Armando Mariño: “Cuba es un cáliz envenenado del que me alejé”

Figura mayor de la muy fértil generación de artistas cubanos de los años noventa, Armando Mariño ganó rápidamente fama internacional gracias a su brillante período sobre el concepto de negritud. Luego su lenguaje pictórico se fue alejando del contexto geohistórico cubano, para refundar su práctica de la pintura en un diálogo constante con otros artistas contemporáneos y llevar lo más lejos posible el análisis crítico de su modo de expresión artística, en sus aspectos materiales y estéticos como en sus finalidades culturales.

Fue entonces cuando Mariño desarrolló una iconografía personal que mezclaba sutilmente los temas tradicionales de la pintura occidental con múltiples incisos propios de nuestro mundo actual, integrándolos en imágenes narrativas que hacían eco a hechos históricos o acontecimientos políticos o sociales contemporáneos.

Hoy el arte de Mariño es más complejo de lo que nunca ha sido; conjuga la descripción del impacto que tiene el mundo sobre él, con la restitución de ese mundo a lo visible por las huellas de su mano. Así, más allá de la pintura, Mariño propone una reflexión crucial acerca del estatuto del medio pictórico en una sociedad que ya parece no querer celebrar su autoridad ni su potencia. Apoyándose en la imaginería de una sociedad de consumo triunfante, donde la hiperviolencia es omnipresente, desajusta la dialéctica impuesta entre la abstracción y la figuración, ya que sabe que en definitiva todo puede constituir una imagen; de ahí que cuestione el modo de representación de lo real por la fotografía, refiriéndose en particular a su presunta objetividad.

Las pinturas de Mariño celebran el carnaval de la pintura, instauran un gai savoir visual que invierte y desvirtúa las jerarquías entre la forma y el sentido, la pintura y la fotografía, el arte sabio y el arte popular, para convocar el más allá de la visibilidad. Mariño reactiva la imagen, hace que se libre de la influencia emoliente de la cultura de nuestra sociedad del espectáculo para volver a ser arte.

Cualquier gran pintor revisita a su manera la historia del arte, y Mariño es el vecino de los maestros eminentes gracias a su manera de tocar lo figural por fulguraciones, por una sangrienta armonía de estrepitosos cromatismos que estallan, irradian e incitan el ojo del espectador a recorrer formas y colores antes de leer sus escenas.

La pintura de Mariño se atreve a representar una sacralidad profana, de ahí que no sea obsoleta; como cualquier gran pintura, ella sola constituye la fuerza gráfica y cromática capaz de cartografiar los estratos de cuarenta mil años de arte.

Empecemos por un autorretrato: háblame de tu infancia en Cuba, de tu familia…

Yo nací en Santiago de Cuba, en un barrio extremadamente peligroso; era uno de esos barrios cuyo desarrollo se vio truncado después del “Accidente” (así me gusta llamar a la fallida “Revolución”). Vivían muy buenas familias, con buenos valores, y profesionales como mis padres, pero los alrededores eran todavía marginales y, desgraciadamente, en esa gran vía se celebraban los carnavales cada año. El lugar de confluencia entre la Lujuria y la Muerte. Esa situación se fue deteriorando conforme pasaba el tiempo y se resquebrajaba la moral “pre-revolucionaria” y, al final, aquello era una jungla donde lo más importante era sobrevivir.

Yo sobreviví, y puedo decir que a los quince años ya había visto lo más horrible del ser humano, desde el incesto hasta el asesinato más brutal. Lo importante era salir vivo de allí. Y lo conseguí.

No había espacio para la sensibilidad en la calle: si no peleabas, no jugabas; era muy violento, y no había espacio para la espiritualidad o el arte. El espacio de la sensibilidad estaba dentro de mi casa. Mis padres eran respetables profesionales: mi padre un brillante ingeniero mecánico y mi madre la metodóloga de Física de la provincia. Mis tíos eran doctores, químicos, etcétera.

Yo estaba acorralado por las ciencias, ese era el futuro que mis padres y mi familia me deparaban. Pero la verdad es que yo tenía otro plan. Vivir entre mundos distintos, con aspiraciones distintas, y la frustración de haber nacido en el lugar equivocado, podría definir enteramente lo que fue mi infancia. Sin embargo, puedo decir que, a pesar de todo, mi niñez y mi temprana juventud en esa provincia fue feliz. Pero siempre hubo ese vacío que no podía llenar, esa desesperación de salir de allí, de escapar, y el miedo de morir apuñalado en la calle.

