En el hastío de la espera

“Esto significa que dentro de la Revolución, todo; contra la Revolución, nada.  Contra la Revolución nada, porque la Revolución tiene también sus derechos; y el primer derecho de la Revolución es el derecho a existir.  Y frente al derecho de la Revolución de ser y de existir, nadie —por cuanto la Revolución comprende los intereses del pueblo, por cuanto la Revolución significa los intereses de la nación entera—, nadie puede alegar con razón un derecho contra ella. Creo que esto es bien claro.

¿Cuáles son los derechos de los escritores y de los artistas, revolucionarios o no revolucionarios?  Dentro de la Revolución, todo; contra la Revolución, ningún derecho.

Y esto no sería ninguna ley de excepción para los artistas y para los escritores.  Esto es un principio general para todos los ciudadanos, es un principio fundamental de la Revolución…”.

Fidel Castro.

I

No recuerdo exactamente la fecha, pero debió ser en algún momento a finales de los años ochenta, justo entre el salto de la enseñanza primaria a la secundaria. En la escuela nos habían citado para concurrir al acto conmemorativo por el día de las Fuerzas Armadas Revolucionarias en la Plaza de la Revolución. Nos exigieron ir vestidos con el uniforme del Movimiento de Pioneros Exploradores, una suerte de formación scout tropical. Desde muy temprano en la mañana nos amontonaron en un lugar desde el cual se divisaba con cierta dificultad el podio vacío que debía ocupar Fidel Castro durante la ceremonia. Horas más tarde se inició el desfile, el consabido discurso de excesiva duración, más los festejos y saludos oficiales bajo una lluvia torrencial. Para la ocasión, mi madre se las había ingeniado para disfrazarme de pionera exploradora con un sombrero de yarey herencia de mi abuelo campesino, un vaquero de talla tan pequeña que apenas me permitía respirar, y una camiseta blanca teñida con tempera verde olivo. Henchidos de emoción por la inminente cercanía del “supremo líder”, la candidez y entusiasmo colectivo de los “pequeños revolucionarios” se fue metamorfoseando en el retrato de unas lamentables figuras chorreantes de agua que imploraban una mirada paternal del “Gran Hermano”, quien pasó delante de nuestras pertrechas y hambrientas caras sin un gesto o ademán reconfortante, ignorándonos. Con profunda desilusión y frialdad observé el charco verde bajo mis pies, y esa vivencia fue premonitoria: la Revolución se desteñía. En mi utópica visión infantil la verde idea de la sociedad comunista comenzó a dejar de ser tan verde, se marchitaba.

El 22 de junio de 1925, durante un discurso pronunciado en el IV Congreso del Partido Nacional Fascista, Mussolini autoproclamó la voluntad totalitaria del fascismo, algo que explicaría pocos meses después al designar la intervención, control y vigilancia del Estado en todos los aspectos de la vida de los ciudadanos: “…todo dentro del Estado, nada fuera del Estado, nada contra el Estado” (Fuentes 2006: 199). Es sobradamente conocido el paralelismo entre esa declaración sobre el totalitarismo del régimen fascista italiano y la célebre frase que acuñó Fidel Castro en la arenga que ha trascendido como Palabras a los intelectuales: “Dentro de la Revolución, todo; contra la Revolución, nada”, dirigida a un numeroso grupo de artistas e intelectuales reunidos en la Biblioteca Nacional los días 16, 23 y 30 de junio de 1961. Con esa lapidaria sentencia quedaban clausuradas las tres jornadas en las que se debatió entre el poder político y los agentes del campo de la cultura las condiciones de la creación y la función de esta dentro del nuevo sistema social.

En su tesis de grado sobre el proceso de institucionalización del campo de las artes plásticas en Cuba, el sociólogo Alejandro Campos (1997: 26-27) argumentaba:

“En Palabras a los Intelectuales quedaron plasmadas las cuatro premisas en las que se apoyaría el sistema de afirmaciones y sanciones del Gobierno Revolucionario con respecto a la cultura. […] Primero, la libertad de contenido sería permitida en tanto no implicara posiciones contrarias a la Revolución. […] Segundo, el pueblo pasaría a ser considerado el receptor idóneo para la creación artística, quedando claramente manifestado que los esfuerzos de la dirigencia revolucionaria se concentrarían en lograr que el arte y la cultura en general pasaran a ser patrimonio de las masas. Tercero, de acuerdo a los parámetros de utilidad social propios de un país en Revolución, la función de la creación artística debía dirigirse a educar el gusto de quienes hasta ese momento no habían tenido acceso al arte y la cultura. Y cuarto, con el ánimo de garantizar que la actividad cultural tomara los caminos que la Revolución necesitaba, el campo de la cultura en pleno debía quedar supeditado a un órgano gubernamental especializado, el cual se desempeñaría como la máxima autoridad del orden cultural, orientando y estimulando cada uno de sus actos identitarios”.

De ello se desprende la absoluta marcación del régimen respecto a la vida del pueblo —entendido este como cuerpo total o masa colectiva, en detrimento del reconocimiento de derechos a la pluralidad y la diferencia de las subjetividades individuales—, de los hombres y mujeres que le conforman y cuya realidad queda definida por el Estado, garante en definitiva de los límites de esa realidad y del sentido mismo de “realidad”. El Estado entonces se convierte por decreto propio en el elemento central de la experiencia nacional, tanto en la esfera pública como en el ámbito privado; regula y administra toda existencia y condición de posibilidad, prescribe el “deber ser” del sujeto revolucionario y determina los contornos de la imaginación social.

