Me asusta la idea de perder la fe en las imágenes. El paso del tiempo ha dictaminado una superabundancia de elementos visuales que, cada vez más, hacen que lo que vemos se torne intrascendente. Nada (o casi nada) logra atraer ya nuestra atención. Captar la realidad circundante y anexarla a los sentires propios se ha convertido en un reto para los discursos visuales contemporáneos.
La fotografía, específicamente, se ha visto instada a salir de sus zonas de confort y a explorar otros caminos. Seguir el ritmo a los performances, la objetualidad, y a cada una de “las bananas” que puedan aparecer sujetas a la pared con cinta adhesiva[1], no resulta nada sencillo.
En el caso cubano, la imagen fotográfica consta de una tradición impresionante, que al triunfo revolucionario alcanzó su colofón con el desarrollo de la fotografía épica. Tras este período, no menos importantes creadores han desarrollado una obra loable.
La manifestación ha sido presentada en su esencia pura y como parte integrante de una obra otra (mayor) de arte; y ha sido víctima de los lugares comunes que han existido y persisten: toda una fotografía de la precariedad que apenas si falta en las muestras y, llegado este punto, pienso que no nos abandonará jamás.
En cualquier caso, no puede negarse que la fotografía no ha cesado en su desarrollo y se ha abierto a múltiples espacios de encuentro.
Una de las más recientes exposiciones dedicadas a la exploración fotográfica fue presentada en el Centro Hispanoamericano de Cultura de La Habana, entre los días 8 de noviembre y 2 de diciembre del pasado año. Bajo el rótulo Miradas compartidas. Encuentros de Fotografía Emergente, fue presentado, en el marco del evento Noviembre Fotográfico, un proyecto que ya contaba con sólidos antecedentes[2] y que aunó a una treintena de creadores cubanos e italianos[3].
La curaduría también estuvo repartida entre ambos países, a partir del trabajo de Alain Cabrera y Mino Di Vita. Más que la búsqueda de la perfección desde el punto de vista técnico, Miradas compartidas… abogó, según las palabras del Presidente del Fondo Malerba per la Fotografía, Alessandro Malerba, “por el encuentro y la movilidad de los artistas, hoy cada vez más importantes, en un momento histórico en el que la sostenibilidad de un proyecto artístico se basa precisamente en su capacidad para superar las fronteras geográficas y abrirse al exterior”.[4]
En consecuencia con ello, la selección de las temáticas fue manejada de manera libre. A los participantes les fue lanzada como única premisa creativa presentar sus trabajos en grupos composicionales de seis piezas (en general, resultaron dispuestas tres encima y tres debajo), pensadas y ubicadas de acuerdo a sus intereses particulares.
Comencemos entonces, como debe ser, por el principio. Esto incluye aclarar, en primera instancia, que la exhibición no constituyó, únicamente, un muestrario de creadores “emergentes”, al menos en el sentido que usualmente entendemos el término.
La mala pasada que juega el afán clasificatorio, sobre todo en la Isla, colocó bajo este pie forzado a artistas con un camino ya recorrido. Pero en este caso el concepto de emergencia defendido por ambos curadores tiene que ver con la potenciación de artistas que, independientemente de su edad y trayectoria, consideran no han sido suficientemente visibilizados por los circuitos de legitimación de la fotografía.
Los creadores italianos, en su gran mayoría, exhibían por primera vez; mientras que entre los artistas del patio, solo Álvaro M. Brunet resultó enteramente novel. El resto cuenta en su haber con exposiciones, premios, becas, así como participaciones en eventos internacionales y en la propia Bienal de La Habana.
Esta es solo una minúscula acotación técnica que me he permitido hacer, más que nada por la frecuencia con que en los últimos días (y por diversas razones) ha venido a mí el término “emergente”.
Colocados ya en la pequeña sala del recinto-galería, un “cubo blanco” sin más, el espectador se encontraba con 180 piezas en total, de los más diversos semblantes y dispuestas de manera lineal. La apertura y el diálogo en los motivos seleccionados por cada autor para elaborar sus discursos, fue una de las características de esta muestra.
Curiosamente, y pese a que el proceso de selección de la nómina fue realizado a dos manos, algunos de los artistas (de uno y otro país) mostraron creaciones similares en cuanto a estética. Tal fue el caso de Belkis María Pérez (Cuba) y Patrizzia Dottori (Italia), así como de Rigoberto Oquendo (Cuba) y Carlo di Giacomo (Italia). A excepción de estos dos encuentros fortuitos, el resto de los fotógrafos se movió en aguas diferentes, en las que cada historia visual se encontraba guiada por un protagonista específico: los reflejos, la danza, las miradas, los paisajes o incluso un ángulo específico en la captura de una imagen.