Tuve mi refugio en los libros y en el conocimiento enciclopédico de mi padre. La pared de mi cuarto que daba al salón era un librero enorme, lleno de libros de ingeniería, física y matemáticas; pero también una selección fabulosa de las obras clásicas de la literatura occidental y latinoamericana. Mis padres eran lectores insaciables, y gracias a eso tuve una cultura literaria muy buena desde el principio. Allí devoré a Stendhal, Balzac, Dos Passos, Faulkner, García Márquez, Kafka, Pérez Galdós (de quien me leí casi todos los Episodios Nacionales), Unamuno, Verne, Salgari, Salinger, Steinbeck, Dostoievski, etcétera. Y un día descubrí entre esos libros a Marcuse, Eros y Civilización y El hombre unidimensional; en ese momento se abrió una puerta insospechada para mí: la filosofía, que marcó desde entonces una gran parte de mi vida, porque me ayudó a perfilar mi pensamiento crítico y le dio voz a mi rebeldía.

¿Cuál fue tu primera emoción estética?

Puedo decir que mi primer acercamiento al “arte” sucedió desde muy pequeño, primero a través de las novelitas ilustradas y los cómics que mi padre hacía, y los que había guardado de cuando era niño: Tarzán, Supermán, El Halcón Negro, el Pato Donald, etcétera. Eran un tesoro para mí. Mi padre era un gran dibujante, a pesar de no haber pasado escuela alguna.

Lo segundo, y aún más decisivo, fue el altar católico que había en el fondo de la casa, en el patio: un tremendo altar que para mí era fascinante e intenso a la vez. Mi abuela y mi tía eran devotas y ahí ellas rezaban; nadie más creía en Dios en casa, pero a mí me gustaba estar frente a ese altar con esculturas de santos y decorados dorados, en fin, todo esa parafernalia-kitsch-religiosa-católica, que para un niño nacido en una sociedad forzada a ser atea resultaba fascinante, además de ser un secreto. Imagínate, con tantos comunistas afuera “anulando” la sociedad anterior, ¡no podías contarle a nadie que tenías un altar en el patio de tu casa!

Esa fue mi primera relación con la instalación artística, jeje… Y me marcaría para siempre, pues a pesar de no creer en Dios, me doy cuenta de que toda mi obra ha estado marcada por esa primera impresión: ya sea por la sacralidad y el misterio, o por el uso de elementos simbólicos que aluden a las religiones. Ya ves, en el principio fue lo profano y lo sacro: el cómic y la religión.

Luego vino el descubrimiento del Museo Bacardí, y las obras que allí había. Hasta hoy no sé si son originales, pero me encantaba visitarlo cada vez que podía.

Mi pasión por dibujar y pintar era insaciable; copiaba todo aquello que me parecía interesante y cautivador. Creo que eso desesperaba un poco a mi madre.

¿Qué pasó para que te decidieras a ser artista plástico? ¿Qué formación tuviste? ¿Cómo valoras la enseñanza que recibiste?

Entré en la Escuela de Arte de milagro. Me gusta pensar que estaba predestinado: solo hice tres ejercicios y me dieron la entrada. Fueron a mi casa a llevarme la carta; aún recuerdo ese día, y la cara de mi madre cuando le dieron la noticia de que había pasado las pruebas y me querían en la Escuela de Arte. Ella hizo todo lo posible porque no me metiera en esa escuela; sabía que las pruebas estaban realizándose, pero nunca me dijo nada. Aspiraba a que fuera científico o algo similar.

La Escuela de Arte de Santiago de Cuba era la típica escuela de provincias: bien conservadora en cuanto a la educación artística; siempre me resultó demasiado restrictiva con respecto a lo que se debía o no hacer. Allí di mis primeros pasos, desde el nivel elemental, pero con el tiempo las aspiraciones e inquietudes crecían, y la escuela ya no podía ofrecerme nada nuevo. Era un síndrome de toda una provincia: se valoraba más tu pertenencia o no al Partido o a la Juventud Comunista que tus inquietudes intelectuales y tu curiosidad artística.

