Alejandro Ulloa: “Aunque no lo parezca, los artistas tenemos poder”

Alejandro Ulloa nació en La Habana en 1980. Estudió en el Instituto Politécnico de Química Farmacéutica Mártires de Girón, y cursó la Cátedra Arte de Conducta, un espacio pedagógico independiente creado por Tania Bruguera.

A pesar de que estamos viviendo una época en la que la concepción del arte está dominada por la reflexión teórica y la puesta en práctica de sistemas críticos de cualquier índole, Alejandro Ulloa opone a esta primacía del concepto y de la demostración su presencia física, su vida, sus humores, sus iras, sus chistes, su energía, sus deseos, sus disgustos.

La obra pictórica y dibujística de Ulloa es proteiforme, convulsa, irreverente y contrahistórica; es el lugar teatral de la fusión de la realidad y el deseo, a fin de celebrar el misterio inherente a la imagen pintada.

Alejandro Ulloa arremete contra el fetichismo del valor de la pintura, contra la obra de arte como mercancía. Su arte es un arte díscolo. Nieto de Picabia e hijo de Kippenberger, celebra y vilipendia a la vez todos los movimientos coterráneos de las jerarquías protegidas en el mundo del arte: los buenos temas, la buena manera de pintar, los buenos tonos y colores, los buenos modales en general.

Alejandro Ulloa presenta un derrumbamiento simbólico de la función del artista: quitar las máscaras para mostrarlas mejor. Socava lo pulido en el arte, esto es: todo cuanto engaña el ojo y la noción de pintura como acto moral. Su pintura es histeria pictórica; no se trata, para él, de reproducir o inventar formas, sino de captar fuerzas y encarnar el desbordamiento de la vida.

Empecemos por un autorretrato: háblame de tu infancia en Cuba, de tu familia…

Pinocho es también el nombre de la lata grande y cuadrada (un envase cúbico de metal) de galletas de soda que vendían aquí. De pequeño, intenté coger una de estas galletas del estante y la lata vacía cayó sobre mi brazo, trabando además mi cabeza. Mi abuela daba gritos. ¡La pobre! Tiempo después dijo: “Fue surrealista: aquel niño caminando con una lata en la cabeza, ¡qué susto!”.

En ese entonces mi madre, meteoróloga, estaba haciendo su doctorado en la extinta Unión Soviética y estuve un año viviendo en la casa de mis abuelos maternos, donde tía Ani ocupó un lugar especial, de ahí mi afinidad con esa parte de la familia.

Los ochenta fueron entre los mejores años que ha tenido la economía cubana después de la Revolución y, por lo tanto, pensábamos que no nos faltaba nada. Eso sí, mis padres trabajaban bastante. Fui de los niños que se acogían a una escuela de verano (plan vacacional) mientras los otros disfrutaban de vacaciones.

Mi madre trabajaba en la Academia de Ciencias de Cuba, en aquel entonces ubicada en el majestuoso edificio del antiguo Capitolio Nacional. Yo iba a aquel lugar pasadas las cinco de la tarde; mientras los adultos se reunían en interminables, tediosas, aburridas e inútiles asambleas administrativas y partidistas, me juntaba con los hijos de los otros trabajadores para hacer de aquella joya arquitectónica nuestra casa, nuestro campo de juego: desde correr por aquellos colosales salones, hasta convertir sus ascensores en un parque de diversión; en verdad, un tremendo privilegio. Llegábamos tarde a casa, agotados, con fuerzas solo para comer e ir a dormir.

Mi padre era, como decimos aquí en Cuba, “otros cinco pesos”. Estudió Ciencias Políticas. Era honesto, recto y muy obsesivo con el orden. En el barrio se había ganado el apodo de “El Alemán”. Desde que tengo conciencia, tuve responsabilidades dentro del hogar asignadas por él. Mi tarea era limpiar con betún todos los zapatos los fines de semana, botar la basura o ayudarlo a él en un pequeño taller que tenía como hobby en el garaje de la casa.

