Pía, la musa de los atollos

Estamos en la habitación donde Esperanza Conde Rodríguez —Pía, como todos la llaman— hace sus pinturas. Las paredes están cubiertas de imágenes; de igual modo, el techo y parte del piso. Intento descifrar en detalle las grotescas figuraciones que siguen una composición desordenada. Algo pesadillesco asoma en personajes, animales y objetos de simbologías mediúmnicas, desconocidas para su propia autora. En la saturación colorística se delata la urgencia expresiva de una mujer abierta a sus impulsos naturales. 

Pía (Seibabo, 1966) se muestra sorprendida de mi visita sin previo aviso, se avergüenza si le hacemos fotografías y se ríe de mi curiosidad insaciable. Es la primera vez que nos vemos, aunque conocía acerca de su trabajo por diferentes medios.[1] Le pregunto por el proceso en constante transformación que sigue en las pinturas murales, sobre las técnicas, el porqué de las imágenes…

Sus respuestas son de una sencillez rotunda. Apenas ha estudiado, no suele ver la televisión ni lee, tampoco tiene acceso a revistas o libros de arte. Su vida social discurre tranquilamente en el pueblo rural de Dolores, junto a su familia, lejos de ambientes artísticos y culturales. En el rostro muestra las huellas del trabajo en el campo; las pinturas resultan un grito liberador a través del arte, una segunda piel en la que se encuentra a sí misma, se desdobla y entrega.

Cuéntame sobre tu condición.

Yo era una vejiga y vivía en Seibabo. Entonces llegó un grupito de primos a mi casa para invitarme a la poza. Mi madre me peleó para que no me metiera en el agua porque estaba acabada de almorzar y me acosté debajo de una mata de mango, mientras los demás muchachos estaban en el agua. Al rato quise bañarme, pero al meter los pies fue igual que si me cogiera la corriente de un fuetazo, estaba pegada en el agua por aquella electricidad y no podía moverme. Cuando al fin pude despegarme, salí corriendo para la casa. 

A partir de ahí le cogí miedo al agua. Después esa corriente no me dejaba dormir y estuve tres meses sin comer. Quedé muy alterada y mi mamá me llevó a un curandero que decía que tenía que desarrollar no sé qué cosa espiritual, pero me le reviré y no le hice caso. Me llevaron también al psiquiátrico, estuve ingresada y, según los médicos, no tenía nada. No caminaba de día, solo por las noches; no comía, no tomaba agua. Hasta que empecé poco a poco a recuperarme. Crecí, me casé y tuve a mis hijos; pero me siguieron los fuetazos en el cuerpo entero. Tuve épocas sin dormir con mi esposo y separada de mis hijos, porque me daba miedo hacerles daño. ¿Y si los mataba con esa corriente? A cada rato sigo sintiendo los fuetazos, pero trato de controlarlos con la pintura, que me calma

Alguna vez, cuando estás con estos estados magnéticos o “fuetazos”, como los llamas, ¿te has sentido impotente?

Sí, con ganas de gritar; lloro. Solo lo puedo controlar si me pongo a pintar. No hago caso a la gente, que digan lo que quieran. Si no pinto, me empiezan de nuevo y la sensación es como si me fuera a poner grande y la cabeza me quisiera reventar; es algo que mi cuerpo no aguanta. Si me paso tiempo sin pintar, me cuesta dormir y empiezo a levantarme durante toda la madrugada. Lo malo de eso para mí es que me acuesto y empiezo a ver cosas, se me llena la cabeza de imágenes y voces que no me dejan dormir; pinto y la cabeza ya duerme serena. Si no pinto, empiezo a ver una pata por allá y una mano por acá. Y no estoy loca. Después le cuento a Robertico, mi esposo, que no pude dormir y odio sentirme así por las pinturas.

¿Qué piensan los médicos y tu familia al respecto?

Todo el mundo dice que estoy loca. No me creen. He ido a los psiquiatras para que me expliquen, les digo que veo cosas y no pueden darme una explicación. Entonces quieren mandarme pastillas y no tomo nada, porque las pastillas son para los locos y yo no estoy loca. El loco no razona y yo sí razono. Mi esposo no se mete, me ha dejado este cuarto para mis atollos, me deja tranquila porque sabe que las pinturas me alivian, me hacen sentir mejor. 