Creo que fue una educación bastante mediocre, tanto teórica como técnicamente. La gran mayoría de mis profesores, por no decir todos, no tenían idea de lo que sucedía en el arte más contemporáneo. Creo que era un problema general o nacional.

Puedo decir sin lugar a dudas que, durante esa etapa de mis estudios, mis grandes profesores fueron los libros y el museo. Yo tenía la costumbre de copiar incansablemente obras maestras; la Biblioteca tenía una colección muy buena de libros de arte, con buenas reproducciones de todos los grandes maestros; yo me los llevaba a casa y allí, en mi pequeño cuarto, realizaba estudios y miles de copias de esas obras: óleos sobre papel o cartulina. Las estudiaba, y a través de ellos pude comenzar a ver los pigmentos, las pinceladas y el uso de los colores, los trucos, los gestos… Así comprendí que, para pintar, nada mejor que copiar a los maestros. También pasaba noches enteras en la Biblioteca, y allí podía entablar conversaciones con estudiantes de la Universidad, de la Facultad de Arte, que eran mucho mayores que yo.

Mi curiosidad por el arte era frenética e imparable. Y para saciarla me tuve que marchar.

Así llegué a La Habana, a cursar mis estudios superiores en el Instituto Pedagógico Varona, en la Facultad de Educación Artística. Tuve tremenda suerte, pues en ese momento la llamada generación de los ochenta estaba en pleno apogeo. Y tuve más suerte aún, ya que muchos de los artistas de esa ola eran profesores o visitaban constantemente mi facultad. Allí entablé contacto directo con las máximas figuras de esa generación y trabé amistad con algunos de ellos; amistad que dura hasta hoy.

Estaba al tanto de todo; participaba en cada debate, exposición o acción que sucedía. Fue un gran momento que definió mi pasión por el arte y su devenir. Por primera vez, todo lo que ansiaba del arte estaba al alcance de mi mano.

¿De qué manera has evolucionado como artista?

Yo puedo definir mi relación con el arte en tres palabras: fascinación, aspiración y desilusión. Si ha habido alguna evolución, ha sido en ese orden y en relación con esos términos.

¿Qué es el arte para ti?

El arte, tal y como lo conocemos en nuestra cultura occidental, es un sistema constituido por artistas, escuelas, instituciones, museos, críticos, galerías, etcétera, y no escapa al modelo capitalista de producción, distribución y consumo. Es un error verlo como algo intrínseco, puro, individual o espiritual, porque está traspasado y determinado por ese sistema de relaciones. Así lo entendí yo cuando comencé a adentrarme en ese mundo como artista, y así lo he experimentado desde entonces.

La Historia del Arte es una máquina de triturar cuerpos, cuerpos no reciclables.

¿Qué artistas te han influenciado y a cuáles sigues admirando?

Tengo una gran cantidad de artistas a los que admiro, a quienes he seguido con fervor y cuya presencia ha marcado fuertemente varios períodos de mi trabajo. Todos los artistas tenemos influencias, vivimos de ellas y nos alimentamos mutuamente a través de ellas. Es importante saber que las influencias existen en tu trabajo, pero más importante es saber qué dirección tomar para alejarte de ellas, para no estar muy cerca, pues de eso depende tu supervivencia.

La lista sería interminable: algunos ni siquiera bien conocidos, otros muy famosos, y algunos olvidados por el tiempo y el mercado. Por solo mencionar algunos de los contemporáneos y más cercanos, podría citar a Vuillard, Gauguin, Klimt, Redon, Richter, Doig, Munch, Borofsky, Galán, Borremans, Tuymans, Ocampo, Armitage, Tansey, Fishl, Ofili, Kerry James Marshall, Capelan, Kabakov, Tunga, Dimitrijević, etcétera.

Del patio hay tres artistas que siempre me fascinaron: Brey, Bedia y don Segundo Planes; para mí, el más grande pintor cubano de su generación y de lo que vino después. Irreverente, imaginativo, sin normas, un devorador de estilos, medios y fuentes; introvertido, imparable, sentimental, psicológico, escandaloso, político, surrealista; un Bosco tropical, el enfant terrible de la pintura cubana, como bien lo definió Rufo Caballero. Siempre envidié su libertad creativa, su imaginación desbordante y su desmesura. Era el non plus ultra de la pintura, siempre sorprendente, inconmensurable. Para mí, él representaba la libertad pictórica en estado puro, ¡vomitaba cuadros increíbles! Creo recordar aquella obra tan gigantesca que realizó cuando estaba en el ISA: de tan grande que era, no la pudo sacar del estudio y la cortó en pedazos. Que Segundo me rectifique si no fue exactamente así, pero en mi memoria sucedió de esa manera. Aquel “gesto” fue magnífico; ¡qué irreverencia y qué valor! Eran tiempos en que el mercado no tenía ninguna o casi ninguna determinación entre los artistas y, por eso, dieron lo mejor de sí.