Un día de enero de 1990 sentí un estruendo que me despertó. Encontré a mi padre tendido en el suelo, dio su último respiro frente a mí y falleció. Un infarto masivo. Murió mi padre y ese mismo año murió la economía cubana a causa de la caída del muro de Berlín, el derrumbe del campo socialista y el cese de los subsidios a Cuba.

A mi madre, quien siempre tuvo un soporte emocional e incondicional de mi padre, se le derrumbó un castillo sobre la cabeza. Ella y yo nos quedamos huérfanos. La familia nos dio apoyo. Mi tío, hermano de mi madre y más joven que ella, hizo un papel de padre genial, pero solo por un año y medio, ya que, como muchos, abandonó el país.

Este fue un momento terrible. Comenzó en Cuba un hambre infernal, y una oleada de violencia. Mi generación comenzó a ser bastante diferente a las anteriores. Aprendimos a subsistir en medio de la escasez, la necesidad y la mediocridad de un tiempo conocido como “Periodo Especial en tiempos de paz”.

Entre col y col, íbamos frecuentemente al mar, a Santa María o a una playa cerca de casa: la costa. Mis amigos y yo mataperreábamos en el barrio, explorando toda la zona: la Tropical, el Husillo y un poco más allá: el Malecón, Miramar, desde La Puntilla hasta 110 y 1ra. Mucho mar. Hubo un tiempo en que también nos bañábamos en el asqueroso y contaminado río Almendrares, para matar las ganas de agua dulce, porque no había piscinas activas en toda La Habana, solo la de algún hotel y la de la escuela de natación.

La economía cubana seguía en pausa cinco años después. Las opciones escolares eran muy escasas. Para estudiar en la Universidad era requisito pasar por un preuniversitario ubicado en el campo. Para ese entonces, solo quedó abierto en toda la ciudad un instituto preuniversitario, destinado a jóvenes enfermos con “ultrapalancas”. Este fue uno de los inventos atroces de la Revolución.

Con quince años, fui becado en uno de esos centros educativos en el campo; no había otra opción. Primero estuve en uno localizado en Alquízar, y luego en otro conocido como “Ceiba”: campos que nunca más he querido ver. Fue una experiencia realmente traumática; yo la comparo con haber estado en una cárcel de menores, donde malamente podíamos estudiar y estábamos obligados a trabajar, hasta que comenzaron los desmayos por fatiga y hambre y cesó el trabajo; solo estuvimos obligados a “estudiar”. Allí conocí parte de los más bajos instintos del ser humano. La parte buena era que había jevitas, y que de ahí también salieron dos buenos amigos hasta el día de hoy: Alain Aspiolea e Isray Ortiz.

Al año de estar becado, suspendí. En 1996, gracias a una ultrapalanca que apareció, pasé a estudiar Química Farmacéutica en el Instituto Politécnico de Química Farmacéutica Mártires de Girón. Estudié lo que pude, no lo que deseaba. Al menos en esa nueva escuela hubo algo diferente: más amigos, una novia y algo de rock and roll.

¿Cuál fue tu primera emoción estética? ¿Qué pasó para que te decidieras a ser artista plástico? ¿Cuándo se convirtió el arte en el centro de tu vida?

De pequeño visitaba con frecuencia la casa de mi tía Mery, arquitecta, también hermana de mi madre. Ese era para mí un lugar especial, de muy buen gusto, en un edificio de seis plantas del municipio Habana del Este. Había un gran contraste entre la zona y el interior del apartamento. Mi tía tenía un estante lleno de detalles y mucho interés en explicarme la historia de cada objeto que embellecía su casa. También me ponía películas en VHS que casi no se veían en Cuba. Uninvited, por ejemplo; la vi como veinte veces.