Cuando no pintaba todavía, tuve etapas peores; una vez acabé con todo lo que había dentro de la casa y nadie podía conmigo. En las noches puedo estar durmiendo y ver cómo floto, siento como si estuviera por el aire, pero sé que no estoy flotando; o puedo ver que estoy sentada cerca de la cama y a la vez estar consciente de que aquello no puede ser posible.Converso con ella, es como mi doble, soy yo misma; es mi musa que no duerme. Entonces, cuando me enseñan la brocha y los pinceles, y empiezan los otros a hablarme y a aparecer, me pongo a pintarlos y se me pasa todo en cinco minutos. 

¿Cómo te sientes mientras pintas y haces las esculturas?

Nada, se me va la mente, estoy entretenida. Paso horas y horas ahí, sin pensar en nada. Cuando escucho muchas voces y joden demasiado los mando pa’l carajo porque a veces, aunque los pinte, siguen hablándome. No siempre les hago caso;si no, me volviera loca de verdad. Cada día me enseñan más, no paro de pintar; o cojo un trozo de cera y empiezo a darle hasta que la tiro para un rincón. No sé explicarte bien cómo sucede, los voy viendo mientras los hago. Ellos me muestran algo que existe, que no sé qué es, y le voy dando esa forma; como una sombra que le paso por arriba y la voy sacando. 

Veo las imágenes, no las pienso. Cojo eso que veo y lo pinto. Los pájaros, los escudos que no sé qué significan, el libro que llevo semanas pintando por dondequiera, la bola del mundo girando en mis pinturas, no sé qué pueden significar; o esta figura que tiene el cuerpo de una persona y la cabeza de una paloma. Hago muchos relojes y sillas en casi todas mis pinturas y tampoco sé por qué. 

¿Cuéntame cuándo empezaste a pintar? ¿Qué te impulsó a hacerlo?

Vivíamos en Yagüey y un día mi esposo sacó unos palos con el arado, le pedí que me los trajera y empecé a picarlos con un machete y a hacer muñequitos. Esas fueron las primeras esculturas, que para mí son solo muñecos. Luego empecé a pintar porque mi hijo Matute estaba en séptimo grado, tenía 11 años cuando llegó de la escuela diciendo que había visto una mujer con alas. Era un dibujo de algún pintor y le dije que yo pintaba mejor, sin nunca antes haberlo hecho. Cogí, empecé a hacer atollos, me salió una pintura y, a partir de ahí, seguí pintando. 

¿En qué momentos prefieres pintar?

Mi musa no duerme. Me hace pintar día, noche, tarde, mañana, no tengo hora. Empiezo con mis atollos de pronto, a cualquier hora, pero principalmente en las noches, por la oscuridad. Si pinto de día me tranco aquí en la oscuridad, para no ver tanta claridad. Me gusta la oscuridad para pintar. Me tranco y puede caerse el edificio que nada me molesta. Lo hago todo muy rápido.

¿Por qué llamas “atollos” a tus pinturas?

Porque pinto por atollos, ligo, hago así con las manos y los dedos, y me salen las figuras. Cuando no tenía pinturas utilizaba fango; otras veces mi esposo me raspaba ladrillos, mojábamos ese polvo con agua y con eso pintaba. Si no tengo, invento. Machucaba hierba, la ligaba con agua y salía el verde. Utilizo también pintura de uñas, lo que sea. 

Una vez rompí todas mis sábanas para pintar sobre ellas; pinto sobre trapos y lo que encuentre. Utilizo pinceles y acuarelas de pomito, de esas de las escuelas; y los colores, pues nada, los ligo con agua, pum pum, y vuelvo a echar otro chapapotico hasta que van saliendo.

Pía, ¿cómo te ves dentro de unos años? ¿Piensas seguir pintando?

Claro, yo mientras viva, pinto*.





La Pía, Retratos, 2021



Un podcast de Louise Abbou





Galería






* Fragmento de la entrevista original que forma parte del libro La piel del grito (Hypermedia, en preparación).


Nota:
[1] Entre ellos la entrevista de Carlos Alejandro Rodríguez Martínez: “Si no pinto me vuelvo loca”, para el periódico Vanguardia, 12 de septiembre de 2015; y el trabajo periodístico de Brailyn García Trimiño, para el Telecentro Caibarién, 14 de octubre de 2012. 




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María Ángeles Fernández Cuesta, ‘La Pinturitas’ de Arguedas

Hervé Couton

María Ángeles Fernández Cuesta, ‘La Pinturitas, es una creadora instintiva y una mujer fascinante que realiza con tesón y de manera obsesiva una obra colorida, marcada por lo efímero, al estar pintada sobre un único soporte: los muros de un restaurante abandonado.