Desde la distancia, ¿cómo juzgas a tu generación, la de los años noventa? ¿Cuál es tu apreciación respecto al arte cubano contemporáneo?

La llamada generación de los noventa nació en otras circunstancias, le tocó sacar al arte cubano del letargo después de la partida de la generación anterior. No fueron mejores ni peores, ni tampoco la “mala yerba”, como les llamaron. Si los comparas generacionalmente, cumplieron a la perfección su papel dentro de las circunstancias que les tocó vivir, y muchos de ellos han logrado tener carreras fulgurantes, bien sólidas y con una obra muy buena que nadie puede poner en duda.

Siempre he creído que fue un error teórico y muy torpe antagonizar y definir el arte cubano por generaciones. Esa aproximación crítica e historiográfica atenta contra la flexibilidad y la complejidad del desarrollo artístico del arte cubano. Es cierto que se pueden entrever ciertas similitudes entre el grupo de artistas de cada período que los acerca, pero no es definitivo: hay más hibridaciones, intersticios, fracturas, seguimientos, intertextualidades y confluencias que este tipo de aproximación es incapaz de dilucidar o exponer.

En vez de establecer un análisis estructural, como se ha hecho hasta hoy, se debería realizar uno rizomático, anatómico, y entenderlo como el cuerpo que es.

¿Eres reacio a explicar tu trabajo, al acercamiento crítico?

No es que sea reacio a explicar mi trabajo, es que lo considero un acto fútil. En mi caso, como pintor, creo que se quedan muchas cosas fuera que no podemos abarcar con palabras; de ahí la futilidad del intento. Prefiero hablar del proceso, es más interesante.

¿Qué es lo que desencadena tu necesidad de crear?

Mi proceso creativo ha cambiado radicalmente con el transcurso de los años, y en la mayor parte ha estado determinado por mi nomadismo, por los países donde he vivido.

Recuerdo que mis primeros trabajos estaban bien marcados por un conceptualismo militante que tenía mucho que ver con mis lecturas sobre arte, las enseñanzas de la Escuela de Arte y la generación del momento. Nunca se me olvida que Carlos Capellan me visitó en un estudio improvisado que yo tenía en el Pedagógico; venía con una curadora de Moderna Museet y, después de presentarle mi trabajo, ella me preguntó por qué no era un teórico o un crítico, pues la obra quedaba desbordada por el conocimiento teórico que la sustentaba.

Ese dilema me persiguió durante mucho tiempo, y le debo a José Ángel Toirac, a Adriano Buergo, a Lázaro Saavedra y a Ángel Ricardo Ricardo Ríos que me hayan librado de ese peso cuando tuvimos aquella conversación durante mi primera exposición personal en el Castillito del Varona. A partir de ese debate decidí enfocarme en la pintura, pero seguía sin abandonar el cuerpo conceptual.

Así llegué yo a la pintura que me definiría por mucho tiempo: la llamada “serie del negro”. Tuvo una recepción tibia en el contexto cubano, a pesar de interesarle a algunos críticos como Noceda, Rufo Caballero, Lupe Álvarez. Otros, sencillamente, la ignoraban o la rechazaban de manera tajante. No me importó mucho esta reacción contradictoria ante mi trabajo, pues a mi entender había encontrado una voz propia y única en el panorama cubano, y a partir de ahí se abrieron otros caminos y posibilidades.

Vale recalcar que el problema racial en Cuba era como un tabú (a pesar de que mi trabajo rozaba el tema como parte de un discurso más global y posmoderno, la representación de un negro como protagonista implicaba un tema racial); los críticos estaban más interesados en obras que practicaban la crítica velada y cínica al gobierno: era como la marca de identidad del arte cubano del momento, una marca que lo ha perseguido hasta el día de hoy, y que garantizaba el éxito.

