Arturo Cuenca (1955-2021) hace arte con la filosofía. No es que su trabajo plástico ilustre ideas filosóficas: su pensamiento se expresa por medio de imágenes visuales y está en función de ellas, dando lugar a una suerte de fusión de imagen y concepto, de ciencia y estética, que con prístina coherencia vuelve su método artístico en modelo de su concepción del conocimiento, según veremos.
Si el conceptualismo ortodoxo hizo arte con las ideas, planteándolo como una proposición analítica (tautológica) acerca del arte mismo, que excluía lo estético, Cuenca lo incluye como ingrediente conceptual de su obra, que se abre además hacia lo sintético. Más allá de una reflexión sobre el concepto de arte, busca una trasmutación del arte mismo en estética actuante.
Aunque no participó en la famosa exposición Volumen I, que ha quedado como un hito en la transformación de la cultura cubana en los años 80, Cuenca fue uno de los protagonistas del cambio. En el segundo lustro de los 70 desarrolló más que todos una inquietud por lo conceptual, clave para la apertura que se gestaba. Su fotorrealismo de entonces, a diferencia de lo que hacían los demás pintores, era solo un instrumento para sus indagaciones poético-gnoseológicas, y constituyó un paso fluido en su proceso artístico, también a contrapelo del resto de los fotorrealistas cubanos, quienes rompieron sin más con la tendencia.
El interés conceptual en la fotografía condujo a Cuenca a interpretar la imagen fotográfica, rodeada de la realidad que la produce, como el único objeto artístico capaz de incorporarse orgánicamente a lo real sin dejar de ser autosuficiente, necesario solo a sí mismo. La fotografía es para él una objetivación de la conciencia, una paraconciencia que permite al propio sujeto (auto)analizarla: “la fotografía es la conciencia de la cultura”, “la cultura que se ve con sus propios ojos”.
Esta experimentación gnoseológica con la fotografía trajo otras conclusiones generales: toda imagen es subjetiva y bidimensional, sea mental o material; de ahí la capacidad de la foto para actuar como conciencia exteriorizada. Tales hipótesis fueron “puestas en escena” en sus dos primeras exposiciones personales, en La Habana, en 1982 y 1983, la primera enfocada hacia la imagen y la segunda hacia el espectador.
Las obras, basadas en la fotografía, daban lugar a una poesía del conocimiento, donde las ideas sobre la percepción llevaban el juego conceptual a una dimensión artística. Las piezas eran imágenes —en el sentido tropológico— de los conceptos sobre las imágenes visuales. Si puede hablarse de una belleza de las ideas en sí mismas, Cuenca plasma una experimentación artística —de estructura cientifizante— con problemas del conocimiento, que enfatiza a la vez lo estético, lo artístico, lo científico y lo filosófico en piezas que no ceden su estatuto de obras de arte a pesar de su carácter demostrativo de ideas. En todo este sentido es elocuente la semejanza de sus hipótesis, empleadas para hacer arte, no teoría, con las teorías de Gombrich, surgidas del estudio del arte y su ilusionismo.
La pieza máxima fue Imagen, un texto trasparente en el vidrio de la galería —formado por las propias imágenes de la calle en el exterior—, que proponía a los espectadores conservar ese paisaje en la memoria, “para que coincida con la de todo aquel que se asome, en algún punto común de lo imaginario donde esta superposición de imágenes alcanzará la capacidad de lo real: será una isla en medio de todo el olvido del mundo”.
La trasparencia se vuelve opacidad por superposición: la memoria colectiva recrea lo real en un punto de la conciencia. Más que en ninguna otra, en esta obra se impone una dimensión antropológica emotiva —de gran poder de sugerencia— por encima de la objetividad en el análisis de la percepción y el conocimiento. Este humanismo romántico es estructural en Cuenca, para quien la ciencia nada tiene de “frialdad” y aparece como uno de los rasgos generales que pueden aislarse en el movimiento plástico cubano de los años 80.