Dentro de ese apartamento me gustaban los olores, los colores, los sonidos, los sabores; y mi tío, mi tía y mi prima eran tremendas personas. El cuarto de mi prima Patricia, que estudiaba en el Instituto Superior de Diseño Industrial (ISDI), tenía siempre un leve olor a témpera que años después repercutió en mi decisión. Creo que fue la primera vez que tomé conciencia de mi gusto por una estética o un estilo.

Una enfermedad, y el amor o desamor, fueron los que pusieron el toque final para decidirme por el arte. Así de sencillo. Se rompió mi relación de pareja de cinco años y, al compás y en menos de seis meses, quizás por una depresión, me enfermé. Estuve sin poder levantarme de la cama durante tres meses. Me contagié del dengue y con mis defensas bajas contraje una hepatitis viral. Esto ocurrió cuando estaba en el primer año del Instituto Superior Pedagógico. Iba a ser profesor de Química; de hecho, ese mosquito, el que provoca el dengue, debió picarme en el camino de la Universidad. La mejor picada del mundo: casi me vuelvo a equivocar (me siguen haciendo falta más picadas).

Entonces, imagínate, ¿qué podía hacer acostado en la cama tanto tiempo? Pues, en mi caso: leer, fumar y ver pelis. Así que leí mi primer libro; cayó en mis manos uno con temas de sanación mediante el pensamiento, y luego otro de filosofía, ya tú sabes. Como era una enfermedad contagiosa pasé mucho tiempo solo, lo cual me permitió reflexionar sobre mi futuro.

Supe que el arte era demasiado importante para mí cuando caí en una crisis nerviosa de tanto trabajar la escultura. Quería comerme el mundo tan rápido que mi cuerpo no lo aguantó. El exceso en mi capacidad de producción artística, y la exuberante información que me rodeaba, generó en mí un estado desagradable. Me dieron ataques de pánico debido a una gran crisis de ansiedad; tuve que parar. Fui al médico y me recetaron pastillas, me tomé la primera y quería suicidarme, me hizo una reacción adversa, no volví a consumirlas. Comenzaron entonces a rondar por mi cabeza reflexiones existenciales sobre el sentido que tenía estar aquí, y para qué vivir o morir.

Para relajarme, iba al cine, y en una ocasión no podía concentrarme en el filme: sentía mucho mis dientes, mi lengua, mi corazón, me sentía muchísimo. No era como ahora que respiro automáticamente, no: era muy mecánico todo, sentía que podía ahogarme si no concientizaba que tenía que respirar. Definitivamente, no sabía qué hacer. Al día siguiente me puse a escribir y luego a pintar lo que me había ocurrido en el cine. Nunca más he sentido ese problema.

Volví a producir, con más calma, y sobre todo con más lucidez. Con el tiempo he comprendido que el arte me hunde, pero también me salva. Soy el producto de mi obra.

¿Qué formación tuviste?

La música me llevó a expresarme en lo visual. Oía casetes y CDs importados, música bastante electrónica y mucho rock contemporáneo de exponentes como Nin, Prodigy, Tool, Radiohead, Marilyn Manson, The Chemical Brothers, entre otros. Casi todo, música estadounidense. También veía muchos videoclips. En esa época, como todos los jóvenes, salía bastante a divertirme. Por suerte, en aquel entonces teníamos en La Habana al gran DJ Joy (Joyvan), que era muy coherente y muy actualizado con cada placa musical de lo más movido en materia de rock, incluyendo todo lo electrónico.

Escuchar esta música en aquella época (1997-2000) era ser “diferente”. Había un movimiento underground, de unas cien personas o menos, que no llamábamos la atención; nos movíamos en todos los clubs de la ciudad. Seguíamos a DJ Joy en El Atelier, Los Violines, La Red, El Sherezada, El Amanecer, El Camilo, El Tropicalito, El Turf, El Karachi, El Colmao, El Saturno y otros bares de La Habana.

De manera espontánea, comencé a producir esculturas ensamblando objetos en desuso. Me los encontraba dentro de casa y en la calle. Llegué a tener una habitación llena de tarecos y una producción de esculturas para tres exposiciones que luego hice: Tecnotarecomanía.