Ese trabajo me abrió las puertas a algunas exposiciones internacionales y viajes de los que tengo maravillosos recuerdos y experiencias increíbles. La obra captó la atención de un galerista en España, Ángel Romero, y fue a través de él que logré salir a Madrid y comenzar mi aventura española.

Madrid fue un vuelco radical en mi vida, un shock del que solo he tenido conciencia recientemente. Las ciudades tienen ese efecto en mí, pero Madrid más que ninguna otra. Estuve un año sin pintar, viviendo la ciudad, viajando a cuanta provincia española podía, y moviéndome por Europa sin parar. Todo era nuevo, fascinante y excitante; estaba ávido de saber y devoraba museos, eventos, exposiciones y conciertos. España me dio esa posibilidad y la libertad que nunca tuve en Cuba, y por eso decidí echar mis raíces allí.

En aquel momento la galería representaba a algunos de los más extraordinarios artistas del panorama español del momento: Ciuco, Serra, Chema Madoz, Bernardi Roig, Rufo; también a figuras latinoamericanas como Bedia, Capellan y Los Carpinteros, que apenas empezaban a despegar. Era una sensación muy satisfactoria estar entre ese grupo de artistas renombrados.

Pero lo más importante fue descubrir que mi trabajo interesaba también a críticos y curadores, entre ellos mi gran amigo Fernando Castro Flórez: a él le debo muchísimo en mi carrera, pero no sé si él lo sabe. Nos conocimos en una de sus conferencias, y la amistad y la fascinación fue inmediata. Fernando tenía esa capacidad de producir saber sobre la cosa más insignificante; un saber enciclopédico, profundo, filosófico e hilarante. Eran conversaciones interminables donde salías con el rabo entre las piernas a estudiar, a leer, a investigar, a repensar. Era un Lezama ibérico desenfrenado. Pero lo que más me fascinaba era que tenía un respeto enorme por cada artista, ya fuera un consagrado o solo un estudiante. Ese respeto le granjeó mi más sincera afección y amistad. De su mano participé en muchas exposiciones y proyectos, tanto nacionales como internacionales, y fue a través de él que otros prestaron atención a mi obra en España.

Mi obra durante ese período estaba guiada por ideas específicas, algo que yo tenía claro en mente antes de llevarlo al lienzo. Hacía fotos y bocetos y componía previamente; pintar era un paso secundario y el resultado no era una sorpresa: yo intuía de antemano cómo iba a terminar el cuadro, era predecible y, a pesar de que existía un juego intertextual, el resultado pictórico no me sorprendía. Me compraban los cuadros incluso antes de terminarlos.

Así fue como terminé cansándome, algo que nadie entendió cuando decidí dejarlo todo al lado y comenzar una obra totalmente nueva. Fue una decisión radical e intempestiva; fue duro romper el ciclo, los hábitos, la seguridad del mercado y la aceptación del público.

Cuando comencé a pintar esas nuevas obras, estaba totalmente perdido y lleno de incertidumbre; me invadió la rabia, la desesperación, el miedo. Por momentos perdí la confianza en mí mismo, y aquello que salía de mis manos no me satisfacía, era malo, desconocido e incipiente. De momento, ya no interesaba a mis coleccionistas ni a mis galerías; el dinero dejó de entrar y me encontré en una situación totalmente nueva. Solo me guiaba la certeza de que había tomado una decisión correcta. Aquella batalla era contra mí mismo, y en mi mente tenía siempre esa frase de Jesse Owen: “Theonlyvictory that counts is the one overyourself”.

Pero nadie parecía entenderlo, y entonces decidí irme a Holanda. Fue un nuevo reto, una nueva aventura, y el espacio para reflexionar acerca de qué hacer con mi obra. Tenía el tiempo y la calma, además de un contexto artístico de gran calibre donde la crítica y el reciclaje de ideas estaban a la altura de lo que sucedía en el arte contemporáneo.

En la Rijksakademie encontré el refugio que buscaba. Allí conocí a Luc Tuymans, Narcise Tordoir, Lisa Milrow, Bernard Frize (quien me contó cómo había dejado de pintar durante veinte años; ¡uf, qué alivio me dio esa revelación!); a la crítica Anna Tilrow, siempre con su incisiva mirada, y a muchos jóvenes artistas holandeses y de otras nacionalidades con una obra sólida y distinta.