La violencia y el concepto bélico son formulaciones esenciales de estos regímenes que ascienden al poder mediante el ejercicio de la fuerza y las armas. En el caso cubano, la construcción de una idea de lucha ininterrumpida durante un siglo pasa a ser un argumento esencial de la historiografía que avala la continuidad de la epopeya independentista y anticolonial del siglo XIX en la gesta libertaria que conduce al triunfo revolucionario del 1 de enero de 1959. “En cierta forma, el totalitarismo sería el sistema político que corresponde a esa violencia permanente que hace de la política, más que nunca, la continuación de la guerra por otros medios” (Fuentes 2006: 204). La institucionalización e instrumentalidad de un gobierno cuya génesis acontece en el seno de la primera época de la Guerra Fría, no podía sino estar mediada por ese espíritu oposicional constante que encuentra su razón en el enfrentamiento a los “enemigos” y en la invención de tales contrarios, ya sea en el plano de la política exterior o en el interior de la geografía nacional. 

“Los regímenes totalitarios se caracterizan por el gobierno de un partido único que se apodera de todas las instituciones del Estado, liderado históricamente […] por un líder mesiánico, a quien se le rinde culto a la personalidad, y cuyo discurso siempre promete la creación de ‘un hombre nuevo’ capaz de, junto al resto de la masa sumisa a las instrucciones del líder y del partido, crear una ‘sociedad perfecta’. Por supuesto, para lograr semejante utopía se debe contar con la obediencia total de todos los miembros de la sociedad y para eso se utiliza la propaganda, la privación de toda libertad y la represión como política de Estado” (Segal 2013: 3).

El arte cubano contemporáneo se ha posicionado en ese contexto de completo intervencionismo del Estado en la cultura —es decir, en la situación de heteronomía del campo cultural supeditada al poder del Estado—, como un espacio primado para la articulación de un discurso crítico que interpela la estructura política e ideológica en la que se sustenta la vida social. El artista Henry Eric Hernández —curador de la exposición que nos convoca—, una de esas voces que desde los años noventa viene diagramando con mayor insistencia las narraciones marginales que pluralizan la escritura de la historia nacional y permiten la emergencia y visibilidad de relatos de vidas silenciados en el proceso de consolidación del régimen, echa en falta la reflexión sobre la naturaleza totalitaria del sistema. Evidentemente, hay términos y conceptos del lenguaje de la política que resultan incómodos y que han sido conscientemente censurados o autocensurados en nuestros vocabularios y prácticas de enunciación como una estrategia consciente de sobrevivencia en un clima de represión y terror. Más allá de esas circunstancias, el propio concepto político de totalitarismo ha tenido una deriva compleja desde su surgimiento en la Italia fascista, su consolidación en la jerga de los conflictos Este/Oeste en tiempos de la Guerra Fría y tras el colapso del socialismo real en Europa del Este (Fuentes 2006).

En cualquier caso, resulta alentador intentar una revisión de la iconografía artística cubana a partir de aquellas imágenes que sugieren o aluden a rasgos concretos que han descrito la operación totalitaria. Sin dudas, ello vendría a complejizar una tradición historiográfica que ha situado el carácter crítico de las producciones del arte en la isla y en sus diásporas. La construcción del concepto político totalitarismo en los imaginarios estéticos del denominado Nuevo Arte Cubano y en las propuestas de entre siglos que sobrevienen a este hasta la actualidad, posiblemente contribuya a la arquitectura de un análisis que ha permanecido soterrado incluso en gran parte de nuestras ciencias sociales. Por otro lado, pensar el propio contexto en el que tiene lugar esta exposición, en pleno período de impasse de las transformaciones económicas de los años recientes y en el ambiente de retroceso en la distensión de las relaciones con Estados Unidos iniciada bajo la administración Obama, señala la posición reforzada de las prácticas simbólicas como uno de los actores determinantes que están pensando el presente y el futuro insular. Sin olvidar ejemplos muy particulares que llegan a organizarse como formas de arte manifiestas en un activismo político directo, como es el caso de la artista Tania Bruguera.1

Quizás, exposiciones como Iconocracia: Imagen del poder y poder de las imágenes en la fotografía cubana contemporánea, comisariada por Iván de la Nuez (Artium, Vitoria-Gasteiz, 2015; CAAM, Las Palmas de Gran Canaria, 2016), y El fin del Gran Relato (Galería Taller Gorría, La Habana, 2017; Oficina de Proyectos Culturales, Puerto Vallarta, 2018), son referentes de excepción en la estereotipada marea de “exhibiciones de arte cubano” que han inundado las salas de galerías e instituciones en Europa y Estados Unidos en años recientes, recordando un fenómeno similar que aconteció en los años noventa. Esto nos advierte del lugar que ocupa el arte en la economía de libre mercado.

El fin del Gran Relato. Revolución Cubana y su final.

Por qué no imaginar el totalitarismo

Henry Eric Hernández

Ensayo que forma parte del proyecto editorial El fin del Gran Relato.

II

“A diferencia de las islas o ciudades imaginarias de Tomás Moro, Francis Bacon, Tommaso Campanella o Erasmo de Róterdam, la izquierda intelectual pareció encontrar en Cuba una isla lejana pero real, un paraje exótico pero occidental, un líder autoritario pero carismático; semejante a aquel rey Utopo, fundador de ese mundo tan tenebrosamente perfecto que fue Utopía”.

Iván de la Nuez: Fantasía roja.

