‘La immagini infamanti’ o la expulsión del ser

“Un pueblo, el mío, enfermó de espera y terminó desesperado.
Más allá de los cubanos, son pocos los que conocen (o quieren conocer) 
el sufrimiento de Cuba durante los últimos sesenta años”.
Abilio Estévez (Cómo conocí al sembrador de árboles)

Vivir en libertad, entre otras cosas, es poder acceder; sobre todo, leer los libros que uno ambiciona. Aquellos libros que la experiencia de vivir en un sistema totalitario ha condicionado a una censura, burlada solo en oportunidades, cubriendo lo que se lee subrepticiamente. No todos son conscientes de la responsabilidad que esto supone, no todos imaginan la magnitud del curso délfico que tienen ante sí.

Cuando Henry Eric Hernández me comentó que su libro La immagini infamanti: arte, burocracia, peregrinaje y violencia en Cuba (Deslinde, Madrid, 2023) se iba a publicar, pensé que sería interesante analizar cómo implementaría las implicaciones ontológicas asociadas a la noción de immagini infamanti para abordar las interconexiones entre arte, burocracia, peregrinaje y violencia en Cuba. 

Lo primero que hay que destacar es su cuerpo categorial articulado en cuatro capítulos. Censura, linchamiento, cuadros políticos, burocracia cultural, fetichismo ideológico, peregrinaje político, tándem imaginario, pasión peregrina, estigmatización de prácticas cívicas espontáneas, carácter sagrado como percepción desde el peregrinaje político, vacío documental, ethos totalitario, violencia divina, son solo algunos de los nodos conceptuales desarrollados y sobre los cuales la narratividad va dando cuenta no de una Cuba imaginada o deseada, mucho menos de una Cuba inagotable, pero sí de una Cuba negada cínica y persistentemente, al menos negada en las últimas seis décadas. 

Debo decir también que La immagini infamanti… es un libro que se lee de una sentada, entre otras cosas, por poner en perspectiva la naturaleza de una trama que se ha escamoteado desde la crítica, el pensamiento, la investigación, la docencia de arte y de historia de arte, la gestión y la política cultural. Pone nombre y apellidos, rostros a esa trama secular que se ha pretendido normalizar en la conciencia, en especial en las exclusiones y los olvidos. 

Desde la portada —cuya ironía logra capsular Julio Llópiz-Casal, quien se mofa con espejuelos oscuros del amigo totalitario— hasta la delimitación de las voces, como “representaciones intelectuales, artistas y burocracias culturales”, Hernández desmonta la imagen de una revolución que, apuntalada por una izquierda, reveló, tempranamente, su rostro totalitario. 

Censura, linchamiento, cuadros políticos, burocracia cultural.

Con un sentido riguroso de la historia, pasa factura a los discursos que, desde una izquierda no siempre solapada, han pretendido hacernos pasar gato por liebre, como si ya no fuera suficiente la transfiguración del pollo por pescado.

Los sujetos proscritos —“sujetos de la censura considerados inferiores por la burocracia político-cultural”—[1] son finalmente los protagonistas: Eliseo Valdés, Jorge Crespo, Juan-Sí González, Marco Antonio Abad, Ramón García y Ricardo Vega —integrantes del Grupo Ritual Art-De—, Ángel Delgado, Ítalo Expósito, Tania BrugueraLuis Manuel Otero AlcántaraMaykel Osorbo y el Movimiento San Isidro, Celia González, Hamlet Lavastida. Los apóstatas, sin embargo, son los de siempre; solo cambian sus nombres, no su naturaleza.

Uno de los aspectos más interesantes del libro es el diagrama de los modos a partir de los cuales los estereotipos comienzan a representar lo que el autor llama “peregrinaje político”. Es decir, un sujeto depositario de la confianza de la institucionalidad política, a través de la cual su narrativa adquiere sentido, para reproducir posturas ideológicas y juicios morales que redundan en una suerte de episteme ajustado a las necesidades de quien pretende validar, haciendo efectiva la estigmatizaciones en torno al otro. 

Sandra Levinson, Carol Brightman, Michael Chanan, Luis Camnitzer, Rachel Price, Oliver Stone, Boaventura de Sousa, Coco Fusco manejan la violencia lingüística —desde sus campos disciplinares— en función de un imaginario proporcional a la ideología política del sistema totalitario cubano. 

Tal es así que apuntalan, epistemológicamente, una immagini infamanti a partir de la cual se reproduce la estigmatización de prácticas visuales desde un ejercicio de poder; sobre todo, desde el reconocimiento de una supuesta excepcionalidad (Revolución cubana)[2] que radicaliza el discurso acrítico y genera, al mismo tiempo, una ideología como representación proselitista.

Fetichismo ideológico, peregrinaje político, tándem imaginario.

A la par, resulta muy pertinente la disección que Henry Eric propone sobre la naturaleza de la víctima. En especial, cuando varios grupos de la oposición cubana dentro y fuera de la Isla conciben una transición y no un cambio político en Cuba desde el manejo del perdón, la exculpación, la reconciliación y el reconocimiento de una pluralidad democrática ausente de ideologías políticas. 