El “paradójico” énfasis estético en el arte conceptual de Cuenca tiene sus bases en una interpretación de la estética como campo de lo externo, lo formal, lo fenoménico, y la ciencia como terreno de lo interno, el contenido, la esencia; ambos indisolublemente entrelazados: “estética y ciencia reflejan lo objetivo en la dialéctica de los pares categoriales, pero desde polos opuestos y complementarios”. Así, Estética, un experimento artístico efectuado en 1983, consistía en fotos —como paraconciencia— del proceso de disolver una flor en una licuadora “hasta que esta desaparece en su propia sustancia”. Entonces el líquido era presentado “a la sensación imposible de los insectos fecundantes”, que no reconocían esta flor en esencia.
Cuenca intentaba demostrar que, aunque aquello era sustancialmente la flor, ya no cumplía su función de signo externo, pues su esencia es su forma en lo que refiere a la relación —como sistema sígnico imprescindible a la vida— entre la planta-objeto y el insecto-sujeto —relaciones protoestéticas de la naturaleza.
La obra de arte objetivaba aquí lo que pudiera haber sido un razonamiento filosófico e incorporaba metodológicamente, a la vez que tropologizaba, el proceder de un experimento de laboratorio. En cuanto a la idea, Roger Caillois quizás hubiera criticado al cubano el conservar, a pesar de su valoración de lo fenoménico, cierto simplismo materialista-utilitario: la naturaleza también es capaz de una estética “desinteresada”, y aún de un “dispendio fastuoso, sin finalidad inteligible”.
Concentrado en la flor, el artista olvida las alas de la mariposa. La forma, más allá de ser una “necesidad objetiva de la relación sujeto-objeto”, según la ve Cuenca dentro de cierta postura defensiva, justificativa de lo “inútil”, pudiera poseer un mayor rango de libertad u obedecer a finalidades menos estrictas. Una crítica semejante puede hacerse a toda su posición.
Pero lo importante es que lo anterior fundamenta un concepto de la obra artística como tesis estética, “objetivación por medios artísticos de la propia tesis”, según hemos visto. Y Cuenca da un paso más al invertir el esquema y proponer una “estética práctica” que, en vez de describir el arte, “se propone a sí misma como un código nuevo de comunicación antropológica”, la estética llevada a una praxis concreta en la vida, como la forma de la flor para los insectos. Esto implica —puntualiza el artista— una transformación en el concepto y función del arte, que envolvería una reactualización de aquel sincretismo de las sociedades “primitivas” en una nueva unidad de la cultura, verificada ahora en la estética, no en el mito.
La única proposición radical hecha por Cuenca en esta dirección es revolucionar la moda convirtiéndola en un “sistema de contenido”. Paradoja brillante y asombrosa, pues representa la sustantivación de la forma sin contenido: su contenido es la variación formal en sí misma en tanto fuente de valor. La moda como contenido que nos propone es una que emite “significados simbólicos, anecdóticos, conceptuales”; o sea, como arte, no como diseño. Vestirse como se pinta un cuadro o se hace una escultura, según lo que deseemos expresar, nuestro estado de ánimo, etc.
El vestuario, de simple manifestación estética, de status, de identificación o de simbolismo muy primario, devendrá “un canal superior de comunicación entre la esencia y la apariencia de cada individuo”, y a la par un diálogo entre los individuos. En la práctica, Cuenca solo ha podido adelantar algunos ejemplos de lo que esto sería, presentando las fotos en instalaciones. Ha realizado, además, numerosas obras de análisis de la moda desde sus antecedentes en la naturaleza; en ellas descubrimos, por ejemplo, que la cebra es un caballo kitsch.
La voluntad de revolucionar el arte hacia una práctica más socializada es frecuente en la nueva plástica de Cuba. Artistas como Abdel Hernández han llegado a dejar de hacer arte para devenir una especie de trabajadores sociales de la conciencia, ayudando a la gente en sus problemas espirituales y culturales. En esto fueron influyentes las ideas de Cuenca. Pero como suele ocurrir, las transformaciones del arte se manifiestan más fácilmente como verbalizaciones que como hechos, más en el plano teórico que en el práctico. Cuenca tampoco ha podido ir con efectividad mucho más allá de la proposición, por falta de iniciativa ante la dura realidad de que a la gente poco le importa el arte “culto” y sus complejos de culpa hacia las masas.