El 21 de octubre de 2004 muchos cubanos vimos con estupefacción un suceso inimaginable. Al terminar un discurso, Fidel Castro bajó del podio y, mientras andaba hacia la multitud, se cayó, literalmente. Una horda de funcionarios, guardaespaldas y súbditos se precipitó sobre la figura que yacía en el suelo para socorrerle y al mismo tiempo ocultar aquella imagen a las lentes de las cámaras que transmitían en directo el evento. Sin embargo, ya la sonrisa se había dibujado en los rostros de miles de espectadores que observábamos atónitos la escena. Pasados unos minutos, sentado en una silla, el líder volvió a dirigirse a su pueblo: “Les pido perdón por haberme caído”.

En agosto de 2006 iba temprano a trabajar, amodorrada en un tren de cercanías, cuando empezaron a entrar llamadas en el móvil, que no cesó de sonar durante todo el día. La noticia de que Fidel delegaba provisionalmente el poder en Raúl Castro debido a problemas de salud se extendió rápidamente entre el exilio y en medio de la euforia generalizada se iniciaron las cábalas sobre la finitud del tirano. Sin embargo, pasaron dos años antes de que el abandono de las funciones de gobierno se hiciera de modo permanente; y una década más tarde sería que se consumarían los presagios del deceso largamente anunciado. Rodeada entonces de artistas e intelectuales españoles en un bucólico paisaje romano —la ciudad que se debatió históricamente entre la democracia y el despotismo— me vi interpretando un rol extraído del teatro del absurdo, obligada a explicar y justificar mi incontenible alegría por la consumación de la tan ansiada noticia a gente que ni siquiera había viajado a Cuba, pero que profesaba una sospechosa simpatía por la Revolución. Por si fuera poco, el decreto de luto oficial durante nueve días en la isla, representó ante el mundo, y especialmente frente a los cubanos, la advertencia instantánea y urgente de la prolongación del régimen.

La socióloga Marlene Azor (1998: 89) indica como un rasgo característico del sistema totalitario la presencia de mecanismos de “control masivo en los procesos de socialización familiar, escolar, laboral, de residencia y de la opinión pública”. En ese sentido, el duelo, los afectos, la memoria colectiva de la nación, han intervenido las historias de vidas de las personas, creando un altar compartido para la celebración y el homenaje a los héroes del panteón legitimado de la revolución. Junto a las fotos familiares, los hogares cubanos fueron ocupados por los retratos de José Martí, Che Guevara, Fidel Castro; y en menor medida por los rostros negros de Antonio Maceo y Quintín Bandera, o las miradas femeninas de Mariana Grajales y Celia Sánchez. Quizás por ello José Ángel Toirac, uno de los artistas que con mayor lucidez y rigor ha interpelado desde los años ochenta la construcción monolítica del discurso histórico en Cuba, prescinde de la orientación ideológica para establecer en Alma Pater (2015) el signo patriarcal y fálico que ha supuesto la construcción del sujeto político nacional y la edificación de la masculinidad heteronormativa en la iconografía de la patria. Las fotografías de archivo que sirven de referencia a estos dibujos en pan de oro son documentos muchas veces escamoteados al ojo público con el objetivo de mitificar la figura de un padre de todos, un personaje histórico que en su cuerpo encarna la subjetivación del Estado protector y paternalista, un individuo excepcional que consciente de su misión histórica antepone el conjunto de la nación a su propia familia. A contracorriente, el padre versus el monstruo en que los incursos ideológicos contrapuestos transforman en las narrativas nacionales a figuras como José Martí, Fidel Castro, Che Guevara, y a Gerardo Machado o Fulgencio Batista, respectivamente, en esta serie de retratos queda relegado a un segundo plano si nos atenemos estrictamente al contenido de la representación, las imágenes de seis padres junto a sus hijos.

Esa visión de una supuesta humanidad, de la naturalidad de la relación filial, no obstante, ha sido eludida en las representaciones hagiográficas de los mártires o líderes de la patria, en pro del robustecimiento de la mitología nacionalista. Por el contrario, las escenas y los retratos hieráticos y enaltecidos, de tono profético, tomados en el espacio público donde habita la masa y se define el imaginario colectivo, han llenado el panteón de las imágenes históricas con un explícito fin de propaganda. Al respecto, es interesante el análisis que propuso Iván de la Nuez (2016: 17) en la exposición Iconocracia:

“Desde el primer día de su proyecto, Fidel se cuidó de encender una vela al hombre y otra al mito. Puso un ojo en la gesta y otro en el gesto.

De cara al mundo, la Revolución jamás necesitó un departamento de propaganda. Ese frente siempre estuvo bien cubierto. Lo mismo por Cartier-Bresson (“el ojo del siglo”) que por Barbara Walters, René Burri y Enrique Meneses, Time o la CNN, Graham Greene y Jean-Paul Sartre, Oliver Stone y esa nutrida tropa de fotorreporteros cubanos que asumieron la tarea de cubrir, ilustrar o construir —según el caso— los hitos históricos: Alberto Korda, Raúl Corrales, Roberto Salas, Liborio Noval…

Desde el primer minuto, Fidel Castro fue la noticia y el filtro; el actor, el guionista y el crítico de esa película de sí mismo con la que colonizó el relato de todo un país. Valga recordar que la cubana fue la primera revolución de su tipo difundida por la televisión. Y valga apuntar también que, a diferencia de otros países comunistas, no se valió de estatuas gigantescas para expandir su iconografía. Para eso le sirvió la fotografía, mucho más moderna, portátil… e imposible de derribar, llegado el caso”.