Evadir las dramáticas responsabilidades políticas significaría licuar, en un nuevo orden político, un ejercicio de perdón desde la amnesia. No puede haber proyecto de nación futura, no puede haber reconciliación nacional, sin el reconocimiento tácito de las responsabilidades políticas. Buscar la reconciliación sin señalar a los responsables de tanta barbarie sería, en todo caso, perpetuar una falsa memoria, un falso perdón. 

Todo este asunto tributa una enseñanza del intelectual Primo Levi: comprender no es justificar. Comprender el “terror” de los victimarios no quiere decir justificarlos ni perdonarlos. Pues el perdón es elegible del mismo modo que la acción violenta a raíz de la cual sale a relucir: la víctima elige perdonar de la misma manera que quienes la sacrifican prefieren la violencia unánime contra ella.[3]

Si la impunidad de los represores se ha obtenido a través de las lealtades políticas, Hernández recoloca en su libro la reconstrucción de la memoria como unos de los tópicos centrales para el ejercicio de la crítica y el pensamiento, de modo que, a través de ella, podamos superar la autocracia totalitaria. Sobre todo, por el “intento de desmitificar el daño y el crimen”[4] que han cometido estos “gestores culturales”.

El libro finaliza con una acertada disquisición en torno a la noción de “totalitarismo” que Henry Eric Hernández lleva no solo al plano del funcionario cultural, sino también al campo del peregrino que pretende “fiscalizar la obediencia política”.

Pasión peregrina, estigmatización de prácticas cívicas espontáneas.

Si bien Coco Fusco ocupa su atención a raíz de la publicación en 2020 del texto “El sonido del silencio”, a lo que el autor responde con “El ruido de la erudición”, lo que está en el fondo de este examen en torno a la noción totalitarismo es cómo cierta intelectualidad —norteamericana y europea— de izquierda sigue, de alguna manera, descalificando la naturaleza de un sistema por la presunta “insuficiencia” de un concepto.[5]

La immagini infamanti: arte, burocracia, peregrinaje y violencia en Cuba es un libro pertinente, necesario; sobre todo, escrito desde un rigor historiográfico que arroja luz en esas zonas escamoteadas en torno al arte cubano de las últimas décadas. Además, enrostra a los “tontos útiles” —como los llamara V. I. Lenin—, a esos comisarios políticos que Eric Henry personaliza oportunamente, pero también a cierta progresión que desempeña el ridículo y bochornoso papel de ególatra convertido, que, aún hoy, piensa que entre izquierda y derecha solo hay una distracción ideológica.

La violencia ejercida por el régimen cubano y sus muy diversas formas a lo largo de las últimas seis décadas han formado parte de una agenda política. Violencia concebida como un entorno disciplinario. Es decir, un ejercicio de control y represión que responde a una ideología política, practicada, entre otros, por comisarios parapetados no solo desde instituciones culturales. El efecto masificado que operan en un sistema totalitario la violencia grupal, los actos de repudio, la presión y la violencia institucional no solo es aplicable a todos los sujetos sociales; ninguno de ellos escapa de sus consecuencias. Todos somos víctimas de un sistema. Por tanto, cualquier diálogo con los victimarios es inmoral e inadmisible. No seamos ingenuos y acabemos de comprender que la poesía no salva a las naciones.




Notas:
[1] H. E. Hernández: La immagini infamanti: arte, burocracia, peregrinaje y violencia en Cuba, Deslinde, Madrid, 2023, p. 25.
[2] Ibídem, p. 29.
[3] Ibídem, p. 72.
[4] Ibídem, p. 97.
[5] Henry menciona a Coco Fusco, pero yo incluiría también a Ada Ferrer, por ejemplo, a quien invitamos, junto a Julio Lorente, a la mesa “Repensar la Historia de Cuba”, coordinada para Hypermedia Magazine, y que descalificó mis juicios con cierta arrogancia al argumentar que el concepto de “sistema totalitario” no indicaba nada cuando se pretendía delimitar la naturaleza del sistema cubano. Asimismo, Marifeli Pérez-Stable y Susan Eckstein —esta última con Cuban Privilege: The Making of Immigrant Inequality in America, que, curiosamente, terminó en la mesa de “trabajo” de Miguel Díaz-Canel—, son solo algunos ejemplos recientes de —como diría Reinaldo Arenas— una intelectualidad progresista que, de alguna manera, pondera a una dictadura “tan minuciosa en su espanto”. O Cecilia Gálvez y Norma Gálvez, cuadros políticos que, desde el Departamento de Filosofía y Estética del Instituto Superior de Arte de La Habana, ejercían o ejercen la censura, control y exclusión desde los dispositivos de “justicia laboral” a todos aquellos profesores que resultaban incómodos al entendimiento que ejecutaba como normativa ideológica establecida como pedagogía.





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Vas conmigo a todas partes

Evelyn Sosa

La cordura (o la locura) y el amor son estas imágenes.






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