La ciudad y su arquitectura, los paisajes naturales, los acercamientos al cuerpo humano desnudo y las escenas teatrales, fueron algunos de los tópicos que resumieron las propuestas elegidas por Alain y Mino. De entre estas, la obra de Claudia Corrales resultó de las más atrayentes.
Como reza el refranero popular cubano “hijo de gato caza ratón”, y Claudia se ha mostrado como una heredera a la altura de su abuelo y de su padre. Primeras Impresiones, su pieza, fue formulada a partir de una composición diferenciada del resto de sus compañeros de sala, bajo la idea de construir un par de retratos a la manera de un rompecabezas. Los rostros que se conforman pertenecen claramente a maniquíes; no obstante, a veces el espectador debe mirar de cerca para comprobar si la artista no ha introducido un rostro humano.
Las fotografías de Claudia simulan obras pictóricas, debido a las texturas visibles en el maquillaje de ambos rostros. Las “primeras impresiones” presentadas por esta creadora, no distan de aquellas que el mundo real nos ofrece: ficticias, engañosas, complejas. La pieza no encontró paralelo visual, ni tan siquiera cercano, en toda la muestra.
Sarah Bejerano, por otro lado, enfocó su lente en las exploraciones corporales, en lo que pareciera ser una documentación performática. Wool Lover (lo que pudiera traducirse como Amante de lana) mostraba a una fémina en juego muy cercano, y hasta cierto punto erótico, con un abrigo de lana.
A partir de diferentes posturas la artista cubre y descubre su cuerpo, toca y exhibe sus zonas erógenas como clara demostración de cariño autopropiciado. Piel y abrigo parecieran fundirse en uno, visualmente, y a través de los semas comunes: revestimiento y protección.
Motivadas igualmente por el cuerpo, podemos señalar también a Maité Fernández, con Sinestesia (en este caso particular, a través de la danza) y Daniela Díaz Álvarez, con Estados Mentales (el cuerpo asociado a elementos lumínicos).
El entorno citadino, tanto interior como exterior, fue acaparado por varios de los fotógrafos de ambas naciones: Danay González García, Leo de la O y Carlo di Giacomo. A ellos se sumaron Diuber Sicilia (Los sueños de la razón) y Matteo Mezzadri (Cittá Minime), a los que me remito de manera directa por sus particulares miradas a la urbe, en este caso construidas desde la subjetividad.
Sicilia apeló a una Habana surrealista, con edificios vueltos de cabeza, hombres y mujeres flotantes, perros y aviones en el cielo. Una solución que dio a la capital una apariencia diferente y soñada, pero que no dejó de remitirme, a pesar de ser una obra fotográfica, a la estética de nuestras pinturas de feria o bazar, que a lo largo de los años han delimitado muy bien esas características.
Mezzadri, por su parte, abogó por una visualidad mucho más familiar a los efectos del contexto artístico cubano, por recordarnos a las soluciones de Linet Sánchez y Alejandro González.
El artista italiano presentó una ciudad maquetada, miniaturizada, en tonos ocres y con la frialdad propia de la industrialización en los países primermundistas. Frente a altos rascacielos y silenciosos espacios, rompe la homogeneidad el verdor de un árbol preso en una urna de cristal. Un canto a la preservación de la naturaleza o un llamado de atención contra la polución en las metrópolis: ambas son aceptables al enfrentarnos a esta pieza.
Daylene Rodríguez (Miradas) y Sonia Almaguer (¿Y esa foto de Esperanza?) propusieron un acercamiento al individuo a través del retrato, ambas desde el clásico blanco y negro.
La primera de ellas, como el título de su obra indica, construyó su discurso a partir de las miradas de cada uno de los retratados, conscientes o no del lente. Nada complejo ni pretencioso a los efectos del observador, acostumbrado a este tipo de imagen fotográfica.
Almaguer trabajó los retratos extraídos de una obra teatral, por lo tanto la gestualidad corporal, los movimientos y el vestuario fueron los elementos que otorgaron vitalidad a su grupo de piezas.
Mientras, Massimo Zampetti (Esere… umani), presentó retratos capturados desde una vista superior a determinados individuos en sus labores diarias. El contraste de los personajes captados, sobre la superficie gris del suelo, permite generar lecturas en torno a lo anodino de las historias de vida de estos sujetos comunes. Cada uno de ellos pareciera ser espiado por un fotógrafo que siempre los observa desde las alturas o tal vez por alguna entidad superior para la cual resultan completamente iguales e insignificantes.
