Here come the Cubans

El arte cubano contemporáneo, nacido y desarrollado con la Revolución cubana —compartiendo características y cronologías con el fenómeno sociopolítico—, terminará siendo un especial de “Schembartbücher” particular: un catálogo ilustrado de la carnavalesca agitación política de la Isla durante las últimas seis décadas. Pero también el testimonio del último intento, al menos visualmente, de lograr la obsesión nacionalista que persiguió desde el principio esta operación de marketing que llamamos Revolución cubana: equipar a la maquinaria ideológica con una producción espiritual anclada en sus raíces culturales, que fuera a un tiempo confesional, respaldando la narrativa oficial, y lo suficientemente irreverente y cosmopolita para seducir al mercado internacional y proporcionar una plataforma sutil de exportación de la Revolución cubana como un producto cultural subversivo.

Desde una sociedad poscolonial abierta durante la mayor parte de la primera mitad del siglo XX, Cuba se erosionó hasta convertirse en una sociedad falo(go)céntrica, en la que el panorama político o crítico siempre gira y se reorganiza según los dictados de los diferentes —y a menudo antagónicos— discursos viriles de la identidad. 

Este proceso abrupto, que comenzó con una revolución popular y rápidamente se institucionalizó en un régimen autoritario de corte personalista, ha impactado profundamente la producción artística de la Isla. No solo regulándola1, sino también impulsando el éxodo masivo de los marginados y desafectos —incluidas figuras clave de la élite intelectual—, lo que ha terminado creando una fractura y un vacío en el canon insular.

Con el exilio y el establecimiento de la comunidad cubana en los Estados Unidos, el canon se dividió a la mitad. Mientras una parte se nucleaba alrededor de la necesidad de tradición y continuidad del desarraigado, la otra era alimentada por la ruptura y la modernidad, al tiempo que ambas reclamaban la legitimidad como auténticos depositarios de la esencia de la nación (véase Badajoz 2004). Una demandaba su dominio geopolítico sobre la Isla, mientras la otra apelaba a su condición de nación en disolución (desbandada). Una situación que creó una brecha, al menos de dos décadas, en la que se fueron desarrollando cánones paralelos, a pesar de que existieron esfuerzos tempranos, en ambos lados del espectro político, por llenar ese vacío y acercar ambas orillas de la cubanidad en busca de un tronco y un bien común.

No es sorprendente, por tanto, que la primera generación de artistas nacidos y criados alrededor de 1959, quienes fueron los protagonistas del arte cubano de los años ochenta, enfrentaran el dilema de comprometerse con la máquina del arte de propaganda(Mosquera 2003: 208-247) e, incapaces de aferrarse a una tradición trunca, incorporaran una amplia suma de influencias, incluidos los debates más actuales del arte internacional en ese momento, configurando el cuerpo de arte más controvertido, heterodoxo, desarticulado e irreverente producido en la historia del arte cubano hasta entonces, y definiendo de paso algunas de las principales características que identifican el arte cubano contemporáneo: obsesivamente figurativo, simbólico, de narrativa múltiple, polisémico y conceptual. 

Esta generación también introduce tres temas cardinales en las artes visuales cubanas: los cultos sincréticos afrocubanos, la desigualdad racial y la crítica política2. Es también durante este tiempo que Cuba se consolida como un bastión periférico de referencia mundial de dos formas de arte particulares: conceptualismo y performance.

Entrevistado sobre el primero de estos aspectos, el curador y crítico de arte cubano Orlando Hernández, comisario de la relevante muestra Sin Máscara. Arte Afrocubano contemporáneo, alertaba:

“Es importante saber que después de 1959 (con el triunfo de la Revolución cubana), las religiones afrocubanas Abakuá, Oche e Ifá y Palo Monte fueron censuradas y despreciadas por el pensamiento popular, ya que la ideología prevaleciente era científica y atea. A esto se agrega que estas religiones siempre han sido practicadas por los pobres y descendientes de africanos, y han sido consideradas malévolas y asociadas con la magia negra. Las representaciones de arte de culto nos han ayudado a comprender su relevancia cultural, estética y simbólica” (en Terziyska 2017: en línea).

