Luis Cruz Azaceta nació en La Habana en 1942, emigró a los Estados Unidos en 1960, vivió 32 años en Nueva York, donde se graduó de la School of Visual Arts, y se instaló en 1992 en Nueva Orleans, ciudad donde reside actualmente.
Azaceta es, hoy en día, una de las figuras más destacadas y eminentes de su generación, la que se dio a conocer en la década de 1980, cuando la modernidad promulgada por Clement Greenberg se situaba para muchos artistas en un callejón sin salida, y cuando se produjo en la pintura una reacción global hostil al conceptualismo y al minimalismo: se recuperan la figura y lo narrativo, mezclándose con la abstracción, la escritura, el juego con los soportes, los materiales…
Azaceta y otros pintores jóvenes, como los neoexpresionistas alemanes, con Baselitz o Lüpertz a la cabeza; los italianos de la Transvanguardia, como Clemente o Paladino; los norteamericanos de la Bad Painting, como Basquiat o Haring; o de la pintura posmoderna, como Schnabel o Salle, convulsionaron el panorama artístico y se destacaron por sus temas libres; por la exploración de su pasado histórico nacional reflejado en cuestiones míticas o literarias; por su pintura de gran tamaño rebosante de color, de textura; por la libertad de sus lenguajes y las soluciones formales como la cita, el eclecticismo estilístico; por una nueva forma de aprehender la pintura a partir de las ruinas de la modernidad.
La trayectoria artística y estética de Luis Cruz Azaceta es muy amplia, y difícilmente abarcable o clasificable. Se trata de un artista múltiple, paradójico, a contracorriente, cuya obra oscila entre la figuración y la abstracción, fundiéndolas incluso. Una obra entre la geometría y las formas orgánicas, entre lo lindo y lo feo, en una cacofonía visual que interpreta la tragedia de la condición del exiliado, su desarraigo, su soledad, su marginación, su mutilación, su trauma; la violencia y el caos que imperan en las urbes contemporáneas posindustriales; el drama del medio ambiente con las catástrofes naturales o la propagación de epidemias, etcétera.
Azaceta es un pintor auténtico, genuino, honesto, persistente, ajeno al dictado del mercado del arte. Su pintura refleja la necesidad visceral que siente por cartografiar su paisaje interior y exterior, su geografía y su historia, luminosas y a la vez oscuras. Su pintura, por su constante metamorfosis, traduce la multiplicidad y el polimorfismo de un ser que es, en unidad de esencia y de existencia, lo que todos los seres somos.
Empecemos por un autorretrato: háblame de tu infancia en Cuba, de tu familia, de tus padres…
Nací en el hospital de Columbia, ubicado en el barrio de Marianao, el 5 de abril de 1942, y me bautizaron Luis Salvador de Jesús.
Mi infancia en Cuba fue muy buena y placentera. Mis padres, María y Salvador, dedicaron su vida (dentro de sus limitaciones) para complacernos a mi hermana Sonia y a mí en todas nuestras necesidades y caprichos. Fuimos a una escuela privada. Mi padre trabajaba en las Fuerza Aérea; fue mecánico de aviones durante 33 años, y mi madre ama de casa. Me crie entre aviones por parte de mi padre, y en carpintería por parte de mi madre, que venía de una familia donde eran todos carpinteros.
Tenía muchos amigos y jugábamos todos los días al regresar del colegio. Como todo cubanito, me encantaba jugar a la pelota en la calle, jugar a las bolas, a los trompos, y empinar papalotes en la temporada de Cuaresma. Me gustaba coleccionar sellos de correos; para mí eran fascinantes todos esos sellos de diferentes países, con diseños hermosísimos.
De pequeño siempre me gustó dibujar y construir composiciones con papeles de muchos colores brillantes, y hacer reguiletes y venderlos a los vecinos de la cuadra. A los diez años, jugando un domingo en la calle, una bola de masilla me golpeó el ojo izquierdo, quemándome la córnea y parte de la pupila. Me quedé ciego de ese ojo durante un año y luego, milagrosamente, empecé a ver normalmente.
¿Cuál fue tu primera emoción estética?
Mi primera emoción estética, ya en el exilio, nació de la gran necesidad de comunicar mis experiencias como cubano en Nueva York, pues vine directamente de La Habana a Nueva York, donde tenía familia. Con sus rascacielos, sus puentes, sus túneles, sus luces, su energía y todas las posibilidades que ofrece, Nueva York fue un choque visual.
¿Qué pasó para que te decidieras a ser artista plástico? ¿Qué formación tuviste?
