Celebrando que no hay sonrisas femeninas anunciando pasta dental, la peregrina política Margaret Randall relata la selección de la reina del carnaval socialista durante la década de 1960. El requisito fundamental para ser elegida, subraya Randall, es su participación en la vida productiva y revolucionaria.
Otra peregrina, Isabel Larguia, delinea el “feminismo cubano” proponiendo que el primer regalo para cada niña sea una ametralladora.
Así nace la Magna Mater Deorum del emblema de la Federación de Mujeres Cubanas, cuya cualidad de madre eterna y temible guerrera, como avisa el también peregrino Oscar Lewis, dependería siempre de las percepciones y actitudes de los hombres en el poder.
Estas cuestiones cuajan lo que Claudia Mare denomina “feminismo de Estado”. Asunto que, puesto en relación con las prácticas artísticas, propone discutir este dossier.
Henry Eric Hernández
En los últimos meses hemos visto cómo movilizaciones cívicas han interrogado al poder —desde los ámbitos académicos, periodísticos, etcétera— para, “desde abajo”, reposicionar discursos de descontento, reivindicación y reparación.
Cuando grupos y redes feministas movilizan Twitter y la prensa internacional en España, Estados Unidos, Francia o Suiza; cuando manifestaciones ciudadanas debaten el derecho al aborto o la adopción homoparental y pujan reformas jurídicas en Irlanda, Argentina o Chile, en un lugar del Caribe la fórmula “hecho y por hacer” resulta cansinamente redundante.
Cuba, espacio de una de las revoluciones sociales más profundas del siglo XX —al punto de gestar y nutrir muchas de las cosmovisiones del activismo latinoamericano—, se ha mantenido en un aparente silencio o en un bullicio consentido que, en este caso, resulta lo mismo. Cuando el hashtag se volvió bandera y el #MeToo consigna, no se reportaban acontecimientos en Cuba.
¿Cómo es posible que, aun cuando la Isla ha sido recipiente de abundantes códigos criollos machistas, aun cuando el reciente acceso a Internet y el análisis legalista generado en el marco del referéndum constitucional habrían sido un escenario oportuno para su gestación, un fenómeno similar resultara casi sedicioso, reaccionario, incómodo?
La brecha democrática en Cuba reside en un balance simulado, pero presente en el vórtice del imaginario social posrevolucionario. El feminismo, entre otros activismos, se asume desde el Estado, según Mariela Castro, como “parte de los proyectos de justicia social que propone la Revolución cubana”.[1]
La prerrogativa del Estado de aglutinar todas las disposiciones e impacto de un movimiento feminista convencional no es un logro revolucionario. Existe una literatura abundante que describe el éxito del “feminismo de Estado” en otorgar derechos a la mujer que garantizan su connaturalización con el mismo en términos legales, pero sin permitir necesariamente, crear o modificar estos derechos. Esta fórmula ha sido relacionada con sistemas que intentan contener la participación política, incluso con guiones populistas para ganar votantes promoviendo políticas afines, pero siempre tomadas “desde arriba”.[2]
Desde inicios de los 60, la Revolución abanderó emblemas de progreso y ventajas explícitas para la mujer en consonancia con su cosmovisión productiva, en espacios que enunciaban mayor empoderamiento respecto a su contexto cercano (legalización del aborto, ley de licencia de maternidad, cuidado infantil, igualdad salarial, presencia importante en órganos de gobierno, atención a casos prioritarios a través de organismos locales y de masas). Sin embargo, las reivindicaciones de género, en términos de liberación/opresión, debieron pensarse subordinadas a la ideología de clase y como parte de la administración tutelada por la Revolución para obtener ventajas políticas.
Así, la instrumentación del feminismo ha convivido con otros parámetros legitimadores dentro de la narración historiográfica oficial y el discurso nacionalista (ambos consagrando matriarcas y benefactoras, paradigmas de una estirpe independentista y revolucionaria lineal). También se ha asociado el feminismo con otras fórmulas maniqueas como la de su interpretación incondicional desde la izquierda, desde el socialismo, estigmatizando el capitalismo y el neoliberalismo como conspiradores del patriarcado.