En ese tiempo, mi relación con el contexto de las artes plásticas era mínima. Tuve cerca un par de amigos, contemporáneos con mi madre: Ana y Guille, quienes habían estudiado Historia del Arte. Son personas muy cultas y desde el principio, al ver mis esculturas, me dieron ánimo para continuar. Me visitaban con frecuencia para ver los nuevos trabajos, interpretarlos y comentarlos. Luego el artista plástico Antonio Gómez Margolles, quien es profesor del Instituto Superior de Arte, fue quien me aterrizó: de manera profunda y con tremendo cariño e interés, me explicó la historia del arte desde Van Gogh, pasando por Marcel Duchamp, Yves Klein y Andy Warhol. También me ayudó prestándome muchos libros.

Con el objetivo de estudiar académicamente, comencé el Taller de Manero (taller de dibujo y pintura) con Alberto Figueroa, para aprender lo básico. Asistí con bastante frecuencia durante un año, hasta que él mismo me dijo: “Tú no estás para esto”. Porque yo iba a dibujar y terminaba convenciéndolo a él o a alguien para que viniera a mi casa a ver mis esculturas. Finalmente, nunca aprendí a dibujar, pero eso no me detuvo. Hice tres veces las pruebas para entrar en la Academia de San Alejandro y, por supuesto, al no saber dibujo, no pasaba del primer examen.

Luego, animado por mi madre, intenté entrar directamente al Instituto Superior de Arte, y nuevamente choqué con el mismo problema: para entrar a estudiar al ISA debía haber estudiado primero en la Academia. Así que me quité definitivamente la idea de estudiar por esas vías. Seguí enfocado en mi producción, y poco a poco la vida me llevó a interactuar con algunos amigos de la infancia o personas que vivían en el barrio, que eran estudiantes o graduados de arte: Lester Dubé Pita, Reinier Ferrer, Adian Ross, El Pao, Nelson Enrique, Carlos Enrique Álvarez, entre otros.

Fue un tiempo rico; me llevaron junto a ellos y por fin ya estaba dentro. No sentí que la escuela era imprescindible, ellos me rectificaban y me ayudaron mucho, sobre todo en lo técnico. Estos amigos fueron aconsejándome y, claro, en ese momento yo no lo sabía, pero era solo el comienzo.

En ese tiempo (2003) también pertenecí a la Asociación Hermanos Saíz; por esa vía también conocí a otros artistas, gané concursos e hice exposiciones. Ellos fueron validándome, como ocurrió cuando me otorgaron un carnet de creador independiente.

La cosa se pone caliente, en el buen sentido, cuando mediante una amiga, Irene, conozco a Frency: joven e inteligente crítico de arte, quien es muy intrépido en su labor, un crack. En 2004, Frency me introdujo en el Instituto Superior de Arte como oyente en los talleres de crítica del artista y profesor Luis Gómez. Esto constituyó tremenda oportunidad. Desde el primer día, el profe, con tremenda disposición, pero sin concesiones artísticas, como se dice en buen cubano: “chapeando bajito”, recortaba a todo aquel que intentara sobresalir con poca fuerza. Fueron unos talleres geniales. Este no era un profe de los que le pasaba la mano al pobre artista. De allí salí molesto un par de veces, pero pronto entendí que de eso se trataba: no estaba ahí para escuchar cosas lindas de mis obras, sino para aceptar críticas y aprender.

Luis invitaba a otros artistas para que hicieran fuertes críticas a nuestras obras; estas opiniones eran sustentadas en conceptos que explicaban y aclaraban los errores en ellas: no ser repetitivo, ser claro en lo que se quiere, trabajar fuertemente, ser comprometido e investigar y estudiar lo que uno se propone. En esas clases me quedó claro que ser artista no era tan jamón, es decir, no era cosa fácil. Gracias a mi amiga Ingrid Blanco, curadora, pude encontrar una manera de estudiar solo durante ese tiempo; ella me guio por lo más actual del arte cubano de esos años, me recomendaba textos, y cine cubano y extranjero.