La obra de Manuel Alcayde participa con ironía de esa pulsión mítica que anima la construcción del relato histórico y el paralelismo que en los lienzos de este artista —con consciente solución kitsch— se teje con algunas parábolas bíblicas. La cualidad mesiánica del héroe exaltada por el discurso histórico de la revolución cubana es convertida en una sátira edulcorada en la que se remeda el estilo académico y realista de un subgénero pictórico afín a los regímenes totalitarios de izquierda y de derecha. No en balde se parafrasea el título de la excelente ficción historiográfica que elabora Guillermo Cabrera Infante en Vista del amanecer en el trópico, quizás en un intento por hacer una declaración paratextual y metatextual sobre este tipo de pintura simulacro, que se reconoce a sí misma como un ejercicio bastardo de mimesis, emulando un lenguaje y una representación que en este contexto devienen subterfugio retórico.

En esas alegorías de la pintura oficial y el realismo socialista tan común en los lienzos de encargo del mandato comunista en Europa del Este y Asia, por supuesto no puede faltar la referencia a la infancia uniformada como relato de salvación, futuro y progreso, encarnación del destino renaciente de la patria en una nueva generación desprovista del lastre de los vicios burgueses. Es ese relevo fiel el que porta el uniforme ideológico que metaforizan Los Carpinteros en la pieza Pionera (2017). El colectivo hace alusión directa a la señera prenda de vestir que define la estandarización de la niñez en Cuba como un quimérico concepto de igualdad. La transforma en un objeto de culto, encerrado en una vitrina, despojado de la energía vital de los púberes sujetos adiestrados que le dan sentido. La anatomía con uniforme deviene una máscara o un disfraz que describe la homogeneización de una sociedad, el encorsetamiento de unos cuerpos que tratan de ser atrapados en un ideal único, en un diseño monolítico. Como los pines que construyen el vestido, el uniforme es una indumentaria que hay que quitarse en algún momento, ya sea fuera del marco dogmático de la escuela, o porque decidimos que ya no nos identificamos más con esa ideología o esa causa impuesta. En última instancia, sabemos que si miramos bajo la falda encontraremos la diferencia, lo particular, la subjetividad que yace bajo la tela castradora.

El hombre de Estado es convertido entonces en un animal público, sin vida íntima. La rumorología popular alimenta la curiosidad y las leyendas urbanas sobre ese aspecto vetado al saber compartido. Abundan las narraciones apócrifas que exacerban los atributos viriles del personaje principal en un teatro bien armado de la masculinidad, el machismo y el sacrificio personal por el interés colectivo. El Pater familias protege a todos sus hijos, su amante es la nación misma, la tierra de la que nacen sus retoños, el conjunto del pueblo cubano. El padre tiene a la vez la patria potestad, el derecho a decidir el destino de sus vástagos, a velar por ellos y a castigarles cuando le desobedecen. En atención a ese principio, el progenitor trata a sus descendientes como niños, incapaces de decidir por ellos mismos, como figuras en una situación no emancipada a las que hay que controlar y regular.

El fin del Gran Relato. Revolución Cubana y su final.

El banquete de Plutón

Héctor Antón

Texto que forma parte del proyecto editorial El fin del Gran Relato.

Es interesante cómo en El fin del Gran Relato hay un conjunto de obras que apuntan especialmente a esa idea en torno a la tutela absoluta del gobierno respecto a los individuos en un sistema totalitario, y la ambigua relación resultante de los años de adoctrinamiento durante la infancia. Esa pedagogía permanente sobre la niñez en un nivel donde el discurso político pasa a administrar cada una de las esferas de la vida, se proyecta en esta exposición en una profusa iconografía en la que la estructura social de la familia y la convivencia en el espacio privado del hogar es sustituida por el cuerpo colectivo de la nación.

“Manipulación desde el poder; adoctrinamiento de la población desde temprana edad; utilización de propaganda […]; culto a la personalidad de manera que se llega a niveles de amor al líder que solo se puede comprender gracias al éxito de una ideología de masas que funciona de manera sumamente exitosa y, en el mejor de los casos, muchos aparentan estar con el líder como una forma de ‘defensa social’ (evitar ser víctimas del terror ejercido por el régimen); asimismo, el engaño, la explotación y la estafa originan un estado de confusión tal, que millones de personas creen que el gran líder no está al tanto de la brutalidad de sus instituciones represivas (Segal 2013: 8).

III

“La Guerra de Todo el Pueblo significa que, para conquistar nuestro territorio y ocupar nuestro suelo, las fuerzas imperiales tendrían que luchar contra millones de personas y tendrían que pagar con cientos de miles e incluso millones de vidas, el intento de conquistar nuestra tierra, de aplastar nuestra libertad, nuestra independencia y nuestra Revolución, sin alcanzar a conseguirlo jamás.

Por poderoso que sea el imperio, por sofisticadas que sean sus técnicas y sus armas, no está en condiciones de pagar el precio que significaría semejante aventura. Es posible que no esté dispuesto a pagarlo nunca, ¡pero nosotros sí sabemos el precio que corresponde al sagrado principio de la defensa de nuestra patria y de nuestra Revolución, por alto que sea, estaremos dispuestos a pagarlo siempre!”.

Fidel Castro.

“Ingobernable, pensé”.

Ezequiel Suárez, Un metro en Asia.