Vale la pena, además, mencionar dentro de este grupo de retratos la obra de Irene Pérez (Cuba Joven), enfocada esencialmente en el universo infantil de la Isla. El aliento del fotorreportaje se hizo palpable en las capturas de Irene, y su inclusión como parte de la nómina me resulta bastante acertada por parte de la dupla de curadores. Ello permitió otorgar un lugar a esta vertiente dentro de la fotografía, usualmente asociada a la función informativa en detrimento de los valores artísticos.
Algo bien diferente ocurrió con las piezas de Álvaro M. Brunet (Soledad), en realidad el menos maduro de los creadores. Sus seis obras se movían entre los límites de las fotos de quince, los conocidos wallpapers (fondos de pantalla para las computadoras) y las metáforas simplistas para sustentar casi didácticamente el título (el árbol solo, la niña en medio de la calle, dos sillas vacías).
La ausencia de Brunet no hubiera sido un escollo para la muestra. Al artista le queda un camino por recorrer.
Pero Miradas compartidas fue más que individualidades (imposibles de analizar en su totalidad): fue también espacio y montaje. La sala del Centro Hispanoamericano básicamente signó la disposición de las piezas de manera lineal, sin cambios ni variaciones y apenas un corto espacio entre ellas. La muestra hubiera agradecido un espacio tal vez más amplio o al menos con cierto rejuego arquitectónico que permitiera dar dinamismo a las composiciones de seis. Estas últimas, al estar establecidas para todos los participantes de manera igualitaria, también coartaron el interés hacia el recorrido visual.
Otra de las carencias que se dejaron sentir fueron las dimensiones. Las fotografías presentadas pedían a gritos un mayor formato. Para encuentros futuros (si la economía que acompaña al proyecto lo permite), pudiera ser una alternativa ampliar el tamaño de las propuestas, aunque ello signifique reducir la cantidad de participantes. Contra la cantidad, la calidad siempre debería salir victoriosa.
Tengo el anhelo de que Miradas compartidas se vuelva un punto de encuentro sistemático para el quehacer fotográfico, diversifique sus espacios y sus artistas y busque originalidad y renovación constante y, sobre todo, profundidad en sus trasfondos.
El infinitivo “compartir” debe ser trabajado en su sentido primero y no como el mero hecho (en lo que refiere a las piezas) de ocupar un espacio. Generar un toma y daca, buscar la imbricación visual, temática o conceptual a nivel de montaje, debe ser la premisa fundamental de un proyecto como este, más allá de figurar como un muestrario.
Si vuelvo al enunciado que dio inicio a este texto: la idea de que las imágenes pierden su esencia es un temor real. Hay que hacer de la fotografía un arte interconectado y con vida propia, que impacte y conmueva. Para el espectador, los discursos fotográficos deben ser más que pasear la vista con indiferencia, como quien ojea un álbum.
Deben buscarse, cada vez más, estrategias para que al arte de capturar imágenes se le haga justicia, y sea más viable de compartir.
Notas:
[1] Entiéndase como referencia a la pieza Comedian del artista italiano Mauricio Cattelan, presentada en Art Basel Miami (2019) y vendida por un precio de 120.000 dólares.
[2] Las dos experiencias anteriores fueron el International Photo Project, en Milán (2017), y el Perspectivas Emergentes, en La Habana (2018); ambos gestionados con la colaboración del Fondo Malerba per la Fotografía. La exposición en cuestión se presupone como un proyecto con vistas a desarrollarse de manera sistemática.
[3] La nómina incluyó a los creadores italianos Martino Borgogni, Antonella Bucci, Angela Di Finizio, Carlo di Giacomo, Cesare Di Liborio, Carlo D´Orta, Patrizia Dottori, Luigi Franco Malizia, Franco Martelli Rossi, Matteo Mezzadri, Luca Monaco, Enrico Pezzoli, Antonella Pizzamiglio, Danilo Susi y Massimo Zampetti. Por la parte cubana figuraron Sonia Almaguer, Sarah Bejerano, Álvaro M. Brunet, Claudia Corrales, Daniela Díaz Álvarez, Maité Fernández, Yangtsé C. García, Danay González García, Gabrile Guerra Bianchini, Belkis Martín Pérez, Leo de la O, Rigoberto Oquendo (Chacho), Irene Pérez y Diuber Sicilia.
[4] Palabras de Alessandro Malerba en Miradas Compartidas. Encuentros de Fotografía Emergente 2019, Catálogo, Centro Hispanoamericano de Cultura, La Habana, noviembre 8-diciembre 2, p. 4.
Galería
Miami, el arte contemporáneo y las lentejuelas
Me gustaría ser imparcial, pero caminé con detenimiento los pabellones tratando de encontrar el sobresalto y no lo hallé. No sé si mis expectativas eran muy altas, quizás estaba pidiendo peras al olmo, pero Art Basel y Art Miami son decepcionantes.