Durante dos años, fui alumno de la Cátedra Arte de Conducta, dirigida por Tania Bruguera. Inteligentemente, allí no te pedían títulos, ni se necesitaba “palancas” o influencias: solo obras. Para entrar tenías que pasar una prueba de aptitud que consistía en mostrar frente a otros artistas tus trabajos, y explicarlos. Solo seleccionaban veinte personas cada dos años, y en 2005 tuve la suerte de ser uno de ellos. Por primera vez, a mis veinticinco años, estaba en una “escuela” que me gustaba.

La metodología de la Cátedra era muy didáctica, y los temas de estudio eran variados. Un manantial de conocimientos cada semana. Nos ponían a trabajar duro, teníamos que entregar tareas como en una escuela. Por eso, de alguna manera, con este curso dejé de ser autodidacta. En muchas ocasiones quienes nos impartían las clases eran grandes artistas, críticos, historiadores o filósofos, de Cuba y el extranjero. Cada cierto tiempo nos reuníamos con Tania, quien también chapeaba bajito con sus críticas, algo muy importante y que nos dejaba en crisis para bien. El taller me dio la oportunidad de sacar el artista escondido y de ser más sincero y consecuente con la realidad. Le agradezco a Tania infinitamente.

¿Qué es el arte para ti?

Complicado eso. He escrito y borrado más de veinte veces la respuesta…

¿De qué manera has evolucionado como artista? ¿Han cambiado tus ideas sobre el arte?

En mi carrera han existido dos pautas importantes: entender el arte conceptual y el arte conducta. Tremenda candela. Una vez entendido esto, ya no hay nada que hacer: ya estás en el hoyo del conejo y no puedes ir hacia atrás ni parar de profundizar.

Considero que, en materia de arte, soy un adolescente: me falta mucho por aprender. Cada día me cuestiono, no me creo mejor que nadie, y eso es lo que me mantiene reinventándome.

¿Cómo definirías tu práctica artística?

Promiscua. Una experimentación constante con el espíritu, el cuerpo y los objetos que me rodean.

¿Cómo contemplas tu estatus de creador en el siglo XXI?

Desde hace unos meses, son constantes en el país las noticias de artistas que influyen en las masas. Ahora, con las redes sociales, cualquier obra navega con rapidez y provoca una reacción o no. Mi posición es decisiva, al igual que la de todos los artistas. Aunque no lo parezca, tenemos poder.

¿Eres reacio a explicar tu trabajo, al acercamiento crítico?

Cuando alguien me pregunta sobre una obra, siempre es de mi agrado explicarla; de hecho, esa interacción varía mis ideas, me desarrolla. Solo que cuando pasa algún tiempo se me olvida de qué iba tal o cual obra, o se me van los detalles que la iniciaron. La crítica siempre es bienvenida, la especializada y la que no. En casa tengo una científica y una restauradora, señalándome siempre.

¿Qué artistas te han influenciado y a cuáles sigues admirando?

Creo tener influencias de los artistas que admiro: Ernesto Leal, Ezequiel Suárez, Antonio Gómez Margolles, Tania Bruguera, Luis Gómez, Lester Dubé y Hamlet Lavastida. A todos los conozco personalmente, y quizás es por eso que me llegan más fuerte.

Desde la distancia, ¿cómo juzgas a tu generación, la de los años 2000?

Si me lo hubieses preguntado hace un año la respuesta hubiera sido otra, pero hoy te digo que estoy orgulloso de mi generación: están revolucionando la historia, se salieron de la raya. Nosotros tenemos mucho que perder, pero tenemos también mucho, muchísimo más por ganar. Por eso el miedo a expresarse libremente es cada vez menor.