En Lapidaria (2017) Henry Eric Hernández elabora una pesada metáfora que pone en tensión el precario equilibrio entre el sentido utópico del discurso revolucionario sobre la justicia social y la naturaleza distópica de un régimen sedimentado en el terror y la violencia del Estado sobre el pueblo. Esta imagen que bascula entre la euforia del nacimiento y la estética necrológica, alude a algunos de los elementos más representativos del totalitarismo, a saber, el culto a la muerte bajo la retórica del heroísmo y el sacrificio, y como justificación de los excesos en el lenguaje beligerante del gobierno. “Patria o Muerte”, “Socialismo o Muerte”, “La Guerra de Todo el Pueblo”, “La Opción Cero”, etc.,2 etc., son consignas y expresiones que recorren el vocabulario estoico de la política en Cuba. La soberanía y el nacionalismo a cualquier precio, aunque ello signifique el sepulcro de millones de vida. Ese sentido primordial mediante el cual se manifiesta la defensa a ultranza de un ideal, aun cuando esto conlleve la negación de la realidad misma, la depauperación del sistema de vida general de la población y el sometimiento de los ciudadanos a situaciones de privación, miseria y sumisión, serviría para revisar la historia de la revolución y de muchos de sus traumáticos episodios. La Guerra de Angola, el Remolcador 13 de Marzo, la continua represión de cualquier intento de desobediencia civil y oposición política; la lista de numerosos delitos tipificados en el código penal y sancionados con pena de muerte en Cuba y la permanente violación de los derechos humanos; cada uno de los cuerpos inermes que han sucumbido en el Estrecho de la Florida…

Cuántos huesos lapidados que han soportado sobre sí —y que aún cargan— el peso agobiante de un sistema que les ha condenado al limbo de una larga espera, teñida con los colores lúgubres y funerarios de la desesperanza. Como el cerdito jovial bordado en la tela que cubre la loza de mármol en la escultura de Henry Eric, no basta soplar con todas las fuerzas para deshacer el andamiaje sólido y asfixiante de la gran casa nacional en la que residen los cubanos, deambulando por un cementerio insular como muertos vivientes y escuchando el cántico recurrente de las plañideras que lloran la agonía del país. El hombre nuevo ha nacido para llevar ese lastre, el ideal soberano de una nación trocado en la fantasía ditirámbica de un poder megalómano. Las nuevas generaciones soportan las culpas del padre.

El Estado encarna la verdad. La vigilancia de sus preceptos se ejecuta mediante una estricta terapia de higiene y purga sobre cualquier manifestación de disenso y desobediencia respecto a la ideología única del partido comunista. Propaganda y represión devienen instrumentos pedagógicos y punitivos para la aplicación de una supervisión total en términos psicológicos y físicos. La burocracia y la militarización de la sociedad son las formas expandidas de esa reglamentación extrema de la vida social. Quizás por eso la historia que se registra de la cotidianidad de los ciudadanos bajo los tentáculos del totalitarismo es un Relato impersonal (2016) como el que describe la instalación de Yornel Martínez. Páginas en blanco, materiales neutros, narraciones entrecomilladas que escapan al éxtasis real de la existencia, con sus vicisitudes y alegrías. En el archivo aséptico de los regímenes autoritarios, la ficha de identidad del individuo no alcanza a describir la potencia vital del hombre o de la mujer que se nombran con un número. El control permanente asume un lenguaje monocromo, sin matices, encorsetado y aburrido. La vida queda extraviada en un caos de documentos que gestionan y retardan el ritmo de los acontecimientos.

Los dispositivos de examen y reclusión capturan el devenir, lo confinan en una prisión. Cualquier persona puede ser víctima de aislamiento y escarnio. La censura o el repudio atienden a signos tan diversos como la sexualidad, la religiosidad o la enfermedad. La figura del campo de concentración se transforma en una pieza central del engranaje totalitario. Allí se clausura la diferencia. En los años sesenta fueron las Unidades Militares de Ayuda a la Producción (UMAP), en 1980 el Mariel, hacia finales de esa década el sanatorio Los Cocos en el que internaban forzosamente a los infectados con el VIH; hace unos años llorábamos ante las terribles imágenes de las condiciones infernales en que vivían los enfermos psiquiátricos en Mazorra. Adoctrinamiento y castigo han sido administrados en espacios de cautiverio: las escuelas al campo, el servicio militar obligatorio, los Institutos Preuniversitarios en el Campo (IPUEC).

Quizás, uno de los pasajes más conmovedores de la exposición El fin del Gran Relato, lo encontramos en los Papeles del tanque (1990). Estos dibujos fueron realizados por Ángel Delgado en el período de encarcelamiento al que fue sentenciado por haber llevado a cabo la performance La esperanza es lo último que se está perdiendo, en la inauguración de la exposición El objeto esculturado en el Centro de Desarrollo de las Artes Visuales (La Habana, 1990). En esa acción, el creador defecó —se cagó literalmente— en el periódico Granma, el órgano oficial del Partido Comunista de Cuba (PCC). Si la memoria no me falla (2009) es un libro de artista que compila esos documentos gráficos de la reclusión y la censura que clandestinamente fueron elaborados y sacados de prisión en las visitas que la madre de Ángel le hizo a la cárcel en los seis meses que duró la condena. Con el castigo de Ángel Delgado se cerraba una década de continuos choques frontales entre el poder político y el arte en la isla, y el nivel de represión llegaba a un punto de clímax que desembocaría en el exilio de muchos de los protagonistas de esa generación que definió el Nuevo Arte Cubano. Desde entonces, la de Ángel Delgado ha devenido una de las poéticas más intimistas y radicales en la narración de la violencia del Estado. Sus obras de acción se han sucedido como situaciones en las que el cuerpo del performer es sometido a formas extremas de presión, desgaste físico y resistencia psicológica. Los materiales utilizados por el creador prolongan el carácter pobre e improvisado de los soportes y herramientas con los que podía contar cuando fue recluido. Los suyos son los relatos del dolor y la injusticia, las memorias de un encierro que se replica desde la celda de castigo hasta los mismos muros líquidos que bañan la soledad de la ínsula. Su cárcel prolongaba la sanción sobre otros tantos intelectuales y artistas insignes que le habían precedido en un gesto de desacato ante la autoridad del régimen. Desde el espacio “marginal” del presidio, ese lugar donde habita la “marginalidad” y las subjetividades laterales, Ángel Delgado escribió también sus “crónicas al margen” y “desde los márgenes”.