Me hice artista por mí mismo. Empecé a dibujar y pintar en 1963, y tres años después decidí ir a la School of Visual Arts en Manhattan, donde me gradué en 1969. Casi todos mis maestros en la escuela son muy famosos hoy en día: Leon Golub, Robert Mangol, Dori Ashton…
Siempre me he considerado un artista neoyorquino, mi formación se ha hecho en esta ciudad con todas sus influencias y, claro, con mi idiosincrasia cubana y mi forma particular de pensar el arte, que es una fusión de las dos culturas en ese espacio físico/mental llamado exilio.
¿Cómo has evolucionado como artista?
He estado en un perpetuo estado de evolución y cambios de estilo. No me gusta repetirme estilísticamente, y cuando el trabajo empieza a sentirse mecánico y manierista lo paro radicalmente y me muevo en otra dirección.
Trabajo en series; los temas proceden fundamentalmente de las cosas que me afectan o pueden afectarme a mí como persona, o a todos colectivamente: la violencia urbana, la identidad, el racismo, las guerras, el terrorismo, las epidemias, los dictadores, los desastres naturales, etcétera. Esos son los temas que me interesa plasmar, pero quiero llevarlos de lo particular a un estado más universal, con la esperanza de transcendencia.
Por muchos años he usado el autorretrato como un actor que interpreta diferentes papeles: el agresor, la víctima, el hombre común en su condición humana de tragicomedia, en su estado de incertidumbre.
Creo que he sido un pionero dentro del movimiento neoexpresionista de Nueva York en los años ochenta, pese a que a partir de los setenta la pintura fue declarada muerta por la mayoría de los críticos y los llamados conocedores de la cultura y las artes plásticas. Vino la invasión europea con unos pintores geniales y magníficos y unas exposiciones tremendas que proporcionaron un impulso, un vigor, a las artes en Nueva York. De ahí surgen Basquiat, Schnabel, Keith Haring y otros, pero no a la altura de los artistas alemanes e italianos, como Kiefer y Clemente.
Nosotros, los latinoamericanos, siempre hemos sido hasta cierto punto expresionistas, por la gran precariedad de nuestra condición política y la necesidad de expresar nuestra realidad con ese humanismo existencial.
¿Qué artistas te han influenciado y a cuáles sigues admirando?
Francisco de Goya fue el artista que me hizo cambiar y pensar qué clase de artista yo quería ser. Después de graduarme me fui a Europa para ver los museos importantes. Las llamadas Pinturas Negras de Goya me paralizaron por su fuerza y contenido visual. El Prado fue una revelación. Por aquel entonces yo estaba haciendo pinturas abstractas geométricas, sin ningún contenido social. Solamente art for art’s sake.
Otros artistas que siempre he admirado son Picasso, por supuesto, Max Beckmann, Otto Dix, George Grosz, James Ensor, Francis Bacon, Walt Disney, José Clemente Orozco, Frida Kahlo, Peter Saul, Robert Arneson y Frank Stella.
¿Conoces la influencia que has tenido en otros artistas cubanos?
Nunca he tenido muchas cosas en común con los artistas cubanos de la Isla. Yo, en el exilio, lidiando con las experiencias de la diáspora, no estaba ni aquí ni allá; y ellos, allá, lidiando con un Estado opresor, sin libertad de expresión, con una falta de comunicación… Pero es irónico que ellos en la isla representen a su país, Cuba, en todas las bienales internacionales, y nosotros, en el exilio, no tengamos ningún respaldo, ni representación, ni bienales. Estamos solos en un país que se llama Exilio, a orillas del American Dream.
No conozco la influencia que pueda tener mi arte en artistas cubanos, ni de aquí ni de allá. Lo ignoro. Espero que alguna, jajaja.
Háblame de tu proceso de creación.
Como artistas, queremos arreglar el mundo, ponerlo en orden respecto a todo este caos que nos rodea. Por eso creamos arte, con la ilusión de transcender el desorden y la muerte que nos espera. El poder del arte es que nos permite soñar y darnos esperanzas de un mundo mejor.
Me gusta estar sorprendido en el proceso de hacer una pintura o dibujo, producir algo que no esperaba, no saber nada; por eso trabajo de forma intuitiva, sin saber exactamente a dónde voy y descubriendo nuevas formas de expresarme en una forma simple, directa y refrescante, donde se encierra el misterio de la creación. Casi toda mi obra es autónoma, no hago estudios preparativos ni bosquejos; solamente tengo una vaga idea temática. El dibujo es muy importante pues es el esqueleto de la pintura. Dibujo y pinto diariamente, y cuando no lo hago me siento culpable. Como si estuviera perdiendo el tiempo.