A pesar de la larga tradición de la caricatura política en Cuba, heredada de España y también influenciada por el período bajo la órbita de la prolífica cultura estadounidense, la “politización” del arte —esa “fusión de arte, derecho y política [que] alcanzó su masa crítica en la década de 1930” (Manderson 2018: en línea)— no tiene un impacto notable en la Isla hasta después del triunfo de la Revolución en 1959. Los artistas cubanos de la Vanguardia de 1920 a 1940 se preocuparon más por dotar a la nueva república de un arte que expresaría su cultura nacional criolla, su nueva identidad y los asuntos sociales relacionados a esta —con la excepción de Eduardo Abela, prolífico caricaturista político, creador del icónico Bobo que apareció en las páginas de varios periódicos, entre ellos el centenario El Diario de la Marina, aunque su pintura también se alinea con los tópicos de identidad tradicionalmente explorados por sus contemporáneos.

Como nota el politólogo Yvon Grenier:

“En Cuba [después de 1959] todo es político, por lo que no es difícil para un artista cubano alegar que su obra es política. Desde la década de 1980, el arte cubano ha sido algo crítico con algunos aspectos de la sociedad cubana, siempre que esté destinado a algunos pocos afortunados (incluyendo la clientela foránea) y por supuesto, siempre que no cuestione directamente a Fidel/la Revolución. La generación de artistas visuales de los 80 fue particularmente audaz según los estándares cubanos, pero abandonaron el país en masa a fines de la década de 1980 y principios de la década de 1990” (2015: en línea).

Separada por un lapso de 40 años, la búsqueda de la identidad nacional se encuentra en el centro de los dos momentos fundacionales de las artes visuales en Cuba en el siglo XX. Tanto la Vanguardia como el arte de los años ochenta (o transvanguardia) se desarrollaron exactamente dos décadas después de los eventos políticos más dramáticos de la historia de Cuba: la declaración de independencia de 1902 y el triunfo de la Revolución cincuenta y siete años después, en 1959. 

Esa obsesión nacionalista se basa probablemente en el hecho de que la identidad política cubana sigue siendo un proyecto a pesar de su riqueza cultural, o simplemente porque cualquier identidad nacional es en realidad parte de una dinámica siempre en progreso. 

Paradójicamente, cuando la revolución nacionalista cubana estableció las reglas y los estándares ideológicos para que cada ciudadano perteneciera a la “nueva” nación, desató la reacción en cadena más compleja que ha vivido el país, dividiendo en dos a la nación y provocando el exilio de una parte esencial de la cultura cubana hasta tal punto que, como si padeciera de una suerte de órgano fantasma geopolítico, la Isla del futuro está condenada a no existir sin su exilio, su mitad amputada, y la Cuba del futuro está condenada, como una trágica versión de la fábula platónica, a la búsqueda eterna de su completamiento en su diáspora, su nación en fuga.

Here come the Cubans

En un ensayo indispensable para entender la manifestación “extraterritorial” del arte de los años ochenta, “A Tree from Many Shores: Cuban Art in Movement” (1998), el artista y crítico de arte Antonio Eligió (Tonel) se refiere a este “fenómeno artístico generado por las condiciones históricas y políticas de Cuba”, y cita al pintor y crítico de arte estadounidense Peter Plagens escribiendo bajo el entusiasmo del momento, en 1992

“Ahí vienen los cubanos. Los artistas de la desvanecida ciudadela comunista de corte soviético están por todas partes en estos días, en la más caprichosa de las empresas capitalistas, el mundo del arte occidental”. 

El artículo de Plagens, que sigue el paradero de algunos de los protagonistas clave de esta generación, se arriesga incluso a especular: 

“Al igual que los neoexpresionistas alemanes e italianos en los años setenta y ochenta, los artistas cubanos pueden estar a punto de cambiar el rostro del arte contemporáneo” (1992: en línea).