Esta no es la generación que oía a Silvio Rodríguez, eso se quedó atrás: es más la de Silvito el Libre, la misma que la “Revolución” desvió, la que está sacando lo mejor y lo peor del arte en Cuba.

¿Cuál es tu apreciación respecto al arte cubano contemporáneo?

Hay mucho arte oportunista y que no está acoplado a la realidad. Al que intenta lo contrario, por lo general lo trocean y lo mandan a fundir. Por suerte, se está moviendo de manera underground un arte que de momento no va a llegar a las galerías del país, pero se muestra por otras vías; con mucho riesgo, pero se hace. Por eso es importante que existan estos espacios que apoyen y den difusión.

Pienso que hay un boom a nivel de producción artística que deja claro el momento histórico que estamos viviendo, donde el arte mismo tiene un papel protagónico en un cambio social nunca visto en más de sesenta años.

¿Qué relación mantienes con los artistas cubanos?

¡Súper! Eso es como todo: hay personas con las que tienes más afinidad.

Háblame de tu proceso de creación.

Donde hay trabas está mi inspiración, por lo general con cuestiones cotidianas. Busco la grieta y por ahí entro. Me cuestiono el tema, si vale la pena o no, investigo y, de ser posible, soluciono teóricamente el problema para luego expresarlo. Indago cuál es el medio idóneo; no me encasillo para nada en la pintura o en una técnica en específico. Por ejemplo: si la mejor manera de expresar la idea es hacer un batido de mamey, pues venga, ya veré qué cantidad de fruta y azúcar le echo en la medida que voy probándolo; la cosa es cuando no hay mamey. y tienes que inventar otra cosa.

Ese es el dilema seguro de muchos artistas: los recursos. Por eso llegó un momento en mi trabajo en que asumí la obra como una energía o un estado de bienestar que se desarrolla con el logro de mis deseos. Es decir: esforzarme lo justo. En este momento mi obra es eso, y todo lo que produzco promueve ese estado de bienestar. La idea es no estresarme con ninguno de los problemas con que normalmente chocamos los artistas. Por eso desde hace algunos años me he enfocado solo en la pintura, debido a la autonomía que me brinda. No necesitas un taladro, y menos que menos escribir un proyecto.

Aquí en casa, mi mamá y mi expareja se enfadan conmigo por lo distraído que soy. Como hay confianza cuando conversamos, yo prácticamente me quedo concentrado en analizar la primera idea que sale de nuestra conversación. Mi mente vuelve trascendental esa primera idea común, pierdo el interés por la siguiente, y también pierdo el hilo de la charla. Con esto quiero decir que mi cabeza está cocinando algo la mayor parte del tiempo.

Las personas que viven conmigo, Yailyn (mi expareja) y mi madre, son incondicionales con mi trabajo, puedo contar con ellas siempre. Ahora tenemos también una pequeña de tres años en casa, por lo que duermo mucho menos, pero vale la pena: caigo en un estado raro y puedo estar hasta dos días sin dormir y creando.

El dibujo académico nunca lo desarrollé, por lo tanto, mis bocetos son garabatos. Tienen la apariencia de algo sin terminar, solo yo los entiendo y no los colecciono, ya que no estoy orgulloso de ellos. Cuando quiero hacer bocetos para pinturas que implican un realismo, me remito a Google o me hago fotos para, con cualquier programa sencillo de montaje, hacer un collage rápido sin detalles. Luego, con un proyector, reflejo la imagen sobre el soporte y comienza la diversión que es pintar y crear los diferentes detalles. Cada vez que me enfrento a una pintura tengo la sensación de haber olvidado cómo mover el pincel, y me cuesta el primer pincelazo, pero una vez realizado todo fluye rápido.

Pienso que en mi obra ya no hay nada al azar, pero sí valoro los accidentes. Hay obras que no terminan, sobre todo los performances, que resultaron ser interacciones sociales y que ameritan estar al tanto para realizar otra acción en el momento apropiado.