Cediendo el cuerpo social a esta retórica, se sistematiza un dispositivo activo en la memoria colectiva que imprime cierta obligación moral, un saldo eterno con el sistema, al igual que la connaturalización de una ciudadanía femenina ocluida en el propio sistema de valores, ideas y estéticas del Weltanschauung posrevolucionario; conviviendo también con hábitos, convenciones y patrones sexistas, de subordinación y/o (sobre)representación que el propio poder continúa legitimando para reproducir una mujer políticamente correcta, heteronormada, emancipada y realizada gracias al sistema.[3]
El espacio público deja de ser terreno de emulación, la capacidad de compartir (actos, recuerdos, temáticas), de reproducir material y, simbólicamente, posturas activas, resulta afectada por la unicidad aparente. Las relaciones públicas conflictivas devienen sustrato ontológico fijo en su discurso y temporalidad. Como resultado, se invierten los canales por los cuales exigir derechos legales, políticos, sociales y de participación.
Aquí podríamos volver a Bryan S. Turner para reconocer indicadores claves de la ciudadanía. Turner explica que la práctica ciudadana pasiva se forma desde el Estado protector y destaca sus deberes, pero allí donde el ciudadano subordina su pertenencia a una comunidad política colectiva deviene militante, activa, integrada y orgánica como requisito primero.
La práctica ciudadana activa, aquella que puja y defiende sus derechos “desde abajo” por una mayor inclusión y extensión de los mismos, no llega entonces a modificar institución alguna en el orden posrevolucionario. El hecho de que las demandas dentro del derecho cívico a la representación no sean ganadas desde una ciudadanía verdaderamente activa, sino desde la disposición del Estado de legitimarse y de gestionar espacios grupales de manera inclusiva, conforma una sociedad enajenada, entumecida, en débito, con pocas garantías de facto y escasa motivación para cambiar este régimen de dependencia.
Por algo similar apostaría Michel de Certeau (La invención de lo cotidiano, Universidad Iberoamericana, 1996) desde un análisis de las mentalidades cuando se refiere a una sociedadimpedida de verificar sus prácticas en el curso nacional, al punto de invertir su ejercicio de “producir lugares” por una reproducción de aquellos comunes al comunicado.
Esta ciudadanía voluntarista, participativa en el imaginario de “lo revolucionario”, reproduciría el motivo ideológico, el orden moral, el sistema de valores y los usos que de estos promueve la burocracia estatal, a tono con los códigos del orden político establecido. Este reemplazo sistemático del actuar, por el mantenimiento reproductivista del poder, insiste Hannah Arendt, es un argumento “contra lo esencial de la política” y responde a “la abolición del dominio público”.
Arendt explica este entumecimiento ciudadano como un deseo humano comprensible: la imprevisibilidad del escenario político genera ansiedad, y optar por un liderazgo paternalista —que combine benevolencia, poderío, sabiduría absoluta—allana los temores del hombre moderno. Tras casi cuatro generaciones, este principio sistematizado podría ser el resultado más tangible en la conformación de la ciudadanía posrevolucionaria al ubicar a la sociedad dentro de un mundo resignado a las relaciones gobernante/gobernado (véase: “Philosophy and Politics”, Social Research, vol. 57, 1, 1990, pp. 73-104).
Allí donde todas las banderas de la reivindicación social ya han sido izadas por el Estado en nombre del estandarte mayor de la justicia social colectiva, un feminismo alterno resulta una formalidad burguesa, heredada de sociedades que no saben cómo conducir su destino, inventos injerencistas que —junto a los conceptos de sociedad civil y derechos humanos— intentan penetrar la soberanía nacional; querellas todas que atentan contra el motivo emancipador del proceso histórico común. De tal modo, la supeditación de toda exigencia cívica minoritaria a la “voluntad popular” ha calzado una práctica de “autonomofobia de Estado”.[4]
La violencia implícita en la dicotomía de poder ejercer, y limitar simultáneamente la autoridad y las libertades públicas, reside primero en tornar irrelevante la posesión de responsabilidades colectivas o individuales en una sociedad donde los reclamos cívicos ya han sido despejados. Segundo, en la condición de introducir derechos cívicos como logro unilateral del movimiento de vuelta a 1959 y, por ende, como una de las bases indispensables para el sustrato social de la Revolución.
Frente a la sublimación de la mujer guerrillera, luego federada, luego obrera, siempre sacrificada hasta la entrega de sus hijos en favor de la patria, la sincronía ha terminado por perder coherencia. La ausencia de un discurso ciudadano/femenino legítimo permite distinguir espacios donde producirindicios de otras subjetividades, despoja fórmulas lingüísticas de la memoria y la identidad oficializadas. En este contexto las artes visuales asumen cierto protagonismo.