Sin embargo, el pronóstico de Plagens no se cumplió como lo había visualizado. Lo que sucedió en cambio fue que el arte de los ochenta, incapaz de conquistar el mundo del arte en bloque y triunfar en el competitivo y volátil mercado del arte, se disolvió en figuras aisladas. 

Detrás de la desmaterialización de esa “bestia parda” cubana pudieran existir diferentes razones. Una de ella es que tradicionalmente los coleccionistas europeos y estadounidenses han preferido el arte realizado por artistas que viven en la Isla, pero si bien esto parece ser cierto, otro factor soterrado es que el arte de los ochenta no es una causa sino un efecto, y el fenómeno real suele pasar desapercibido: la sólida plataforma estructural y promocional desarrollada durante los años ochenta como resultado de los programas de política cultural creados después del quinquenio gris y la enmienda de la Constitución en 1976. 

Ese mismo año se fundó el Instituto Superior de Arte (ISA) —rebautizado recientemente como Universidad de las Artes— conformado por tres facultades: Música, Artes Plásticas y Artes Escénicas. Al mismo tiempo, un evento sin precedentes comenzaba a tomar forma: el regreso a la Isla de algunos miembros de la comunidad de cubanos exiliados en Estados Unidos. 

A fines del año 1977, 55 jóvenes cubanoamericanos viajaron a Cuba como parte de la Brigada Antonio Maceo. Como resultado del proceso de acercamiento entre Cuba y los Estados Unidos durante la administración Carter, en 1978 y 1979 se realizaron dos rondas de conversaciones entre un grupo de cubanos exiliados y el gobierno que dieron lugar a varios acuerdos históricos; uno de ellos fue que desde enero de 1979 se permitió a los cubanos residentes en los Estados Unidos que cumplieran ciertos parámetros visitar la Isla, lo que produjo un choque cultural que sería catalizador del éxodo masivo del Mariel un año después, en abril de 1980.

La mayor parte de la literatura sobre la época destaca de manera prominente el papel de la icónica exposición Volumen I en 1981, marcando un “antes y un después en el futuro artístico de la Isla” (Juan 2011: 211). 

Sin restarle importancia a su rol de vitrina, esbozando y mostrando los incipientes caminos que tomaría el arte cubano y reuniendo a algunos de los artistas más talentosos de esa generación, Volumen I fue apenas una muestra de individualidades. El verdadero parteaguas fue la creación, en 1983, del Centro de Arte Contemporáneo Wifredo Lam —solo comparable, como operación cultural, con la fundación de Casa de las Américas en 1959—, el motor detrás de la primera Bienal de La Habana en 1984, que imbuida del espíritu de la Tricontinental sacaría a Cuba de su relativo aislamiento, transformándola en una de las capillas artísticas de la periferia y un influyente espacio para el arte del tercer mundo.3

Bajo la sinergia creada por sus cuatro ediciones, desde 1984 hasta 1990, el arte cubano ganó exposición internacional y los artistas se involucraron con las prácticas y debates del arte contemporáneo. Con el financiamiento del Estado cubano, la Bienal abrió las puertas de las emergentes artes visuales cubanas al mundo, trayendo a la Habana a algunos de los artistas y estudiosos internacionales más influyentes. 

El crítico y comisario de arte Gerardo Mosquera, cofundador de la Bienal de La Habana, fue de gran apoyo y guía para esta generación, hasta el punto de que se pudiera considerar su inventor. Me atrevería a decir que el arte de los ochenta no existiría sin él. Algunos de estos creadores habrían desarrollado sus obras de una forma u otra hasta convertirse en los artistas que son hoy, pero para muchos de ellos, sin las oportunidades y dinámicas gestionadas por Mosquera para esta generación —como prominente curador internacional y crítico de Arte Latinoamericano—, el resultado hubiera sido muy diferente. 

