa culpa el resto de su vida.
Nota: [1] Coco Fusco. “That Time Carl Andre Wrote Me a Letter”. 7 de marzo de 2024. Traducción de la autora.
VI Premio de Periodismo “Editorial Hypermedia”
Por Hypermedia
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