Pero al principio fue difícil aclimatarme y entender la dinámica, aceptar las críticas y las recomendaciones, hasta el punto que llegué a cerrarme a todos y a todo, renuncié a las charlas con los artistas y críticos que nos visitaban, y durante muchos meses solo estuve conmigo mismo y con los libros: una vez más, los mejores profesores.

Recuerdo cuando Mosquera vino a verme. Contra su voluntad, logré arrastrarlo fuera del estudio y llevarlo a tomar unas cervezas; él intentaba hablar de mi obra y de lo que estaba haciendo, pero yo, sinceramente, no tenía nada que decirle: estaba en un proceso de reinvención o redescubrimiento de mí mismo, las ideas no aparecían y la obra no iba a ninguna parte.

Me salvó la constancia y la intuición, que es mi arma predilecta. La intuición se dispara en mí con una frase, una indicación o una palabra; una foto aquí, una canción allá, cualquier cosa puede ser el detonante de un cambio de rumbo, y sucedió después de mucho silencio y trabajo diario destruyendo obras y reemplazándolas con nuevas obras nacidas para fracasar una vez más.

Nunca fui más artista que cuando estuve en Holanda. Levantarte, empezar una obra, dormir, volver al otro día y descubrir que no valía la pena, destrozarla, empezar de nuevo, levantarte, caer, volver a levantarte, cambiar el método, los materiales, los médiums y utensilios, empezar de nuevo como un aprendiz. La angustia del fracaso y la euforia del éxito, unidas en un ciclo infinito.

Al final tuve resultados satisfactorios y encontré una dirección adecuada. Tanto así que al terminar mi beca se me acercaron tres galerías europeas que comenzaron a trabajar conmigo, sin contar que vendí casi todas aquellas obras a buenas colecciones privadas y públicas, y estuve de vuelta en el circuito.

La obra nueva se basaba más en el accidente de la pintura sobre el lienzo, y la historia se iba quedando atrás: pasó a ser secundaria, velada, no evidente, implícita, diluida. El proceso pictórico pasó a ser lo más importante. Comencé a escuchar y ver, a detenerme y aprovechar lo que sucedía espontáneamente en la obra; no forzarla, sino dejarme guiar por ella en el sentido que el material te indicaba, y esas pequeñas prácticas y estrategias cambiaron totalmente mi forma de acercarme al cuadro. Hoy en día son los pilares de mi trabajo.

Trabajo con miles de fotos, extraídas de la web, de revistas o libros que reviso a rato, y las dejo vagar en mi mente y ante mis ojos hasta que un día descubro su “esencia” o su potencialidad como cuadro. Pinto menos, pero observo más. Hoy no tengo prisa y trato de extender lo más que puedo el período entre las exposiciones, pues cada cuadro exige su tempo,y así evito que sea el deadline de una exposición la que decida su suerte.

¿Conoces la influencia que has tenido en otros artistas cubanos?

No creo haber influido en Cuba de ninguna manera. De todas formas, no es que me interese mucho. En cambio, creo haber guiado a alguno que otro en conversaciones y debates.

Lo que sí sé es que mucho de la obra que se está realizando y promocionando internacionalmente hoy en día, lo hice yo veinte años atrás. No es que haya influido en esa moda, pero me reconforta saber que fui una especie de “pionero”.

¿Qué relación mantienes con los artistas cubanos?

Con respecto a los artistas cubanos te puedo decir que conozco a muchos de ellos, y tengo y mantengo buenas relaciones con ellos. A unos pocos tengo el honor de considerarlos mis amigos, y eso para mí es más importante que el hecho de que sean artistas.

Háblame de tu proceso de creación.

Mi proceso de trabajo es caótico y diverso y ha cambiado con el tiempo. A veces vienen ideas a mi mente y las dibujo, o más bien las realizo en acuarelas rápidas, formales, que tienen solo el objetivo de encontrar la armonía perfecta y los colores adecuados.

No siempre fue así. Antes primaba la idea, y yo buscaba los elementos que me servían para llevarla a cabo; componía el cuadro en función de esa idea y luego lo pintaba. Así podía determinar fácilmente cuándo la obra estaba terminada, cuándo la representación de lo que quería estaba acorde con las fuentes de las que partía.