Otros actores claves en la promoción y apoyo al nuevo arte cubano fueron Lilian Llanes, directora del Centro Lam y de la Bienal de La Habana (desde 1983 hasta 1999), y Nelson Herrera Ysla, subdirector del Centro Lam, curador de la Bienal durante la década del ochenta y hoy en día director de la Bienal.

Habría que mencionar que, desde la primera edición, el prolífico artista conceptual y crítico Luis Camnitzer se convirtió en pieza instrumental en la percepción sobre el arte cubano contemporáneo en Estados Unidos y el resto de América, conjuntamente con las influyentes críticas Dore Ashton y Rachel Weiss. 

Durante esta misma década, fue tomando forma un incipiente mercado de arte nacional e internacional; en este último es digno destacarse el papel de Sandra Levinson, Ramón Cernuda4 y el Museo Cubano de Miami —actuando cada uno por su parte—, para abrir una brecha legal al embargo y conseguir la legalización de la entrada de arte cubano en Estados Unidos, un movimiento al que se unieron, a principios de los años noventa, Alex y Carole Rosenberg, Howard Farber y Robert Borlenghi, propietario de Pan American Art, fomentando el interés de los coleccionistas y el mercado de arte cubano en Estados Unidos.

El papel de unos pocos en la creación de esa ficción que fue el arte de los ochenta, la inexistencia de un mercado de arte cubano consistente —que disparó la especulación y las falsificaciones— y la pérdida del financiamiento estatal son algunas de las causas de que los artistas etiquetados bajo esa clasificación no satisficieran las expectativas del mercado internacional, a pesar de sus sólidas propuestas y, en ciertos casos, excepcional talento.

Todo lo opuesto a lo que sucedió unas décadas antes con otra operación financiada por un Estado para la promoción de un arte nacional, en este caso el Expresionismo Abstracto estadounidense, estimulado, promovido y usado por la CIA como arma cultural durante la Guerra Fría. Y que terminó disparando las carreras de artistas mediocres como Jackson Pollock, Mark Rothko, Robert Motherwell o Willem de Kooning, quienes transformaron la creación artística en la rutina artesanal de una cadena de restaurantes de comida rápida, cambiando el paisaje del arte y la esencia misma de la apreciación artística de manera definitiva. 

Paradójicamente, este suceso radical artificial terminó dotando a la creación artística de un sentido de libertad, lirismo y creatividad a un nivel nunca alcanzado por un artista. Algo similar sucedería con el arte cubano de los ochenta, en el sentido de que terminaron aportando al arte cubano un procedimiento creativo analítico y un espíritu innovador que se ha convertido en la piedra angular del lenguaje estético del arte cubano contemporáneo.

Pero mientras esto sucedía, otro tipo de artista cubano, sin ningún tipo de apoyo estatal, iba dejando modestamente, desde los márgenes, su legado en el arte estadounidense: los cubanoamericanos.

The Cuban-American Way

Si bien las políticas de educación masiva del gobierno cubano dieron acceso a las prácticas artísticas a una población más amplia —uno de los factores clave de su particular milagro de desarrollo artístico—, crearon a largo plazo un ejército de artistas sólidamente formado. Muchos de ellos, sin embargo, carecen del talento excepcional requerido para lograr un reconocimiento mundial, un fenómeno solo comparable con la situación en países desarrollados como Estados Unidos, pero encerrados dentro de una isla, geográfica e ideológicamente aislada.

Los artistas cubanos están, sin duda, técnica y conceptualmente mejor formados que la mayoría de sus colegas en todo el mundo. Pero la mayor parte de su producción es derivativa, alimentada por los mismos códigos, narrativas, influencias, conocimientos y referencias visuales —aquellos que tienen el privilegio de viajar, una vez regresan a la Isla, pueden desarrollar nuevas exploraciones innovadoras para la escena cultural local; pero debido a la apropiación, las citas, el reciclaje y todas las licencias del arte contemporáneo, a veces son obscenamente imitativas. El arte cubano contemporáneo está la mayor parte del tiempo desfasado; tan fuera de revoluciones que, como las tendencias artísticas y la cultura popular son cíclicas, con frecuencia se ha sincronizado con el renacimiento de algunas tendencias antiguas.