En el caso de la pintura, llego a un punto determinado y paro. Desmonto el lienzo del bastidor o viro la imagen contra la pared para no verla más. Siempre hay un detalle o algo por terminar, y cuando vienes a ver lo que terminas, estás haciendo otro cuadro.

¿Qué particularidad tiene la pintura para que continuamente se anuncie su muerte y su resurrección?

Autonomía, fácil de producir y de vender.

¿Creas sin pensar en un público, sean amigos, coleccionistas, galeristas…?

Eso depende de la etapa y los objetivos que tenga. Hay ocasiones en las que he pensado solo en mí.

¿Qué relación mantienes con las otras artes? ¿Cuál es su importancia en tu vida y en tu trabajo?

Cada mañana, al abrir los ojos, lo primero es música; después, todo lo demás. No puedo vivir sin música.

Leo poco, comparado con mis colegas, pero pienso que leo lo suficiente. Consumo bastante cine: bueno, malo, regular; en general, veo de todo. Desde muy joven he frecuentado bastante el teatro, desde las artes escénicas hasta el ballet. Soy un fanático de la noche y sus encuentros.

¿Qué opinión te merece el mercado del arte y el lugar que ocupa el dinero hoy día en este mundo? ¿Piensas que el mercado orienta la creación?

Esos temas me agotan demasiado, lo siento.

¿Qué tipo de relación tienes con los galeristas?

Buena, pero muy poca.

¿Qué papel le concedes al arte en nuestra sociedad actual?

Solo hacen falta problemas para que el arte haga su mejor papel.

¿Por qué decidiste irte de Cuba y vivir en España? ¿Cómo lo lograste? ¿Cuándo y por qué volviste a Cuba?

No fue una decisión premeditada: surgió. La segunda vez que viajé a Europa fui quince días a París, con la Cátedra Arte de Conducta, y el objetivo era trabajar en una exposición colectiva. Durante la primera semana se sumaron al grupo otros jóvenes artistas, entre ellos una muchacha española con la que hice afinidad y con la que comencé una relación. Eso, y coincidir con un familiar que estaba viviendo en Madrid y que no veía desde hacía años, fueron los principales motivos para pedir una prórroga de quince días y viajar a España.

Ya conocía Madrid, pero como venía de París, con esa lluvia y ese frío, la ciudad me engatusó rápido con su calidez y su idioma y, como estaba bastante agotado de la realidad cubana y necesitaba algo nuevo, no me lo pensé mucho. O mejor dicho: sí lo pensé, pero rápido, y decidí quedarme por un tiempo.

Regresé a Cuba porque constantemente están variando las leyes, y mi madre necesitaba ayuda con temas burocráticos que son bastante tediosos. Fíjate que, a día de hoy, seis años después, aún no he terminado los trámites. Al llegar a La Habana esta última vez, sentí como si me quitara un gran peso de encima; me relajé, creo que el frío me estaba haciendo daño y me mantenía rígido. Los primeros meses, después de seis años viviendo en España, me entró una depresión terrible; pero se fue quitando, creo; increíblemente, somos muy adaptables.

Finalmente he tirado raíces aquí: tengo una hija desde hace tres años, Victoria.

¿Qué representa Cuba en tu vida y en tu arte?

Vivir en Cuba me inspira, aunque su realidad, desde mi punto de vista, es bastante cruda. Pienso que aquí soy más efectivo para expresar todos mis sentidos. Estoy muy familiarizado con todo, y me es fácil adentrarme en situaciones.


Galería


Alejandro Ulloa – Galería.




Armando Mariño

Armando Mariño: “Cuba es un cáliz envenenado del que me alejé”

François Vallée

“La evolución tecnológica de la sociedad ha relegado al arte a un espacio elitista y marginal en términos de experiencia. Hoy en día tiene más influencia, en el imaginario colectivo, un estúpido video de TikTok que una pintura de Picasso o Kiefer; eso es la tónica de nuestra época”.