Antes de que alguien grite exasperado que la política no es arte y viceversa, permítanme hacer una aclaración. Si bien sería ingenuo exigirle al arte cubano contemporáneo una representación femenina de competencia política estricta; su lógica ordinaria incluye un Aufforderungscharakter donde todo lo que allí ocurre no es únicamente lo que allí cabe, sino la posibilidad de abrigar muchos otros sentidos, entendimientos, reclamos y traducciones.[5]
La capacidad del arte como Affordanz le habilita para contener significados varios, fundamentar más allá de lo que la imagen requiere, negociar discursos al punto de permitir la emergencia de aquellos que no se propone, incluso aquel que revierte el gran relato y corporeiza discursos de acción.
En este tenor, el sentido de agencia y relación que ganan las artes visuales cerca simbólicamente la unidad perdurable del cuerpo político y conjuga un nuevo sujeto social desmitificador, trasgresor y opuesto al constructo orgánico, monocorde y mesurado.
El desvío del feminismo cultural posnacional, de la fuerza de gravedad revolucionaria que había hecho oscilar el imaginario social dentro de la militancia ideal, es impulsado en el audiovisual y el performance femenino por todas las alteridades anticanónicas que este péndulo intentaba ignorar. Es frecuente encontrar una estética audaz como la de Yanahara Mauri al reubicar en terreno de disputa cánones preconcebidos y dejar expuesta otro tipo de praxis, esta vez corpórea, de zonas de sentido y experiencia; posturas ya no naturalizadas sino naturales, autónomas y plurales, interrogadoras del feminismo de Estado como capital simbólico del proceso.
La representación femenina en el arte propone un relato donde colapsan las formas establecidas “desde arriba”. Hace pensar, sobre todo, que el ideal feminista militante —en su condición agónica y manoseada de lo siempre autorreferencial— no resistirá los embates de dildos y posturas descarnadas y divertidamente eróticas.
Nudos colectivos sin concierto anticipado, pero similar en afectos y relatos a las solidaridades grupales de las que hablaba al principio,rehabitan los espacios íntimos que habían supuesto una conquista patriarcal, descolonizan lo femenino como constructo militante, ahora como figura de su propio conflicto, más real, visceral, intimista y por ello, más épico que la épica misma de los apelativos hegemónicos.
La interacción pública y colectiva que supone la expresión femenina en las artes visuales vehiculiza actores; permite la exposición y reconocimiento de un imaginario femenino por estrenar. Dada la actual salud del arte cubano, en un ecosistema donde el feminismo no es el único activismo diluido, queda preguntarse entonces si las artes visuales serán capaces de acompañar el reboot de nuevas representaciones cívicas o si serán asfixiadas en el intento.
Notas:
[1] Goodman, Amy: Transcripción de la entrevista televisada a Mariela Castro conducida por Democracy Now, junio 11, 2012.
[2] Froissart, Cloe (2014): “The Ambiguities between Contention and Political Participation: A Study of Civil Society Development in Authoritarian Regimes”, en Journal of Civil Society, 10, 3, 219-222; Gal, Susan, and Gail Kligman (2000): The Politics of Gender after Socialism, Princeton, Princeton University Press; Ghodsee, Kristen (2014): “Pressuring the Politburo: The Committee of the Bulgarian Women’s Movement and State Socialist Feminism”, en Slavic Review, 73, 3; Krook, Mona Lena (2005): “Quota Laws for Women in Politics: A New Type of State Feminism?”, Conferencia European Consortium for Political Research, Granada, 14-19, April 2005; Lovenduski, Joni (2005): “Introduction: state feminism and the political representation of women”, en Loni Lovenduski (ed.), State Feminism and Political Representation, 1-10.
[3] Siendo la Federación de Mujeres Cubanas (FMC) la única organización de su tipo aglutinando todas las posibles actuaciones de un movimiento feminista convencional, aspira, en sus propias bases, a organizar y movilizar a las féminas en la defensa de la Revolución, y como organización de masa se ubica dentro de la dirección general del Comité Central del Partido.
[4] Armando Chaguaceda y Claudia González (2019): “Autonomofobia de Estado y socialización cívica”. Boletín Foro Cubano2(8).
[5] Nicole Zillien: “Die (Wieder-)Entdeckung der Medien – Das Affordanzkonzept in der Mediensoziologie”. Sociologia Internationalis46 (diciembre 2008), Heft 2, S. 161-181.
Man Yu: el cuerpo como traje
Traje Humano, obra de la artista costarricense de origen hongkonés Man Yu, es un proyecto que rebasa las posibilidades técnicas y las tradicionales maneras de la plástica contemporánea.