Aunque se esperaba que la “invasión” del arte cubano de los años ochenta causara algún impacto en el arte contemporáneo estadounidense, al menos los tres artistas más influyentes de las últimas tres décadas del siglo XX no están directamente relacionados con ese momento en particular, con la excepción de la artista cubana-estadounidense Ana Mendieta (La Habana, 1948-Nueva York, 1985), quien estuvo involucrada de manera incidental con esta generación a principios de los años ochenta. Aquellos que han dejado una profunda huella en el arte contemporáneo llegaron a los Estados Unidos a una edad temprana y desarrollaron gran parte de sus carreras artísticas en el exilio.5

Mendieta era hija de un prisionero político del régimen de Fidel Castro y fue enviada a Estados Unidos en 1960, junto con su hermana Raquelin, durante la Operación Peter Pan6. Alcanzó prominencia como una de las figuras clave del movimiento feminista de la década del setenta. Desde sus primeros trabajos, como Untitled (Facial Hair Transplants) (1972) o Rape Scene (1973), es notable su revolucionario enfoque sobre temas como la identidad, la sexualidad y la violencia de género. A pesar de su conflictiva relación con el movimiento feminista, su trabajo generalmente está conectado a esas ideas y estéticas, y ha ido adquiriendo cada vez más reconocimiento dentro de este marco. 

El legado de Ana Mendieta trasciende su contribución al arte corporal y al performance para convertirse en una artista icónica de las últimas dos décadas del siglo XX. Como una de las pioneras del Land Art, su contribución es decisiva en la conformación de la poética de esta práctica.

Ese mismo año de 1960, Luis Cruz Azaceta (La Habana, 1942) llegó a Nueva York. Antes de la catarsis social de Basquiat y su romance con el mercado, el artista cubano-estadounidense Luis Cruz Azaceta ya estaba conjurando violencia, inventando una fisiología por ósmosis de la ciudad, con una visualidad punk, desconcertantemente urbana, neoexpresionista7 avant la lettre. Su serie Subways(1973), gráfica, satírica, irreverente y espléndida, lo convirtió en un precursor del arte que dominaría casi una década después. 

Me atrevería a asegurar que ningún artista de la época representó el drama urbano con la fuerza de Azaceta, creando una obra que incluso hoy conserva el impacto y la vigencia de las obras maestras auténticas. Si bien aún no ha recibido el reconocimiento mundial que su influyente trabajo merece, Azaceta personifica al artista visceral y rebelde, y uno de los más grandes testigos de la vida urbana estadounidense.

El visionario Félix González-Torres (Guáimaro, 1957-Miami, 1996) siguió un camino particular que guarda similitudes con el arte cubano de los ochenta. De 1987 a 1991 fue uno de los miembros principales del Group Material, un colectivo de artivistasneoyorquinos dedicado a crear una obra de arte participativa, comprometida directamente con las comunidades y dirigida a audiencias específicas.

Influenciados por el activismo político progresista de la contracultura de los años sesenta y la enseñanza de artistas como Joseph Kosuth, que expandió la concepción de materia prima artística a la sociedad misma, Group Material abordó desde los problemas neurálgicos de la política exterior de Estados Unidos hasta la concientización sobre el SIDA, utilizando una amplia plataforma de medios —alquilando vallas y espacios publicitarios en vagones del metro, gestando foros públicos, comprando anuncios en revistas y periódicos de gran influencia como The New York Times— y operando de manera nómada en una especie de guerrilla urbana de comunicación cuyas “estrategias han hecho eco (o son repetidas) en todas partes, desde la Bienal de Estambul curada por el colectivo What, How & for Whom (WHW) hasta el trabajo de artistas como Yael Bartana, Lara Almarcegui, Sharon Hayes y Harrell Fletcher” (Thorne 2010: en línea).