¿Creas sin pensar en un público, sean amigos, coleccionistas, galeristas…?
Allan Frumkin fue mi primer galerista en Nueva York, durante veinte años, hasta que se retiró por problemas de salud. Mi primera exposición fue en la primavera de 1975, con la serie de los subways. No se vendió nada. Él me compró una de las pinturas de la muestra como apoyo, o quizás para hacerme sentir bien.
Mi obra de entonces era muy difícil de vender, pues los temas eran muy grotescos, pero para mí lo importante era hacer la obra. No me hice artista para llegar a ser rico, sino por una gran necesidad de decir algo, como una crónica de nuestra realidad y condición humana, sin pensar en la comercialización. Sin embargo, el primer museo importante en adquirir mi obra fue The Metropolitan Museum of Art de Nueva York, en 1984, y con el tiempo y muchas exposiciones, muchos otros museos y colecciones privadas compraron obras mías.
Vivo del arte y eso es un gran honor y un privilegio. No ha sido fácil, ha sido una trayectoria complicada, pero donde hay disciplina, tenacidad y honestidad creativa, tarde o temprano uno termina siendo reconocido.
¿Cuál es tu relación con el mercado del arte?
Siempre he mantenido una buena relación profesional con los galeristas. Aunque he sido “quemado” en varias ocasiones. Necesitamos las galerías para que nos representen y vendan nuestra obra. No podemos hacerlo por nuestra cuenta.
En el arte actual, lo mismo que en otros siglos, el tiempo tiene la última palabra. Lo bueno, original y clásico queda y perdura; lo malo, vacío e insignificante, sin alma, sin vida, será borrado por el polvo del tiempo.
¿Qué relación mantienes con las otras artes, y qué importancia tienen en tu vida y en tu trabajo?
Me gusta la literatura. Tengo una buena biblioteca de autores que trato de leer cuando tengo tiempo. Por supuesto, todo esto te ayuda a formular tus ideas sobre la humanidad, la cultura, otros puntos de vista, otras verdades, otras inquietudes que buscan también un orden estético a través del lenguaje.
Disfruté mucho la novela del chileno Roberto Bolaño, 2666, y ahora me estoy leyendo Discurso de la madre muerta, del escritor cubano Carlos A. Aguilera.
La música que escucho al comenzar el día, en el taller, es la música gregoriana, que llena el espacio con su espiritualidad. Fumo un buen tabaco como ritual para empezar una nueva pintura, buscando el impulso esencial a fin de atacar el lienzo con claridad. Al mediodía ya tengo que escuchar rock o música cubana, para seguir impulsado con la energía de todos esos ritmos y movimientos.
Últimamente escucho a The Black Keys, al rapero Little Wayne y a las voces seductoras de Adele, Alicia Keys, Rihanna y Miranda Lambert. De vez en cuando disfruto del gran pianista Glenn Gould tocando la música de Bach, las Variaciones Goldberg.
¿Cuándo y por qué decidiste exiliarte?
A los 18 años, decidí, con el acuerdo de mi familia, irme para los Estados Unidos. Era mejor el exilio que quedarme en Cuba y ser miliciano-esclavo de una dictadura, de un Estado opresor que suprime la libertad de expresión y el libre pensamiento.
He vivido 60 años fuera de Cuba, sin regresar. En el año 2000 intenté asistir a la Bienal de La Habana con un grupo de miembros del Museo de Arte de New Orleans. Nunca recibí la visa que me hubiera permitido entrar y salir de Cuba. Los 25 miembros del Museo, todos americanos, recibieron sus visas, pero a mí nunca me llegó.
¿Qué queda de Cuba, y de La Habana, en tu vida y en tu arte?
Siempre tengo la ilusión de que podré regresar algún día a una Cuba democrática, libre y soberana, en un futuro cercano.
En mi arte, como en mi corazón, siempre está Cuba, ya sea con los balseros o llevando la Isla al hombro, como el bacalao a cuestas, o nadando hacia La Habana en mis viajes mentales, en un laberinto sin salida pero siempre añorando, soñando y esperando un regreso.
Galería
Luis Cruz Azaceta: Solos en un país que se llama Exilio – François Vallée
Gustavo Acosta: una epifanía del silencio
Gustavo Acosta dibuja y pinta el futuro que se hunde en el pasado, el derramamiento del sueño en la vida real, los recuerdos fraguados por la erosión del olvido. No tiende al espectador anhelante el cebo de una significación, de una demostración, sino una sugerencia para que su visión se abra, desborde su época y resuene su espacio mental.