Después vino el período en que usaba la computadora para distorsionar los elementos, componer y buscar unas relaciones de colores más acordes con los tiempos. Las distorsiones creadas por programas como Photoshop me servían para repensar los colores y sus posibilidades. El problema, al principio, fue que luego intentaba reproducir el efecto en el lienzo, y creo que eso seguía lastrando el resultado.

Hoy en día trabajo indistintamente con varias fuentes y métodos, ya no dependo tanto del ordenador, y las ideas ya no priman sobre el resultado. Lo bueno, pero más inquietante, es saber ahora cuándo el cuadro se ha terminado: el tiempo de arribar a esa decisión varía, puedo pasar meses contemplándolo y realizando cambios, o solo semanas. Creo que una buena manera de saberlo es cuando lo nombro, o cuando sale del estudio.

¿Qué particularidad tiene la pintura, o el dibujo, para que continuamente se anuncie su muerte y su resurrección?

Eso es un eslogan comercial. Una deriva de la obsesión de un artista americano que solo pintaba aburridos cuadros negros.

¿Creas sin pensar en un público, sean amigos, coleccionistas, galeristas…?

Creo que en general ningún artista creó pensando en amigos, galeristas y coleccionistas. Aquellos que sucumben a esa presión o influencia están condenados al fracaso.

Mi vida transcurre en el estudio: horas, días, meses. No viajo mucho, solo a la ciudad cuando hay alguna exposición interesante, y no interactúo mucho con nadie; de hecho, no tengo ni Internet ni señal de teléfono en mi estudio. Te cuento esto para que veas el nivel de aislacionismo en que realizo mi trabajo.

Vivo en una pecera, literalmente; mi estudio da a la calle en la vía principal de un lindo pueblo americano. A través de mi enorme ventana de cristal veo la vida pasar, gente de todo tipo: género, raza y estamento social; los coches, la luz solar, la nieve, las nubes, la lluvia, el frío, las estaciones… ¡Es un gran espectáculo! La vida pasa ante mis ojos, muchos transeúntes se detienen a mirar, y algunos incluso quieren entrar a ver, sin éxito.

Experimento el tiempo en dos velocidades distintas: lo que sucede afuera y la lentitud en la que se realizan y completan mis cuadros. El ejemplo perfecto de esa dualidad temporal a la que se refería Bergson.

¿Qué relación mantienes con las otras artes? Supongo que tu biblioteca puede decir mucho de tu obra. ¿Qué libros predominan en ella?

Me fascina la música, es mi gran frustración: en algún momento estuve tentado de comenzar a estudiarla, pero me llevaba mucho tiempo y mis circunstancias cambiaron y no pude hacerlo. Aún creo que algún día lo haré. Pongo música todo el tiempo cuando pinto, y es música muy diversa, desde Habana Abierta hasta Satie pasando por The National, Miles, Red Hot Chili Pepper y muchos más. Sin embargo, a veces tengo esos largos períodos (semanas) en los que solo escucho a Keith Jarret, sus conciertos de piano solo. Eso depende del estado en que se encuentran las obras en las que estoy trabajando.

Mi biblioteca es enorme, pese a que con el tiempo y mis constantes mudanzas y desplazamientos me despojé de muchos libros. Predominan básicamente libros de arte, novelas y libros de teoría y filosofía; estos últimos ya no tanto, pero conservo mis favoritos: Nietzsche, Foucault, Bourdieu, etc. Escritores clásicos, y algún que otro contemporáneo que descubro a diario, pero últimamente he dejado de comprar libros físicos y ahora los tengo casi todos en formato digital. Barato y ecológico. Recientemente me han fascinado Michel Houellebecq, Güzel Yajina, Orhan Pamuk y Emmanuel Carrère.

¿Qué opinión te merece el mercado del arte y el lugar que ocupa el dinero hoy día en este mundo?

La relación con el dinero y el mercado no es de ahora: es antigua, y es y ha sido imprescindible en el desarrollo y la evolución del arte. En mi caso y en el de muchos artistas, creo que esta relación ha sido siempre compleja, entre el rechazo y la aceptación, determinada por la necesidad y las circunstancias, pero en ningún momento he tenido esa demonización del dinero. Como apunté antes: el dinero siempre ha ocupado un lugar esencial en la Historia del Arte; es así, especialmente desde el Renacimiento.

¿Qué relación tienes con los galeristas?