Durante su corta pero productiva carrera, Félix González-Torres estableció algunos de los estándares para el arte minimalista y conceptual, particularmente dentro de la estética relacional, creando, con una impresionante economía de recursos, innovadoras instalaciones y esculturas que permanecerán como haikús visuales de extraordinario simbolismo poético sobre los sucesos de la vida ordinaria.

Cuba Technicolor

El logro artístico más importante dentro de las múltiples narraciones que moldearon la fisonomía del arte en el siglo xx es el tremendo impacto y la apoteosis del arte conceptual. Es bajo su dominio que se construyó el enfoque estético contemporáneo de la realidad. 

Este aggiornamento de las artes fue el catalizador para que el artista visual se convirtiera en pensador, filósofo, poeta y, por lo tanto, un actor subversivo e incisivo capaz de establecer un diálogo dinámico con su entorno cultural y social. Por primera vez, el artista fue capaz de transformar no solo el concepto estético de la realidad sino la realidad misma —en el sentido de Realidad Integral usado por Jean Baudrillard, como realidad virtual que se basa en la desregulación del principio de la realidad misma (véase Baudrillard 2005). 

Desde entonces no existe canon, ni creencia, ni tradición, ni arquitectura social lo suficientemente sólidos como para resistir las intervenciones críticas de estos talentosos aguafiestas mentales. Son actores clave, en términos de representación, transformación física y, por tanto, de desaparición metafísica de la realidad.8

El arte conceptual contemporáneo también es el resultado de una etapa en el desarrollo del capitalismo en el que la propiedad intelectual, así como las patentes e invenciones, tuvieron un papel importante en el desarrollo económico y el estilo de vida general de la sociedad. Por lo tanto, la “idea” se sobrevaloró, y la verdadera esencia de cualquier expresión artística, que es su lenguaje particular, su forma y su dominio técnico, se hizo menos trascendental. 

Esto produjo un tremendo impacto en la producción espiritual de la segunda mitad del siglo XX, reorganizando los géneros, borrando los límites, incorporando avances científicos y tecnológicos e impulsando un arte multidisciplinario.

Integrado a este entorno transformador, el arte de los ochenta estableció una especie de punto de referencia para el mercado internacional del arte cubano contemporáneo. Y aunque en su momento fue considerado revolucionario, terminó convirtiéndose en una mezcla ortopédica de ingredientes, desde la santería hasta la crítica política, en la búsqueda de un arte iconográfico y totalizador, y abandonando así las poéticas más íntimas. 

La imposición de la razón y la idea sobre la facturación y el talento artístico también se convirtieron en una fórmula recurrente. Al punto que, analizando una gran parte del arte contemporáneo cubano, nos viene a la mente una frase de Nietzsche (sobre los poetas): “Todos enturbian su agua, para que parezca más profunda” (2003: 98).

Como reacción, en las décadas siguientes, que generalmente se ven como una extensión de los ochenta     —particularmente durante los años noventa—, hasta hoy, el arte contemporáneo cubano se ha vuelto una práctica más individualista, laboriosa y orgánica, al extremo de que por momentos puede lucir aséptica y decorativa, sin ese desgarramiento del arte rebelde de los años ochenta; un arte que puede ser agresivo, a veces, incluso punk o soft porn, alimentándose de una estética kitsch y, en general, más global, menos local, que ya está abriéndose su nicho en el mercado, hasta el punto de que parte del arte producido por cubanos y cubanoamericanos durante la última década está despertando más interés y siendo asimilado por el sistema con más rapidez que nunca.9

Tradicionalmente, el mercado internacional del arte no piensa en el arte cubano contemporáneo como un bastión conceptual, pero debería hacerlo; esto se ha hecho más evidente con la coherente contribución a la historia de esta práctica desde ambas orillas de la nación: la insular y la de la diáspora. 