Las socializaciones del arte quedan en discursos intelectuales para la élite, mientras los demás siguen viendo la televisión, jugando fútbol o estirando el dinero para comer. Eso sí, produce obras agudísimas, como la formidable superación de Duchamp, cuando a su foto jugando ajedrez con la modelo desnuda, Cuenca contrapone la suya desnudo jugando ajedrez con la modelo vestida a la moda-contenido, en una playa. Pero es menester seguir intentando de todos modos la revolución —¿o la perestroika?— del arte, por lo menos como una preocupación que pueda orientar la cultura hacia una mayor actividad social. Crear dos, tres, muchos Abdel.
Cuenca ve su “estética práctica” como uno de los posibles puntos de despegue del nihilismo posmodernista hacia un arte de perspectiva antropológica. En la impugnación a la modernidad hecha por el posmodernismo “sin salirse de su ámbito”, introduce el concepto de “contemporaneidad” como cultura de transición hacia un socialismo que implique una revolución antropológica. Este utopismo transformador, unido a la confianza en una renovación socialista, es otro rasgo del nuevo arte cubano. Con él se relaciona la voluntad de análisis y crítica social e ideológica a la que también se suma Cuenca, dentro de un nivel de reflexión más abstracto, pero no menos punzante.
Su exposición Castillo de la Real Fuerza, en 1989, era un ataque a la ideología como opuesto a la ciencia, identificando a esta con el trabajo y el ser, y a aquella con una construcción legitimadora del “poder del no-trabajo”, hecha por las clases explotadoras. La muestra, que incluía performances, se basaba por completo en el lugar donde se presentaba: una fortaleza del siglo xvi cuyo nombre apropiaba como título. El Castillo de la Real Fuerza era visto como una construcción ideológica, que nunca sirvió para la defensa de La Habana, donde levantó su vivienda el gobernador, símbolo del poder. Cuenca hizo arte allí con el marxismo, vivificándolo con ese humor sutil, muy intelectual, que es uno de los valores de su obra. Insisto, no ilustraba o discutía el marxismo: lo empleaba como material artístico para reflexionar imaginalmente desde él, con sentido utópico.
Parte activísima del movimiento revolucionario de la cultura cubana en los años 80, y a la vez personalidad única, Cuenca es, sin dudas, uno de sus artistas más poderosos. Ni filósofo poeta ni poeta filósofo: poeta de la filosofía. Más que teórico del arte, artista de la teoría. Conceptual y hedonista, romántico, científico, profeta del cambio y artista de galería, ingenuo y erudito, críptico y popular, resulta también un producto de las complejidades de la vida cubana, aunque en su obra no exista la mínima preocupación por lo vernáculo o la identidad cultural.
En este momento, cuando el arte latinoamericano rompe la barrera del millón de dólares, la obra de Cuenca es lo que no se espera de América Latina: cero folclor, cero fantastic, cero atmósfera, cero otredad. Pero él es absolutamente latinoamericano, a lo Borges. No le interesan el tercermundismo ni la “autenticidad”, pero tampoco la mainstream. Solo es auténtico consigo mismo.
El “Otro” —que siempre somos nosotros los del Tercer Mundo, nunca ellos— tiene que dirimir sus propias cuentas con el modernismo —lo ha señalado Rasheed Araeen—, sin las cadenas esencialistas de esa “pureza” prescrita por Occidente. Cuenca hace cultura “occidental”, pero como protagonista, descentralizándola hacia el Sur.
Si Bedia (o Toledo o Botero) trabaja desde aquí, Cuenca (u Orozco o Torres) trabaja hacia aquí.
Nota:
Este texto fue escrito durante la década de 1980. Lo reproducimos en homenaje a Arturo Cuenca, por gentileza de su autor.
© Imagen de portada: Pedro Portal, serie ‘Rostros de la isla dispersa’, NY.
José Bedia: “Los curadores quieren pasar como los verdaderos artistas”
“Yo ya estaba exiliado mentalmente antes de irme de Cuba, aunque nadie se enterara. Esto sucedió, paradójicamente, encontrándome fuera de Cuba: en Angola, en 1985. La decisión se produjo después de que impedí, a punta de fusil, que los compañeros de mi camión violaran a una mujer local enfrente de sus tres hijos”.