La pedagogía inherente a un régimen disciplinar encuentra en la palabra un motivo para la representación de la autoridad. De ahí que el caudillismo de estos sistemas se exprese permanentemente mediante la enunciación de su “verdad”. El discurso político afecta y modula todos los aspectos de la vida diaria. Se hace omnipresente en el imaginario colectivo al abarcar todos los canales posibles de transmisión y a través de la repetición extenuante. La palabra se regula como el vehículo específico del carisma del gobernante (Segal 2013: 15). La performatividad que conlleva el acto mismo de liderar sigue un guion en el que el texto se instituye como ley, casi en un sentido profético. Esa textualidad ha sido centro de atención en la investigación artística de Carlos Garaicoa desde los años noventa, explorando los modos en que la escritura del poder interviene en la ciudad y se sistematiza en los dispositivos de control ideológicos. Para transformar la palabra política en hechos, finalmente (2004) es una imponente instalación en la que el artista teje un hilo metafórico entre la práctica de la filatelia y el sistema postal en tanto herramientas fundamentales en la gestión de la información y la administración de la censura. Durante varios años Garaicoa guardó los sobres de la correspondencia recibida en su domicilio en La Habana. Estos tenían la particularidad de llegar después de haber sido abiertos y revisados por los órganos de la Seguridad del Estado, lo cual era evidente en las huellas de la manipulación precedente que simulaban un procedimiento aduanal de verificación estándar.

El fin del Gran Relato. Revolución Cubana y su final.

Una plantilla de zapatos y el Vuelo Espacial Conjunto Soviético-Cubano

María A. Cabrera Arús

Ensayo que forma parte del proyecto editorial El fin del Gran Relato.

A partir de la documentación fotográfica de ese material intervenido por el Estado y de las fotos de distintos paisajes en la isla, se diseñó una colección filatélica cuyas imágenes viajan del espacio público a la esfera privada para describir la promiscuidad con que en una realidad totalitaria se conciben esos ámbitos entre los que no existen límites precisos. En un contexto donde la libertad de expresión es una quimera, el correo postal es un mecanismo crucial para controlar el flujo de información y espiar la vida de los ciudadanos. La historia, por otro lado, se narra en el carácter conmemorativo de las estampillas, replicándose en ellas los relatos oficiales de la nación. En estos sellos, Carlos Garaicoa fija su mirada en las vallas y muros en los que se escribe la propaganda revolucionaria, el lenguaje bélico y la voz movilizadora y enardecida que interpela a las masas y les alerta del sempiterno peligro, del enemigo. A contracorriente, otras visiones de la ciudad en estas imágenes nos devuelven las vallas trasfiguradas en arquitecturas imposibles. La realidad cautiva en la palabra del gobierno es trocada en una forma de la imaginación poética, en el dibujo de una ficción que trasciende la normatividad de la escritura histórica del poder.

En esa escritura en fuga, alternativa, lúdica, esencialmente poetizada y por momentos vacua hay que buscar la anti-lógica de una obra como la de Ezequiel Suárez, imposible de reducir a esquemas estéticos o discursos de racionalidad estricta. Más allá de cualquier categorización o lectura previsible, la propuesta de este artista está cargada de performatividad y su acción no se organiza dentro del cubo blanco, sino que implica una deriva cotidiana que se llama vida. Una vida acotada, señalada y consciente de las ataduras, pero al mismo tiempo indómita y delirante. Y es en ese delirio permanente en el que levita la desobediencia raigal de Ezequiel Suárez, que ha sido estigmatizada por las instituciones culturales cubanas con la letra escarlata que identifica la peligrosidad del infractor. La amenaza consiste precisamente en su irreductibilidad. La operación de construcción lingüística es en Ezequiel el opuesto a la mecánica del discurso totalitario, que intenta fijar conceptos y significados únicos y absolutos como entidades de coerción social. A contrapelo, para Ezequiel el lenguaje aparece vaciado de inmanencia y funcionalismo, y por supuesto, desprovisto de todo carácter trascendental. La palabra debe entenderse entonces como gesto efímero que interrumpe un silencio impuesto.