Lo que los conocedores buscan en el arte cubano contemporáneo hoy en día va más allá de los estereotipos promovidos por el Estado, o que encaje a su papel de arte étnico y periférico. Están en busca de un arte más universal, sofisticado y serio, que tenga el potencial de causar un impacto en las narrativas principales y los temas cruciales de la sociedad, un arte capaz de entrar en la corriente universal sin etiquetas nacionales.




Notas:
1 “Se supone que las artes en Cuba representan el éxito de un experimento social revolucionario, que son prueba de la efectividad de la educación artística gratuita y la evidencia del liberalismo de un estado que produce creadores de clase mundial a pesar de la persistencia del subdesarrollo” (Fusco 2015: 10; mi traducción).
2 Es importante especificar que, si bien hubo arte (y artistas) políticamente subversivos durante la segunda mitad de los ochenta y los noventa, no puede hablarse de un movimiento subversivo, ya que la mayoría de los artistas apoyó el sistema —sin siquiera desmarcarse en el exilio— y sus críticas fueron consideradas utópicas, constructivas y revolucionarias. Este es también el argumento curatorial de la exhibición Adiós Utopía: Dream and Deceptions of the Cuba Art Since 1950(2017).
A principios de 1987, en un artículo publicado en el periódico Granma, órgano oficial del Partido Comunista, el artista y teórico Luis Camnitzer había notado que la Bienal no solo “se convirtió en la plataforma indiscutible desde la cual se podía lanzar el éxito internacional de la generación de los 80, sino también una convocatoria de debate para críticos, curadores y artistas de otras regiones del mundo” (en Rojas-Sotelo 2009: 33).
4 Sobre Sandra Levinson y Ramón Cernuda, véanse respectivamente Farber 2016 y Gordon 2012.
Una excepción es Tomás Sánchez, quien, aunque no ha influido directamente en las tendencias y movimientos del arte contemporáneo estadounidense —a pesar de que su trabajo artístico fue pionero en temas como la ecología—, es una figura prominente en el renacimiento internacional de la pintura paisajística y uno de los artistas vivos más importantes. En palabras de Edward J. Sullivan, “[en el trabajo de Sánchez] el paisaje adquiere un significado completamente nuevo, convirtiéndose en un puente entre lo figurativo y lo conceptual” (2003: 11).
6 Un programa patrocinado por el gobierno estadounidense y coordinado por el Catholic Welfare Bureau para ayudar a huir de la Isla y dar amparo en los Estados Unidos, a través de una red de hogares de acogida, a más de 14000 niños cubanos no acompañados. El programa funcionó entre diciembre de 1960 y octubre de 1962.
7 “Me considero un pionero del arte neoexpresionista, y lo digo sin ningún tipo de arrogancia, pero soy una de las personas que iniciaron ese movimiento aquí en los Estados Unidos” (en Aguilera 2016: 72).
8 Retomo aquí lo que decía en “La disidencia perpetua”, un texto que acompañó la exposición Mental Landscapes (2009), de Juan-Sí González & Paloma Dallas, en Olin Art Gallery, Kenyon College, Gambier, Ohio.
9 Artistas cubanoamericanos nacidos en Cuba, como Carmen Herrera, Edel Rodríguez o Alexandre Arrechea, y nacidos en Estados Unidos, como José Parlá, Antonia Wright o Ivan Thot, son algunos de los que van dejando su huella en el arte contemporáneo americano.




Bibliografía:
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José Ángel Toirac, Fidel Castro y la perfidia de las imágenes

José Ángel Toirac, Fidel Castro y la perfidia de las imágenes

Ahmel Echevarría

“El arte cubano es como la perra que amamanta a un gato”, escribió Néstor Díaz de Villegas en su libro De donde son los gusanos. Como consecuencia de la lectura de ese libro, tengo enquistado en mi cabeza el gusano de la locura. Cuando cruzo el umbral de cualquier galería de arte, la voz de ese gusano no para de repetirme…