De respeto mutuo, con altas y bajas, con buenos y malos, pero en general no he tenido dramas ni grandes problemas. Los galeristas son vilipendiados muy a menudo, pero yo considero su trabajo muy importante y de mucho riesgo. Están expuestos todo el tiempo, sus gastos son enormes, y su energía y su desgaste también; merecen cierto respeto. Por esa razón intento acercarme a ellos y contribuir, pues es un trabajo donde ambas partes ganan y creo que la mejor manera de hacerlo es entablando una buena relación de confianza y amistad.

Ojo: no todos son iguales, como tampoco todos los artistas son santos. En mi experiencia, a aquellos que intentaron definir y dirigir lo que hacía, los dejé marchar. Y a los que tuve que pedirles que me pagaran, también me alejé de ellos.

Un buen dealer es aquel que conoce tu trabajo y lo incentiva, un connaisseur que sabe promocionar y sensibilizar a los coleccionistas con tu trabajo. Desgraciadamente, de esos ya no quedan muchos, pues el mercado especulativo y sus ferias frenéticas desarticularon el placer de saber y comprender, acabaron con todo eso.

Me gusta entablar relaciones de amistad con ellos, pues creo que así se llevan mejor las cosas y la confianza crece por ambas partes, y si al final decides que te tienes que marchar, queda una buena relación.

¿Qué papel le concedes al arte en nuestra sociedad actual?

Me gustaría reformular la pregunta: ¿Cumple alguna función el arte hoy en día? No estoy seguro de eso. A nivel social no lo tengo tan claro; a nivel personal e íntimo sí, y los artistas deberían ser conscientes de eso. Intentaré explicarme, a pesar de que sobre este tema realmente tengo más preguntas que respuestas.

Me parece que la evolución tecnológica de la sociedad en los últimos cincuenta años ha relegado al arte, y a muchas otras prácticas digamos “antiguas”, a un espacio elitista y marginal en términos de experiencia. Para mí, la experiencia estética, “autotélica”, es decir, una experiencia que produce satisfacción y finalidad en sí misma, conlleva emociones, sentimientos, etcétera; lo que a mi entender es la función más importante de la obra artística. Nadie podrá negar que hoy en día tiene más influencia, en el imaginario colectivo, un estúpido video de TikTok que una pintura de Picasso o Kiefer; eso es la tónica de nuestra época.

Lo cual me lleva a preguntar: ¿Es el arte esencial en la vida de las personas? ¿Es imprescindible para las sociedades hoy en día? El acceso a la información (y fíjate que digo información y no conocimiento) es muy fácil y rápido, pero no creo que esa “democratización” del saber haya acercado a la gente al arte ni mucho menos; al contrario, pienso que las ha alejado, y a su vez ha trivializado el arte.

Toda noticia relacionada con el arte hoy en día está estrechamente vinculada al dinero: cuánto se pagó por esa pintura, qué coleccionista la compró, cuánto se vendió en las ferias, quién es “the next hot artist” (lo que se traduce por: qué artista está vendiendo mucho ahora), qué diseñador trabaja con qué artistas, cuáles son los famosos que compraron tal o cuál artista… Y no dejemos atrás los museos, que todos sabemos que se hacen y construyen hoy en día para atraer el turismo: qué arquitecto lo construyó, qué artistas están en la colección, etcétera.

Si existe un boom del arte hoy en día es meramente económico, genera publicidad y dinero, pero su influencia como tal en la sociedad es nula. Es un tema complejo y de muchas aristas que podrían llevar varias páginas, pero creo que el dilema está por ahí.

En un contexto así, ¿qué nos queda a nosotros como artistas? Pues esperar que la gente se estremezca con nuestras obras y que ellas generen una experiencia personal que aporte satisfacción, placer, empatía o apertura mental.

¿Cuándo y por qué decidiste exiliarte?

La asfixia de una dictadura inextinguible, al parecer. La última vez que estuve en Cuba fue hace unos dieciocho años, cuando murió mi padre.

¿Qué queda de Cuba en tu vida y en tu arte?

Cuba es un cáliz envenenado del que me alejé irremediablemente.


Galería


Armando Mariño – Galería.


Flavio Garciandía

“Las entrevistas son la sífilis de los tiempos modernos” (Jean-Luc Godard)

François Vallée

Flavio Garciandía: “Hacer chistes nunca se me dio (a pesar de que esa era mi verdadera vocación), pero fabricar citas falsas, sí”.