IV

Puros cuentos / Biografía colectiva (2015-2017), de Isabel & Laura (Isabel Cristina Gutiérrez y Laura Pérez Insua), desplaza al sujeto protagonista del relato histórico hacia individuos anónimos. Oralidad popular, imaginario colectivo, rumor, historias de vida, abren el espectro narrativo de la historia oficial. Para ello, estas artistas se valen de una tradición como la de las lecturas en las fábricas de tabaco cubanas, una práctica enraizada en la cultura nacional y vinculada también a las luchas anticoloniales y de independencia. Recuperada tras el triunfo revolucionario de 1959, esta rutina unida a la producción en uno de los sectores primados de la economía en Cuba, desde luego ha sido otro espacio para la propaganda política. El proyecto del dueto artístico, sin embargo, subvierte los roles de emisor y receptor sacando a la luz la capacidad de relatar de personas que cuentan a través de sus fabulaciones las expectativas, circunstancias vitales y las estrategias de sobrevivencia que evaden toda épica y heroísmo y contribuyen a la reescritura de la historia. Esta literaturización que acontece en el seno de una comunidad afectiva que brinda sus testimonios, los comparte y hace públicos, además pone en cuestión el estatuto diferenciado entre realidad y ficción, complejizando las maneras de entender el método historiográfico.

En esa perspectiva que conecta el pasado con el presente se halla la serie fotográfica Dienteperro (2008-2017) del dúo Celia-Yunior. Las imágenes recogen el estado de depauperación y ruina de antiguas piscinas que sembraban la costa habanera en los años cincuenta, como emblema de un modo de vida de la burguesía simbolizado en la arquitectura moderna de los barrios de la clase alta en el oeste de la capital. Hoy, esas casas hermosas han sido consumidas por la desidia o el expolio de los habitantes que han perdido el sentido de la propiedad porque nada les pertenece, ni su propio cuerpo. Un antiguo esplendor que sucumbió bajo la austeridad impuesta por una política que interpretó como lujo y desviación moral cualquier atisbo de admiración o regodeo en la belleza y el ocio. Estas fotos fueron realizadas junto a un vídeo donde Celia y Yunior nadan y pasan el tiempo en las aguas saladas que bañan los estragos de la vieja construcción. Como José Lezama Lima, los artistas dejan que el tiempo avance sumidos en la contemplación de un horizonte de cielo y mar que encierra y abre la ínsula. Desde ese rincón depauperado y venido a menos apelan al poeta de la calle Trocadero, signo de la cultura nacional, pero tan diferente y poco arquetípico para el modelo de hombre nuevo, de sujeto de la acción que promulga la prédica revolucionaria. ¿Qué función han de cumplir el arte y la poesía en la nueva sociedad? De espaldas al encargo social y a la demanda propagandística del régimen, la “imago” funda un tiempo que perturba la historia, que vehicula la memoria del pasado como presente y futuro. Allí donde la castración totalitaria ha intentado impedir la narración nacional como continuum, estableciendo un corte epistémico radical que borra y olvida, el paisaje y la naturaleza se reconstituyen como matriz poética que alberga al sujeto múltiple y plural que habita la isla. En esa piscina en la que el clima y los años han hecho mella se describe una topografía otra, una era de resurrección, tal vez un mañana.

V

El pretexto de la salvaguarda de la seguridad nacional ha servido a los regímenes totalitarios como excusa para blindar sus fronteras y subordinar a sus ciudadanos a una especie de secuestro colectivo aderezado por la personalidad carismática del líder. El veto se amplifica en todos los sectores de la sociedad y se refleja en el control rígido de la información que puede circular en el interior del país, ya sea en los medios de comunicación centralizados por el Estado, en escuelas, bibliotecas, o en los espacios domésticos. La clasificación de documentos en los archivos y los temas censurados por la prensa y la industria editorial en general son numerosos. A esto se añade el difícil o prácticamente nulo acceso a Internet y a los servicios de telefonía, el bloqueo de páginas web y el coste exorbitante de la contratación de tales recursos o su no disponibilidad en el consumo privado en el caso cubano. Este rapto de la normalidad de la existencia en libertad es amparado y promovido por la militarización de la estructura social y la presencia insoslayable del ejército en el control de las instituciones y en el funcionamiento del poder ejecutivo. Tal situación queda expresada en el dialecto de la propaganda y el entrenamiento del ciudadano, quien ve reemplazado su estatus en la vida civil por la sumisión continúa e involuntaria a formas de organización disciplinares: Unión de Pioneros de Cuba (UPC), Organización de Pioneros José Martí (OPJM), Comités de Defensa de la Revolución (CDR), Unión de Jóvenes Comunistas (UJC), Partido Comunista de Cuba (PCC), Federación de Mujeres Cubanas (FMC), Milicias de Tropas Territoriales (MTT), etc.

En este ambiente, los “mecanismos ideológicos y psicológicos de dominación […] permiten moldear la mentalidad del individuo de tal forma que pueda desempeñar, con la misma docilidad, los papeles de víctima y verdugo” (Fuentes 2006: 212). De igual forma, se desarrolla una relación de amor-odio hacia el personaje que se ha auto-glorificado mediante la toma del poder y que se ha perpetuado así en la dirección autoritaria, dictatorial y fascista del país. Al respecto, Jorge Luis Marrero se ha encargado de examinar las ubicuas y ambivalentes relaciones institucionales en que los agentes del campo artístico cubano se encuentran inmersos; así como los vaivenes y sinuosidades que permean los distintos momentos y lugares de la institución arte en el proceso histórico de la revolución cubana. La convivencia cotidiana y ambigua de los artistas con los funcionarios de la cultura, las necesarias complicidades o subordinaciones en la gestión de eventos como exposiciones, viajes promocionales, etc., reactivan esa idea de la sospecha sobre el lado que se ocupa en un instante determinado en la marea de negociaciones y concesiones que constituye la administración de la propia obra de arte. El Síndrome de Estocolmo II (Ecúmene), 2014, es un inventario no exhaustivo de firmas del arte cubano contemporáneo, sin limitaciones de edad, género, lugar de residencia, lenguaje, nivel de reconocimiento. Sentido de autoridad, prestigio social, competencia, son elementos que entran en juego en esta maniobra de nombrar a actores del campo artístico impelidos al trato con la burocracia de un sistema que supervisa bajo el prisma ideológico la cualidad del arte. La institucionalidad del campo del arte es puesta en jaque en el tablero de ajedrez que trata de componer Marrero. Él mismo es un personaje escamoteado de ese dominio público que conforma la institución artística en Cuba. El discurso crítico que alienta su trabajo, la auto-referencialidad sobre los conflictos y la invisibilidad que su propia trayectoria ha atravesado en el sector cultural nacional, son posiblemente el argumento más convincente de este creador. Su pieza I Like America and America Likes Me (2008) es un alegato incontestable.

Coda

Los artistas aquí reunidos —y muchos otros pertenecientes a diferentes generaciones3, cuya obra es menester situar en estas coordenadas que hemos intentado analizar— han vivido como ciudadanos y oprimidos el declive de un modelo social y de un régimen político. La concepción heroica de la historia nacional que bajó de la Sierra Maestra junto a los barbudos que empuñaron las armas para hacer la revolución y provocar un cambio decisivo que significó una etapa de esperanza y movilidad social, muy pronto se convirtió en un canto de sirenas que atrapó al pueblo en una progresiva violencia. La ideología monolítica ha sido la única justificación esgrimida por el despótico poder para explicar su persecución y brutalidad hacia cualquier expresión de disenso. Quizás debamos admitir junto a Reynier Leyva Novo que la Revolución es una abstracción (2013-2017). Ese lenguaje plástico despreciado por el régimen, tan inútil a sus fines proselitistas, junto al guiño que el artista hace en la selección de un soporte pesado como el concreto —y que alude al devenir del lenguaje abstracto en Cuba—, nos rescata con inteligente ironía del peso obtuso del realismo totalitario.


Bibliografía

Azor, Marlene (1998): “Las encrucijadas de un modelo social”. En Papers 56: 73-101.

Campos, Alejandro (1997): Viaje a la semilla: Institucionalización del Campo de las Artes Plásticas en Cuba. 1976-1986. Licenciatura en Sociología. Tesis inédita. Universidad de La Habana.

Castro, Fidel (1961): Discurso pronunciado por el Comandante Fidel Castro Ruz, Primer Ministro del Gobierno Revolucionario y Secretario del PURSC, como conclusión de las reuniones con los intelectuales cubanos, efectuadas en la Biblioteca Nacional el 16, 23 y 30 de junio de 1961. Departamento de versiones taquigráficas del gobierno revolucionario.

De la Nuez, Iván (2006): Fantasía roja. Los intelectuales de izquierdas y la revolución cubana. Barcelona: Debate.

__________________ (2016): Iconocracia. Imagen del poder y poder de las imágenes en la fotografía cubana contemporánea. Vitoria-Gasteiz / Las Palmas de Gran Canaria / Madrid: Artium / CAAM / Turner.

Fuentes, Juan Francisco (2006): “Totalitarismo: origen y evolución de un concepto clave”. En Revista de Estudios Políticos 143: 195-218.

Segal, Ariel (2013): “Totalitarismo, dictadura y autoritarismo: Definiciones y re-definiciones”. En Gobierno y Gestión Pública 1 (1): 1-37.


Notas

1 Es sobradamente conocido el creciente mecanismo de vigilancia y represalias, que ha incluido la privación de libertad de movimiento, el impedimento de salida del país mediante la retención del pasaporte y la encarcelación temporal, al que ha sido sometida desde finales de diciembre de 2014 la artista Tania Bruguera, cuando intentó realizar en la Plaza de la Revolución la acción El susurro de Tatlin #6; y posteriormente con la fundación del Instituto Internacional de Artivismo “Hannah Arendt” o la performance durante la 12 Bienal de La Habana consistente en la lectura durante 100 horas de Los orígenes del totalitarismo, el imprescindible libro de la intelectual judía. En el ámbito de las prácticas artísticas, otros nombres a incluir en la lista de voces censuradas en el clima de progresiva represión durante la última década son los de Danilo Maldonado (El Sexto), Luis Manuel Otero, Omni Zona Franca, entre otros.

2 “Opción Cero” fue la definición del gobierno cubano para una etapa que describiría la llegada al punto de mayor inflexión en la crisis energética y el desabastecimiento general que supuso el denominado Período Especial tras la caída del sistema socialista en Europa del Este y la pérdida acelerada de la dependencia de las importaciones, subvenciones y tratados comerciales de la economía nacional sostenidos por la Unión Soviética y los países integrantes del CAME Consejo de Ayuda Mutua Económica.

3 Se incluirían en ese listado trabajos como los de Levi Orta, Ana Olema, Adrián Melis, Ernesto Leal, Luis Gárciga, Javier Castro, José Fidel García, Jesús Hernández-Güero, Alberto Casado, Amaury Pacheco y el grupo OMNI Zona Franca, el colectivo ENEMA en los años dos mil, Lázaro Saavedra, Hamlet Lavastida, Francisco Masó, entre muchos otros.

El fin del Gran Relato. Revolución Cubana y su final

Utopía y sacrificio: apuntes para la gran estafa

Carlos A. Aguilera

Ensayo que forma parte del proyecto editorial El fin del Gran Relato.